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Un buen plan

Carlos Alfonso volvía a estar obsesionado con el reloj. Recordaba que el Hielo ya había empezado con la venganza de la prima de Salcedo, pero eso no lo dejaba más tranquilo. El negocio tal y como lo conocía se había acabado. Se lo había dicho su contacto en la pasma. Esas cosas llaman demasiado la atención y pone a todos los policías a patear las calles. Sabía que al poner esa recompensa iba a haber muchos muertos. Y tenía que cumplir. Salcedo, a pesar de ser un sanguinario, tenía fama de respetar su palabra y eso lo condenaba también a él a cumplir sus promesas. Todo parecía indicar que aquella historia lo iba a dejar sin recursos. Pero vivo. Eso sí, antes de pagar un euro iba a exigir alguna garantía de que las pistas llevaban a los culpables y todo bajo la supervisión del hombre de Salcedo.

Wilfredo era quien tenía que acabar con aquellos hijos de la gran puta. Los que le habían arruinado el negocio y aquella vida de rico que tanto le había costado construir. Llegado el momento quizá podría adelantarse a él y ganar algunos puntos. Estaba seguro de que Salcedo volvería a confiar en él si era capaz de arreglar aquel estrago incluso sin su hombre.

En las imágenes con poca calidad que tenía impresas sobre la mesa solo aparecían dos personas, aunque la policía parecía ir tras la pista de tres o cuatro tipos. Y quizá uno era una mujer. Le había llegado que quien hizo el encargo de la coca era una mujer. Realmente esperaba que Wilfredo se conformara con acabar únicamente con los dos tipejos de las fotos, pero algo le decía que no se iba a ir de allí sin atar todos los cabos. Confiaba en que toda aquella colaboración fuera suficiente para la satisfacción de Salcedo. Menos mal que solo era una prima y no su hija o hermana. En ese caso estaba frito.

Por lo demás, lo consolaba pensar que aquello era más un escarmiento para los que se vieran tentados a intentar robar a traficantes. Seguro que en Terrassa, donde ya tenían cuatro fiambres, se lo iban a pensar dos veces antes de comprar droga de ocasión. Tampoco era tonto el Hielo. Los asesinatos lejos de Lleida quizá despistaban lo suficiente a la policía para que no relacionaran los casos antes de tiempo, pero no le había temblado el pulso aunque acabara siendo peor el remedio que la enfermedad. Si la pasma tardaba en enlazar aquellas muertes con las de Lleida le permitiría hacer su trabajo y largarse de vuelta a su país. Lo que era seguro era que aquel asesino le helaba la sangre.

Estaba seguro de que jamás podría olvidar los dos ojos saltones con aquel extraño color grisáceo. Prefería que llevara las gafas puestas y eso también parecía preferirlo él, ya que desde su presentación no se las había vuelto a quitar. Ensimismado en sus pensamientos, su primo entró en el salón de su casa con los cascos puestos y detrás de él venía aquel témpano de puro hielo.

—Ya tenemos controlado a uno —dijo el primo, sonriendo, mientras Wilfredo se sentaba con movimientos lentos en el sofá.

Carlos Alfonso miró a su primo y cada vez estaba más convencido de que al chaval le faltaba un tornillo.

—Bien, eso es bueno —dijo mirando al Hielo, que asentía.

—Necesito la información sobre el otro. Puedo recogerla del que sabemos, pero prefiero atar cabos antes de ir a por los dos. Y puede que una chica, ¿no?

Carlos Alfonso ensombreció el rostro. Solo su primo había oído ese dato mientras él hablaba con su contacto por teléfono. Y ahora también lo sabía él. Y eso, además de alargar el tema, quería decir que le iba a costar cien mil del ala. Si hubieran estado solos le habría retorcido el pellejo.

—Sí —carraspeó la garganta—, parece que puede que haya una mujer ahí metida también. Aunque no está confirmado. Pronto tendré esa información.

Se hizo el silencio. Luego continuó explicándole lo que había averiguado. A ver si impresionaba algo a su invitado.

—La pasma solo sigue la pista de dos, aunque creo que les puede haber llegado esa información también. Lo que tendremos en breve es información sobre el segundo tipo y entonces ya podrá obtener lo que necesita y rápido.

—Bien. Salcedo me dijo que no me retrasara. Y yo nunca me retraso —dijo suavemente.

—Sí, sí, claro. Ezequiel, dígale al Gorila que venga, que también les acompañará. Es un buen elemento —le aclaró al Hielo.

—OK —le respondió con indiferencia mientras se levantaba del sofá—. Voy acá a comer algo. Ahorita vengo. Estén preparados.

—No se preocupe. En un rato tengo esa información y le pasan a buscar.

Wilfredo pasó por su lado y sonrió antes de salir por la puerta.

A pesar de llevar las gafas puestas, Carlos Alfonso podía adivinar que aquellos ojos lo atravesaban cada vez que se veía reflejado en los cristales. No podía hacer nada. Si ordenaba matar a aquel cabrón, Salcedo enviaría a otros a hacerle algo peor. Pensó que quizá el Gorila podría acabar con él. Le pasaba un palmo. Aunque lo lograra, no era una solución a largo plazo. De momento todo indicaba que estaba pagando su penitencia al jefe y eso tenía que permitirle salvar la vida. Su primo Ezequiel era incapaz de comprender a quién estaba paseando tan alegremente. Nada como ser un puto ignorante. Lo había leído en alguna parte, y observándolo allí, con sus cascos puestos, como si la cosa no fuera con él, se daba la razón al lema.

Una verdad como un templo.

La ignorancia es la felicidad.

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