Ful

Ful


Segunda parte. El plan » 40. El siguiente movimiento

Página 44 de 70

4

0

El siguiente movimiento

Movimiento uno.

El caporal Alfredo Pujol no había podido dormir mucho y se había ido al trabajo muy pronto. Allí, para su sorpresa, ya estaba la agente Esther Juárez y el sargento Roberto Vidal, del grupo de patrimonio. Este último no llevaba el caso, y de hecho, el subinspector había depositado la confianza en Pujol para tomar las riendas de aquellos asesinatos a sangre fría teniendo en la unidad a un sargento como Vidal. Ese encuentro no gustó al caporal.

—¿Qué tenemos? —preguntó a la agente Juárez.

—Nos han llamado los de la AIC Metro Norte sobre los fiambres de Terrassa.

—Vidal —se dirigió Pujol al sargento—. ¿Te han asignado el caso y yo no me he enterado?

La

mossa se enrojeció ante una pregunta que parecía llevar una tensión añadida.

—No. ¿Te molesto? He venido antes, y no sabía que ahora las investigaciones eran secretas para los sargentos de la unidad.

—Mira, eso lo discutes con el jefe. Hay secreto de sumario y sabes lo que eso implica.

—¿Me estás echando del despacho, Pujol?

—Yo no. Lo hace la Ley de Enjuiciamiento Criminal cuando habla de los casos bajo secreto en las actuaciones judiciales.

—Muy bien, Pujol. Arrieros somos, colega.

El sargento se fue de la pequeña estancia donde se hacen los pinchazos telefónicos pegando un sonoro portazo.

—¿Qué te ha preguntado, Esther?

—Nada, solo quería saber cómo lo llevamos. Yo no creo que…

—No creas nada. Este asunto es muy serio, no lo olvides.

—Vale, no te preocupes, Alfredo. Lourdes llega dentro de media hora y yo me piro a dormir —le dijo la

mossa, intentando suavizar la situación.

Pujol no dijo nada y empezó a repasar los datos de las llamadas telefónicas de los traficantes que tenían pinchados.

—Yo no me quiero meter, Alfredo —inquirió ella—, pero Vidal tiene fama de vengativo.

—Me la trae floja —le contestó, sin dejar de leer los papeles.

—Vale. Me callo.

El caporal pensó que de aquella pequeña intromisión tendría que hablar con su jefe. A veces ni en la policía te podías acabar de fiar de tus propios compañeros.

Movimiento dos.

El Hielo tenía ya la matrícula y la dirección del coche que le había proporcionado Carlos Alfonso. Su contacto en la pasma era bueno y eso que ya le advirtieron que en España no era como en Colombia. Pero el dinero lo compra todo y siempre hay gente dispuesta a ser un poco más rica, ya sea policía, juez o funerario.

Como no tenía carnet de conducir español lo tenía que acompañar el primo de Carlos Alfonso, que para eso era bastante competente. No hacía más preguntas que las necesarias y con poder escuchar el horrible reguetón parecía feliz. Wilfredo había llegado a odiar aquella música. Pero prefería tenerlo distraído y así no tenía que preocuparse de él. Solo una vez le llamó la atención con el volumen, que el primo rápidamente bajó, sin tener que abrir aquella extraña boca. No hicieron falta más avisos.

La dirección los llevó hasta un barrio de las afueras de la ciudad, donde estacionaron el coche. El primo le aseguró que no era un mal barrio y que allí aún viven muchos de los antiguos residentes. Sin embargo, le explicaba que estaba algo dejado en comparación con otras zonas y, sobre todo, con la de donde vivía Carlos Alfonso.

En aquel barrio también se habían instalado algunos compatriotas. Algunas zonas se habían convertido casi en guetos, pero nada parecido a las barracas donde creció él. Ya le hubiera gustado vivir su corta niñez en cualquiera de aquellas casas.

Mientras el Hielo contemplaba los edificios antiguos, casi se le escapa una sonrisa ante la descripción que le hacía Ezequiel de la zona. Aquellos eran edificios de lujo comparados con las verdaderas pocilgas en donde él se crio. Sin ir más lejos, allí todos tenían electricidad y agua corriente. El primo se había vuelto idiota o, simplemente, el vivir en otra sociedad le había hecho integrarse más de la cuenta. ¿Cómo coño se iba a comparar aquella zona con las de Colombia? Ni siquiera entonces, que España estaba en lo que llamaban crisis.

Wilfredo no reía jamás y aquello, al final, más que risa le provocaba rabia. Una ira contenida que había sabido aplacar durante tantos años de dedicación a aquel trabajo. Aquello le corroía por dentro, pero cuando mataba parecía saciar los demonios que le rasgaban el alma.

Él había tenido que renunciar a todo por salir adelante. «Todo» era una palabra que aunque lo pareciera no alcanzaba a describir lo que realmente albergaba en sí misma. ¿Qué le queda a alguien que se somete a tener que elegir entre su vida y la de los demás para poder sobrevivir? Ese pensamiento a veces lo consolaba, ya que eran muchos los que salían de las barracas y no tantos los que aceptaban el trueque. Pero él sí tenía aquella razón de ser. Eso lo hacía implacable. Eso le hacía ser el mejor.

El Hielo contemplaba la calle desde el coche del primo y observaba con atención el portal que les habían pasado. No tardó en ver que un Nissan Terrano entraba por la calle de abajo. En él viajaba un hombre más bien mayor que desde luego no encajaba con la descripción, ni con la foto borrosa que tenía en la mano. La matrícula encajaba. Había encontrado el coche y la vivienda, pero le faltaba el tipejo. Aunque, eso sí, aquello era una pista directa.

El padre de Jose dejaba aparcado su coche en la acera de enfrente de su casa sin advertir a los dos sudamericanos que lo observaban desde corta distancia. Desde la ventana de la casa de Ful, donde seguían todos reunidos, Jose podía ver cómo su padre entraba en el portal. Se giró y siguió la reunión del grupo.

En el coche que había estacionado calle abajo, alguien estaba complacido.

—Ya tenemos a uno —sonrió Wilfredo en el asiento del acompañante del primo.

Este por primera vez se estremeció de verdad cuando vio moverse de aquella manera la extraña boca del Hielo.

—Sí —dijo el primo casi como un susurro—, ya tenemos a uno.

Ir a la siguiente página

Report Page