Ful

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Segunda parte. El plan » 49. Estamos muertos

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Estamos muertos

El caporal Alfredo Pujol miró el charco de sangre que había en el escenario del crimen y aún le costaba entenderlo. El cuerpo de Arturo Contreras ya llevaba horas en el depósito forense de Lleida, y aunque poco quedaba por hacer en el aparcamiento, se resistía a marcharse. Las implicaciones que tenía esa muerte parecían golpearle el alma, pero él era un investigador experimentado y sabía perfectamente que ese cuerpo, que los inquilinos del

parking encontraron horas antes, no era el de un santo. Tampoco hacía falta ser Sherlock Holmes para ver que el asesino del cártel colombiano no perdía el tiempo.

Quizá llevaba en España menos de cuatro días y ya tenía cinco fiambres a sus espaldas. Más de uno por día. Pero Alfredo sabía que el de Arturo era especial. Significaba lo que él sospechaba, y era que su amigo Ful estaba metido hasta el cuello. Solo rezaba para que él no fuera uno de los que días antes habían apretado el gatillo y con ello se habían puesto encima la espada de Damocles.

Lo que de verdad estaba inquietando al investigador era la marca que, con su último aliento, Arturo había escrito con su propia sangre.

En el suelo embaldosado se leía claramente la palabra «Jessi», y debajo, una especie de círculo con dos palos que salían de él por cada lado. Por último, y ese parecía ser el último aliento del moribundo, a esa especie de figura la atravesaba una línea.

Ya habían visto por las cámaras que el asesino era un hombre que había ocultado bien su rostro. Había sido hábil.

A pesar de que a Jessi, que él conocía del barrio, le iban a tomar declaración, aquel mensaje quizá indicaba que se despedía de ella. Le tenían que mostrar la foto con la nota escrita en el suelo para ella, para ver si era capaz de saber qué significaba. Porque hubiera ido mucho mejor que en lugar de dedicarle un mensaje a su novia les hubiera dado alguna pista de su asesino. También era extraño que aquel que se suponía un asesino de la hostia hubiera permitido que Arturo continuara con vida después de irse él. Parece que hasta los mejores cometen errores, o como le decía uno de sus agentes: errores los comete hasta Messi.

La cosa no podía esperar más y la conversación con Ful se había convertido en prioritaria. Y no iba a ser como la de la noche anterior, tenía que mirarlo a la cara y hacerlo hablar para no llegar a una escena como la que ahora tenía delante con su amigo en el suelo. Curiosamente, aquella atrocidad se producía mientras él y su viejo amigo estaban en el parque de la plaza, mintiéndose descaradamente. Cogió el coche de la secreta y se dirigió al barrio.

En casa de su amigo de la infancia no parecían haber pasado los años. Las paredes continuaban necesitando una mano de pintura. Por lo que recordaba el

mosso, en sus recuerdos de la niñez eran de un color ocre.

Ahora, sin embargo, mientras recorría el pasillo hasta el comedor siguiendo al padre de Ful, observó los colores azul cielo de la pared y los marcos de las puertas de madera repintadas en blanco. No parecía la misma vivienda.

Cuando llegó al comedor le pareció que tenía un

déjà-vu. La estancia sí que estaba casi igual que hacía treinta años. Una fotografía de la madre de Ful seguía predominando en el fondo. El sofá de tres plazas de color granate seguía en la misma posición y la televisión de tubo también parecía ser la misma en la que él y su amigo veían los episodios de Mazinger Z.

El padre de Ful se sentó en un butacón que había al lado del sofá y lo giró hasta dejarlo enfrente. Le indicó a Pepe, que era como aquel hombre lo conocía, que se sentara. No le ofreció nada de beber. Eso también era antiguo.

—Perdone que le moleste, señor Villarte, pero necesito hablar con su hijo y no lo encuentro. ¿A qué hora se ha ido esta mañana?

—No lo sé, cuando me he levantado ya no estaba. Ya no es un niño.

—Ya. ¿Adónde va estos días?

—No sé nada de mi hijo mayor. No hablamos.

—¿No sabe a qué se dedica? El otro día me invitó a desayunar. Debe de haber encontrado un trabajo.

—Te lo repito, yo no lo sé.

Pepe se rascó la barba de tres días que se había dejado casi involuntariamente.

—Sé que no tienen mucha relación, señor Villarte, Ful y yo somos amigos de la infancia. Puede tener un problema. Y puede que sea muy serio.

El viejo miró al suelo.

—Yo, aparte de en casa, solo veo a mi hijo cuando está allí sentado, en el parque de debajo de casa. Donde jugabais de pequeños.

—¿Aquí abajo? —Recordó que él mismo había estado allí sentado con Ful la noche anterior—. ¿Y está solo?

El padre de Ful dudó un momento antes de contestar.

—Sí, siempre solo.

Pepe lo miró con escepticismo, pero no insistió. Sabía que él era poli y que, después de todo, pocos en el barrio confiaban en la pasma. No esperaba sacar mucho de aquella visita, pero la tenía que hacer. Algo iba a pasar en breve y su conciencia no soportaría haber hecho lo imposible por ayudar a su amigo. Aunque esa ayuda lo llevara al trullo. Así era la vida, mejor al trullo que al hoyo.

—No tienes buena cara, Pepe —le dijo el padre, sorprendiéndolo.

—Es cierto, entre el trabajo y el crío que está malillo, la verdad es que no duermo mucho. —Hizo una pausa mientras se pasaba la mano por la frente y se levantaba para irse—. Me voy, dígale a su hijo que he pasado y que me llame. Es urgente.

El viejo se levantó para acompañarlo a la puerta.

Mientras caminaban por el pasillo, Alfredo reparó en una caja de medicamentos que había en una repisa. Se giró y le preguntó:

—¿Ful se toma esto?

El hombre volvió a pensar antes de contestar.

—No, la verdad es que no. No te preocupes. Está bien, creo.

El

mosso resopló suavemente y siguió su camino hasta la puerta. Se marchó de allí sin respuestas, a pesar de que sabía que en algún sitio lo estaban esperando para darle una sorpresa mayúscula.

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