Ful

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Segunda parte. El plan » 38. 100 000 por cabeza

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100 000 por cabeza

Un sudor frío me recorre la espalda y no sé por qué. Jessi me ha metido un polvo de los que hacen historia y eso me tendría que haber dejado nuevo. Solo hace apenas unas horas y lo normal es estar más que relajado.

Mi viejo hoy no tiene partida de dominó y está en esa maldita silla observando la calle. Nunca he entendido qué es lo que debe de ver que lo distrae tanto. Muchos días, solo me debe de estar viendo a mí y a James, que es con quien quedo más a menudo en el parque.

Para cenar creo que recurriré al pan con tomate y jamón. Con la pasta que sacamos del golpe me he permitido el lujo de comprar unas lonchas de ibérico. Supongo que mi padre habrá notado que sabe diferente que el habitual, pero si lo ha hecho se lo ha quedado para él.

Como tantas cosas.

He recibido una carta de mi hermano desde el trullo. Creo que ya solo los presos utilizan el servicio de correos. Me dice que está bien, pero que necesita pasta. Lo sé. Sigue enganchado a la heroína y, a pesar de estar entre rejas, la droga corre como el agua entre aquellas paredes. Y a precio de oro, claro. Me sabe mal, pero no puedo llamar la atención para que él se meta un pico. Tendrá que arreglárselas solo. Igual que yo.

Me como un pequeño bocata con una lata de cerveza y me bajo a la plaza a tomar el fresco. Hoy no hace demasiado frío y con una chaqueta me basta. Otros se quedan en sus casas viendo la tele. Yo soy un callejero. Y además, esos se deben de sentir bien en sus hogares. Lo mío solo es un lugar donde no mojarme cuando llueve y donde puedo dormir bajo techo.

Hace años bajaba a sentarme con mi amigo Pepe. Antes de que fuera Pepe el mosso. Allí colgados de los columpios boca abajo, él era Spider-Man y yo Dan Defensor. Y siempre colaborábamos para derrotar a los malos. Echo de menos aquella época. En ella, mi hermano pequeño era alguien débil a quien todo hermano mayor debe proteger, y ni eso hice bien.

Me refugio en uno de los bancos que llevan en la plaza treinta años y solo han sufrido el cambio de las maderas que con el tiempo se hacen astillas. La plaza ya no la ocupan los niños del barrio. Ahora es un hervidero de inmigrantes que parece que vivan en la calle. Casi como yo. Pero ellos se juntan en manadas y la gente les tiene miedo. Ya no bajan los viejos a sentarse en los bancos, ni tampoco las ancianas que cuando yo era un crío tejían aquellas telas.

Un grupo está en una de las esquinas de la plaza lejos de los columpios. Me quedaré en el otro lado. No quiero líos ni malos entendidos. Pero cuando me acerco a mi banco hay alguien sentado allí. Por un momento creo que es James. Tenemos que comentar las fotos que he sacado en Barcelona y no me ha contestado al mensaje. Miro el móvil por si lo ha hecho y veo que no.

No es James, es Pepe el mosso.

Me acerco despacio. Ya me ha visto. Le señalo un reloj imaginario en mi muñeca para indicarle que es muy tarde, pues no acostumbra a estar allí a aquellas horas. Él asiente.

Me siento a su lado y no digo nada. Parece que está distraído y no le molesta mi presencia. ¿Por qué iba a molestarle? Claro, porque está buscando a un asesino que soy yo.

—¿Cómo lo llevas, Pepe?

—Pues cansado, Ful —dice mientras estira los brazos.

—¿Todo bien en casa?

—¿Eh? Ah, sí, sí. Solo el pequeño, que está malo, pero nada que no tenga solución, tranquilo —sonríe, aunque parece forzado. Algo más le preocupa.

—¿Qué tal el caso?

—Ya sabes que nunca te cuento casos abiertos, Ful.

—No, ya lo sé, solo es que no te veo muy bien. Tienes una pinta horrible.

—Todo se está complicando, pero eso pasa cuando persigues a un asesino despiadado. Mis agentes y yo llevamos días durmiendo cuatro horas diarias.

—Ya, en Lleida esos casos no son muy normales, lo entiendo.

—En Lleida… ¿Es que no ves las noticias? ¿No has visto lo que ha pasado en Terrassa? Sale en todas las cadenas. Cuatro muertos. Y ni siquiera sabemos si son los mismos autores que los de aquí. Pero, claro, alguien se está cargando a traficantes.

—¿Crees que es el mismo?

—Ful. Ya te lo dije, y creo que estoy hablando demasiado, pero hay un asesino persiguiendo a los del crimen de Lleida. Ya no sé qué pensar. Los de la división creen que tiene que haber una relación, pero a mí es que se me escapa algo. Es todo muy raro, y ya me ves, aquí pasando frío por no darle al tarro en casa.

Me callo. Hay veces que es mejor no abrir la boca.

—Vamos de culo —sigue hablando—. Y tengo un mal presentimiento. Esto no puede acabar bien, Ful.

—Joder, qué marrón, amigo.

Nos quedamos un momento en silencio viendo cómo un chico de aquel grupo de inmigrantes está haciendo flexiones. Deben de ser diez y solo dos chicas. Se hacen los machos y alguno se quita la camiseta. En noviembre. Están pirados.

—¿Qué tal tu hermano?

—Bien —miento.

—Ah, ¿sabes qué tebeo encontré el otro día?

—No.

—El del Duende Verde, cuando el amigo de Peter se transforma en el maléfico Duende que quiere vengar a su padre.

—Ya no lo recuerdo, la verdad, pero me acuerdo de la peli de Spider-Man.

—Se lo di a mi pequeñín. A ver si se pone bueno y se los puedo leer.

Ya no sé qué pensar, estoy hablando con mi amigo de la infancia, que es el policía que me persigue. Y que además intenta atrapar a un asesino que han enviado para matarme. Esto en los cómics sería el Mundo Bizarro. Pero no lo es. Es una serie de carambolas que la vida nos ha puesto delante y de las que va a ser difícil salir airosamente.

Veo en la cara de mi amigo la preocupación. Sabe algo más que no me dice, es normal, nunca me comenta los casos abiertos en los que trabaja y solo me acaba explicando los que ya han juzgado. No sé qué le pasa, pero está más preocupado de lo normal. Quizá su cara se debe a que él sí sabe qué clase de demonio han enviado para matarnos. Y viendo lo que ha hecho en Terrassa, mejor será darnos prisa.

Aunque siempre me he dicho que las prisas son mala compañía.

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