Ful

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Primera parte. Parecía un buen plan » 9. Los amigos

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Los amigos

Jose era el más alto del grupo. Curiosamente, nunca soportó que lo llamaran

José, con acento, así que para todos es

Jose. Con la misma edad que Ful, ya estaba a punto de entrar en la cuarentena. Tenía los ojos oscuros, casi negros, pelo también negro y una nariz aguileña. Vivía donde toda la vida, a escasos cincuenta metros de Ful. Era su otro amigo de la infancia; sin embargo, no soportaba a Pepe

el mosso. Él nunca entendió la afición de ambos a los cómics cuando eran críos. Vaya chorrada de tebeos de tipos con los calzoncillos por fuera.

Tampoco entendía que a día de hoy se siguieran viendo. Si aquel madero supiera lo que hacían…, a qué se dedicaban… Si supiera lo que habían hecho…

De todas formas, Ful sabía muy bien lo que hacía y Jose siempre sospechó que la amistad de aquellos dos era por puro interés. Pensaba que ambos se seguían viendo por el interés de saber en qué andaba metido cada uno. A él nunca le importó, aunque le molestaba ver cómo lo miraba el madero. Supongo que por tener acceso a sus antecedentes sabía mucho de él y lo miraba con desprecio. Ful, en cambio, lo miraba como se mira a un amigo. Siempre entendió que un verdadero amigo lo es porque conoce lo peor de ti y no se aleja.

Ful les había dicho que no salieran de casa en dos días, pero eso era demasiado tiempo para él. Cada uno tiene sus necesidades y quizá hubiera sido más sospechoso no salir de casa. Al menos en la suya, sus padres hubieran sospechado si de repente se quedaba en casa encerrado dos días.

No tenía

hobbies y pensó que con no alejarse del barrio tenía más que suficiente.

Salió a la calle y miró a ambos lados. No había nada raro, o al menos nada fuera de lo normal. Unos metros más allá estaba el parque infantil, y aún más allá, el mercado. «Venga, solo unos pasos».

El Pelota estaba en su habitación y disfrutaba comiendo de forma desorbitada todas las porquerías que su madre le había comprado. Era algo más joven que los demás y su aspecto de bonachón se agrandaba con su talla. Tenía el pelo castaño y rizado y los ojos marrones. Con la tez blanquecina y algunas pecas. Se llamaba Jordi Cabasses, pero nadie lo llamaba así aun teniendo aquel nombre insigne en Cataluña. Como indicaba su apodo, era algo regordete y llevaba sin hacer deporte desde la EGB. Se acostumbraba a refugiar en su habitación y sus padres ya no sabían qué hacer con él.

Se tenía que quedar en casa dos días tal y como le había dicho Ful, así que lo primero que hizo fue desempolvar la Playstation 2 y el Final Fantasy VII. Él era capaz de quedarse en casa una semana si hacía falta. Pero su madre lo iba a acabar echando de allí a escobazos. Como llegó con los ojos rojos de haber estado vomitando, su madre creyó que realmente estaba enfermo y durante algunos días se salvaría de oír: «Haz el favor de salir de casa y búscate un trabajo, Santo Cristo».

Otro donut a la boca.

Eso era felicidad. Aunque siempre momentánea.

Su apodo de

el Pelota venía desde muy niño. Él era más joven que Ful y Jose, pero ellos eran amigos de su hermano Andrés. Un accidente de ciclomotor cortó su amistad y su vida con solo quince años. En aquellos años no había casi restricciones y las motos se llevaban sin casco. Muchos murieron por ese motivo durante esa época.

Pelota era como cariñosamente lo llamaba su hermano mayor, Andrés, porque desde muy pequeño ya era más bien redondito. Se quedó solo con cinco años. Lo podrían haber llamado

el Bola o

el Redondo, pero se quedó como

el Pelota. Y los amigos de su hermano lo acogieron.

Se sacó la FP de electricidad y encontró curro, pero no le duró mucho ese trabajo. La crisis se cebó en la construcción y su empresa recortó por lo sano. De eso hacía ya cuatro años, pero tampoco había buscado en exceso una salida laboral ante el desespero de su madre, que vivía del sueldo del padre. Este era maquinista de Renfe y estaba mucho fuera de casa.

Encendió su videoconsola y mientras se cargaba el juego le dio un trago largo a una Coca-Cola. Empezó aquella partida, que podía durarle más de una semana, aunque solo necesitaba alargarla dos días.

Su madre no hubiera comprendido por qué su hijo era incapaz de contener algunas lágrimas mientras jugaba a aquel juego de rol. Estas resbalaban mejilla abajo sin control. El Pelota no era capaz de dejar de imaginar, tal y como se lo habían explicado, el momento en el que Ful atravesaba el corazón de aquel hombre con el cuchillo, mientras Cloud, su personaje de rol, se movía por la pantalla repartiendo sablazos con una espada enorme.

Arturo y Jessica vivían en el barrio de la Bordeta, aunque él también era originario del Seca. Igual que Ful, Jose, Jessi y el Pelota.

Jessica era la hermana de uno de aquellos amigos del barrio que las drogas decidieron que no pasara de los veinte. Ella, que no tenía padres y se había criado con sus tíos, no aprendió de los errores de su hermano y le había dado a la coca y a las pastillas más a menudo de lo que era recomendable. Todos habían dejado las pastillas hacía algún tiempo, cuando comprobaron que a otro de sus amigos le daba un

chungo y se tiraba de un tercero intentando volar. Literalmente. Los testigos declararon que movía los brazos ostentosamente antes de estrellarse contra el asfalto. Sus amigos decían que aquel pobre chaval siempre oía voces. «Como la coca también te da un buen subidón, quizá mejor no salirse demasiado del camino», acabó pensando Jessica. Aunque llegó al reducido grupo de Ful por un acontecimiento unos años atrás.

Ella era una pequeña belleza en el barrio y ningún hombre pasaba sin poder girarse a contemplarla. Desgraciadamente, uno de los hijos de puta del barrio se incluyó en ese

nadie. Una tarde, de vuelta a casa, quizá demasiado tarde, pasó por una zona sin luz en las farolas, ya que algunos se habían encargado de romper las bombillas días antes. Allí la esperaba aquel gallito, que la invitó a quedarse con su grupito de amigos a fumar unos porros. Ella no solía decir que no a tal proposición, pero aquel día algo le dijo que se alejara de allí. Eso no gustó al líder de la manada, que la cogió del brazo y, después de tirarla al suelo, se dispuso a disfrutar del botín, jaleado por otros tres amigos que suspiraron por tener la oportunidad de follársela en un paciente turno. Por mucho que gritó, allí no había nadie. Pero cuando notó que sus pantalones se iban hasta el tobillo, aquel hijo de puta cayó encima de ella con los ojos cerrados. Incluso notó que algún líquido le había salpicado la cara. Se lo quitó de encima y allí estaba él. Ful, blandiendo un palo enorme, estaba golpeando a los amigos del tipo que yacía a su lado inconsciente. Cuando los dientes de uno de los chicos saltaron por los aires, los otros dos huyeron de allí cagando leches. Entonces, el chaval, algo mayor que ella y que conocía del barrio, simplemente le dio la mano, le dio un pañuelo para que se limpiara la sangre y la acompañó a casa. Nada más. En un barrio y en una sociedad donde nadie da nada a cambio alguien se jugó la vida por ella. Jamás lo olvidaría y así Jessi se convirtió en miembro del grupo de Ful.

Arturo era más bien bajo y apenas rozaba el metro setenta. Venía de una familia media y contrastaba con sus compinches, pero como lamentaba su madre, «Dios los cría y ellos se juntan». Tenía la piel clara y los ojos verdes. Poco pelo moreno y buen porte. De no haber sido por su estatura hubiera parecido un modelo. Y también hubiera seguido los pasos de algunos amigos del barrio que se metieron a

mosso. No dio la talla, literalmente, y ahora la vida lo había llevado al campo contrario. Al menos en sus ratos libres. Porque era el único del grupo que tenía un trabajo.

Trabajaba de vigilante de seguridad en un aparcamiento nocturno. Evidentemente, él no se podía quedar en casa porque hubiera sido sospechoso y hubiera tenido que dar explicaciones, así que tenía que ir a currar.

Se preparaba la bolsa de trabajo mientras miraba a la rubia que vivía con él. Aquellos ojos azules profundos como el mar lo tenían cautivado y por ella hubiera sido capaz de cualquier cosa. Siempre soñó con darle caprichos a Jessi, pero con el sueldo de vigilante solo podía proporcionarle aquel techo alquilado. Quizá ya era suficiente, pero él quería darle más, por eso se apuntó al asunto de Ful. Quería comprarle un buen anillo con un diamante del tamaño de un garbanzo y con su sueldo apenas podía comprarle uno del tamaño de un grano de sémola.

Desde que había vuelto de aquel encargo ruinoso, Arturo no había vuelto a abrir la boca. Jessica había regresado de tomar el aire.

Aquello había tomado una dimensión que escapaba a la comprensión inicial de lo que una persona en su sano juicio es capaz de asimilar. Ver la rapidez con la que se había movido Ful para asestar aquella estocada certera fue algo que no estaba preparado para asumir, pero ver la cara de Jose mientras, sin pestañear, disparaba a la cabeza de aquella pobre chica que ni siquiera había abierto la boca fue espeluznante. No había dudas de que necesitaban un par de días sin verse. Después ya verían cómo avanzaba el asunto.

A ver por dónde salía Ful.

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