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Primera parte. Parecía un buen plan » 25. A sangre fría

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A sangre fría

Carlos Alfonso estaba a punto de entrar en colapso. Wilfredo se había quitado las gafas y ahora estaba viendo aquellos ojos siniestros que decían que nadie había visto. Tenía la impresión de que su corazón estaba dejando de latir y aquel muchacho, de no más de veinticinco años, lo miraba con una sonrisa lacónica agrandada en aquella boca desubicada. Pensó que había llegado a su fin y casi se dio por vencido. Ahora ya solo esperaba que sacara la pipa que se había guardado en la espalda o alguno de los cuchillos y rezó para que fuera rápido.

—¿Qué tiene para mí? —dijo simplemente.

Carlos Alfonso empezó tartamudeando, pero se rehízo a duras penas.

—Tengo… Tengo mucha información.

El asesino colombiano, sentado en el sillón, sacó uno de los cargadores y empezó a alimentarlo de balas. Esperó pacientemente a que Carlos Alfonso comenzara a hablar y no se inmutó mientras cargaba aquellos pequeños cilindros de muerte.

—He comprado mucha información y muy buena. Sé que los

Mossos han detenido a un compatriota con algo de coca. Poca cosa, aunque seguro que lo meterán preso, pero los

Mossos no saben nada del africano. —Carlos Alfonso intentaba no mencionar a la prima, no fuera que, justo después de hacerlo, una rabia asesina de aquel

terminador le pusiera una bala en el entrecejo—. Pero tengo un primo en Barcelona que me ha soplado que la droga de Bakary ha ido a Terrassa. Allí, uno que se dedica al costo está ofreciendo dos kilos de coca muy pura. Seguro que es la nuestra. Nadie de aquí se iba a arriesgar.

—¿Quiere decir que la droga y las muertes las encargaron de fuera? ¿Dónde está Terrassa?

—Es una ciudad cerca de Barcelona. Me lo han de confirmar, pero creo que han sido unos moros. Al menos están ofreciendo la coca allí.

—¿Cómo lo sabe? ¿La información es de fiar?

—Sí, sí. Seguro. Además le pago a un poli que trabaja en antivicio, y tienen información sobre unos marroquís de Terrassa que hablan de dos kilos que se trajeron de Lleida. Seguro que son ellos.

—Bien, deme los datos.

—Los tendré en breve, me los darán mañana sin falta.

—Bien.

Carlos Alfonso empezaba a respirar algo más tranquilo. Parecía que aquella información le iba a salvar la vida.

—¿Le apetece descansar? Tiene aquí un cuarto para usted.

—No. Yo me buscaré un lugar. Pero sí que me apetece tomar algo.

—Tranquilo. ¡Ezequiel! —gritó hacia la puerta.

Wilfredo se levantó del sofá y se puso de nuevo sus gafas de sol deportivas. Esperó de pie a que apareciera el primo de Carlos Alfonso.

—Llévelo al Punto Z. Hable con Dimitrov. Que le den lo que quiera, al compadre. Está todo pagado —le dijo a Ezequiel.

Los dos salieron por la puerta. Ezequiel con el pensamiento de si ese «está todo pagado» también le tocaba algo a él, y Wilfredo con la caja de zapatos y todos los cargadores a punto.

Cuando se hubieron marchado, Carlos Alfonso se estiró en su sofá y respiró hondo.

Nada para calmar las cosas como una buena noche de putas.

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