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Segunda parte. El plan » 33. El asesino

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El asesino

Unas horas más tarde, Ezequiel ya volvía a estar en el sofá de casa de su primo tarareando canciones a ritmo de reguetón, cosa que parecía hacerle la mar de feliz. Wilfredo permanecía sentado delante de la mesa del salón y no perdía el tiempo. Estudiaba las fotografías del teléfono móvil. A través de sus gafas de sol no podía dejar de escapar una sonrisa mirando al chico, concentrado en sus cascos y aislado en su mundo.

Le habían asignado a aquel compatriota que parecía haber perdido alguna neurona y que siempre encontraba algún motivo para estar contento. No molestaba y parecía conocer bien las calles y los clubs. No era una mala ayuda.

Las fotografías que los marroquíes habían sacado estaban algo oscuras, y eso que aquel móvil tenía una resolución excelente. Pero el Hielo era un profesional y sabía que las instantáneas no las habían hecho con aquel celular. Se las habían pasado por

whatsapp, tenían poca resolución y eso dificultaba la identificación de las caras de los dos hombres. Seguramente las había hecho uno de los chicos que acompañaba a Rachid y, como todo parecía haber salido bien, no se habían molestado en tenerlas con más resolución. Sí se veía la matrícula de un coche para tirar del hilo. Parecía ser que Carlos Alfonso tenía un buen contacto en la policía y esos datos eran sencillos de conseguir. El objetivo estaba más cerca y sus vacaciones en Barcelona, también. En cuanto acabara, tenía que volver a Colombia, pero unos días de asueto le vendrían de perlas para saborear algo de aquello que los demás llaman «vida». Cuando uno se la pasa, precisamente, quitándosela a los demás, se acostumbra a valorar mucho el poco tiempo que se tiene en el mundo. Y eso que él tenía la suerte de disfrutar de su trabajo.

Carlos Alfonso entró en el salón y observó a Ezequiel, moviendo la cabeza y tarareando sin voz sus letras favoritas. Cerca de él, el Hielo parecía estar jugando a algún juego en el móvil, aunque no tenía pinta de ser aficionado al Candy Crush. Lo miró dudando si molestarlo y se acercó con cautela.

—Tengo una matrícula y, aunque no se ven muy bien, necesito tener impresas estas caras. —Le mostró unas imágenes—. ¿Los conoce?

—No, no.

—Pues los quiero tener en papel y más grande.

—Sí, claro, ahora baja Ezequiel a hacer las copias. Deme el número de la matrícula, que haré unas llamadas.

—OK. Me espero a tener las fotografías y me iré a mi hotel.

—¡Ezequiel! —gritó Carlos Alfonso—. Deje de escuchar música, huevón.

El chico se quitó los cascos con tranquilidad.

—Vaya abajo, al locutorio de Chavel, e imprima las fotos estas que quiere nuestro invitado.

—Ahorita voy.

—¡Vaya cagando leches! —volvió a gritar.

Ta bien, tranquilo, jefe.

Ezequiel cogió el teléfono móvil y, después de que Wilfredo le indicara con claridad qué quería, se marchó silbando.

—También haga copias y repártalas. Aumente la recompensa. Mejor vivos.

—Ya valen diez mil euros por cabeza.

El Hielo lo miró a través de las gafas, que esta vez no se había quitado, y Carlos Alfonso comprendió que se había quedado corto.

—Serán cincuenta mil. No, cien mil por cabeza —dijo con rotundidad el propio Carlos Alfonso.

Pensó que, aunque después de eso se iba a quedar sin un euro en metálico, mejor tener la oportunidad de recuperarse que simplemente convertirse en cliente de Wilfredo. Podría volver a reunir ese dinero con unos cuantos trabajos. Y después de lo que aquellos hijos de la gran puta le estaban haciendo pasar, pensó que iba a pagar con gusto aquella pasta. Igual le pedía al Hielo un asiento en primera fila para ver cómo sufrían. Si ocupas la primera fila, no estás en el escenario.

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