Frozen

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Capítulo dos

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CAPITULO DOS
Elsa

—Los lunes, nuestros súbditos están invitados a una audiencia con tu madre y conmigo para discutir cualquier asunto relacionado con el reino. Creo que lo mejor es mantenerlo en la agenda. Tú y lord Peterssen podréis reuniros con ellos y escuchar sus peticiones. Sé compasiva y considerada, y prométeme que nos informarás de cualquier queja cuando volvamos. Ahora, los martes... ¿Elsa? ¿Estás escuchando?

—Sí, papá —respondió, pero en verdad su mente estaba en otro lugar.

Estaban sentados en la biblioteca hablando sobre la agenda semanal de su padre, pero estaba distraída. Durante muchos años, había pasado mucho tiempo en esa misma sala, incluso cuando era pequeña, y en ella había dejado volar su imaginación libremente, rodeada de todos esos libros.

La estancia era oscura y estaba revestida de estanterías del suelo al techo llenas de libros. Su padre siempre estaba leyendo y mantenía varios libros abiertos encima del escritorio. Aquel día estaba hojeando uno que no parecía estar escrito en su lengua. Estaba lleno de símbolos y dibujos de trols. Le hubiera gustado saber qué estaba estudiando, pero no preguntó.

Lo que su padre quería en ese momento era que comprendiera cuáles eran sus deberes mientras la reina y él estuvieran ausentes. En unos días, tenían programado un viaje diplomático que duraría al menos dos semanas. Elsa no recordaba que hubieran estado fuera tanto tiempo nunca. Una parte de ella estaba inquieta. Y aunque sabía que estaría muy ocupada entre sus propias tareas y las obligaciones de su padre, ya los echaba de menos.

Su padre colocó las manos en su regazo y le dirigió una pequeña sonrisa.

—¿Qué ocurre, Elsa?

Incluso cuando solo estaban ellos dos, su padre seguía pareciendo un rey: siempre iba vestido de acuerdo con su cargo y dignidad, con el uniforme, en cuya pechera lucía múltiples medallas, y el escudo de armas de Arendelle colgado del cuello. Y tanto si se dirigía a un dignatario extranjero, como si le daba las gracias a algún trabajador del castillo, sus maneras siempre eran dignas de la realeza. Sabía cuándo ejercer el poder, pero también la capacidad de controlarse cuando no era el momento de ejercerlo; como si se tratase de una partida de ajedrez con su única hija. A veces, ella seguía comportándose con timidez. ¿Sería simplemente que ella era así? ¿O sería porque no tenía a demasiada gente de su edad con la que conversar? Hablar ante una multitud grande de personas en el acontecimiento del señor Ludenburg la había puesto nerviosa, mientras que su padre nunca parecía inquieto. ¿Llegaría esa seguridad con el tiempo?

—Nada —mintió Elsa. Era imposible verbalizar todos esos pensamientos en unas pocas palabras.

—Ah, nada no, querida. —Se recostó contra el respaldo de la silla y la estudió detenidamente—. Conozco muy bien esa mirada. Estás pensando en algo. Tu madre suele decirme que tengo la mirada perdida cuando algo me preocupa. Y tú, hija mía, te pareces mucho a mí.

—¿De verdad? —Elsa se retiró un mechón de pelo invisible de los ojos.

Estaba orgullosa de parecerse a su padre. Adoraba a su madre y le encantaba pasar tiempo con ella, pero, a menudo, no conseguía adivinar en qué pensaba. A veces, la reina perdía el hilo cuando entraba en su habitación, o comenzaba a decir algo y se callaba abruptamente. Tenía un halo de tristeza permanente sobre ella que nunca conseguía descifrar.

Como aquel día, por ejemplo.

Desde hacía ya unos años, cada dos meses su madre solía desaparecer durante todo un día. Elsa no tenía ninguna pista de adónde iba, y tampoco se lo habían explicado nunca. Sin embargo, esta vez no se pudo contener. Ya estaba cansada de tantos secretos, de forma que finalmente consiguió reunir el valor para preguntarle si podía acompañarla en su viaje. Primero, la reina pareció sorprendida, después preocupada y por último pesarosa.

—Ojalá pudiera llevarte conmigo, cariño, pero esto es algo que tengo que hacer yo sola. —Con ojos llorosos, le acarició la mejilla, lo que solo consiguió confundirla aún más—. Ojalá pudieras venir.

Y se marchó.

Con su padre las cosas eran diferentes.

—No estoy pensando en nada importante, papá. De verdad.

—Algo te ronda la mente, Elsa —insistió—. ¿Qué ocurre?

No quería responderle. Le parecía una tontería decir que no quería que se marcharan, pero en parte era eso lo que la preocupaba. Cuando se fueran, Arendelle estaría en sus manos. Y aunque sabía que los consejeros y lord Peterssen estarían ahí si hubiera algo importante de lo que encargarse, ella sería la representante del reino en ausencia de sus padres, y le pesaba la presión de esa carga. Más pronto que tarde, ya habrían regresado y la vida retomaría su curso de siempre; sin embargo, ese viaje era como un recordatorio rotundo de que algún día tendría que reinar sola. El simple pensamiento la aterrorizaba.

—¿Elsa?

Dos semanas sola en ese enorme castillo. Elsa no estaba segura de poder soportarlo.

—¿De verdad os tenéis que ir? —preguntó. No pudo evitarlo.

—Estarás bien, Elsa —prometió.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Majestad? —Kai entró. Llevaba trabajando en el castillo desde antes de que Elsa naciera. Mientras que el rey dirigía el reino, Kai dirigía el castillo. Siempre sabía dónde iban las cosas y dónde tenía que estar todo el mundo. Tenía un papel tan importante en las vidas del rey y de la reina que hasta se le había destinado una habitación adyacente a sus aposentos. Kai tiró de un hilo suelto de la chaqueta del traje verde que siempre llevaba.

—El duque de Weselton está aquí y pide veros.

—Gracias. Por favor, infórmale de que enseguida me reuniré con él en la cámara del consejo —dijo el rey.

—Sí, Majestad. —Kai sonrió a Elsa y desapareció.

Su padre se volvió hacia ella.

—Diría que tienes algo más que decir.

Demasiado que explicar en tan solo un rato.

—Estaba intentando decidir qué servir en la audiencia con los súbditos —dijo Elsa en lugar de contestar—. ¿Ofrecéis comida? Creo que sería un gesto amable darles de comer tras su viaje al castillo para vernos, ¿no crees?

Su padre sonrió.

—Creo que es una idea magnífica. Siempre he sido un gran admirador de tus galletas «krumkaker».

—¿Mis galletas? —Elsa no recordaba haber horneado galletas para su padre—. Estás dándome crédito por algo que ha tenido que haber hecho Olina, pero las pediré encantada.

Desde que tenía memoria, Olina estaba a cargo de la cocina del castillo y supervisaba a todos los empleados. Cuando era pequeña, a menudo se escabullía hasta la cocina para hacerle compañía. Aunque ya hacía mucho tiempo que no lo hacía. De todos modos, no recordaba haber horneado galletas nunca.

Su padre frunció el ceño.

—Verdad. Aun así, estoy convencido de que te saldrían deliciosas. Quizá Olina pueda hacerlas para nuestros invitados.

Elsa comenzó a ponerse en pie.

—¿Algo más, papá?

—Sí. —Se levantó—. Antes de que te retires, hay una cosa que te quería dar. Sígueme, si no te importa.

Elsa lo siguió hasta su dormitorio y lo observó mientras se dirigía a una de las librerías situadas a lo largo de una pared y empujaba uno de los libros hacia dentro. La pared entera se abrió como si de una puerta se tratara. Detrás había una cámara pequeña y oscura. Elsa se esforzó por ver adónde iba, pero él no le pidió que lo siguiera. El castillo estaba lleno de pasadizos y estancias como aquella. En algunos de ellos, hacía mucho tiempo, habían jugado al escondite, pero ahora sabía que estaban diseñados para poner a la familia real a salvo en el caso de una invasión, conduciéndola al exterior.

Al cabo de un momento, su padre salió con una caja grande y verde de madera. Tenía el tamaño de una bandeja de desayuno y unos adornos florales pintados a mano en tonos blanco y dorado que dibujaban la flor oficial de Arendelle, el croco dorado. La tapa de la caja presentaba una preciosa forma abovedada.

—Quiero que tengas esto.

Con delicadeza, depositó la caja sobre la mesa que había frente a ella. Con los dedos recorrió el escudo de armas de la familia grabado en dorado en la tapa arqueada, dibujándolo. Aquella caja era idéntica al arca que su padre guardaba en el escritorio y que llevaba con él cuando se reunía con sus consejeros. Solía contener decretos importantes que habían de ser firmados, así como cartas y documentos privados de la milicia y otros reinos cercanos. Desde pequeña, se le había inculcado que aquella caja no era un juguete y que no se podía jugar con ella.

—¿Puedo? —preguntó mientras pasaba la mano por la cerradura. Su padre asintió.

El arca estaba vacía. El interior estaba forrado de terciopelo verde oscuro.

—Esta caja ha sido fabricada para tu reinado —le explicó. Elsa levantó la mirada sorprendida—. Dado que tú eres la siguiente en la línea de sucesión al trono, y en solo unos años llegarás a la mayoría de edad, tu madre y yo pensamos que era el momento de que tuvieras la tuya propia bajo tu custodia.

—Papá, es preciosa —dijo Elsa—. Pero por ahora no necesito ninguna.

—No, es cierto —dijo tiernamente—, pero algún día la necesitarás y tu madre y yo queríamos que estuvieras preparada. Kai y el resto de los sirvientes conocen la caja y saben que su contenido es privado. Cualquier cosa que pongas dentro, solo tú sabrás que está ahí, Elsa. Tus secretos están a salvo dentro de ella. Por ahora, te sugiero que la guardes en tus aposentos —dijo, y buscó en sus ojos la confirmación de que lo había entendido.

Elsa recorrió con los dedos el interior de terciopelo verde.

—Gracias, papá.

Su padre puso sus manos encima de las de ella.

—Ahora mismo parece muy lejano, pero algún día tu vida entera cambiará de manera insospechada —vaciló—. Prométeme que cuando llegue ese día, si yo no estoy aquí para guiarte...

—Papá...

Él la interrumpió.

—Prométeme que cuando llegue ese día, recurrirás a esta caja en busca de orientación.

¿Recurrir a ella en busca de orientación? Era una caja. Una caja preciosa, pero una caja, al fin y al cabo. No obstante, significaba un paso muy importante recibir un arca como la que su padre y los reyes y las reinas anteriores a él habían usado.

—Lo prometo —contestó.

La besó en la frente.

—Guárdala en algún lugar seguro.

Elsa levantó la caja y se dirigió hacia la puerta. Su padre la acompañó hasta el pasillo, siguiéndola con la mirada.

—Así lo haré —prometió.

Su padre esbozó una sonrisa y sin más retornó a su trabajo en la biblioteca.

Elsa regresó a su habitación arropando el arca entre los brazos. El aire era templado y, mientras que apenas una ligera brisa entraba a través de las ventanas abiertas, los sonidos provenientes del pueblo se colaban libremente hacia el interior. Elsa se quedó cerca de una ventana próxima con la mirada fija en el mundo que había más allá de los muros y del patio del castillo. El pueblo rebosaba de vida y de gente. Los caballos y los carruajes iban y venían. La fuente que lucía su escultura próxima a las puertas del castillo expulsaba agua hacia arriba como un géiser. Los niños chapoteaban en sus aguas totalmente vestidos, intentando mantenerse frescos. Desde su ventana observó a una madre sacando a su hijo de la fuente y regañándolo con firmeza. Al chico parecía que no le importaba, a pesar de la reprimenda, parecía estar pasándoselo muy bien.

¿Cuándo había sido la última vez que ella había hecho eso?, se preguntó

Deseó que esa tarde su madre estuviera allí, acompañándola para tomar el té con ella. Era una pena estar sola en el castillo en una tarde de verano tan agradable. ¿Dónde estaba su madre en un día tan espectacular como ese? ¿Por qué no le había dejado acompañarla?

—¿Necesitáis algo, princesa Elsa? —preguntó Gerda—. ¿Agua, quizá? ¡Hace tanto calor hoy!

Al igual que Kai, Gerda llevaba allí desde antes de que Elsa naciera. Siempre se aseguraba de que estuviera bien cuidada. En ese momento, llevaba una bandeja con copas de agua fría. Elsa se imaginó que serían para su padre y el duque.

—Gracias, Gerda. Estoy bien —dijo Elsa.

Gerda se apresuró a continuar.

—De acuerdo. Mientras os mantengáis fresca. ¡No quiero que os dé un golpe de calor!

Elsa continuó su camino, abrazando su caja con más fuerza aún. Tenía que encontrar algo que hacer para entretenerse y que el tiempo pasara hasta que volviera su madre. Posiblemente Gerda tuviera razón: tenía que mantenerse fresca. Podía ir a dar un paseo por el patio. O quizá ponerse a leer un rato. Su padre le había dado algunos libros que explicaban los acuerdos que Arendelle tenía firmados con otros reinos para que los hojeara.

Sabía que quería que se familiarizara con algunos aspectos del reinado, de cara al futuro, pero, por el momento, leer sobre las relaciones con otros reinos no le parecía nada entretenido. Elsa abrió las puertas de su habitación y se dirigió directamente al escritorio de su niñez, depositó el arca sobre él y se quedó mirándola un momento. Al lado del resto de sus cosas parecía fuera de lugar.

A lo mejor una caja tan sagrada no debía estar al descubierto. Qué documentos importantes tendría que guardar en ella, qué tipo de correspondencia, se preguntó. Pero no, por ahora no, aún no era reina. La caja no era necesaria todavía y esperaba que no lo fuera en mucho tiempo. La acercó a su baúl del ajuar mientras acariciaba la letra «E» pintada a mano en la tapa y la depositó cuidadosamente en el interior cubriéndola con una colcha que su madre le había hecho cuando aún era un bebé. Después cerró la tapa. A continuación, cogió un libro de su mesita de noche, lo que la hizo olvidarse casi por completo del arca.

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