Frozen

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Capítulo cuatro

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CAPÍTULO CUATRO
Anna

Su cama era calentita y cómoda, y el golpeteo incesante en la puerta parecía muy lejano. Anna se limpió la baba de la boca e intentó continuar soñando, pero resultaba difícil; alguien no paraba de interrumpirla.

—¿Anna?

Su nombre sonó como un susurro en el viento, y lo siguieron más golpeteos molestos.

—¿Anna?

—¿Eh? —Anna se retiró un mechón de pelo húmedo de la boca y se incorporó.

—Siento despertarte, pero...

—No, no, no. Qué va. —Anna bostezó. Todavía tenías los ojos cerrados—. Llevo horas despierta.

Cualquier otro día lo habría estado. Siempre se levantaba antes del amanecer para ayudar a sus padres a preparar el pan. Su tienda, Panes y Pasteles Tomally, sacaba docenas de hogazas de pan y diferentes pasteles al día. Pero la noche anterior le había costado dormirse y sus sueños habían sido inquietos. En ellos llamaba a alguien, pero no recordaba a quién. Solo sabía que echaba de menos a esa persona. Anna notó que se empezaba a quedar de nuevo dormida.

—¿Anna?

Soltó un ronquido fuerte y se despertó bruscamente de nuevo.

—¿Qué?

—Es hora de prepararse. Freya viene esta mañana.

—Sí, claro —dijo Anna mientras sus ojos comenzaban a cerrarse de nuevo—, Freya.

«Espera. ¿Qué?»

Abrió los ojos totalmente.

—¡Viene Freya!

Anna prácticamente saltó de la cama y derrapó por el suelo descalza. Ni siquiera se paró a mirarse en el espejo. La noche anterior había deshecho la trenza que recogía su cabello largo y pelirrojo, así que no podía estar tan alborotado, ¿o sí? Mmm... A lo mejor debería echarse un vistazo rápido en el espejo antes de quitarse el camisón. Se miró en el espejo. Qué desastre. Su pelo parecía un nido de pájaros.

¿Tendría tiempo para arreglárselo?

Tenía que hacer algo.

¿Dónde estaba su cepillo?

Debía estar en el escritorio como siempre, pero no estaba allí. ¿Dónde estaba?

«Piensa, Anna.» Recordó que se había estado cepillando el pelo la mañana anterior en el alféizar de la ventana porque tenía las mejores vistas de Arendelle. Cuando miraba hacia Arendelle, empezaba a soñar sobre la ciudad y lo que haría cuando un día se mudara allí. Por descontado, tendría su propia pastelería, y sus galletas serían tan famosas que la gente haría cola día y noche para comprarlas. Conocería a nuevas personas y haría amigos. Todo sonaba tan magnífico que había comenzado a cantar y a dar vueltas por la habitación... ¡Oh! Ya se acordaba de adónde lo había lanzado. Se arrodilló y miró debajo de la cama. Anna recogió el cepillo y se lo pasó por el pelo mientras recorría la habitación.

El armario pintado a mano hacía juego con los adornos florales de su escritorio, su cama y la colcha rosa. Su madre y ella habían pintado las piezas juntas. Su padre le había hecho la mecedora en la que se sentaba cuando leía y donde solía acurrucarse debajo de su suave manta blanca. Pero su regalo preferido, que también le había construido su padre, era el castillo de Arendelle de madera que le había tallado por su duodécimo cumpleaños. Lo tenía colocado en el alféizar de la ventana y lo observaba con admiración día y noche. Su habitación, rosa, no era grande, pero le encantaba. Colgado de la parte delantera del armario estaba el nuevo delantal azul marino con bordados en rojo y verde que le había confeccionado su madre. Había estado guardándolo para la siguiente visita de Freya, ¡y esa visita era hoy!

Sus padres estaban tan ocupados con la pastelería que no tenían mucha vida social, pero su madre siempre hacía tiempo para las visitas de su mejor amiga Freya. Eran amigas desde pequeñas y les encantaba pasar tiempo juntas. Freya solía visitarlos en Harmon un mes sí, un mes no, y Anna, su madre y Freya pasaban el día entero juntas horneando galletas y charlando. A Anna le encantaba escuchar a Freya hablar sobre Arendelle, donde trabajaba como costurera, ¡y le encantaba cuando Freya le traía regalos! Como aquella muñeca de porcelana, el chocolate que se derretía en su boca como el hielo y el vestido de gala de seda verde traído de ultramar que llevaba colgado en el armario dos años. No iba a ningún sitio donde poder ponerse un vestido tan bonito, pues se pasaba los días cubierta de harina y manchas de mantequilla. Un vestido así merecía una fiesta con baile, una bonita iluminación, muchas conversaciones, pero nada de harina derramada sobre él. En la aldea se hacían fiestas, pero Anna era uno de los pocos adolescentes de su edad, quince años, en el pueblo. Se imaginaba que en Arendelle habría muchos más jóvenes que en Harmon.

Se puso el vestido-camiseta blanco y el jersey verde, cogió el delantal y terminó de cepillarse el pelo dándose tirones en un enredo especialmente complicado.

Volvieron a llamar a la puerta.

—¡Anna!

—¡Voy! —Al otro lado de la ventana, el sol estaba empezando a salir, y Anna aún tenía que hacer algunas tareas diarias antes de que llegara Freya. Freya nunca llegaba tarde, mientras que Anna tenía tendencia a distraerse y aparecer unos minutos tarde, aunque intentara ser lo más puntual posible.

Anna cogió los zapatos del suelo y se dirigió a la puerta dando saltitos e intentando ponerse los dos a la vez. Estuvo a punto de tirar al suelo a su padre, Johan, que esperaba paciente fuera de la habitación.

—¡Papá! —Anna lo abrazó—. ¡Lo siento!

—No pasa nada —dijo dándole unas palmaditas en la espalda.

Era un hombre regordete, por lo menos un palmo más bajo que su hija, y siempre olía a las hojas de menta que mascaba constantemente porque la mayoría de los días tenía dolor de panza. Era calvo desde que Anna podía recordar, pero le quedaba bien.

—¿Por qué no me has recordado que Freya venía hoy? —preguntó Anna mientras intentaba en vano alisarse el pelo.

La risa de su padre era profunda y salía desde su redonda barriga. Siempre decía que degustaba tantas galletas como las que vendía.

—Anna, te lo recordamos dos veces anoche y todos los días de la semana pasada.

—¡Tienes razón! —afirmó Anna, aunque no estaba segura de recordarlo. El día anterior había entregado dos tartas en el Puesto Comercial de Oaken el Trotamundos y Sauna para el cumpleaños de los gemelos, Anna insistió en que cada uno tuviera su tarta; también había llevado «krumkaker» al ayuntamiento para la Asamblea y había preparado una nueva tanda de sus famosas galletas en forma de muñeco de nieve para estar a la altura de la demanda. Eran las preferidas entre los niños, incluso en verano.

A Freya le encantaban también. Cuando se marchaba, siempre pedía una docena para llevársela a casa. Anna se preguntó si quedaría alguna galleta con forma de muñeco de nieve para ella.

—Debería ayudar a mamá a prepararlo todo —le dijo a su padre y bajó la escalera corriendo. Pasó corriendo por la acogedora sala de estar y la pequeña cocina, y atravesó la puerta que conducía a la pastelería, que estaba conectada a su casa. Una mujer bajita con el cabello castaño estaba ya junto a la mesa de madera mezclando harina y huevos en un cuenco. Alzó la mirada hacia Anna y sonrió.

—Ya era hora de que bajaras. —Su madre le dio un beso en la mejilla y le recogió un mechón de cabello fino detrás de la oreja derecha. Después, le alisó el delantal. Siempre quería que Anna estuviera guapa cuando Freya los visitaba.

—Lo sé, lo siento —dijo Anna dando vueltas y comprobando los productos ya horneados dispuestos en el mostrador para venderlos. Como ya había imaginado, la bandeja de los muñecos de nieve estaba vacía—. ¡Además se han acabado mis galletas! A Freya le encantan.

—Estoy preparando la masa para una nueva tanda. —Los ojos marrones de su madre parecían cansados.

Cada vez era más duro para ella trabajar tantas horas en la pastelería. Anna intentaba colaborar lo más que podía combinándolo con sus estudios, pero sus padres insistían en que se centrara en sus deberes incluso cuando no había colegio. Su padre siempre le decía: «La riqueza va y viene, pero nadie puede arrebatarte tu educación». Ella lo entendía, pero eso significaba que sus días eran a veces tan largos como los de ellos: levantarse temprano; hornear galletas; hacer los recados; ir al colegio o estudiar en casa y practicar la lectura, la escritura y las matemáticas; trabajar en la pastelería y, después, caer rendida para hacer lo mismo de nuevo al día siguiente. No le dejaba mucho tiempo para otras cosas como los amigos. Por eso esperaba con tantas ganas las visitas de Freya; sentía que eran como un atisbo del mundo más allá de Harmon.

—Podemos preparar hoy algunas con Freya —dijo su madre.

—¡Buena idea! —Anna cogió con un dedo un poco de masa y se lo chupó. Su madre le dio un golpecito en la mano con una cuchara—. ¡Lo siento! Pero tú siempre dices que un cocinero tiene que probar lo que prepara.

Su madre soltó una risita.

—Verdad. Contigo siempre tengo que estar alerta, Anna, querida.

Anna besó a su madre en la mejilla.

—Eso es bueno, ¿verdad? ¿Puedes imaginarte una vida sin mí, mamá?

Su madre paró de mezclar la masa y la miró, su sonrisa desvaneciéndose. Tocó la barbilla de Anna.

—No, no puedo. Pero ese día está llegando, estoy segura de ello.

Anna no dijo nada. Se sentía mal cuando su madre hablaba así. Por eso no le había contado su plan de marcharse de Harmon y mudarse a Arendelle cuando cumpliera los dieciocho. Le encantaban Harmon y sus habitantes, pero era pequeño en comparación con otros pueblos, y el mundo era un lugar muy grande. Deseaba ver cómo era la vida donde habitaba la familia real.

—¿Puedes comprobar si tenemos suficiente té? —preguntó su madre.

Anna comprobó la despensa, que era donde conservaban los productos que no necesitaban refrigeración.

—No veo que haya té.

—¿Por qué no te acercas al mercado? —Su madre midió una cucharada de azúcar de un tarro y la añadió al cuenco—. Me gusta tener el té ya preparado para cuando llega. El viaje que tiene que hacer Freya es muy largo. ¿Crees que necesitaremos algo más?

A Freya le gustaba partir temprano cuando iba de visita. Salía de Arendelle antes del amanecer, por lo que solía llegar sin haber desayunado.

—Mamá, ¿crees que querrá huevos para desayunar?

Su madre sonrió.

—Es una idea excelente.

Anna se quitó los zapatos y se puso las botas antes de que su madre hubiera podido acabar la frase. Cogió su capa violeta, que estaba al lado de la puerta.

—Me daré prisa.

—Anna, tú nunca te das prisa —dijo su madre con una sonrisita.

—Ya lo verás... Esta vez seré rápida. —Anna salió por la puerta, cogió un cubo que había al lado de la escalera de la entrada y se dispuso a bajar por la calle. Primero haría parada en el mercado para el té y después iría a la granja que estaba un poco más allá a por los huevos. El cielo era un mar de tonos azules que parecía más un océano en la distancia, y el aire era cálido, pero no pegajoso. Una de las cosas buenas de vivir en la montaña, como le solían decir siempre a Anna, era que nunca hacía tanto calor como en Arendelle. El aire de la montaña era mucho más fresco, y la vida, mucho más tranquila. Echó otro vistazo a la ladera de la montaña buscando Arendelle en la lejanía. Se preguntó qué estaría haciendo la gente allí abajo en ese mismo momento. Anna oyó que alguien hablaba y se detuvo en seco con el cubo aún columpiándose.

—¿Qué quieres, Sven?

Su madre decía que era una chica muy sociable. Su padre la llamaba la recepcionista oficial de Harmon. La verdad es que le encantaba hablar con la gente y aquella era una voz que no le sonaba que fuera de alguien de su pequeño pueblo. Solo había unas pocas filas de casas apiñadas en la ladera desde la que se divisaba Arendelle. Cada una era de un color llamativo diferente: verde, azul, rojo... La pastelería era naranja. Anna conocía a cada inquilino de cada una de aquellas casas; la persona que hablaba no era ninguno de ellos.

—¡Dame algo para comer! —dijo una segunda voz mucho más grave que la primera.

Anna dobló la esquina que daba al mercado con curiosidad y vio a un chico de su misma edad allí de pie. Estaba con un reno grande atado a un carro que contenía bloques de hielo de gran tamaño. Cuando había colegio, conocía a chicos y chicas de diferentes edades, pero nunca había visto a ese. Oaken vivía muy arriba en la montaña y sus hijos no solían ir a Harmon, pero ese chico en realidad no parecía ninguno de sus hijos. El que tenía delante lucía una maraña de pelo rubio y llevaba puesta una camiseta azul oscuro con las mangas enrolladas, pantalón oscuro y botas beis. Pero lo más destacable era que parecía que estaba hablando con un reno.

—¿Cuál es la palabra mágica? —le preguntó al reno.

A su alrededor, había hombres moviéndose de un lado a otro, ocupados llevando cajones de verduras para vender en el mercado. Anna vio al chico robar un manojo de zanahorias de uno de los cajones cuando no miraba nadie. Sujetó una en alto por encima del reno.

—¡Por favor! —dijo el muchacho poniendo una voz más grave.

Anna miró cómo el reno le daba un mordisco a la zanahoria que se balanceaba por encima de su hocico.

—¡Ah, ah, ah! —El chico tiró de la zanahoria—. ¡Comparte!

Seguidamente, el chico le dio un mordisco a la zanahoria, partió el resto en dos partes y le acercó la mitad al reno.

Vale, eso había sido asqueroso, pero curioso. El chico le hablaba al reno, pero también hablaba por el propio animal. Todo muy raro. Anna no pudo contener una risita. El chico la miró sobresaltado y la pilló observándole.

Anna tomó aire bruscamente. ¿Debería decir hola? ¿Irse corriendo? Esa era la oportunidad de conocer a alguien de su misma edad —aunque ese chico acabara de birlar unas zanahorias—. Debería decir hola.

Dio un paso adelante.

El sonido de unos cascos golpeando el empedrado la hizo retroceder de un salto. Un carro se detuvo chirriando delante de ella y unos hombres comenzaron a descargar la verdura y a llevarla dentro del mercado.

«¡Tengo que ir a por el té y los huevos! Mira, ya estoy otra vez distrayéndome.» Había prometido a su madre que se daría prisa. Y allí estaba ella, perdiendo el tiempo de nuevo. Aun así, quizá debería decir hola de paso al mercado. Rodeó a los caballos para ver al chico, pero este ya había desaparecido.

«Supongo que no teníamos que conocernos.» Anna suspiró, pero no tenía tiempo para detenerse en eso. Entró corriendo a comprar el té, lo metió en su bolso y continuó ligera calle abajo con su cubo. La señora Aagard, la esposa del zapatero, estaba barriendo la escalera.

—¡Buenos días, señora Aagard! —saludó Anna.

—¡Buenos días, Anna! Gracias de nuevo por el pan de ayer —dijo la mujer.

—Un placer. —Anna continuó deprisa, pasó por otra línea de casas y se encaminó hacia la granja donde tenían su gallinero. Abrió la rejilla para recoger unos cuantos huevos—. Buenos días, Erik, Elin, Elise —saludó a las gallinas—. Hoy no me puedo parar con vosotras. ¡Viene Freya! —Recogió por lo menos una docena de huevos, cerró el gallinero y se dirigió de vuelta a casa con el té y llevando el cubo con cuidado.

Había un señor mayor empujando un carrito de flores calle abajo.

—¡Buenos días, Anna! —saludó este.

—¡Buenos días, Erling! —exclamó Anna—. Preciosas flores las de hoy. ¿Tienes mi preferida?

Erling sacó dos ramilletes de crocos dorados. Las flores, amarillas, brillaban tanto como el sol. Anna inspiró su dulce aroma.

—¡Muchas gracias! Acércate luego a por pan fresco. La primera tanda saldrá del horno a media mañana.

—¡Gracias, Anna! ¡Eso haré! —respondió, y Anna prosiguió su camino con andares ligeros intentando no romper ningún huevo ni retrasarse de nuevo. Tenía la costumbre de pararse a charlar. Mucho.

—¡Mamá! ¡Tengo los huevos y el té! ¿Ha llegado ya Freya? —preguntó Anna al entrar por la puerta. Antes de que la hubiese cerrado, un carruaje se detuvo en frente de la casa. Freya había llegado.

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