Frozen

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Capítulo cinco

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CAPÍTULO CINCO
Anna

Anna y su madre corrieron a recibir a su invitada. Como siempre, la mejor amiga de su madre había llegado en un carruaje con dos hombres más, que esperaban mientras ella estaba de visita. Freya le había explicado a Anna en una ocasión que se sentía más segura viajando con cocheros de confianza, ya que ni su esposo ni su hija podían acompañarla.

La pareja observó cómo uno de los cocheros ayudaba a bajar del carruaje a la mujer con capa negra y capucha. Rápidamente, entró en la pastelería, cerró la puerta y se quitó la capucha.

—¡Tomally! —exclamó Freya con tono afectuoso abrazando a su amiga. Las dos siempre se sumían en un abrazo tan largo cuando se veían que a Anna le preocupaba que nunca le llegara su turno.

La madre de Anna le había contado que, cuando la adoptaron de pequeña, Freya fue la primera persona a la que llamó para que la viera. Anna y Freya habían pasado tanto tiempo juntas a lo largo de los años que Anna la consideraba su tía. No se podía imaginar su vida sin ella.

Finalmente, Freya y Tomally se separaron y Freya miró a Anna con una expresión de emoción y cariño en la cara.

—Anna —dijo dulcemente y abrió los brazos.

Freya siempre olía dulce, a la esencia del brezo púrpura. Anna se abalanzó sobre sus brazos y la abrazó fuerte. Le encantaba dar abrazos. No podía evitarlo.

—¡Me alegro tanto de verte!

Freya dio un paso atrás, sujetando a Anna por los hombros, y la miró atentamente.

—¿Estás más alta? Tomally, ¿está más alta? ¡Definitivamente, está más alta!

—No estoy más alta —dijo Anna, y las tres comenzaron a reír—. Hace dos meses medía lo mismo. O eso creo.

—Pareces más alta —decidió Freya. Colgó su capa al lado de la puerta y se quitó la capota, lo que dejó al descubierto su precioso cabello castaño oscuro. A Anna le encantaban sus vestidos. El que llevaba puesto ese día era verde oscuro con ribetes en amarillo y azul y flores rojas bordadas. Anna se preguntó si lo habría confeccionado ella misma. Freya era costurera y siempre le traía a Anna nuevos vestidos—. O a lo mejor es que te estás haciendo mayor.

—Tengo quince —admitió Anna.

Freya esbozó una sonrisa suave.

—Será eso. Te estás convirtiendo en una mujercita. —Miró a Tomally—. Has hecho un trabajo excelente criándola.

Tomally tomó la mano de Freya y se miraron cariñosamente.

—Ha sido un honor. Ha sido el regalo más maravilloso del mundo.

—Mamá... —Anna puso cara de exasperación. Odiaba cuando su madre se emocionaba de esa manera. Ella y Freya siempre acababan llorando en algún momento cuando se juntaban.

—Perdón, perdón. —Tomally retornó corriendo a la mesa—. Tienes que estar hambrienta. Anna quería prepararte el desayuno.

—También quiero hacerte el desayuno a ti —replicó Anna a su madre—. Están demasiado ocupados para comer —le dijo a Freya, que se sentó a la mesa junto a Tomally mientras Anna calentaba una sartén y rompía los huevos para hacer un revuelto.

—¿Qué tal va el negocio? Bien, espero —preguntó Freya.

—Nos encanta, pero ha crecido gracias a algunas de las especialidades de Anna. Y los pedidos también han aumentado.

—¿Y qué tal van tus estudios, Anna? —inquirió Freya.

—Bien —respondió Anna con un suspiro mientras continuaba revolviendo los huevos en la sartén—. Prefiero que haya colegio porque me gusta ver a otras personas. Estudiar con mamá no es tan divertido. Sin ánimo de ofender.

Freya y Tomally intercambiaron una sonrisa.

—Bueno, puede que sea así, pero tus estudios son importantes, en especial historia y ciencia.

Freya siempre intentaba asegurarse de que Anna se aplicara, lo que era muy considerado por su parte, pero lo que realmente quería escuchar Anna eran cosas sobre su vida.

—Entonces, cuéntanos, ¿qué tal van las cosas por el valle? ¿Cómo va Arendelle? ¿Hay algún festival o alguna fiesta ahora mismo a los que acudir? ¿Ves de vez en cuando al rey y a la reina cuando estás en el castillo? ¿Y a la princesa?

Freya se quedó paralizada, y Anna se preguntó qué habría dicho mal.

Tomally le dio una palmadita a Anna en la mano.

—Creo que tu tía ha tenido un viaje muy largo. Quizá sería mejor que dejáramos las preguntas para más tarde. Vamos a desayunar primero y, después, nos pondremos a hornear galletas, ¿vale?

Anna asintió.

Poco después, las tres estaban cubiertas de harina de arriba abajo.

—Anna, ¿es necesario que utilices tanta harina? —le preguntó su madre deshaciendo con la mano una nube de harina de delante de su cara.

—No me gusta que las galletas se peguen, mamá, ya lo sabes. —Anna tamizó más harina sobre la mesa de madera, que también hacía las veces de superficie de trabajo. Le encantaba la harina, por eso la usaba en abundancia, pero es verdad que hacía que la tarea de limpieza después resultara mucho más ardua.

La pastelería no era ni grande ni luminosa; las ventanas estaban muy arriba, justo debajo de los aleros del tejado. Anna tenía que forzar la vista entornando los ojos para leer las cantidades. Los utensilios y los cuencos colgaban de las paredes, y la mesa de madera grande se situaba en el medio de la habitación, donde Anna y su madre preparaban el pan, los rollos de canela y las famosas galletas de Anna. La mayor parte de la pastelería la ocupaba la cocina de hierro fundido. Era tan poco bonita como funcional, y Anna tropezaba constantemente con ella —o se caía encima—, de ahí las pequeñas marcas de quemaduras en los antebrazos. Aquellas quemaduras también venían de introducir y sacar los panes del horno con la pala. Sus padres decían que era la mejor en averiguar cuándo el horno estaba a la temperatura perfecta para que el pan saliera tierno. Puede que fuera un poquito desordenada cuando trabajaba, pero no le importaba. Levantó el tamiz de nuevo y el aire se llenó de harina, lo que provocó que Freya estornudara.

—¡Lo siento!

—No te disculpes —dijo su tía sacando su pañuelo de tela. Anna se dio cuenta de que tenía el escudo de Arendelle bordado.

Anna depositó una bola grande de masa sobre la mesa y cogió otro puñado de harina.

—Me encanta ver cómo cae la harina. Me recuerda a la nieve.

Los azules ojos de Freya adoptaron una mirada sombría.

—¿Te gusta la nieve?

Con unas palmaditas, Anna esparció la harina sobre la masa que estiró mediante el uso del rodillo.

—¡Me encanta! Aquí arriba, en la montaña, tenemos mucha nieve, está claro, y siempre me ha gustado mucho patinar sobre hielo, jugar en la nieve y hacer un buen muñeco de nieve.

—De todas tus galletas, esta siempre ha sido mi favorita —dijo su tía mirando con cariño los moldes de hojalata en forma de muñeco de nieve que estaban sobre la mesa—. ¿Cuándo empezaste a hacer los muñecos de nieve? ¿El año pasado?

—Sí. —Anna sostuvo en el aire uno de los moldes—. Es como si lo conociera. Aunque no lo conozco, pero sí lo he visto antes.

—¿Y eso? —preguntó Freya.

El muñeco de nieve en su imaginación tenía una parte de abajo grande, una bola de nieve más pequeña en el medio y una cabeza ovalada con dos ramitas por brazos. Le gustaba decorarlo con una nariz de zanahoria y tres botones de carbón con glaseado real. Su aspecto era alegre y simpático.

—Suele aparecer en mis sueños. Solía dibujarlo una y otra vez, hasta que papá me dijo que me haría un molde para galletas que se pareciera. Ahora hago tantas galletas que papá ha tenido que hacer docenas de moldes. Ayer se nos acabaron todas las galletas. ¿Quién habría dicho que tanta gente querría un muñeco de nieve en verano?

Su tía sonrió.

—Cuenta conmigo para hacer más galletas. Disfruto viéndote trabajar. Tu madre tiene razón: eres una pastelera fantástica.

—Anna creó la receta de esta masa ella misma —dijo su madre orgullosa.

—¿De verdad? —preguntó Freya.

Anna asintió.

—Me gusta experimentar. He heredado la pasión de mi madre por la pastelería.

—Ya veo. —Freya observó a Anna despegar los muñecos de nieve de la mesa utilizando un cuchillo con cuidado y colocarlos en la bandeja de horno.

Anna levantó la mirada.

—Al final no me dijiste si les gustó a todos mi pastel de sirope.

—¡Estaba exquisito! —dijo volviéndole la sonrisa a la cara—. Tu pa... mi marido me dijo que te pidiera que prepararas otro pronto para llevárselo.

Freya se trababa a menudo al hablar, como le acababa de ocurrir. Y a Anna le pasaba lo mismo. Ella lo atribuía a querer decir demasiadas cosas en poco tiempo. Era como un cazo de chocolate fundiéndose: las palabras formaban burbujas de chocolate que, al explotar, se derramaban.

—¿Le gustaron las naranjas confitadas que puse por encima?

—¡Sí! Dijo que nunca lo había visto hacer así.

Anna se encogió de hombros.

—Me gusta darles mi propio giro a las recetas. Me gusta ser única, por si no te habías fijado.

—Sí, me he fijado. —Freya sonrió—. Creo que a mi marido le gustaría conocerte. Tú y yo tenemos un espíritu alegre muy parecido, mientras que él —suspiró— me temo que lleva el peso del mundo sobre sus hombros. Como mi hija.

Freya hablaba mucho sobre su hija, pero desgraciadamente nunca la traía cuando venía de visita. Por lo que sabía de ella, la chica parecía muy lista y responsable. Anna deseaba poder conocerla para espabilarla un poco. Todo el mundo necesitaba soltarse la melena de vez en cuando. Además, sería genial tener una amiga más o menos de su edad.

El reloj de la cocina sonó y Anna levantó la vista. La primera tanda de galletas estaría lista en cualquier momento; después sería el momento de meter otra bandeja. Aún faltaría por hacer cuatro tipos diferentes de pan, «krumkaker» —que, con ese calor, no rellenaría de nata— y al menos dos bizcochos de especias. A su madre no le gustaba la idea de hacer pasteles que posiblemente no se vendieran —«Los ingredientes cuestan dinero», solía decir—, pero Anna sabía que siempre habría gente que quisiera comprarlos. Con los pasteles se conseguía un beneficio considerable. Así, todos salían ganando.

—Tienes que decirle que no se preocupe tanto —le dijo su madre—. Lo que tenga que ser, será.

—Lo sé. Y estoy segura de que él también es consciente de ello, pero, Tomally, a veces el futuro parece muy lejano —respondió Freya.

—Entonces concéntrate en el ahora —replicó Anna—. Ahora mismo estás haciendo algo muy divertido conmigo.

Su tía se rio.

—Eso es verdad. Somos tan afortunados en tantos sentidos...

Anna sacó las galletas del horno para que se enfriaran. Estaban ligeramente doradas, justo como le gustaba a ella. Siempre calculaba el tiempo a la perfección.

—Hablando de comida, casi se me olvida... —Freya buscó en la canasta que había traído y abrió el papel vegetal. Envuelto en él estaba lo que Anna quería: varios bloques del chocolate más negro e intenso que había visto jamás.

Anna se llevó uno a la nariz. Aquel chocolate olía exquisito.

—¡Gracias! Te prometo que haré que me dure hasta la próxima vez que vengas. O lo intentaré.

—Me parece bien —contestó Freya riéndose—. A lo mejor puedo traerte incluso chocolate de otro reino. Mi marido y yo estaremos de viaje las próximas semanas.

—¿De viaje? —Los ojos de Anna se iluminaron mientras introducía otra bandeja de galletas en el horno—. ¿Adónde vais? ¿Cómo vais a ir? ¿Os lleváis a vuestra hija? ¿Le gusta viajar a ella también? ¿Qué te vas a poner?

Freya comenzó a reír de nuevo.

—¡Cuántas preguntas!

La madre de Anna sacudió la cabeza.

—Siempre igual. Esta chica no para nunca de hablar.

Anna esbozó una sonrisa.

—No puedo evitarlo.

—Vamos solos, y nuestra hija se queda en casa con... ayuda —dijo Freya intentando con dificultad encontrar las palabras adecuadas—. El viaje es largo y será bueno que alguien se quede en casa y cuide de nuestros asuntos. Es tres años mayor que tú, así que es prácticamente una adulta.

Anna empezó a preparar el glaseado batiendo las claras y el azúcar glas.

—Yo no he viajado nunca. Ni siquiera he salido de esta montaña.

—Lo sé —dijo Freya pensativa. Dirigió su mirada a la madre de Anna—. Sería maravilloso que pudieras visitar Arendelle al fin.

Anna soltó la cuchara en el glaseado, lo que provocó un ruido sordo.

—¿Podría ir? Llevaría galletas. ¿Cuáles son las preferidas de tu hija? ¿Las de los muñecos de nieve? A tu marido le gusta el bizcocho de especias, eso ya lo sé...

Su madre la interrumpió.

—Anna, tranquilízate.

Freya se quedó callada un momento, perdida en sus propios pensamientos.

—Si pudiera encontrar una forma de que pudieras venir de visita, ¿te gustaría venir y quedarte conmigo? —preguntó Freya quebrándosele la voz.

—¿Que si me gustaría? ¡Por supuesto que me gustaría ir! —gritó Anna emocionada.

Su madre sonrió a Freya.

—Anna siempre ha querido visitar Arendelle. ¿Crees que existe alguna manera de hacer posible ese viaje?

—No lo sabremos si no preguntamos —le contestó Freya. Después miró a Anna—. Ya has esperado bastante.

Es como si estuvieran hablando en código. Nada tenía ningún sentido para ella. Solo era un viaje al reino. ¿Por qué dudaban tanto? Anna quería terminar rápido el glaseado de las galletas para poder concentrarse en la conversación. Con un gesto rápido, lo echó sobre el primer muñeco de nieve. Dejó que la mezcla cayera de la cuchara a la galleta y observó el glaseado extenderse y caer por los lados cubriendo el muñeco de nieve de blanco. Hizo varios muñecos de nieve más y, poco después, dejó a un lado el glaseado y se dispuso a decir lo que pensaba.

—Yo quiero ir a visitar a la tía Freya a Arendelle, de verdad —dijo Anna. No quería herir los sentimientos de sus padres, pero sabía que su futuro no era quedarse en Harmon—. ¿Puedo ir? ¿Por favor, mamá?

Su madre suspiró y miró a Freya.

—Estamos tan ocupados con la pastelería que no nos podríamos permitir que te fueras mucho tiempo. —Hizo una breve pausa y continuó—. Pero hablaré con tu padre. No te aseguro nada —enfatizó—, pero preguntaré. De todas formas, estás destinada a acabar allí en algún momento.

—Siempre he querido conocer a tu hija —le dijo Anna a Freya—. No es por ofender, pero estaría bien hornear pasteles con alguien de mi misma edad.

Freya y la madre de Anna soltaron una carcajada.

—Algún día estaréis juntas —dijo Freya—. Hace tiempo que deberíais haberos reunido.

«Arendelle.» Anna casi podía imaginarse el reino que, durante tantos años, había observado desde la distancia. Podría ver más allá de la parte superior de las torretas. Estaría allí mismo, en el centro de todo, con Freya, que conocía perfectamente el lugar.

—¿Crees que papá dirá que sí? —le preguntó Anna a su madre.

—Quizá —respondió su madre.

Freya sonrió y agarró la mano de Anna. Parecía esperanzada.

—Cuando vuelva de mi viaje, encontraremos una forma de llevarte a Arendelle.

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