Frozen

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Capítulo diez

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CAPÍTULO DIEZ
Hans

—No tienes que inclinarte cada vez que me veas, Hans —dijo Elsa riéndose.

Él le respondió lanzándole una sonrisa encantadora y suspiró.

—Es la costumbre. Con el tiempo, dejaré de hacerlo.

Durante los últimos meses, le había dado a Elsa bastante tiempo.

Había sido paciente.

Había sabido escucharla.

Avanzaba lentamente, reflexionando cuidadosamente sobre cada movimiento o comentario. Hans se había dado cuenta pronto de que tenía que acercarse con delicadeza a la princesa de Arendelle.

La pobre estaba tan frágil cuando la conoció que era obvio que nunca había conseguido recuperarse de la pérdida de sus padres. Y encima no tenía hermanos en los que apoyarse. No podía imaginarse cómo había tenido que ser su vida tras aquella tragedia. El castillo, inmenso y vacío, tenía que haberle parecido una tumba.

Cuando el duque de Weselton fue a visitar las Islas del Sur el otoño anterior, había hablado con todo lujo de detalles sobre Arendelle y su princesa huérfana, quien pronto asumiría las riendas del reino. Ninguno de sus doce hermanos había prestado atención, pero Hans lo había escuchado detenidamente. ¿Por qué tendrían que molestarse en escucharlo? La mayoría de ellos ya tenían su lugar en el reino; algunos tendrían la oportunidad de reinar en las islas, y otros se habían casado y gobernarían en otros reinos. Siendo él el decimotercero en la línea de sucesión, sus posibilidades de reinar eran escasas. Él era el único que sabía lo que era tener que encontrar su lugar en el mundo. Podía entender a Elsa más que cualquier otra persona. En ese preciso instante tomó la decisión de viajar a Arendelle con la intención de conocerla. Al duque de Weselton, un sujeto retorcido que siempre estaba buscando nuevos socios, le había deleitado la idea. Desde entonces, Hans se había establecido en Arendelle.

Sí, había aspectos de su hogar que echaba de menos. A sus hermanos, a veces; a su padre, siempre, y a sus islas, más cálidas y frondosas que Arendelle. El problema era que no parecía que las Islas del Sur pudieran llegar a ser nunca su reino.

Arendelle, por el contrario, sí podía llegar a serlo.

Hans fijó la mirada en el patio al otro lado de una de las ventanas y observó a los trabajadores del castillo corriendo de un lado a otro, colgando las banderas y la decoración para la coronación de Elsa. Tras tres largos años, el reino estaba listo para tener una reina.

Pero lo que necesitaban aún más era un rey. Elsa y él no eran novios oficialmente —Hans no había querido asustarla con aquella declaración—, pero parecía que tenían una relación bastante cercana.

—Estoy lista —dijo ella. Hans oyó un ruido proveniente de su habitación. La princesa hizo una mueca—. Debe de haberse caído algo. ¡Estoy segura de que no es nada de lo que preocuparse!

Elsa guardaba muchos secretos. Tenía que admirarla por ello.

—¿Damos un paseo?

Ella asintió.

—Sí. Creo que tenías razón. Un poco de aire me hará bien.

—Seguro —coincidió. Ambos se miraron fijamente unos segundos.

Hans esperaba que a ella le gustara lo que veía. Tenía el cabello castaño rojizo y patillas frondosas. Ninguno de sus hermanos llevaba patillas, y siempre se estaban burlando de él. Su madre le decía que le quedaban bien. Todos sus hermanos tenían los ojos marrones, mientras que los suyos eran de color avellana como los de su madre. Era varios centímetros más alto que la princesa y bastante flaco, esto último seguramente por tener que escapar continuamente de sus doce hermanos mayores. A Hans ella le recordaba a un ciervo, tímida y asustadiza, con unos ojos azules grandes que ocultaban un océano de tristeza.

—Estaba pensando... Olvidémonos del patio. Está atestado de gente. —Hans la condujo a lo largo del pasillo—. Vamos a algún lugar más tranquilo. ¿Qué te parece si vamos a los establos? Hace tiempo que no visito a Sitron.

—Los establos... —dijo Elsa pensativa. Le tenía aprecio al caballo de Hans, Sitron. Era muy dócil—. Me parece una idea estupenda.

Se detuvo frente al gran retrato de su familia que estaba colgado en la entrada. Sus padres la miraban desde la pared. En la pintura, ambos tenían una mano posada sobre los hombros de su joven hija, que debía de tener alrededor de ocho años.

—De pequeño, fantaseaba con ser hijo único —le confesó Hans—. Me preguntaba cómo sería serlo. Dime, ¿con quién jugabas en los días de lluvia? ¿O de quién copiabas los deberes? Y ¿con quién ibas en trineo cuando nevaba?

Elsa se quedó pensando un momento.

—Yo era muy tranquila y siempre entregaba los deberes antes de tiempo. ¡Ah! y los hacía yo sola.

Hans soltó una risita burlona.

—Engreída. Mis hermanos siempre me metían en problemas con nuestra institutriz. Le lanzaban pelotas de papel a la cabeza cuando estaba de espaldas y me echaban la culpa a mí. ¿Te he contado que en una ocasión tres de ellos fingieron que yo era invisible? ¡Tal cual! ¡Durante dos años!

Elsa abrió los ojos.

—¡Eso es horrible!

Hans se encogió de hombros.

—Es lo que hacen los hermanos.

—No sabría decirte... —dijo Elsa desviando la mirada.

—Pero tendrías amigos —continuó sin darle tiempo a Elsa a cortar la conversación.

—Mis padres me dejaban jugar con los hijos de los empleados y, a veces, invitaban a duques y nobles a alguna fiesta y yo jugaba con sus hijos —explicó—. Pero no había nadie con quien tuviera una relación muy cercana. —Apartó la mirada—. Tengo la impresión de que mi niñez fue mucho más solitaria que la tuya.

—Lo más seguro es que lo fuera, pero al menos no tenías que estar siempre compitiendo por recibir atención, o intentando descubrir cuál era tu sitio. —Hans hizo una pausa—. Puede que tu niñez fuera solitaria, pero no será así tu futuro. Estoy convencido de que algún día tendrás tu propia familia. —Elsa sonrió y volvió a desviar la mirada, pero él continuó hablando—. Y es probable que desees más de un heredero para el reino. Me sorprende que tus padres no lo quisieran.

—Mi madre no pudo tener más niños después de mí —confesó Elsa bajito—. Pero siempre me he preguntado si... No, es ridículo.

—¿Qué? —preguntó Hans con tono serio. Muy pocas veces se abría, pero, cuando lo hacía, podía entrever a la princesa que había sido antes de la tragedia.

Elsa miró a un lado y a otro algo avergonzada.

—Es una tontería.

—Me gustan las tonterías —respondió Hans dándole la vuelta al asunto.

Elsa se rio y estudió su expresión un momento antes de seguir hablando.

—Siempre he querido tener una hermana —soltó de repente—. Me siento mal diciéndolo, pero a veces me imagino que tengo una hermana pequeña. —Se sonrojó—. Ya te había dicho que era una tontería.

—No es ninguna tontería —dijo él—. Lo que parece es que estabas sola. —Le cogió la mano y ella lo miró sorprendida—. Pero ya no tienes que estarlo más.

Elsa apretó su mano.

—Me gusta hablar contigo.

—Me alegro. —¡Al fin estaba haciendo progresos!—. Llevo demasiado tiempo buscando mi sitio, pero contigo creo que lo he encontrado.

Elsa abrió la boca para decir algo, pero en ese mismo instante se oyó un portazo al final del pasillo y lord Peterssen emergió junto con el duque de Weselton. Ninguno de los dos los vio.

—Deberíamos llamar a la princesa para pedirle que repasemos de nuevo su discurso de coronación —decía el duque—. Tiene que quedar perfecto.

Elsa intentó esconderse. Hans la agarró fuerte de la mano y tiró de ella a través de una puerta abierta para quitarse de la vista. Los dos emprendieron la huida riéndose mientras atravesaban corriendo el salón de los retratos y otras estancias hasta salir al exterior, y se sintieron libres.

Cuando finalmente llegaron a los establos, Elsa se detuvo para tomar aliento.

—No recuerdo la última vez que salí corriendo de esta manera —dijo riéndose.

—A veces todos necesitamos escapar —le contestó Hans. Era exactamente lo que él había hecho, pero prefirió omitir aquella parte.

Elsa extendió los brazos a los costados y comenzó a girar.

—¡Qué liberador!

Nunca la había visto actuar con tanta naturalidad. La tenía exactamente donde la quería.

Hans se aproximó a los establos y abrió algunas de las mitades superiores de las puertas que daban a la caballeriza. Los caballos sacaron inmediatamente las cabezas. Sitron apareció con su melena blanca y negra ondeando suavemente al viento. Hans le acarició la melena mientras Elsa se aproximaba para frotarle el pelaje pardo. Ambos se concentraron en el caballo en lugar de hacerlo el uno en el otro. Los establos estaban completamente en silencio.

—¿Sabes? Es raro —dijo Hans—, pero nunca he conocido a nadie que piense tanto como...

—¿Cómo tú? —dijo Elsa, mirándolo con la misma expresión de sorpresa con la que él la estaba mirando.

—Sí —dijo Hans buscando su cara—. Quizá tú y yo estábamos destinados...

—A estar... —dijo Elsa terminando la frase de nuevo por él.

Los dos empezaron a reír. Es posible que el noviazgo oficial estuviera más cerca de lo que él se pensaba.

—El duque estaría entusiasmado —comentó Elsa con un tono irónico.

Elsa tenía a aquel señor catalogado.

—También lo estaría lord Peterssen —dijo Hans cepillando el lomo de Sitron con la mano—. Los he oído hablar y piensan que somos una pareja fuerte. —«Para gobernar este reino.» Le lanzó una mirada furtiva.

Era difícil leer la expresión en la cara de Elsa.

—¿De veras?

«Sabes que sí», quiso decir, pero se contuvo, paciente. Había llegado muy lejos. Estaba mucho más cerca de lo que había estado una semana antes.

—Pero no importa lo que ellos piensen; importa lo que nosotros pensamos. —La volvió a mirar.

—Exacto. Me gusta cómo estamos ahora mismo, en este preciso instante.

Hans intentó no parecer decepcionado.

—A mí también.

El duque deseaba que hubiera una propuesta de matrimonio antes de la coronación, pero Hans sabía que podía ser complicado. No tenían que prometerse aquel día. Ni el siguiente. Hans era muy consciente de que muy pronto gobernarían Arendelle juntos.

Si Elsa era inteligente, le dejaría a él tomar las riendas. Y, si no... bueno, los accidentes ocurrían. Todo lo que necesitaba Arendelle para sobrevivir era a su nuevo rey.

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