Frozen

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Capítulo once

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CAPÍTULO ONCE
Anna

¡Ya estaba aquí! ¡Había llegado el día!

Anna miró fijamente el círculo rojo que había dibujado en el calendario e intentó no gritar de emoción. Cogió una almohada de su cama y se tapó la boca para ahogar un grito. ¡Llevaba tres años esperando a que llegara ese día!

Tres años haciendo planes, tres años contando los días, tres años soñando.

Tres años para preparar lo que les iba a decir a sus padres.

Y, en esos tres años, aún no había encontrado las palabras adecuadas para contarles su plan.

«Mamá, papá: Ya tengo dieciocho años —ensayó Anna en su cabeza por millonésima vez—. Ya soy adulta y ha llegado el momento de que comience mi vida. Por eso, yo... yo...»

En este punto siempre se paraba.

Cada vez que pensaba en decirles a sus padres que se marchaba de Harmon, le entraba un dolor de estómago enorme. Eran sus padres. La habían adoptado cuando era un bebé, la habían querido y cuidado. No quería hacerles daño.

«Ojalá estuviera aquí Freya.»

Ese pensamiento se le venía a la cabeza muy a menudo. A pesar de que habían pasado tres años desde que habían perdido a Freya en el mar, con el rey y la reina, Anna aún seguía pensando en ella cada día. Si había alguien que hubiera podido convencer a su madre de que Arendelle era un lugar maravilloso para comenzar una vida nueva, era ella. Y a la madre de Anna le habría aliviado saber que Anna tendría a gente cerca, como de la familia, cuidándola.

Pero Freya se había marchado. Anna tendría que convencerlos ella sola.

La habitación rosa que había adorado durante tanto tiempo, ahora le parecía la habitación de una niña, pero aún le encantaba cada milímetro de ese espacio, especialmente el alféizar de la ventana con sus vistas, señal de que existía vida en la base de la montaña. Arendelle parecía estar tan cerca y tan lejos a la vez... Anna tocó uno de los capiteles de la maqueta del castillo que le había construido su padre hacía mucho tiempo. Se le saltaron las lágrimas. Sus padres la querían muchísimo. ¿Cómo podría decírselo sin partirles el corazón?

¡Con comida!

¡Claro!

Les hornearía el postre más perfecto que pudiera hacer. Algo que no hicieran cada día en la pastelería. Estarían tan felices con su creación, y sus estómagos tan satisfechos, que tendrían que escuchar lo que Anna tuviera que decir sobre Arendelle. Y ella sabía perfectamente lo que tenía que hacer: ¡tarta de zanahoria!

En una ocasión, había preparado una tarta de zanahoria para su padre, y le había gustado tanto que se había comido un trozo cada día de aquella semana. Su madre se había quejado de que estaba tomando demasiado azúcar, a lo que él había respondido: «¡Soy el dueño de una pastelería! ¡Claro que como mucho azúcar!». Todos se habían reído y habían coincidido en que aquella tarta de zanahoria era lo mejor que había hecho Anna jamás.

Esa era la tarta que tenía que preparar para que estuvieran de acuerdo con su plan.

Miró el reloj. Después de toda la mañana trabajando, seguramente sus padres estarían haciendo un descanso, relajándose en la sala. Era posible que su padre estuviera echándose una siesta. Saldría sin que la descubrieran y volvería rápido para ponerse manos a la obra. La tarta estaría lista para la hora de la cena. ¡Hasta podrían tener tarta para cenar! Siempre había querido probarlo.

Anna salió por la puerta y el calor del verano le dio una bofetada en la cara. «¿Qué ingredientes necesito? Tengo de todo menos zanahorias, ¿verdad? Tenemos una pastelería —se recordó a ella misma sin mirar por dónde andaba—, ¿qué más tendría que...? ¡Uy!»

Se dio de frente con un chico joven que acarreaba un bloque de hielo gigante. Al impactar, el hielo salió volando. El bloque se rompió en millones de pedazos cuando chocó contra el suelo, justo delante del mercado.

—¡Oye! —ladró el desconocido—. Vas a tener que pagar por... —Se volvió y la miró sorprendido—. ¡Oh! —Abrió los ojos y dio un paso atrás—. Eres tú.

—¡Querrás decir que eres tú! —Anna estaba igual de sorprendida. Lo recordaba de hacía años. Lo había buscado en varias ocasiones, pero no lo había vuelto a ver—. Eres el niño que habla con su reno.

Como si hubiera estado esperando el momento, el reno apareció y le dio un empujoncito al desconocido en la espalda.

—Primero de todo, no soy un niño. Y segundo, hablo por mi reno —dijo—, se llama Sven. Quería zanahorias, pero ahora que te has cargado mi entrega de hielo, no recibirá ninguna.

El reno bufó.

Se volvió hacia el animal.

—No estoy siendo grosero —le susurró con voz ronca—. Ha roto el hielo. Ahora no nos van a dar zanahorias. —El reno resopló aún más fuerte—. ¡De acuerdo! —Se dio la vuelta de nuevo—. Sven dice que te estoy ladrando. —Kristoff bajó la mirada hacia sus pies—. Lo siento mucho... a pesar de que ha sido culpa tuya.

—Ha sido un accidente —dijo Anna. No pudo evitar reparar en la forma en que el pelo rubio y enmarañado le caía sobre los ojos marrones. Los dos se miraron fijamente durante unos segundos—. Te pagaré con galletas si quieres —ofreció—. Hago las mejores de todo el pueblo.

El reno empezó a brincar.

—Haces las únicas en todo el pueblo —dijo el joven con cara impasible.

—¿Y tú cómo lo sabes? —replicó Anna—. ¿Has preguntado sobre mí?

Kristoff escondió la cabeza en su gorro de lana.

—No. Quizá.

Ella se sonrojó.

—Soy Anna. Mis padres son los propietarios de Panes y Pasteles Tomally. ¿Cómo te llamas?

—Kristoff —respondió y se volvió hacia su reno—. Sven, tenemos que ir a por más hielo antes de que...

En ese instante, Goran salió del mercado, vio el hielo por todo el suelo y se llevó las manos a la cabeza.

—¡No! ¡Llevo esperando esta entrega toda la mañana!

Anna se sintió avergonzada. Goran llevaba el mercado desde antes de que pudiera recordar. Sus padres siempre le habían agradecido que estuviera dispuesto a hacer trueques. Cuando se le olvidaba el dinero para las provisiones, un rollo de canela en el momento oportuno siempre se ganaba su favor.

—Lo siento. No pude evitarlo. —Kristoff le lanzó una mirada de irritación a Anna—. Puedo traerte más, pero tardaré varias horas.

—¿Varias horas? ¡Necesito el hielo ahora para mantener los alimentos frescos con este calor! —se quejó Goran.

—Te lo puedo traer después del mediodía —prometió Kristoff—, pero si me pudieras dar ahora las provisiones que necesito, puedo tardar menos. Tengo el pico bastante romo y no me quedan zanahorias para Sven.

El reno resopló.

Goran cruzó los brazos en el pecho.

—Sin hielo no hay trueque.

—Pero si ya lo has hecho antes —le recordó Kristoff empezando a irritarse—. ¡Échame una mano!

—¡Hoy, no! —Goran volvió a cruzar los brazos—. Necesito ese hielo ahora.

—Goran, quizá pueda ayudarte yo. ¿Qué tal unos rollos...? —comenzó a decir Anna.

Kristoff la frenó con una mirada intimidante.

—No me interrumpas mientras negocio con este granuja.

Goran entornó los ojos y se puso recto. Anna no se había percatado nunca de lo alto que era. Era más alto que Kristoff.

—Perdona, ¿qué me has llamado?

Kristoff se colocó frente a frente con él.

—He dicho...

Anna se metió entre ellos.

—Vale, ¡creo que esto es por mi culpa! Tú necesitas hielo, él necesita un pico para conseguir el hielo. ¿No podemos llegar a algún acuerdo?

—No necesito tu ayuda —le espetó Kristoff.

—La verdad es que sí —gruñó Goran.

—Goran, pon las zanahorias y el pico en mi cuenta —insistió Anna—. Ahora vuelvo con unos rollos de canela para que desconectes un poco. Antes de que te des cuenta, Kristoff estará de vuelta con tu hielo. —Anna miró a uno y a otro—. ¿Todos de acuerdo?

Sin soltar palabra, Goran le dio a Anna las zanahorias y después volvió a entrar en el mercado para coger el pico. Anna le sonrió a Kristoff satisfecha, pero él no compartió su alegría.

—No acepto limosnas —dijo.

—¿Quién ha dicho que esto lo fuera? A Goran le pagarás luego y, si me quieres pagar a mí también con hielo, ahora ya sabes dónde encontrarme. —Dividió en dos el manojo de zanahorias, le extendió a Kristoff algunas y le dio unas palmaditas al reno en la cabeza—. ¡Adiós, Sven!

Anna se fue prácticamente dando saltos por la calle de vuelta a casa. Tenía la impresión de que volvería a ver a Kristoff.

Pero primero, tenía que hacer una tarta. Cuanto antes la terminara, antes podría dejar atrás la conversación que tenía pendiente. Se encontraba repasando mentalmente las cantidades para la tarta cuando entraron sus padres en la habitación. Iban hablando.

—No ha cambiado nada, Johan. ¡Han pasado ya tres años! A lo mejor no cambia nada. Tiene derecho a conocer la verdad —iba diciendo su madre.

—¿Quién tiene derecho a conocer la verdad? —preguntó Anna a la vez que reunía varios cuencos y cucharas largas—. ¡Y tendríais que estar descansando! ¡Ahora ya habéis fastidiado mi sorpresa! —Anna estaba intentando sonar divertida, pero sus padres parecían nerviosos—. ¿Qué ocurre? ¿Tiene que ver conmigo?

Su padre y su madre se miraron.

Él parecía incómodo.

—No sabemos exactamente cómo decirte esto sin traicionar a nuestra mejor amiga, querida Anna.

«¿Su mejor amiga? ¿Traicionar?»

—¿Se trata de Freya? —preguntó Anna.

Su madre asintió.

—Era mi más vieja y querida amiga; siempre lo será.

—Claro que sí —dijo Anna. Su madre no había superado la muerte de Freya, ni ella tampoco—. Yo también pienso en ella constantemente.

—¿De verdad? —preguntó su padre.

—Por supuesto. En parte, es una de las razones por las que quería haceros esta tarta de zanahoria hoy. Yo también tengo algo que deciros, pero ahora estáis hablando de traición y estoy empezando a preocuparme.

Su madre la cogió del brazo.

—No queremos que te preocupes. Papá y yo hemos estado discutiendo sobre algo...

—Los últimos tres años —murmuró su padre.

—... y no queremos ocultártelo más —añadió su madre—. Pero la situación es complicada.

—Le hicimos una promesa a Freya —dijo él—. Pero tampoco queremos que pases toda la vida sin conocer la verdad.

Anna abrió los ojos.

—Entonces ¿esto tiene que ver conmigo... y con Freya?

La voz de su padre sonaba como si le costara respirar.

—Sí y no.

Estaban asustándola de verdad.

—¿Qué está pasando?

—Yo la conocí antes que tú, Johan —le dijo su madre—. Si esta maldición no se acaba nunca, ella...

—¿Una maldición? —El brazo de Anna perdió fuerza y le dio a un cuenco tirándolo de la mesa. Se rompió. Su padre cogió la escoba que estaba colgada de un gancho en la pared y empezó a barrer—. ¡Lo siento! Creía que las maldiciones no existían de verdad... Entonces ¿existen?

Su madre dudó y miró a su esposo.

—No me refiero a una maldición exactamente. Es solo una palabra.

—Una palabra para algo inventado —aclaró Anna.

Su madre no le respondió.

—Johan, si las cosas no cambian, vivirá toda su vida sin saber que tiene otra familia ahí fuera.

Su padre dejó de barrer en seco.

—Nosotros somos su familia, Tomally —dijo en un tono suave—. ¿Qué ganaríamos contándoselo? Ella no puede cambiar las cosas. Además, ¿quién iba a creerla?

—Tienes razón. No quiero poner a nuestra hija en peligro, pero tampoco quiero llevarme este secreto a la tumba —dijo su madre con los ojos llenos de lágrimas.

La conversación que estaban teniendo no tenía ningún sentido para Anna.

—¿Estáis hablando de mis padres biológicos?

Las líneas del entrecejo de su madre se le marcaron más.

—Bueno, sí...

—¿Freya los conocía? —preguntó Anna. Lo cierto es que siempre lo había sospechado. Freya había sido una parte muy importante de su vida desde el principio. A lo mejor sabía algo que Anna desconocía. Un silencio inundó la habitación mientras se miraban los unos a los otros—. Está bien —dijo finalmente Anna—. Si sabéis quiénes son mis padres biológicos y no queréis decírmelo, lo entenderé. De todas formas, no importa. —Agarró las manos de sus padres—. Habéis sido los mejores padres que cualquiera hubiese podido desear.

Ellos se acercaron para darle un abrazo a la vez. Era una familia a la que le gustaba dar abrazos y reír. Anna se aferró a ellos sin querer dejar de abrazarlos.

Él la miró con los ojos llorosos también.

—Anna, querida, no podemos contarte un secreto que no es nuestro. Esperamos que puedas respetar eso.

—Sí que puedo, pero yo también tengo un secreto que quería compartir con vosotros. —La tarta no estaba lista, pero dado que estaban abriéndose, era el momento perfecto para contárselo—. Y también tiene que ver con Freya.

Su madre la miró intrigada.

—No es que... ¿Sabes lo de...?

Anna sintió que el corazón le golpeaba fuerte dentro del pecho. Los labios se le secaron de repente, pero ya no podía echarse atrás. Pensó en cuando Freya le decía: «Sé fiel a ti misma». Bien, pues esa era ella siendo fiel a sí misma.

—Quiero mudarme a Arendelle.

Sus padres se quedaron totalmente paralizados. Anna siguió hablando.

—Los dos sabéis que, desde que puedo recordar, siempre he querido vivir en Arendelle. Amo Harmon, pero tengo la sensación de que hay un mundo inmenso ahí fuera que me estoy perdiendo. Un mundo en la base de esta montaña. —Anna señaló con el dedo la ventana a través de la que se podía ver Arendelle—. Os prometo que no me voy a mudar sin un plan. Abriré mi propia pastelería cuando haya ahorrado el suficiente dinero, y hasta entonces trabajaré en alguna pastelería cerca del castillo. Freya siempre decía que había varias. ¡Varias! No solo una como aquí.

Sus padres parecían haber perdido el habla.

—Sé que estaré lejos, pero vendré a visitaros y vosotros también podéis visitarme. —No la habían interrumpido todavía, de forma que continuó hablando—. Tengo dieciocho ya, y es el momento de que emprenda mi propia vida. Freya siempre hablaba de lo mucho que me gustaría Arendelle, y sé que llevaba razón.

Su madre asintió comprensiva, lo que le dio esperanzas a Anna.

—Creo que eres demasiado joven —espetó su padre.

—Tengo dieciocho —susurró Anna.

—Johan... —comenzó a decir su madre.

Él negó con la cabeza.

—Tomally, sabes que tengo razón. Una mujer es adulta a los veintiuno. Lo siento, Anna, pero no estás preparada. No es... seguro. —Miró a su esposa—. Arendelle no es el sitio adecuado para ti en este momento. Te necesitamos aquí.

—¿Mamá? —pidió Anna.

Ella negó con la cabeza.

—Papá tiene razón —respondió—. Nos estamos haciendo viejos, Anna querida, y esta pastelería conlleva demasiado trabajo para nosotros. Nuestro sueño siempre ha sido que algún día fueras tú la que la llevara.

A Anna le emocionó la idea profundamente. Sabía que sus padres estaban cansados de levantarse antes del amanecer y hacer pasteles todo el día, pero quedarse en Harmon para siempre no era lo que ella deseaba. Tenía una corazonada y lo había visto también en sus sueños; sueños llenos de nieve y voces. A veces sentía como si alguien estuviera cuidándola. Aunque eso era imposible.

—Sabéis que le tengo mucho cariño a esta tienda y que me encanta estar con vosotros, pero siempre he querido vivir en Arendelle —les dijo con delicadeza—. Tengo la sensación de que estoy destinada a algo más grande. La vida es corta; la pérdida de Freya me lo enseñó. No quiero esperar ni un día más para empezar mi vida.

Sus padres seguían mirándose el uno al otro.

—No está preparada —le dijo su padre a su madre con firmeza—. No es seguro...

—Lo sé. —Ella miró a Anna—. Queremos que tengas la vida que sueñas, una vida en Arendelle, y la tendrás llegado el momento. Yo también, igual que tú, tengo esa corazonada, Anna, querida. —Le apretó la mano—. Pero aún no es el momento. Confía en nosotros.

—Lo entiendo —dijo Anna, pero en realidad no lo entendía. No había desobedecido nunca a sus padres y no lo iba a hacer ahora, pero tres años parecía demasiado tiempo para esperar.

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