Frozen

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Capítulo doce

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CAPÍTULO DOCE
Elsa

«Ojalá tuviera el poder de detener el tiempo», pensó Elsa de pie al lado de la ventana de su habitación mientras observaba a la gente entrando en el patio del castillo y dirigiéndose hacia la estatua de bronce de su familia. Las puertas estaban abiertas y en la capilla estaba todo preparado. El coro al que había oído practicar durante días estaba listo para la actuación. Sin embargo, el tiempo para que ella misma practicara se había agotado. Debería dejar de preocuparse, pero sabía que no iba a poder.

El tiempo parecía correr más rápido que nunca, y Elsa no podía detenerlo.

Ya se había vestido con la ayuda de Gerda. El vestido era precioso, pero no estaba diseñado para ser cómodo. Y tampoco lo habían confeccionado pensando en ella. Era como si fuera una muñeca y estuviera jugando a los vestiditos; como si estuviera viviendo la vida de otra persona. Pero ella seguía recordándose a sí misma que solo tendría que llevar puesto el vestido unas cuantas horas. Podría aguantar hasta entonces. Ya no había vuelta atrás, solo esperar a que la llamaran.

«Ojalá pudiera detener el tiempo», deseó Elsa de nuevo. Pero sabía que no era posible.

Estar con Hans unos días atrás la había ayudado a tranquilizar su mente, pero ahora, de nuevo en su habitación, no podía huir de sus pensamientos. «Papá, mamá, desearía que estuvierais aquí de pie a mi lado. No puedo hacer esto sola.»

Elsa oyó un gruñido y se volvió. Olaf estaba intentando mover su baúl sin resultado.

—¡Olaf! —Elsa se acercó corriendo—. ¡Olaf! ¿Qué estás haciendo?

—Buscando a Anna —explicó—. Debería estar aquí para la ocasión.

Elsa se inclinó y sintió cómo la tristeza la sobrecogía.

—Ni siquiera sabemos quién es Anna.

—Aun así, sé que le gustaría verte —dijo Olaf alegremente—. A lo mejor está en este baúl. Le encantaba esconderse en él.

Elsa estaba a punto de preguntarle a Olaf a qué se refería con eso cuando alguien llamó a la puerta.

El momento había llegado.

Olaf se abalanzó para abrazarla.

—¡Mucha suerte! —Y salió disparado a esconderse detrás de la cama—. Te estaré esperando cuando vuelvas.

Elsa abrió la puerta. Hans estaba esperando vestido con un uniforme de traje blanco.

—Princesa —dijo con una sonrisa y le ofreció el brazo—, ¿estás preparada para que te acompañe a la capilla?

«No», quiso responder, pero se alegró de verlo allí de pie. Hans era muy atento. Se había ofrecido a escoltarla a la ceremonia y ella había aceptado sabiendo que su presencia la calmaría.

—¡Ah, mirad esto! —exclamó el duque apareciendo de la nada—. La viva imagen del amor joven.

Por otro lado, el duque no la calmaba. ¿Qué estaba haciendo allí?

El duque se recolocó las gafas de montura de alambre y miró por encima de su ancha nariz levantando la vista hacia ellos. Se había repeinado su pelo canoso hacia atrás para la ocasión, e iba vestido con un traje militar con una banda dorada y medallas balanceándose en la chaqueta.

—¡Este será un día precioso para los dos!

Lord Peterssen se acercó a ellos por el pasillo con paso ligero.

—Creo que la futura reina ha decidido que sea el príncipe Hans el que la escolte hasta la ceremonia. —Después, se acercó al duque—. ¿Por qué no os acompaño y os ayudo a encontrar un sitio lo más delante posible?

«¡Gracias a Dios que lord Peterssen está aquí!»

El duque lo ignoró.

—Solo estaba pensando en lo emocionada que se quedará la gente cuando vea al príncipe Hans de las Islas del Sur de su brazo por primera vez en público. No solo ganan hoy una reina; también están recibiendo un rey potencial. Hoy sería un día estupendo para anunciar su unión, ¿no creéis?

Elsa se sonrojó. Lord Peterssen se movió, incómodo. Hans desvió la mirada.

Se estaba empezando a cansar de la insistencia del duque. En su mente no había cabida para el matrimonio. Hans y ella habían construido una amistad preciosa que quizá un día podría acabar en algo más, pero, en ese momento, primero tenía que pensar en la corona y en los secretos que la estaban consumiendo. Además, era el día de su coronación.

Elsa oyó un ruido procedente de su habitación. «¡Olaf!»

—Excelencia, Elsa y yo ya hemos hablado de esto. —La voz de Hans era cortante—. Sus obligaciones vienen primero.

Lord Peterssen asintió con la cabeza mostrando su acuerdo.

—Por supuesto. Sin embargo, de anunciar un compromiso hoy, con Elsa en pie frente a su reino, ofrecería la imagen de que será la reina del pueblo —insistió el duque.

Elsa no podía creerse lo que estaba oyendo. Sentía la ira burbujeando en su interior.

—¿Princesa? —presionó el duque—. ¿No estáis de acuerdo?

—Creo que esta conversación debería tener lugar más tarde —dijo lord Peterssen comprobando la hora en su reloj de bolsillo—. La capilla está ya llena. La ceremonia debería iniciarse pronto.

Hans miró a Elsa con expresión inquisitiva.

—Su observación tiene sentido, pero la decisión final es de vos. ¿Qué pensáis?

—Yo... —Elsa dudó y empezó a notar un hormigueo en los dedos. Daba igual lo mucho que disfrutara de la compañía de Hans; lo que importaba era que se habían conocido hacía poco tiempo. No sabía lo que era, pero había algo que sin duda la estaba frenando.

—¿Acaso le habéis preguntado adecuadamente a la princesa? —le preguntó el duque dándole una palmada en el brazo a Hans—. Una princesa se merece una propuesta seria.

Las mejillas de Hans se pusieron rojas.

—No, pero...

—¡Preguntadle a la chica! —exclamó el duque jovialmente. Lord Peterssen se pasó la mano por el pelo cada vez más escaso—. ¡Hoy es el día para ello!

—¡Elsa! —Era Olaf. Nunca antes la había llamado gritando cuando estaba con gente—. ¡Elsa! —A lo mejor estaba en apuros.

Lord Peterssen parecía desconcertado.

—Discúlpenme, pero creo que me he dejado algo en la habitación —dijo. Un hormigueo le empezó a subir por todo el cuerpo.

Hans no pareció haberla oído, porque en ese momento ya se estaba postrando sobre una rodilla.

Aquella sensación nunca le había invadido el cuerpo entero. De repente, sintió como si las paredes se estuvieran cerrando sobre ella. Tenía que ir a ver a Olaf.

El príncipe la miró tímidamente.

—Princesa Elsa de Arendelle, ¿queréis casaros conmigo?

—¡Elsa! —gritó de nuevo Olaf más alto que las veces anteriores.

—Creo que Gerda me está llamando —dijo Elsa excusándose algo avergonzada y miró a Hans. Sentía la cara sonrojada—. ¿Me disculpáis un momento?

Hans no pudo esconder su sorpresa.

—Sí, desde luego... —dijo, su voz apagándose.

El duque suspiró.

—Estaremos esperándoos a vos... y vuestra respuesta —dijo con una sonrisa apretada.

Hans se puso nuevamente en pie con un gesto rápido y recompuso las medallas que llevaba en la chaqueta. No la miró directamente a los ojos. Toda aquella situación era incómoda, y el duque estaba haciendo que lo fuera aún más.

Elsa entreabrió la puerta, se deslizó en el interior de la habitación y cerró. Olaf estaba de pie justo detrás de ella saltando de arriba abajo.

—Olaf, ¿qué ocurre? —susurró Elsa—. No puedes gritar de esa manera. Alguien...

—¡Creo que he encontrado algo! —exclamó alegremente—. He empujado el baúl demasiado y se ha chocado con el escritorio, y entonces el arca se ha caído. ¡Mira!

El arca verde estaba en el suelo de lado, vacía. La tapa debía de haber tenido un forro en el interior, pero se había caído y había dejado a la vista un hueco en la parte superior del arco. Parecía que había algo ahí.

—¿Ves? —Olaf señaló el revestimiento—. Mis manos no caben para terminar de quitarlo, pero hay algo detrás de eso verde. ¡Mira! ¡Mira!

Olaf tenía razón. Con mucho cuidado, retiró el terciopelo y descubrió el espacio en la parte superior. Detrás de él habían escondido un lienzo cuidadosamente.

Rápidamente, Elsa lo desdobló. Se quedó estupefacta al comprobar que se trataba de una pintura.

A simple vista, se parecía al retrato de su familia colgado en el Gran Salón. Pero en esta pintura había cuatro personas: el rey, la reina, Elsa y otra niña.

La niña, unos años menor que Elsa, era la viva imagen del rey. Tenía unos ojos azules algo separados, el cabello pelirrojo recogido en dos coletas altas y la nariz salpicada de pecas. Llevaba un vestido largo verde pálido y estaba agarrada al brazo de Elsa como si no fuera a soltarse nunca.

Elsa tocó la pintura y empezó a llorar.

—¡Es Anna! —dijo. Estaba totalmente segura.

Los recuerdos empezaron a inundarle el cuerpo tan rápido que tuvo la sensación de que iba a ahogarse.

—Ya recuerdo —dijo Elsa sorprendida. Seguidamente, se desplomó sobre el suelo.

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