Freelance

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INTRODUCCIÓN

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INTRODUCCIÓN

La canasta de los huevos de oro o por qué soy freelancer

Mi mamá tenía una canasta de mimbre, sólida y rectangular con una trenza gruesa en el borde donde llevaba, a lo largo de los años, diferentes cosas para vender. Podían ser panes integrales, mermeladas, frascos de vidrio rellenos de granos de lavanda con una gasa y un cinta, milanesas de soja. Vivíamos en una comunidad serrana y turística, donde mansiones con jardines increíbles convivían con casas pequeñas e improvisadas de pobladores de siempre e integrantes del movimiento “back to the land” recién llegados de la ciudad que buscaban una vida más artesanal o “fuera del sistema” (whatever that means). Ella solía tocar puerta por puerta para ofrecer sus productos y en general vendía, poco o mucho, no recuerdo alguna vez en que no se vendiera “nada”.

̶ ¿Y si no hay nada para vender?, le pregunté una vez:

̶ Siempre hay algo ̶ me dijo. Por ejemplo, ¿ves esas flores?̶ señaló en el jardín, salvaje él: diferentes plantas silvestres, especie de siemprevivas, que suelen teñirse y venderse secas para decoración. No, no dijo: “Hija mía, algún día todo esto será tuyo”. Dijo:

̶ Bueno, las acomodás en un ramo dentro de un celofán con un moño, llenás “la canasta” y salís a vender.

Un día hace 20 años, me acuerdo como si fuera hoy, y no sé a cuenta de qué, apoyó la canasta de la trenza sobre la mesa de madera y dijo:

̶ La gente te envidia los huevos. No te envidia la casa, ni la plata, te envidia que te atrevas a hacer otra cosa, que te animes a decir “no quiero” “no quiero hacer lo que todos hacen”.

¿Será? Pensé en aquel momento y después me olvidé. Era joven e intentaba sobrevivir. Mientras estudiaba, acepté cualquier trabajo que pagara universidad, casa y comida. Rellené churros a las 5 de la mañana, metí datos en computadoras, sellé papelitos en una oficina. Dormía 5 horas, tomaba sopas sintéticas y rentaba cuartos en casas de viejas chismosas. Sabía que tenía que “aguantar” hasta alcanzar la meta: graduarme. Pero no aguanté. El lugar donde trabajaba –un laboratorio de análisis clínicos donde las recepcionistas se creían Julia Roberts en Pretty Women (con todo y botas hasta los muslos) y una compañera ponía la radio de éxitos de cumbia de ocho a cuatro, había sido un recurso decente para ganarme la vida durante un tiempo pero no lo soportaba más. Una mañana antes de salir me dio una tortícolis fulminante mientras me ponía una camiseta. No podía mover el cuello para ningún lado, ni decir ni sí ni no. Faltaban unos meses para terminar la carrera. Renuncié. No fue lo más práctico que pude haber hecho (el par de meses que siguieron fueron bastante difíciles), pero, simplemente, no podía seguir. Recuerdo las críticas y el miedo. La sensación que te envuelve cuando vas y le decís a quién corresponde: “me voy”. El escalofrío que recorre el cuerpo, el temblor en las piernas. Y luego, el alivio. Oh, pensé, con esta incertidumbre enfrente no debería sentirme bien. Pero me sentía bien. ¿Será algo así lo que sienten los que hacen jumping desde un puente? Una abuela me dejó de hablar, tachándome de irresponsable. La otra, en cambio, me guardó galletas, y cajitas de mermelada –como esas que dan en el avión̶ y largo tiempo me alimenté de esos, los carbohidratos vacíos menos vacíos de la historia. En breve conseguí otro trabajo, esta vez vinculado con los medios (claro que no presentaba un noticiero, era la que cargaba los muebles para que tomaran fotos en una revista de decoración). Pero ya más cerca del ambiente, pude hacer contactos y relaciones. Pasaron los años, trabajos en nómina –pocos y breves– colaboraciones, un país en crisis y la migración de Argentina a México. Aquí, un lugar más estable, los empleos “fijos” eran más posibles y deseables. Luego de varias vueltas, llegué al DF para el trabajo soñado. Una revista con un equipo genial, presupuesto de sobra –eso decían ellos, luego quebraron ̶ un premio Nobel en la dirección, una maravillosa Mac colorada que yo misma saqué de la caja, un lindo edificio de colores preciosamente mexicanos con una fuente en el medio, vales de despensa, etcétera. Creí estar top of the world por….dos meses. Luego, el príncipe se volvió sapo. Un sapo que nadie podía por supuesto, osar nombrar. Era lo que “todo el mundo” quería. Pero yo no. No eran las grillas o desacuerdos típicos las que me desalentaban, ni siquiera que la publicación no fuera lo brillante que se esperaba. Lo peor era…ir. Cada mañana viajaba desde Coyoacán hasta Santa Fe. (para los que no conocen el DF mexicano es un trayecto que atraviesa la ciudad) ¿Por qué esa costumbre de poner tan lejos las oficinas editoriales? ¿Les resulta glamoroso atascarse cada mañana en el tráfico? Los frenos constantes por la lentitud del tráfico y el smog de los camiones me daban ganas de vomitar. Me parecía anormal e inhumano empezar el día así, pasar –en el mejor de los casos– una hora de ida y otra de regreso en esas condiciones, y me sigue pareciendo. Trataba de leer, de pensar positivo, pero me superaban las partículas suspendidas. Exagerada, decían todos. Bueno, quizás.

Renuncié otra vez. Otra vez el escalofrío, la culpa ¿cómo vas a dejar algo así? ¿Cuántos quisieran estar en tu lugar?

Esa semana, sin ningún cambio de dieta o ejercicio, bajé cuatro kilos.

Luego de viajes y vueltas, empecé a ser freelance* en México. Escribía aquí y allá, me gustaba, las pagas eran pocas y demoradas, el dinero escaseaba, y cuándo la editora de una de las revistas en las que colaboraba me invitó a ser “fija”, acepté. Me hicieron pruebas para ver si era apta para el puesto y puse lo mejor de mí. Dije que quería llegar a editora, que no tendría hijos y lo que más me importaba en la vida era la revista (todavía tenía en mi mente juntas como la del final de Going 30). Era verdad.

Sin embargo, la empleada de recursos humanos, hábil ella, en alguna entrelínea detectó señales más profundas de mi perfil y le comentó a mi próxima jefa que yo “era muy freelance”. Mi jefa me contrató igual porque…ella también lo era. Me puse tacones por una semana (amo los tacones, pero no de ocho a cinco). Escribía media revista y lo disfrutaba pero, al igual que la ocasión anterior, los traslados me exprimían el alma.

La editorial era – es – un buen lugar para trabajar, con salarios competitivos, jardín, gente con lindos vestidos pero, un cubículo es un cubículo.

Me empecé a enfermar. A pedir permiso para escribir desde casa. Para trabajar afuera, en el patio. Era como Heidi cuando tuvo que vivir en la casa de Clara. Sentía frío todo el tiempo. No tenía problemas con el trabajo. De hecho, me encantaba. Solo no quería hacerlo ahí. Pensé en renunciar. Pregunté a un par de colegas que opinaban.

̶ No lo hagas, dijeron.

Aproveché unas restructuraciones para irme. Esta última vez no tuve tanto miedo. Fue algo bueno, las autoridades de la editorial me apoyaron y recomendaron a otras revistas. El mundo freelance se abrió. Esa tarde me tomé algunos whiskies (fueron 7 pero me recuerdo lucidísima, que bebida noble). Ese fin de semana volé en parapente.

Esto fue hace casi diez años. Nada fácil el recorrido. Altas y bajas. Incertidumbre y aprendizaje. ¿Soy más feliz?

Absolutamente sí.

¿Volvería a hacerlo?

También.

Sé que esta aventura no es para cualquiera, y que a algunos pueden sentarle mejor otras reglas. Considero también que mi opinión y circunstancias pueden cambiar (todo lo hace). Sin embargo, escribo este libro porque creo que la vida freelance es una opción fructífera, feliz y con futuro. También creo que mi experiencia puede ahorrarles un par de tropiezos a quienes quieran seguir un camino similar. Quiero contarles a quiénes tal vez no lo sepan que trabajar fuera de una oficina y prosperar es posible y tiene muchas ventajas. En mi caso, soy freelancer:

1. Porque no quiero separar mi vida de mi trabajo, no veo las horas escribiendo artículos como un sacrificio que debo hacer para pagar el resto de mi tiempo, intento que mis horas sean un espacio indivisible: un ecosistema, algunas veces más disfrutable, otras de más esfuerzo, pero siempre conectado al sentido “deja que tu vocación sea tu vacación”.

2. Porque me gusta trabajar en mi casa-estudio, decidir, en lo posible, la forma del ambiente que me rodea, la temperatura, la decoración, lo que se ve por las ventanas, acariciar a mis gatas.

3. Porque detesto levantarme temprano. Me gusta despertar sin sueño, administrar mi energía, condensarla e ir muy rápido, o ir despacio, de a ratos. Y escribir de noche, en el silencio, tomando vino y bailando Springsteen en entretiempos, para evitar contracturas.

4. Porque puedo hacer distintos trabajos para distintos medios, y así aprendo, no me aburro, no me estanco, me especializo, me diversifico, crezco.

5. Porque puedo decidir si en algún momento, NO quiero hacer determinada tarea.

6. Porque puedo viajar cuando se presenta la oportunidad sin faltar a horarios ni obligaciones.

7. Y puedo aprovechar las ofertas de viaje en temporada baja (en general los que tienen trabajos “normales” no pueden)

8. Si salgo de la ciudad por unos días puedo elegir cuando, y no necesito atascarme en las casetas cuando todos salen.

9. Porque no pierdo las 4 horas promedio en el tráfico o en el transporte público que una mayoría pierde cuando trabaja en relación de dependencia.

10. Porque me da tiempo para hacer ejercicio, puedo correr ni tan temprano ni tan tarde, o ir al gimnasio en horarios en los que no estén todas las máquinas ocupadas.

11. Porque, de vez en cuando, puedo tomarme el día para hacer el jardín, o pintar una silla, o porque viene un amigo de improviso.

12. Porque puedo darme el tiempo para recuperarme si estoy enferma.

13. Escribir panza abajo cuando tengo cólico.

14. Emborracharme un miércoles.

15. Porque creo que la escritura es un trabajo solitario y soy más creativa en un ambiente elegido por mí.

16. Porque, si no debo ir todos los días a la oficina, puedo vivir en las afueras, pagar menos de renta y respirar aire puro.

17. Porque gasto menos. En transporte, en comida, en ropa.

 

Hasta aquí todo muy lindo, dirán. Pero ¿Y los meses flojos? ¿Y la seguridad? ¿Y si te pasa algo tienes una emergencia? ¿No es DEMASIADO riesgoso?

Hay modos de organizarse para que eso no sea un problema, o al menos un problema no mayor que el que se tendría si uno estuviera en nómina. De eso hablan estas páginas.

Pero volvamos al principio. Ahora sé que sí. Aunque siempre hay excepciones, con mi experiencia como testimonio, podría asegurarlo. La gente te envidia (y, obvio, no es que esto sea algo deseable. Por mi parte, no deseo que me envidien sino que sean felices y contagien su felicidad, díganme cursi). La gente –aunque no toda se anime a copiarte– te envidia la LIBERTAD. Mi teoría es que las personas saben, intuitiva, subconscientemente, que es deseable. Que vale la pena. Muchos te tiran mala onda. Antoine de Saint Exupery decía: toda superación es un exilio.

En la actualidad el trabajo independiente está en el centro de la escena y las discusiones, Un tercio de los trabajadores de Estados Unidos son freelancers. La cifra sube en todas las grandes ciudades y también aquí. Para algunos es algo preocupante, alarmante, consideran que esta modalidad sube porque bajan los empleos tradicionales. Yo creo que es una buena oportunidad de construir, individual y colectivamente más fecundas alternativas de sustento. Mientras escribo esto centenares de comentaristas dejan su opinión en un artículo del polémico Pulitzer Thomas Friedman en el New York Times llamado ¿Need a job? Invent it (1) (mamá tenía razón). Cada vez más estudios indican que la vida freelance es más saludable y feliz. No son los resultados de la autonomía lo que atrae la felicidad a un ser autónomo, sino la chance de diseñar el propio estilo de vida y tomar decisiones, de acuerdo a sus prioridades, necesidades, deseos y propósitos. Trabajar por cuenta propia es también un ejercicio de autoestima, un voto de confianza en uno mismo (que no tiene porqué brotar espontáneamente, puede aprenderse). Y sí, en algún punto, como decía mi mamá, se trata de huevos (de atreverse y de saber manejar la canasta, en la supervivencia y en la abundancia). Se trata también de valentía, creatividad, flexibilidad, competencia, capacidad de innovar, de pescar oportunidades, tomar las riendas del propio desarrollo, de experimentar el carpe diem (¡Aprovecha el día!). La palabra clave cuando hablamos de vida freelance* es, justamente: vida.

 

* Uso freelancer y freelanceo como sustantivo, freelance como sustantivo o adjetivo según el caso, y freelancear como verbo. Aún la RAE no lo acepta, creo. Ya lo hará.

 

 

 

 

 

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