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Tercera parte. Julio » Capítulo 29:// Tierra quemada

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Capítulo 29:// Tierra quemada

El Comandante bajó por la rampa trasera de carga de un avión de transporte C-130 y salió a la pista de un aeródromo inactivo del ejército estadounidense cerca del pueblo de Rolla, en el norte de Missouri. Hacía calor y humedad. Tres soldados con uniforme del KMSI se pusieron firmes para saludarlo con bruscos movimientos. El del centro dio un paso adelante y extendió su gruesa zarpa.

El Comandante lo conocía bien: un alto y fornido sudafricano, escogido especialmente para esta operación. Habían combatido en campañas de insurgencia y guerras encubiertas en más países de los que el Comandante era capaz de recordar.

—Comandante. Todo está en orden, señor.

—Coronel Andriessen.

El Comandante le estrechó la mano. Para los no iniciados sin duda parecería extraño oír a un coronel presentar sus respetos a un comandante: pero el apodo del Comandante era sólo eso. Hacía tiempo que había superado su último rango formal.

—Se le ve la ropa interior, señor —señaló el coronel.

El Comandante se volvió para ver en la bodega de carga el más cercano de diez palés idénticos cubiertos con un hule verde. El cierre de una esquina se había soltado durante el aterrizaje, revelando los fajos de billetes de veinte dólares que había debajo, envueltos en papel de celofán. Ciento ochenta millones de dólares por palé: mil ochocientos millones de dólares en total.

El Comandante asintió.

—Que traigan unas cuantas carretillas elevadoras.

Echó a andar a buen paso hacia un Toyota Land Cruiser blanco que esperaba cerca.

—¿Lo tapamos primero, Comandante?

—No se moleste. No tendrá ningún valor dentro de poco. —Se volvió hacia el coronel—. Así que pague pronto a los equipos de asalto.

—Sí, señor.

Junto al Land Cruiser había un conductor con uniforme de combate del KMSI. Abrió la puerta trasera y saludó.

—Bienvenido a Missouri, señor.

El Comandante lo ignoró y subió al coche, seguido por el coronel. Mientras cruzaban el aeródromo, pudo ver tres aviones de carga C-130 aparcados cerca de los hangares, bien cargando o descargando equipo con unas carretillas elevadoras. Era difícil decirlo por el modo en que los equipos logísticos pululaban y señalaban en vez de hacer algo de verdad. Soldados. Privados o gubernamentales, siempre estaban quejándose por algo.

También había grupos dispersos de hombres armados con ropas civiles junto a vehículos civiles. Él hubiera preferido que permanecieran a cubierto, pero era difícil mantener a estos tipos dentro de los hangares un caluroso día de verano como hoy. Probablemente hubiera una temperatura de cerca de cuarenta grados dentro de aquellos edificios de metal. Con una operación intuitiva como ésta, era mejor dejar que los mercenarios se refrescaran.

Poco después el Land Cruiser aparcó ante un ajado edificio de ladrillo de estilo art decó. Algunas de las ventanas estaban cubiertas con tablas, pero había varios tráilers generadores cerca con gruesos cables negros que salían por los bordes de la puerta principal, que estaba abierta. Dos guardias con fusiles Masada estaban apostados en la entrada con chalecos integrales y el logotipo KMSI en el bolsillo del pecho.

Saludaron al Comandante mientras entraba en un pasillo que olía a humedad, precedido por el coronel.

—Ah, me ha pillado volviendo de hacer una inspección a esos cabrones eslovacos. Les han dado una buena. Hemos perdido a unos cuantos.

El coronel recorrió el pasillo destrozado pero recientemente reparado, e indicó al fondo.

—Estamos aquí. No hay mucho que ver.

Dejaron atrás varios grupos de guardias uniformados, y cada oficina que dejaban atrás estaba ocupada por mandos y montones y montones de ordenadores portátiles, radios y teléfonos vía satélite. Los oficiales estaban ocupados orquestando los movimientos de las fuerzas de asalto y asegurándose de que todo el material necesario llegaba cómo y cuando hacía falta.

—¿Ha llegado a encontrar a ese tal Loki que no paraba de interferir con sus planes?

El Comandante negó con la cabeza.

—Sigue desaparecido, pero es demasiado tarde para que pueda detener esto… aunque le quede algún poder.

Unos momentos después llegaron al fondo del pasillo y entraron en lo que probablemente era el puesto de mando de la antigua base, repleta de antesalas con material de oficina. Allí, un secretario uniformado escribía lentamente en un portátil, y dos hombres de aspecto nervioso con inmaculados trajes informales se levantaron de las sillas en el momento en que el enorme coronel sudafricano entró por la puerta. El primero de esos hombres llevaba un cronómetro grande y de aspecto caro y un impresionante bronceado a juego. Le extendió la mano a Andriessen.

—Coronel Andriessen, soy Nathan Sanborn, oficial ejecutivo y presidente de Halperin Organix. —Le ofreció su tarjeta de visita grabada en relieve y señaló al otro hombre—. Éste es Sanjay Venkatachalapthy, nuestro principal abogado.

El coronel se echó a reír.

—Ag, está usted de guasa, ¿no? Este kéfir tiene un apellido más largo que un vizconde alemán. —Miró a su ayudante—. Cabo, ¿dejamos entrar a cualquiera en mi despacho ahora? ¿Cómo me han encontrado estos hombres?

—Coronel, estos caballeros tienen buenas conexiones en Washington.

Sanborn intervino.

—Mire, he estado hablando con el general Horvath y el almirante Collins… creo que hay un grave malentendido, caballeros. Llevo una semana intentando que alguien se ponga al teléfono o me responda por e-mail, y no me gusta que eviten mis llamadas. —Señaló la oficina—. ¿Podemos hablar en privado, por favor?

El coronel miró al Comandante. Éste no pestañeó ni respondió.

El coronel se volvió hacia Sanborn.

—Tenemos asuntos urgentes que atender, señor Sanborn. Aquí todo el mundo tiene nivel de alto secreto. Todo el mundo menos usted.

Sanborn pareció considerar si enfadarse o no, pero decidió no hacerlo. Echando una mirada más alrededor, se encogió de hombros.

—Muy bien, pues. He de entender que el descarado atropello de patente perpetrado contra mi empresa está siendo utilizado como pretexto para lo que sólo puede ser descrito como una acción policial paramilitar.

—No es asunto suyo, señor Sanborn.

—No. Ahí es donde se equivoca. Y, por cierto, no entiendo del todo por qué es usted sudafricano. ¿Qué hace un sudafricano al mando de lo que está pasando aquí? Esto es Missouri, no Ciudad del Cabo, coronel Andriessen.

—No habría pensado que es usted un racista, señor Sanborn. Los africanos hemos luchado durante mucho tiempo contra esos prejuicios. —El coronel se echó a reír y miró al Comandante.

Sanborn se irritó.

—La economía global potencia la competencia eficaz —continuó el coronel—. Usted más que nadie debería apreciar eso.

—¿Y si no comprendo si esto es una operación gubernamental o… lo que está pasando aquí?

—Coja su bonito jet y márchese, señor Sanborn.

Sanborn se plantó ante la cara del coronel. O más bien ante su cuello, dada la altura del oficial.

—No soy un don nadie para que usted pueda pisotearme, coronel. Tengo una compañía que vale treinta mil millones de dólares y una responsabilidad fiduciaria para defender su marca y su reputación. —Señaló al abogado que tenía al lado—. Y pretendemos protegerlas ambas.

—Entonces ¿nos va a lanzar a sus abogados, Nate? ¿Es eso? ¿Cada sílaba del señor Venk-kachanky-o-como se llame aquí presente?

—Hablo en serio, coronel. Tenemos bastante influencia en Washington.

El Comandante miró su reloj.

—Tenemos un plazo que cumplir, coronel.

Sanborn señaló.

—¿Quién demonios es este tipo?

El coronel se interpuso.

—Sin duda esta conversación puede esperar, Nate.

—No. No puede esperar. Nuestros investigadores nos dicen que hay carros blindados que vienen en tren. Hay helicópteros militares sin identificar aparcados en bases aéreas desmanteladas por todo el Medio Oeste. He visto las noticias, he visto lo que está pasando aquí. Es una locura. Esto es Estados Unidos, no una dictadura bananera. Gente del Gobierno nos ha dicho que se justifican estas operaciones en defensa de la propiedad intelectual de Halperin, y estoy aquí para decirles que sí, que tenemos que reclamar, y que vamos a presentar pleitos, pero la acción legal es el curso para resolver este problema. Esto no es un asunto policial… o lo que sea que estén haciendo ustedes. Le digo que lo que están haciendo no cuenta con nuestra autorización para defender los intereses de nuestro negocio.

El Comandante apartó al coronel y se plantó ante Sanborn.

¿Que no cuenta con su autorización? Escuche, capullo universitario, usted no decide qué está autorizado o no. Halperin no es su compañía, pertenece a los inversores. La última vez que lo comprobé, usted no la había fundado. Usted no es ni siquiera un científico. Es sólo un monito entrenado para hacer negocios que alguien contrató para que le diera vueltas a la manivela de un organillo. Así que vuélvase al avión de la compañía como un buen monito antes de que alguien lo venda para que hagan experimentos médicos.

La cara de Sanborn pasó del bronceado al rojo encendido mientras el temible rostro del Comandante fruncía el ceño como un sargento instructor de maniobras. Sanborn retrocedió un paso.

—No soy una persona a quien se trate así. Están cometiendo un error. No sé quién es usted, pero su carrera ha terminado. Nadie me habla así.

—Salga de aquí cagando leches.

—No tiene usted…

—¡FUERA!

Varios soldados de KMSI aparecieron en la puerta, armados, y el coronel señaló con la cabeza a Sanborn y su silencioso abogado indio. Los guardias le hicieron sitio y éste echó a andar.

—Ya oirán hablar de mí.

El Comandante no dijo nada, sino que cerró tras ellos la puerta de la oficina y se dirigió al despacho del coronel. Se detuvo en la puerta y se dio la vuelta.

Andriessen alzó las cejas.

—Coronel, el señor Sanborn cayó en una emboscada tendida por insurgentes domésticos cuando regresaba a casa. Insurgentes que sin duda estaban enfurecidos por los pleitos que ha presentado contra las comunidades de la red oscura por todo el Medio Oeste. Me encargaré de que un oficial de operaciones contacte con su gente para dar la noticia sobre su muerte prematura y asegure la máxima utilidad para las operaciones en marcha.

El coronel asintió.

—Es una terrible tragedia. Echaremos de menos al señor Sanborn.

Asintió hacia su ayudante, quien cogió el teléfono.

El Comandante entró en el despacho, dejó pasar al coronel, y luego cerró la puerta tras ellos. Echó un vistazo al lugar mientras un viejo acondicionador de aire trabajaba por mantener la habitación fresca bajo el sofocante calor del Medio Oeste. Ni siquiera había un mapa o un ordenador.

Entonces se sentó en el borde de la mesa.

—Las reglas de actuación para las comunidades de la red oscura son las que siguen: matar a todos los que encontréis, quemar cada estructura y destruir todos los vehículos. Sin excepción. El conocimiento y el equipo que hacen funcionar estas comunidades deben ser erradicados. La memoria cultural de que alguna vez existieron debe ser borrada. ¿Comprendido?

El coronel asintió, con cara de póker.

—Sí, señor.

—No olviden los refugios y los sótanos. Cualquier escondite.

El coronel asintió solemnemente.

—En cuanto a tácticas, las fuerzas irregulares impedirán que los civiles escapen, mientras sus fuerzas avanzarán por la ciudad destruyéndolo todo a su paso. Las unidades de propaganda filmarán lo que sea necesario. Es importante que saquen tomas que presenten la operación como el desalojo de una ocupación de insurgentes. Espero que los residentes nos obliguen a actuar resistiéndose con fuerza, pero si no, sus hombres deben facilitar esa imagen.

—¿Eso es un objetivo formal?

—Lo es. Una cosa más, coronel.

—¿Sí, señor?

—Voy a enviar una unidad especial a una de las zonas. Es un destacamento de Laboratorios Weyburn. Nadie puede inspeccionar su equipo. Su misión es clasificada y me informan directamente a mí. Tienen prioridad sobre cualquier otro objetivo. ¿Está claro?

—Claro como el agua, señor. Me aseguraré de que los hombres lo entiendan. ¿A qué objetivo va a enviar su equipo, señor?

—A Greeley, Iowa.

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