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Primera parte. Diciembre » Capítulo 4:// El final de la línea

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Capítulo 4:// El final de la línea

—¿Sabe a quién se parece usted? Al tipo que mató a todos esos polis. Al que ejecutaron.

Pete Sebeck alzó la cabeza ante la empleada del supermercado. Era una matrona de raza blanca de algo más de cincuenta años. Un televisor portátil tronaba en un estante tras ella, sintonizado con el programa de noticias sensacionalistas más popular del país: News to America. Los gráficos rotatorios y la música tecno de la secuencia de inicio le proporcionaron una distracción.

—Bueno, si lo ejecutaron, no puedo ser él, ¿no?

Ella se echó a reír.

—No estoy diciendo que usted sea él. Sólo que se le parece.

Sebeck le tendió un billete de veinte dólares.

Ella cogió el dinero.

—¿Se lo han dicho alguna vez?

Sebeck negó con la cabeza.

—No se ofenda. Era bien parecido. —Hizo una pausa, golpeó con las uñas postizas el mostrador. Click-click-click—. ¿Cómo se llamaba? El tipo del timo ése del daemon. Mató a un puñado de personas. Casi se escapó con unos cien millones de dólares.

—No lo recuerdo.

Ella marcó la venta.

—Tío, esto me va a volver loca. —Giró la cara mientras contaba el cambio—. Es su misma cara. Apareció en la tele todos los días durante lo menos un año. Pero no tenía la cabeza afeitada. Ni tampoco la Van Dyke.

—¿La qué?

—La barba.

—¿Se llama así?

—Usted se la recorta así, y ni siquiera sabe cómo se llama. —Se echó a reír y le entregó el cambio—. Se llama Van Dyke. Mi exmarido también la llevaba así. Con ella se cubría un antojo en la barbilla. Alguna gente confunde la Van Dyke con la Winnfield o el Ancla, pero no son lo mismo.

De repente abrió los ojos de par en par.

—¡Sebeck! Ése era su nombre, Pete Sebeck. Era comisario, también. ¿Lo sabía? Mató a su mejor amigo, a una mujer y a una docena de agentes del FBI antes de que lo capturaran.

Sebeck la miró a través de las gafas de sol.

—Bueno, ahora está muerto. —Retiró del mostrador sus bebidas energéticas.

—¿Necesita una bolsa?

—No, gracias.

En el televisor, detrás de la mujer, no pudo dejar de fijarse en la rubia presentadora de labios brillantes de las noticias, Anji Anderson, que agitaba la histeria pública con la última amenaza prefabricada. Era especialmente irónico, ya que sabía que Anderson, como él, era una operativa del daemon. Seguía sin poder comprender cómo encajaba ella en el plan maestro de Sobol. En los dos años que él había pasado en prisión antes de su falsa ejecución, Anderson había utilizado su inocencia cargada de sexualidad combinada con una justa indignación para abrirse camino desde la oscuridad a lo alto de las listas de audiencia en «prime-time». Había convertido a Sebeck en un afamado asesino en serie. El daemon era responsable de todo eso.

—¿Cómo puede ver esta basura?

—¿Anji? Es magnífica. Me encanta. Está haciendo una serie de reportajes sobre el colapso del dólar. Nos va a caer encima. No hay nada que podamos hacer al respecto tampoco. Estoy reservando cigarrillos. Serán oro después del crack.

Él se la quedó mirando unos instantes para asegurarse de que hablaba en serio, y luego se marchó sacudiendo la cabeza.

Sebeck esperaba en una colina desierta, en medio de la oscuridad, contemplando un brillante campo de estrellas en el nítido aire nocturno. La Vía Láctea era una brillante mancha de luz en la periferia de su visión. Inspiró profundamente y escuchó el silencio.

Era agradable haber salido de la autopista.

Llevaba semanas en la carretera, siguiendo una línea que sólo él podía ver, hacia un destino que ni siquiera él conocía. Antes de este viaje nunca había pensado en el mundo moderno como una máquina donde la humanidad era solamente el conjunto de las células de su cuerpo. Pero muchas cosas habían cambiado desde su arresto y ejecución por parte del Gobierno, y su subsiguiente rescate por el daemon.

Como policía, le resultaba difícil aceptar que la ley era una ilusión. Si los poderes en activo te identificaban como una amenaza, real o equivocada, te destruían.

¿Era esa la lección que Matthew Sobol le había enseñado destruyendo a la persona que había sido una vez? El único aliado que tenía ahora era lo mismo contra lo que había luchado: el daemon. Nadie sabía hasta dónde se extendían sus poderes o si podía ser detenido. Y el muerto que lo creó le había asignado una tarea temible.

Justifique la libertad de la humanidad.

Procedente de un programa que ya había orquestado las muertes de miles de personas, era una carga que no se tomaba a la ligera, y que no tenía ni idea de cómo cumplir.

Cada día seguía el Hilo, una brillante línea azul que existía en una dimensión virtual privada que los operarios del daemon llamaban Espacio-D, que visualmente se superponía a la cuadrícula del GPS. Era una realidad aumentada, donde los objetos en 3-D sólo se veían con las gafas HUD que el daemon le había proporcionado. Desde hacía semanas, el Hilo lo había guiado por el suroeste de Estados Unidos, y finalmente hasta esta colina en el desierto de Nuevo México. Adondequiera que fuese, parecía que estaba a punto de llegar.

Justo entonces oyó una respiración entrecortada en el camino bajo él. Vio un nombre etéreo que flotaba hacia él en el tejido del Espacio-D. Los nombres flotantes eran un modo de identificar a otros miembros de la red oscura del daemon (o la red normal cifrada). Las palabras brillantes Chunkey Monkey flotaban a un metro por encima de una silueta en forma de pera que se movía en las sombras. Era el nombre en la red de Laney Price, su guardaespaldas asignado por el daemon. Sebeck sabía que un globo de texto similar con Sin Nombre_1 flotaba sobre su propia cabeza en el Espacio-D. En efecto, Matthew Sobol le había quitado el nombre al borrar a Sebeck de la existencia del mundo moderno, y al darle una nueva vida en la red oscura.

Esperó a que Price llegara hasta él y luego se desplomara en el suelo a unos palmos. La luz de los picoproyectores en las gafas HUD de Price iluminaba suavemente su rostro, revelando a un chico de unos veintitantos años con una gruesa barba y una melena de pelo despeinado. Su rostro brillaba de sudor.

—¿No podríamos… haber esperado hasta el amanecer… sargento?

—El Hilo nunca nos ha hecho salir de la carretera. Estamos cerca de algo.

Price miró cansado a su alrededor.

—¿De verdad te ha guiado hasta aquí?

Sebeck podía ver la línea azul que se extendía como un rayo láser torcido desde donde se hallaba, disparado colina arriba hasta desaparecer por el otro lado. Era el camino que Sobol le había dicho que siguiera. Estaba codificado para él, y supuestamente era la única persona del mundo que podía verlo.

—No tienes que venir conmigo.

—Es mi trabajo, sargento.

—¿De verdad que no sabes adónde se dirige el Hilo?

Price negó con la cabeza.

—Yo soy sólo otro don nadie en la red oscura. Igual que tú.

—No. Como yo no. Tú te ofreciste voluntario al daemon. Ésa es la diferencia entre nosotros, Laney. No la olvides… porque yo no lo haré.

—Para mí fue una decisión fácil.

Permanecieron sentados durante varios minutos contemplando las estrellas y la ocasional lluvia de meteoritos.

Price asintió, empapándose de la atmósfera.

—Se está muy guai aquí.

Sebeck señaló con el pulgar colina arriba.

—Sigamos.

Apenas menos de un kilómetro más allá remontaron el risco a la luz de la luna. Price jadeaba y maldecía cuando llegaron a la cima. Sebeck estaba todavía en buena forma física: su ritual de flexiones en la prisión seguía siendo lo primero que hacía cada mañana.

Un cuarto de luna y un brillante campo de estrellas iluminaba las mesetas adyacentes. Ante ellos, Sebeck podía ver una masa de sombras. El hilo conducía directamente hacia ellas.

—Hay algo ahí arriba.

Price todavía estaba jadeando.

—Ruinas de los indios anasazi.

—¿Cómo lo sabes?

—Por los geoindicadores del Espacio-D. Estrato nueve. Podría enseñarte a…

—Y dices que no sabes adónde vamos. Claro…

Sebeck continuó por el sendero.

Tras él, Price maldijo de nuevo y se esforzó por seguir el ritmo.

Pronto llegaron al linde de las ruinas de piedra. Eran más altas de lo que habría esperado para tratarse de unas antiguas viviendas indias. Las gruesas paredes de piedra tenían varios pisos de altura, perforadas por puertas y ventanas. Había oído hablar de habitantes de los acantilados en el suroeste, pero no de edificios de piedra independientes.

El Hilo conducía directamente a través de un bajo portal en la fachada de una alta pared de piedra. Sebeck se acercó y extendió la mano para pasarla por la superficie de la pared. Era notablemente recta y las piedras encajaban perfectamente unas con otras.

Se arrodilló para mirar hacia delante y pudo ver la luz de la luna iluminando varias habitaciones sin techo, conectadas por una serie de puertas abiertas que se alineaban a la perfección.

El sonido de las pisadas de Price le hizo volverse.

—¿Por qué estamos aquí, Laney?

—Ya te lo he dicho, tío. No lo sé. Se supone que debo ayudarte a alcanzar tu objetivo… eso no significa que sepa dónde está.

Sebeck lo miró con mala cara y luego se agachó para entrar en las habitaciones. Price lo siguió, y los dos atravesaron con precaución las salas sin techo. Las paredes se alzaban sobre ellos, enmarcando un campo de estrellas.

Poco después el Hilo condujo a Sebeck por una gastada escalera de piedra, hasta llegar a una cámara circular de unos doce metros de diámetro, abierta al cielo. Sobre ellos, las distantes mesetas y acantilados del cañón formaban una silueta irregular a lo largo del horizonte. Paredes de seis metros rodeaban el lugar, que tenía varias entradas más que confluían en él, pero aquí el Hilo terminaba en una convulsa aura de luz azul que flotaba sobre la brillante aparición de un hombre. La espectral figura llevaba puesta una chaqueta victoriana y corbata, y se apoyaba en un bastón de plata.

Era un hombre a quien Sebeck conocía: el fantasma digital de Matthew Sobol. El creador del daemon. El avatar de Sobol parecía más sano que la última vez que lo había visto. Ahora tenía la forma de un hombre moreno de treinta y pocos años, aparentemente, el aspecto que Sobol tuvo antes de que un tumor cerebral acabara con su vida. Semanas atrás, el avatar grabado de Sobol se le había aparecido en el Espacio-D y le había ofrecido la oportunidad de justificar la libertad de la humanidad. Locura o no, era una tarea que él no se atrevió a rechazar. Sobre todo con el creciente poder del daemon.

Miró a Price.

—¿Puedes ver lo que yo veo?

Price asintió enfáticamente.

—Demonios, sí. Parece que lo grabó antes de su operación.

—Entonces, ¿es una grabación?

—Una proyección temporal interactiva. Un bot tridimensional, esperando aquí en el Espacio-D a que suceda un acontecimiento concreto. Creo que tu llegada es ese acontecimiento, sargento.

Sebeck se volvió a mirar al brillante espectro. El avatar era transparente, como todos los objetos del Espacio-D: un fantasma.

Price le dio un codazo a Sebeck.

—No seas gallina, tío. Ve y habla con él.

Sebeck tardó un instante en recuperar el control de sí mismo, y luego se acercó al despejado espacio arenoso de la sala circular. Era casi como un ruedo, pero una hoguera ocupaba el centro. Mientras se acercaba, la brillante aura del Espacio-D trinó y luego desapareció, junto con el rastro del Hilo que había seguido.

La aparición de Sobol asintió a modo de saludo, y su voz llegó a Sebeck a través del auricular.

—Comisario Sebeck, me alegra que decidiera emprender esta misión. Será larga y difícil.

Sebeck suspiró.

—Magnífico…

La aparición de Sobol señaló las paredes de piedra que se alzaban varios pisos sobre ellos, con puertas y ventanas perfectamente rectangulares que las perforaban.

—Mire qué precisión. Se podría pensar que es arquitectura moderna. —Se volvió hacia Sebeck—. Y, sin embargo, este pueblo fue construido hace casi mil años. En la cúspide de la civilización anasazi.

Con un gesto de su mano, las brillantes líneas del Espacio-D empezaron a extenderse de pronto desde las ruinas, alzándose para completar las paredes alrededor de ellos, llenando las partes que faltaban y extendiendo paredes y techos tridimensionales transparentes por encima y alrededor de ellos. La inmensa estructura estaba siendo reconstruida ante sus ojos. Alfarería, artículos domésticos y otros objetos aparecieron como si completaran un mapa de un videojuego.

Avatares de los indios anasazi atravesaron la puerta, portando cestas. Otros se movían por las habitaciones realizando sus tareas diarias, hablando unos con otros en su lengua nativa. Unos niños pasaron corriendo junto a Sebeck, riendo. Pudo oír el agua que fluía, y canciones. La civilización anasazi había vuelto a cobrar vida alrededor de ellos.

Price silbó tras él.

—Oh, Dios mío…

El avatar de Sobol parecía contemplar la escena con mirada de aprobación.

—Esta estructura contenía seiscientas salas y se elevaba seis plantas. Fue la construcción humana más alta de América del Norte hasta que llegaron los edificios de vigas de acero de Chicago en la década de 1880. Los anasazi lo dotaron de una red de canales de irrigación de veinticuatro metros de ancho. Construyeron seiscientos kilómetros de carreteras rectas, enlazando su capital con setenta y cinco comunidades remotas. Florecieron aquí durante siglos.

Sobol se acercó a Sebeck y se apoyó en su bastón.

—¿Por qué perecieron, sargento? ¿Y tan repentinamente en la cima de sus logros?

Sebeck se volvió a observar a los avatares espectrales de los antiguos sacerdotes anasazi que entraban en procesión en la gran sala, cantando. Como espíritus que habían desaparecido hacía mucho tiempo.

Sobol se apartó para dejarlos pasar. Los sacerdotes no se fijaron en él ni en Sebeck, sino que continuaron cantando mientras un fuego espectral ardía en el pozo central, proyectando sombras que no lo incluían ni a él ni a Sobol.

Éste observó a los sacerdotes con atención.

—Su destino tiene lecciones importantes para el hombre del siglo veintiuno, porque no somos ajenos a las leyes de la naturaleza. Cuando la estrategia de supervivencia de una civilización se anula, jamás en toda la historia humana ha habido vuelta atrás. Cuando se enfrentan a cambios perjudiciales, perecen sin excepción.

Sobol alzó los brazos, y con un gesto de sus manos toda la escena del Espacio-D desapareció, dejando de nuevo sólo las ruinas del mundo real. Y el silencio.

Se acercó a una ventana en ruinas y contempló el paisaje desierto iluminado por la luna.

—Pero la civilización anasazi sólo se desarrolló en esta pequeña región. Por el contrario, nuestra civilización industrial abarca toda la Tierra. Y si fracasa, los conflictos resultantes tendrán la capacidad de exterminar toda la vida humana.

Sobol indicó el lugar donde los sacerdotes indios habían estado apenas unos momentos antes.

—Cometieron un error bastante sencillo. El mismo que estamos cometiendo nosotros. Basaron su sociedad en la fuente de extracción y, al hacerlo, inflaron su población más allá de la capacidad de sustento de la Tierra. Talaron todos los árboles y expandieron las tierras cultivables con proyectos de irrigación. Hasta que finalmente no quedaron más árboles. Y entonces la capa fértil del suelo desapareció. Y cuando llegó la sequía, su sociedad altamente centralizada se hizo pedazos en medio de un baño de sangre en apenas unos pocos años.

Se acercó al borde del pozo ahora frío de la hoguera y lo hurgó con su bastón ilusorio.

—En vez de adaptarse, sus líderes se aferraron al poder y rivalizaron unos con otros para ser los últimos en morir de hambre. La civilización maya en Mesoamérica hizo lo mismo, y me temo que nuestra civilización seguirá también el mismo camino. La gente que está detrás de la economía global moderna impedirá que se produzca cualquier cambio significativo hasta que sea demasiado tarde.

El avatar miró a Sebeck.

—Pero la cuestión a la que hay que responder es si la incapacidad de la civilización a adaptarse es un fracaso de sus líderes… o una falta de disposición en la propia humanidad.

»Su misión llega en un momento crítico de la historia humana, sargento. Es hora de saber si es posible una democracia duradera, una democracia cuyas leyes no sean sólo indicaciones de guía. Donde los derechos individuales no puedan ser ignorados por los poderosos. Es lo que tiene que demostrar usted. El daemon continuará expandiéndose. Que abrace una democracia distributiva o una jerarquía implacable depende de gente como usted. Demuestre que la voluntad colectiva humana puede impedir su propia destrucción, y habrá justificado la libertad de la humanidad. Fracase, y la humanidad servirá al daemon.

»Y para que todos puedan conocerle…

Sobol apuntó con su bastón al globo identificador de Sebeck. Una brillante luz en el Espacio-D destelló en su globo, y un icono apareció junto a su nombre de red. Dibujaba una alta nube con una abertura en su base, como un portal.

—Este icono de búsqueda será su marca. Su principal misión será encontrar la Puerta de la Nube. Habrá tenido éxito cuando pase bajo su arco.

Alzó su otra mano y un nuevo y brillante Hilo brotó de ella, extendiéndose en unos instantes hacia el sur por encima del horizonte.

—Su camino le guía no a través de la superficie terrenal, sino a través de los acontecimientos humanos. Le guiará siempre al corazón de los cambios que ahora están en marcha. Y, sin embargo, a menos que otros lideren el camino, usted nunca alcanzará el final de su viaje.

Bajó la mano y miró a Sebeck a los ojos.

—Buena suerte, sargento. Por el bien de las generaciones futuras, espero que volvamos a vernos.

Con esas palabras Sobol se desvaneció, dejando solamente detrás el nuevo Hilo.

Sebeck casi se desplomó con la abrumadora carga que le había caído encima. Se volvió hacia Price.

Éste miró el icono de alta búsqueda que ahora adornaba el globo identificador de Sebeck.

—Afortunado hijo de puta…

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