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Segunda parte. Marzo » Capítulo 16:// Pwned[11]

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Capítulo 16:// Pwned[11]

Horas más tarde, Shen Liang entró en la comisaría central del Escudo Dorado en el centro de Shenzhen. Aunque no había guardias ni signos que identificaran el bloque de seis pisos de hormigón sin ventanas, en el momento en que Shen atravesó las puertas deslizantes, provistas de espejos, del garaje subterráneo, fue recibido por una docena de soldados armados del EPL que esperaban a cada lado de los detectores de metales. Los oficiales, vestidos con uniforme de gala, lo condujeron a través de los escáneres.

Lo que sucedía aquí era muy importante para el Partido. Escudo Dorado era el principal programa de China en la creación de sistemas de información para identificar y contener a los elementos sociales disidentes y subversivos que pudieran amenazar el liderazgo del país y, por tanto, al pueblo de China. El edificio del ED era la culminación de una inversión de seis mil millones de dólares en seguridad interior, en sí mismo sólo un programa piloto para la mucho mayor «Iniciativa de Ciudades Seguras», que uniría todos los datos que se movían por la sociedad china, combinando imágenes de televisión en circuito cerrado (CCTV) de alta resolución, en temas financieros, de comunicaciones y a nivel de calle en una sola solución de seguridad interna operada por un programa. Nada parecido se había intentado jamás en la historia de la humanidad, y serviría como modelo de seguridad para ser imitado por todo el mundo. Shen sentía un orgullo enorme al hallarse ante otro ejemplo más de la habilidad tecnológica de China. También se decía que era necesario. Era necesario proteger al pueblo chino de sí mismo. Había que mantener el orden, o las fuerzas imperialistas los privarían de nuevo de su destino.

Mientras Shen recorría los anillos concéntricos de seguridad, miró las numerosas cámaras y sensores que sabía que incluso ahora estaban analizando su rostro, su imagen termal, sus pautas de respiración y transpiración, todo en un esfuerzo por determinar si estaba sometido a alguna tensión emocional.

Fuera, en las calles, dos millones de cámaras CCTV de alta definición conectadas a la red cubrían toda la ciudad de Shenzhen. En 2006, el Gobierno había ordenado que todos los cibercafés y lugares de ocio como restaurantes y bares instalaran cámaras de vídeo conectadas directamente con la comisaría local de policía. Desde allí, las imágenes eran enviadas a un programa de un ordenador central que podía aplicarles cualquier número de algoritmos, y como consecuencia alertar a las autoridades locales de una amplia gama de conductas sospechosas. Gente corriendo, movimientos violentos, reuniones de seis personas o más, incendios. Luego estaba la búsqueda: el «test de los diez millones de caras» se usaba como medida de algoritmos de reconocimiento facial, y el programa era capaz de localizar y rastrear rutinariamente a los de raza blanca y a la gente de piel oscura, o determinar el sexo. La lista era larga y se hacía más larga cada día. El Estado estaba adquiriendo ojos.

Pero, claro, Shen sabía por qué era necesario. El Gobierno estaba preocupado. Había unos ciento treinta millones de inmigrantes deambulando por China en busca de trabajo, el equivalente a casi la mitad de la población de Estados Unidos, en una nación que tenía aproximadamente el mismo tamaño que ese país. En quince años, el número de inmigrantes se esperaba que alcanzara los trescientos cincuenta millones. Shenzhen era ya una ciudad con siete millones de trabajadores inmigrantes de una población de doce millones. Y estos inmigrantes carecían de los beneficios de los ciudadanos permanentes, como seguridad social y educación. Sus carnés de identidad mostraban su residencia relacionada con las aldeas rurales donde habían nacido, lugares donde no había trabajo, y que no les habían dejado otra opción que la de dirigirse a las ciudades. Y así se había creado una segunda clase de ciudadano: gente desesperada por trabajar, que había ayudado a hacer posible este milagro económico, pero que cada vez sentía más ira por su situación. Sobre todo por la riqueza que veían a su alrededor.

¿Era justo? Shen sabía que no, pero también se decía que no había otro modo. ¿Cómo, si no, podría China convertirse en el líder mundial que estaba destinada a ser si no fuera por este sacrificio? ¿Si no hubiera alguien que soportara la carga?

Shen no había trabajado en el Escudo Dorado, pero su compañía había realizado modificaciones secretas en la firmware de los routers. No dudaba que esas puertas traseras se usaban por todo el sistema.

Miró de nuevo la cámara y los sensores.

Se preguntó si detectarían su nerviosismo. Había prometido a su oficial al mando, el general Zhang, que podría conseguir que el fugitivo, Ross, se pasara a su bando. Pero había fracasado. La pérdida de sus puertas traseras en las redes occidentales estaba aún por resolver, y sabía que, a menos que se resolviera pronto, rodarían muchas cabezas. Esperaba que la suya no estuviera entre ellas.

Jon Ross sabía lo de los circuitos integrados modificados por el Departamento General de Equipamiento, sin el conocimiento de las compañías occidentales que eran sus clientes. Y si Ross sabía lo de la pérdida de aquellas puertas traseras, entonces debía haber tenido algo que ver. Shen todavía se preguntaba cómo demonios lo habían conseguido. Estados Unidos y Europa no eran capaces de provocar cambios tan súbitos y absolutos a través de compañías y fronteras sin que hubiera habido ni una sola notificación por e-mail. Parecía imposible.

La preocupación de Shen por no haber conseguido convencer a Ross quedaba temperada por el hecho de que había sido él quien lo había localizado en primer lugar. Bueno, al menos así lo creían ellos, y fueron los matones del MSE quienes perdieron a Ross en las calles, no él.

Todavía estaba sorprendido por eso.

Ahora estaba entrando en el centro neurálgico del gran experimento de vigilancia de China. Un soldado uniformado lo condujo a un ascensor sin botones. Bien podría haber sido un microondas por todo el control que tenía sobre su destino. Las puertas se cerraron trás él, y se internó en un viaje de ida hacia algún lugar que estaba más abajo.

Poco después se abrieron, y salió a una sala de control sin ventanas y de treinta metros de diámetro, con un techo de al menos nueve metros de altura. A lo largo de las paredes había cientos de grandes monitores de pantalla plana, y una pantalla gigantesca en el centro. Ésta, la más grande, mostraba ahora un mapa de la ciudad de Shenzhen, y parecía tener la localización de cada cámara marcada con un punto azul, aunque sabía que esto era imposible, ya que cubriría toda la ciudad. Supuso que eran nódulos de conexión con puestos de policía locales, o quizás enlaces. Vio varios marcadores digitales e indicadores de estatus en algunos de los puntos, y marcadores móviles también (¿sistemas de vigilancia en vehículos?).

Cubriendo toda la sala de control había docenas de encargados de zona, oficiales uniformados del Ministerio de Servicios del Estado. Serían los graduados con más puntuación de las academias. Ansiosos, inteligentes, y dispuestos a hacer cumplir la voluntad del Partido.

Cuando entró, un joven ayudante lo saludó.

—Capitán Shen. Le están esperando.

Shen casi se echó a reír. ¡Como si pudiera haber entrado aquí sin ser invitado!

El ayudante le indicó que lo siguiera y lo condujo a través de las filas de técnicos de vigilancia hasta una plataforma elevada con un semicírculo adicional de monitores y equipo de control. Allí vio al general Zhang Zi Min, director del Ministerio de Servicios del Estado, vestido de civil, con un elegante traje entre un puñado de técnicos en manga corta y con corbata con sus chapas de identidad colgando de unos cordones. Aunque la mitad eran chinos han, Shen se sorprendió al ver que la otra mitad eran claramente occidentales, y por su aspecto, estadounidenses.

Ignoraba qué podían estar haciendo en el mismo centro neurálgico del cuartel general de vigilancia doméstica de China. Se quedó casi sin habla mientras se acercaba al general Zhang. El general escuchaba algo que decía uno de ellos, pero saludó a Shen con la cabeza.

Shen hizo un teatral saludo con todo el cuerpo, como había aprendido en la academia. Como jefe del ministerio responsable de la seguridad doméstica, Zhang era indiscutiblemente uno de los hombres con más poder político de toda China. Fue él quien eligió a Shen entre los veteranos de Wuhan para que liderara el proyecto de los routers que había conseguido tantos datos valiosos de inteligencia militar y comercial. Y fue Zhang quien se había asegurado de que la nueva compañía de Shen en Pekín fuera un éxito, proporcionando acceso al capital y desviando montones de clientes hacia él. Shen le debía a Shang su Mercedes, una casa de cinco dormitorios en el Condado Naranja (una subdivisión al norte de Pekín), y su futuro. Zhang era su patrón.

El estadounidense seguía hablando, pero en un tono tan silencioso que Shen no podía oírlo desde su posición a tres metros de distancia y con varias personas en medio. La forma despreocupada con que este técnico hablaba con el general era alucinante, como si el hombre no tuviera ni idea de con quién estaba hablando. El general tan sólo seguía asintiendo pacientemente, pero de vez en cuando le dirigía a Shen una mirada difícil de descifrar.

Al cabo de un rato el general levantó una mano para hacer callar al hombre y le indicó a Shen que se uniera a ellos.

Shen se enderezó la corbata y avanzó hacia el centro del círculo.

El general indicó las pantallas que tenía delante. Parecían mostrar el bar de copas donde él se había reunido con Ross, además de las calles a su alrededor en un radio de varias manzanas en todas direcciones. El vídeo exterior envolvía un mapa tridimensional de la geografía del edificio, dándole el aspecto de un juego de ordenador.

El general habló en mandarín.

—Capitán Shen. Me gustaría que nos ayudara a comprender cómo nuestro amigo ruso pudo marcharse del punto de encuentro sin ser visto. Me informan que el lugar que decidió usted no era el mejor desde una perspectiva de vigilancia por audio y vídeo.

Shen miró a los estadounidenses, un grupo de expertos cuarentones por su aspecto. Parecían estar intentando decidir qué pensar del recién llegado. Él se volvió hacia el general.

—General Zhang, gustosamente responderé a sus preguntas, pero no en presencia de estos extranjeros, señor.

—¿Le sorprende encontrar estadounidenses aquí, capitán? ¿Los considera un riesgo para la seguridad?

Aunque seguían conversando en mandarín, el jefe de los ingenieros estadounidenses dejó escapar una leve sonrisa antes de reprimirla. Algo inquietante.

—Sí, señor, eso creo. Tampoco me parece que esta conversación sea suficientemente privada.

—Déjeme tranquilizarlo. No estaríamos haciendo progresos tan rápidos en nuestros esfuerzos si no fuera por las contribuciones del sector privado, y algunos de los sistemas clave que se desarrollan hoy en día en el mundo de la seguridad están siendo desarrollados por compañías privadas situadas en Estados Unidos, Israel y la Unión Europea. —Señaló a los ingenieros chinos reunidos en torno a la consola—. Como puede ver, compartimos por completo la información, y mantendremos a todos los expertos necesarios para aumentar nuestras capacidades dentro de los términos de nuestro acuerdo de explotación.

¿Acuerdo de explotación?

—Nuestra asociación con Occidente ha sido muy enriquecedora, capitán. Para ambas partes. Tiene usted que ofrecerle su cooperación plena a estos caballeros… en inglés, por favor. Si no estoy equivocado, lo habla usted muy bien.

Shen se quedó momentáneamente cortado.

El estadounidense sonrió y extendió la mano. Era un hombre alto, de raza incierta, pelo negro y ojos marrones.

—Capitán Shen. Es un placer. Robert Haverford.

Shen le estrechó la mano, inseguro.

—Señor Haverford. Por favor, perdóneme. Estoy un poco sorprendido, eso es todo.

—Sin duda. Vaya, su inglés es excelente. No tiene ningún acento.

—Fui a la universidad en Estados Unidos.

—¿Qué universidad?

—Stanford.

—Magnífico. Me han dicho que es usted un experto en diseño de chips. Creo que nuestro problema es un poco más prosaico. Creemos que fue un error de operador, y necesitamos averiguarlo por cuestiones de formación. No estábamos presentes durante el incidente, pero sí intentando estudiar qué había pasado cuando tuvo lugar esta desafortunada serie de acontecimientos.

Haverford señaló un asiento delante de un monitor de control que de algún modo se había desplegado misteriosamente. Shen sintió que se parecía sospechosamente al proverbial «asiento caliente», una situación de alto riesgo. Sin embargo, también sabía, estando el general y varios oficiales uniformados del EPL cerca, que no era una petición.

Se sentó y examinó el monitor que tenía delante. Mostraba una imagen borrosa suya, sentado en el reservado del bar de copas Suomi Linja unas horas antes. Apenas se veía su cabeza, y el resto de la mesa quedaba completamente bloqueado por una viga.

Haverford señaló la imagen.

—No podría haber elegido un sitio peor para este encuentro, capitán. Es casi como si hubiera querido mantener una reunión privada.

Las palabras quedaron flotando en el aire unos instantes, un sonriente jódete por parte de su nuevo amigo estadounidense. Lameculos pasivo-agresivo… Shen miró al general Zhang.

—La única posibilidad que tenía de convencer a Ross, general, era hacerlo sentirse cómodo y recordarle la amistad que una vez tuvimos en Oregón. Tener policías cerca y cámaras enfocadas en él no lo habría facilitado. Acepto toda la responsabilidad por haber escogido el reservado más apartado, pero fue un riesgo calculado. No pensé que fuera importante porque era imposible que se marchara del bar sin ser visto. Es decir, si este sistema funciona como se describe en los folletos.

El general Zhang reflexionó un instante sobre las palabras de Shen, y luego hizo un signo de conformidad a Haverford.

Haverford suspiró.

—Bueno, está bien. Supongo que el hecho de que no tengamos ni audio ni vídeo de su conversación con el señor Ross… mire ahí.

Haverford señaló un brazo gesticulante reflejado en un espejo.

—Ése de ahí es Ross. Lo tenemos hasta ese punto.

Shen frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir con «hasta ese punto»?

El operador de la mesa de control hizo avanzar el vídeo a mayor velocidad, y se vio a varias personas que se desplazaban arriba y abajo por el pasillo entre las mesas del reservado, como en la persecución final de los créditos del programa de Benny Hill. Y de repente todo regresó a la velocidad normal, para mostrar a Shen saliendo del bar varios minutos más tarde, con una expresión de temor en el rostro.

—Espere. Espere un segundo. —Shen estaba intentando comprender lo que acababa de ver—. Déle hacia atrás.

El vídeo retrocedió a doble velocidad. Shen se vio a sí mismo volver a la mesa y sentarse lejos de las cámaras y los micrófonos que sabía que había cerca del cuarto de baño, de la barra de cristal y madera dorada, y de las entradas. Las camareras y los clientes chinos caminaban ocasionalmente por el pasillo… ¡pero no Jon Ross!

—¡Eso es imposible! ¡Estaba sentado allí mismo, junto a mí!

El vídeo siguió retrocediendo hasta que finalmente Shen vio la espalda de Ross, caminando hacia atrás en dirección a la entrada con los policías de paisano detrás de él. Era el momento de su llegada visto hacia atrás.

—Así que llegó, pero ¿por qué no se marchó?

—Eso es lo que nos hemos estado preguntando.

Todos permanecieron allí sentados sin hablar durante unos instantes.

Fue entonces cuando Shen recordó las palabras de Ross en el momento en que alzó el anillo.

Esto es un anillo mágico.

Un caluroso destello de temor se apoderó de él. No podía ser

El operador de la mesa de control pasaba ahora de una cámara a otra. Dentro y fuera del edificio. Recuperó un modelo tridimensional de la manzana. Estaba llena de imágenes de las cámaras de seguridad.

—Esto va hacia atrás desde el momento en que se marchó usted de la mesa, capitán Shen.

Media docena de recuadros de vídeo mostraron otras tantas escenas delante del edificio, el vestíbulo, la salida trasera y las calles adyacentes: había gente y coches por todas partes. El vídeo siguió, y la gente continuaba moviéndose, pero no se veía a Ross por ninguna parte.

Haverford sacudió la cabeza.

—¿Ve? Desde luego no parece que se levantara de la mesa, ¿verdad, capitán?

Entonces Shen advirtió que todos lo estaban mirando. Y empezó a ocurrírsele que Zhang podía estar sospechando seriamente que estaba conchabado con Ross… cosa que era una locura considerando que fue él quien lo llevó a la mesa.

Shen se aclaró la garganta.

—Hay otra explicación.

Haverford sonrió.

—Bueno, vamos a oírla, amigo.

A Shen le entraron ganas de darle un puñetazo a aquella cara dentuda y sonriente, pero, en cambio, señaló la pantalla.

—Rebobine hasta el momento en que Ross llega a la mesa.

Haverford asintió hacia el operador de la mesa de control, y el monitor que estaba operando retrocedió suavemente hasta la llegada de Ross.

—Muy bien. Ahora, avance rápido unos dos o dos minutos y medio, y después pase a cámara lenta.

La pantalla avanzó, la gente la cruzó velozmente, luego frenó. Shen mantuvo el dedo índice apenas a unas pulgadas de la pantalla y se concentró intensamente en las personas que se movían por el pasillo entre los reservados. El resto de los técnicos y oficiales chinos reunidos se inclinaron tras él.

Entonces lo vio.

—¡Ahí! ¡Alto!

La imagen se detuvo, y Shen señaló un trocito de zapato y la pernera de un pantalón reflejados en un espejo.

—Mm, es una pierna. No podemos saber que es suya.

—Pero no hay nadie en el pasillo. Miren… —Shen señaló—. Ese reflejo se produce cuando hay alguien en el pasillo.

—Capitán, si no hay nadie en el pasillo, él tampoco puede estar.

—Páselo despacio. Observen aquí con atención.

Shen pasó el dedo por el pasillo vacío de la imagen.

La escena avanzó y una oleada de sorpresa recorrió a los testigos allí reunidos. Una aberración, como un espectro huidizo, cruzó el encuadre.

Haverford pulsó el botón de PAUSA, apartando al operario de en medio.

—Eso es imposible. Es un truco. Un truco de la cámara.

Shen estaba observando la leve decoloración y una línea diagonal que entorpecía el encuadre.

—No creo que sea un truco, señor Haverford.

—Pero ¿cómo pudo…? No pudo marcharse sin más.

Shen mantuvo los ojos pegados a la pantalla.

—¿Quién estaba controlando la operación? ¿No la dirigían desde un control central? ¿Dieron desde aquí la señal a los equipos para que intervinieran?

Los técnicos se miraron unos a otros.

Haverford ignoró la pregunta, ocupado en buscar en otras pantallas: la puerta principal, la puerta lateral, la puerta trasera.

—Ninguna de estas puertas se abre. Miren.

Shen señaló la puerta trasera de la cocina, abierta para dejar entrar aire fresco.

—La puerta trasera ya está abierta. Miren… miren allí. —Señaló un vídeo en el interior de la cocina—. El personal parece sorprendido. Siguen algo con la mirada… como si una persona inesperada se moviera a través de su espacio. Tal vez un hombre de negocios blanco.

Era innegable. Pudieron ver a un camarero y un chef frunciendo el ceño y mirando asombrados a una entidad desconocida: el chef llegaba a gritar y a tratar de expulsar a la persona invisible. Mientras observaban, otra titilación perturbó el aire de la cinta. Era una ondulación en el tejido de la realidad que mostraba la pantalla. Había reflejos borrosos en las encimeras de acero inoxidable.

Shen dio un golpecito en la pantalla.

—Estas cámaras, señor Havenford. ¿Son cámaras digitales CCTV? El último modelo, imagino.

Haverford se le quedó mirando.

—Por supuesto. Y fabricadas en China, he de recalcar.

Shen se rió tan sólo para sus adentros y sacudió la cabeza. Pues claro que lo son. Recordó de nuevo las palabras de Ross…

El pueblo de China quiere ser libre, Liang.

Señaló otra pantalla que mostraba la desembocadura del callejón detrás del restaurante. Donde desembocaba en la calle. No había nadie allí, pero claramente, en el reflejo de una ventana oscurecida estaba Jon Ross, con aspecto bastante atildado enfundado en su traje mil rayas de Hong Kong. Shen sonrió para sí.

—Creo que hemos encontrado el problema, señor Haverford.

Un murmullo de asombro recorrió a los ingenieros. Otros más se acercaron a ver lo que parecía a todos los presentes una imposibilidad absoluta.

Haverford siguió negando con la cabeza.

—Pero…

En la pantalla, a una manzana de distancia, los policías de paisano se congregaban en una esquina, fumando, esperando una señal que llegó demasiado tarde.

Shen se volvió hacia el general Zhang, pero habló para todos.

—Déjeme decirle lo que es su sistema, señor Haverford. Son seis mil millones de dólares de… ¿cómo lo llaman ustedes los estadounidenses? Ah, sí: una cagada.

Haverford se levantó y se volvió hacia el general Zhang.

—Esto es ridículo. Es un fallo de la imagen. Eso es todo.

Shen señaló las cámaras.

—El señor Ross es invisible aquí para una docena de cámaras. Muéstreme una cámara donde vuelva a aparecer. ¿A manzanas de distancia? ¿Horas más tarde? Apuesto a que no podrá encontrarlo. Porque su sistema ha sido derrotado.

El general Zhang estudió la pantalla.

—¿Cómo, Shen? ¿Cómo lo hizo?

—Hay dos millones de cámaras digitales. Todas están unidas con estratos de programación digital de procesado de imágenes. Con firmware en las cámaras.

Alguien ha creado un sistema donde los puntos de la pantalla son sustituidos por la imagen de fondo.

—¿El fondo?

—Sí. En algún lugar en la cadena de custodia entre donde se graba la imagen y donde se ve en nuestros monitores, la imagen vacía del fondo de cada toma es sustituida por la imagen de una persona que lleva una especie de marcador electrónico, para identificar sus movimientos a través del espacio.

—Pero ¿cómo podría saber la cámara el emplazamiento de esa persona en el espacio tridimensional con relación a ella misma?

Shen asintió mientras contestaba:

—La posición de la cámara probablemente ya es conocida, pero también podría derivarse de un análisis geométrico de las inmediaciones. Programación, general. Todo podría hacerse con programas.

Haverford seguía negando con la cabeza.

—Pero eso sería… no es posible.

—¿Por qué no, señor Haverford? ¿Cree que los estadounidenses son los únicos que pueden pensar saliéndose de los caminos trillados?

Zhang no dio ninguna muestra de emoción.

—¿Cómo lo arreglamos?

—La primera regla de la seguridad informática, general, es no dejar tu equipo donde haya gente que pueda entrometerse. —Señaló la pantalla—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Dos millones de cámaras colocadas en sitios públicos? ¿Cuántos cables de fibra óptica los conectan con cables de la red accesibles a cualquiera? Literalmente cualquiera, en cualquier punto de esa compleja cadena, podría haber hecho esto.

—Entonces tenemos que asegurar las cámaras. Sustituirlas.

—¿Y cómo sabe que puede confiar en la gente que se encargue de hacerlo? —Shen se levantó y se volvió hacia el general—. Espero no haber hablado demasiado claro, señor.

El general Zhang miró con gran intensidad la imagen de Ross, quieta en la pantalla.

—Puede retirarse, capitán Shen. Pronto me pondré en contacto con usted.

Shen saludó teatralmente una vez más, dirigiendo a Haverford una sonrisita. Luego se dispuso a marcharse.

—Oh, y una cosa, capitán.

Shen se volvió.

—Excelente trabajo.

—Ha sido un placer, general —respondió en mandarín.

Shen continuó hacia el ascensor, y en lo único que podía pensar era en el gran juego que ahora se estaba celebrando en el mundo. Un juego del que le había hablado un viejo amigo. Un juego al que ahora había decidido unirse.

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