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Primera parte. Diciembre » Capítulo 5:// Siguiendo el programa

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Sebeck caminaba entre la multitud del centro comercial regional. El lugar estaba repleto de parejas cogidas de la mano que hablaban por sus móviles. Adolescentes que enviaban mensajes de texto. El centro parecía nuevo, con los consabidos grandes almacenes y todos los establecimientos más pequeños intercalados entre ellos.

Sebeck había dejado a Price en el hotel. Necesitaba tiempo para despejarse. Tiempo para pensar. Perderse entre la multitud le sentaba bien, aunque no dejara de ver el nuevo Hilo sobre él en el Espacio-D. Siempre aparecía tres metros por delante, llamándolo.

Trató de olvidar el Hilo y su misión y en cambio contempló los rostros que encontraba en la multitud de paso. Sólo un desfile de preocupaciones mundanas. Como si el daemon no existiera.

Poco después divisó un globo identificador familiar que se acercaba a él, y Laney Price emergió entre la corriente de gente. Se quedaron mirándose mientras los clientes del centro comercial revoloteaban a su alrededor. Price mordisqueaba un churro. Fragmentos de conversaciones pasaban junto a ellos y se perdían. Eran anónimos en un mar de humanidad.

—¿Necesitabas un poco de tiempo para ti?

Sebeck siguió adelante y se internó entre la multitud.

—¿De dónde te sacó el daemon, Laney?

Price no se movió del sitio.

—Una situación similar a la tuya. La vida nos lleva a ciertas encrucijadas, y antes de que te des cuenta, zas, estás sirviendo a un organismo cibernético que abarca todo el globo. La historia de siempre.

Price advirtió que Sebeck lo ignoraba.

—¿Esta gente te sirve de consuelo, sargento? ¿Caminar entre ellos como una persona normal? ¿Te devuelve a los viejos tiempos?

Sebeck se volvió a mirarlo.

—¿Y qué si lo hace? Tal vez sea bueno ver lo normal que es el mundo. Que sigue habiendo gente que sólo quiere ir de compras.

—Sí. —Price le dio otro mordisco al churro y habló mientras lo masticaba—. Lástima que este sitio probablemente sea un cascarón vacío dentro de diez años.

Sebeck miró a Price con el ceño fruncido.

—¿Cómo lo sabes?

—Ya oíste a Sobol. La sociedad moderna va derecha a un precipicio, y Juan Nadie pisa el acelerador.

—Tómate otro churro, amigo.

—Es lo que pretendo. ¿Qué te parece todo esto? —Indicó las grandes pantallas que mostraban anuncios de ropa con modelos que volaban a través de arco iris.

—Lo que yo piense no importa. Aquí todo existe porque la gente lo quiere. ¿Qué le da a Sobol el derecho a decidir por ellos?

Price se encogió de hombros.

—Bueno, el público no decide nada: sólo selecciona entre las opciones que le dan. —Se metió el último churro en la boca y masticó furiosamente—. Las facciones tienen un término en argot para el público general. Los llaman PNJ, «personajes no jugadores»:

bots que siguen un guión con respuestas limitadas.

—Qué desconsiderado.

—¿Eso crees? Esta gente sólo tiene una capacidad limitada para tomar decisiones.

—¿Y nosotros no somos marionetas de Sobol?

—Vale, creo que ya sé qué está pasando aquí. —Price hizo una pelota con el papel de los churros y la tiró por el orificio de una papelera en forma de robot—. Crees que esta gente es libre, y que el daemon les va a quitar esa libertad.

Sebeck siguió andando entre la multitud.

—Ya basta, Laney. Déjame pasear en paz.

Price continuó caminando a su lado.

—Estás paseando por una Calle Mayor de propiedad privada: el derecho de admisión está reservado. Lee la plaquita que hay en el suelo a la entrada, si no te lo crees. Esta gente no es ciudadana de nada, sargento. Estados Unidos es sólo otra marca que se compra por su buen nombre. Por ese excelente y puñetero logotipo.

—Sí, estoy seguro de que todo es una gran conspiración…

—No hace falta ninguna conspiración. Es un proceso que lleva miles de años sucediendo. La riqueza aumenta y se convierte en poder político. Así de simple. «Corporación» es sólo el nombre más reciente que le damos. En la Edad Media fue la Iglesia Católica. También tenían un gran logotipo. Puede que lo hayas visto, y tienen más sucursales que Starbucks. Retrocede otro poco, y nos encontramos con la Roma imperial. Es un proceso natural tan antiguo como la humanidad.

Sebeck tan sólo lo miró.

—Mira, no hay nada malo en que la gente admita que tiene dueño. Ése es el primer paso para ser libre. Pero tienen que admitirlo.

—Estás chalado.

—Así es. Estoy loco. Pero entra aquí con una pancarta de protesta y verás lo rápido que los de seguridad se te echan encima con sus pistolas paralizadoras Tásers. ¿Quieres ver el mundo como realmente es, sargento? Olvida tu adoctrinamiento cultural un momento.

Price empezó a mover los brazos como si conjurara un hechizo. Sebeck sabía lo que eso significaba: estaba trabajando con objetos en un estrato del Espacio-D. Un estrato que todavía no era visible en las gafas HUD que él llevaba. Price tiraba de objetos invisibles en el aire que lo rodeaba. Entonces, de repente, se volvió hacia él.

—Esto es el mundo real, sargento. El mundo del que tanto añoras formar parte.

En ese momento un nuevo estrato del Espacio-D apareció superpuesto al mundo real, manifestándose a través de miles de globos de texto, con números brillantes que flotaban por encima de las cabezas de todos los compradores que pasaban ante ellos. Cuentas bancarias, verdes para las positivas, rojas para las negativas. La mayoría de los números que flotaban sobre las cabezas de la gente eran negativos: «-23.393$» se veía sobre la cabeza de una mujer de veintitantos años que hablaba por el móvil; «-839.991$» sobre un hombre cuarentón de aspecto digno; «-17.189$» sobre su hija adolescente, y así con todos. Número tras número.

Price alzó teatralmente las manos.

—El valor neto de todo el mundo. Datos financieros en tiempo real. —Frunció el ceño—. Un montón de números rojos, ¿no? Pero claro, así es este país.

Sebeck contempló los cientos de números que pasaban ante él. No todas las personas tenían una cifra flotando, pero la mayoría sí, y eran muchos. Una joven pareja profesional con un bebé, ambos con números negativos en la gama de los cuarenta mil dólares. Una mujer pobremente vestida, sesentona, estaba sentada en un banco cerca de la fuente con un «898.393$» en verde brillante sobre la cabeza. Sebeck siguió mirando los números al pasar. No se podía prever quién tenía dinero y quién no. Algunas de las personas con pinta de tener más éxito eran al parecer los que estaban peor.

—De acuerdo, Price. Todo esto es muy interesante, pero no veo qué es lo que demuestra. El daemon te da poder para asomarte a sus cuentas bancarias. ¿Y qué?

—No es el daemon el que me da esta habilidad, sargento.

Sebeck entornó los ojos.

—Estos números aparecen en el Espacio-D. Esto debe ser la red oscura.

Price negó con la cabeza.

—Saco los datos de redes comerciales, y los proyecto al Espacio-D. Hazte esta pregunta: ¿cómo puedo saber sus balances bancarios a menos que sepa quiénes son estas personas? Recuerda: ninguno es operativo del daemon.

Sebeck pensó un momento. Se acercó a la barandilla de la balaustrada y escrutó los cientos de números que se movían por todo el centro comercial.

—Sus datos los siguen mientras andan.

—Sí. ¿Y qué?

—¿Cómo lo haces, Price? Déjate de chorradas. ¿Estás falseando esto, o intentas convencerme de que alguien ha implantado chips de seguimiento en todo el mundo?

—Nadie ha implantado nada. Esta gente paga por sus propios aparatos de seguimiento.

Price señaló un cercano puesto de venta de teléfonos móviles repleto de imágenes de gente guapa charlando por sus aparatos.

—La situación de un teléfono móvil se sigue y se almacena constantemente en una base de datos. ¿No tienes teléfono móvil? Los aparatos con

bluetooth también tienen un identificador único. Los móviles de manos libres, las PDA, los reproductores de música. Cualquier juguete inalámbrico que puedas poseer. Y ahora hay placas de identidad por autofrecuencia en los carnés de conducir, los pasaportes y las tarjetas de crédito. Responden a la energía radiada emitiendo un identificador único, que puede relacionarse con la identidad de una persona. Sensores privados colocados en puntos estratégicos públicos recolectan estos datos por todo el mundo. No tiene nada que ver con el daemon.

Price se volvió de nuevo hacia el centro comercial y trazó círculos en su estrato del Espacio-D, recalcando los sensores situados en las paredes en los cruces del tráfico principal del centro.

—Almacenar datos es tan barato que es esencialmente gratis, así que los

brokers de datos lo graban todo con la esperanza de que tenga valor para alguien. Los datos son agregados por terceras personas, enlazados con personalidades individuales, y vendidos como cualquier otro dato de consumo. No es una conspiración. Es economía, pero una economía de la que esta gente no sabe nada. Están marcados como ovejas y tienen tanto que decir en el asunto como ellas.

Sebeck contempló los datos que giraban a su alrededor.

—¿Qué le pareceremos a los algoritmos informáticos, sargento? Porque serán los algoritmos informáticos los que tomen decisiones que cambiarán la vida de esta gente basándose en estos datos. ¿Qué será de los méritos crediticios decididos por algún algoritmo arbitrario que nadie tiene derecho a cuestionar?

De repente los archivos de crédito aparecieron sobre la cabeza de todo el mundo, pasando del verde al rojo para mostrar su importancia.

—¿Qué hay de los archivos médicos?

Listas de recetas y estados de salud aparecieron sobre las cabezas de la gente.

—¿O qué tal algo realmente poderoso? Las relaciones humanas. Usemos los archivos telefónicos para compilar la red social de esta gente… para identificar a la gente que más les importa…

De repente, los nombres de todo el mundo aparecieron sobre sus cabezas, junto con un diagrama que hiperenlazaba sus contactos más frecuentes… junto con sus nombres y números de teléfono.

—¿Y los hábitos de compra…?

Listas de compras recientes con tarjetas de crédito cobraron vida bajo los nombres de la gente.

—Estos datos nunca cesan, sargento.

Nunca. Y podrían ser vendidos dentro de años a Dios sabe quién… o a qué.

Price se inclinó para acercarse.

—Imagine lo fácilmente que podría cambiarse la vida de alguien cambiando sus datos. Pero eso es control, ¿no? De hecho, ni siquiera hace falta ser humano para ejercer poder sobre esta gente. Por eso el daemon se extendió tan rápido.

Sebeck permaneció agarrado a la barandilla en silencio, contemplando el flujo de datos. El público seguía su camino, comprando y charlando, completamente ajeno a la nube de información personal que desprendían. Que gobernaba sus vidas.

Price siguió la mirada de Sebeck.

—Así que te plantas aquí y me dices que el daemon es invasivo y que no tiene precedentes. Que es una amenaza para la libertad humana. Y yo te digo que los estadounidenses no tienen ni puñetera idea sobre su libertad. Son tan libres como los chinos. Excepto que los chinos no se mienten a sí mismos.

Sebeck no dijo nada durante unos instantes. Entonces se volvió lentamente hacia Price.

—Laney, ¿y cómo es mejor el daemon? —Señaló a su propio globo, que flotaba sobre él en el Espacio-D—. También nosotros llevamos información sobre nuestras cabezas.

—Sí, pero nosotros podemos ver la nuestra y sabemos al instante si alguien ha tocado nuestros datos, y quién ha sido. Es lo mejor que podemos esperar de una sociedad tecnológicamente avanzada. Además, podemos localizar al instante a los no-humanos de la red oscura, porque los

bots del daemon no tienen cuerpo humano. Así que ves cuándo una inteligencia artificial (como Sobol) está pulsando tus botones, y puedes elegir si escuchar o no. ¿Puede esta gente decir lo mismo? —Price indicó a los compradores del centro comercial.

Extendió entonces la mano hacia su globo y deslizó el estrato visual hacia la pantalla HUD de Sebeck. Un estrato llamado

Capullos apareció en la lista de Sebeck.

—Quiero que tengas este estrato. Por si alguna vez necesitas recordar el mundo que has dejado atrás. El que sigues añorando.

Sebeck miró la profusión de datos que había sobre ellos. Más allá se alzaba el Hilo, todavía llamándolo. Por primera vez pensó que podría conducir a algún sitio al que quisiera ir.

Una pareja de tez bronceada se les acercó. El hombre asintió a modo de saludo.

—Disculpen, amigos.

Se volvieron a mirarlo. El hombre iba bien vestido, con un reloj enorme en la muñeca y un tatuaje del yin y el yang en el antebrazo. Rodeaba con su brazo a una mujer más joven y atractiva.

—¿Dónde han comprado esas gafas de sol? Las he visto por ahí, y me preguntaba dónde podría comprar un par.

Sebeck se le quedó mirando a través de las gafas amarillas HUD. Flotando sobre la cabeza del hombre había un rótulo de texto que indicaba un valor neto de -103.039$.

El hombre sonrió.

—Son divinas de muerte.

Sebeck miró a Price, que tan sólo se encogió de hombros. Entonces se volvió hacia el tipo.

—Créame, no las necesita para nada.

Con eso, se marchó en la dirección que indicaba el Hilo.

Price le siguió, pero luego se volvió hacia el hombre e indicó los datos invisibles del tipo.

—No se pase con la Viagra, Joe. Es fuerte.

El hombre se detuvo en seco y su novia le dirigió una mirada asombrada.

—¿Conoces a esos tipos, Joe?

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