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Tercera parte. Julio » Capítulo 28:// Rancho Cielo

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Natalie Philips compartía el jet comercial Cessna Citation III con otro pasajero más mientras volaba sobre… bueno, sobre alguna parte. El destino era clasificado. Sin material de lectura ni portátil, tenía dificultades para impedir que sus pensamientos divagaran. Ni siquiera le habían permitido llevar una libreta o un bolígrafo. Así que usó su prodigiosa memoria para recordar su código de hazañas línea por línea, buscando defectos.

El interior del avión era espacioso y razonablemente cómodo, pero no se sentía tranquila en presencia del otro pasajero. Era un hombre desgreñado de unos sesenta años con el pelo gris desordenado, una panza apreciable, un traje barato, y una ancha corbata de rayas con un nudo descuidado. Olía a alcohol desde el momento en que subió al avión. Miraba al espacio… o eso había pensado ella.

—¿Le importa si lo enciendo?

Philips lo miró y luego miró hacia la parte delantera de la cabina, donde había un televisor de pantalla plana.

—No creo que podamos ver la televisión. Probablemente es para vídeos.

El hombre suspiró y se puso en pie, recogiendo un mando a distancia de una mesita.

—Vi una antena satélite HD en el fuselaje. Siempre quieren saber qué dicen las noticias. Si vamos a estar aquí un buen rato…

Encendió el televisor, que ya estaba sintonizado en un canal de noticias. En la pantalla hablaba la presentadora Anji Anderson, mientras que detrás de ella se veía un vídeo de pistoleros enmascarados saqueando una tienda en algún lugar de Kansas. La leyenda decía: «Ilegales campan a sus anchas».

La voz de Anderson llegaba claramente incluso por encima del ruido del motor del jet.

—… otra noche de violencia. Bandas armadas de hombres; se cree que son trabajadores indocumentados y traficantes de drogas. Los habitantes de la zona han empuñado las armas para defender su propiedad, pero el problema parece agravarse a medida que la economía continúa derrumbándose.

El tipo suspiró, asintiendo para sí.

—Se lo tienen merecido.

Miró su reloj y continuó pasando canales.

Las noticias se sucedieron unas tras otras, y todas mostraban el caos en las calles del centro de Estados Unidos. Uno de los gráficos tenía el título: «Centro de atención para violaciones», y lo seguían las direcciones y los números de teléfono de varios estados. Siguió zapeando: dibujos animados, una teletienda, y más noticiarios preocupantes.

—¿Podemos ver una sola cosa, por favor?

—Dígame, ¿por qué la han llamado?

Philips se volvió hacia él.

—No hablo de mi trabajo.

Él hizo una mueca.

—Yo antes era así.

—Bueno, yo sigo siendo así.

El hombre silenció el televisor mientras unas casas en llamas llenaban la pantalla, y soltó el mando a distancia.

—Lástima que no tengan bar en este cacharro. Me vendría bien una copa.

Philips trató de ignorarlo.

—Me llamo Rob, por cierto. ¿Y usted es?

Philips se quedó mirando su mano extendida.

—Rob, no se ofenda, pero no estamos aquí para confraternizar. Hay una crisis grave en marcha. Le sugiero que utilice su tiempo para concentrarse en lo que va a hacer al respecto.

—Ah —él retiró la mano—. Así que ya ha aceptado una oferta.

Philips se sintió irritada de repente.

—No he aceptado nada. Me han enviado a Laboratorios Weyburn desde una agencia gubernamental.

—Así hacen las cosas. —Se sentó frente a ella—. Yo también trabajaba para el Gobierno. Pero al cabo del tiempo uno se… —Contempló la cabina a su alrededor—. ¡Dios, cómo me apetece una copa!

Ella no dijo nada y trató de devolver su atención a su código recordado.

—¿Sabe? He estado en dictaduras de mierda, déjeme que se lo diga. Ayudamos a construir un enorme imperio comercial en ultramar. Demonios, nos enfrentábamos al comunismo en aquellos días. Se hicieron un montón de cosas cuestionables para contener a los soviéticos. Pusimos en el poder a un montón de dictadores que estaban a favor de nuestros negocios. Pero no pensamos mucho en qué sucedería después.

—No creo que deba hablar de eso, Rob.

—¿Por qué no? Ya no tengo nada que perder. ¿Se ha sentido alguna vez así?

Ella se le quedó mirando.

—¿Sabe por qué fue posible que la

Krasnaya mafiya, la mafia rusa, surgiera, plenamente formada, organizada y financiada tan pronto después de la caída de la URSS? ¿Nunca se ha preguntado de dónde salieron esos tipos?

Philips se lo pensó y advirtió que no lo había hecho.

—El sector de inteligencia. El KGB. Esos tipos estaban esparcidos por todo el mundo. Tenían comunicaciones encubiertas, cuentas bancarias y conocimientos para mover y blanquear dinero. Tenían habilidades útiles como capacidad de escucha, armamento, sabían asesinar, y tenían incentivos: montones de enemigos.

»Después de la Guerra Fría, algunos de los nuestros tampoco volvieron a casa. Ayudaron a mantener el sistema construido en el extranjero para frenar el comunismo, y eso se convirtió en el sistema del que ahora todos somos parte.

—¿Se refiere a una conspiración para traicionar a Estados Unidos?

Rob negó con la cabeza.

—Para traicionar a Estados Unidos no hace falta una conspiración. Eso es lo que Sobol descubrió. Por eso pudo meterse dentro. El mercado libre es sólo un sistema de refuerzo positivo y negativo con unos cuantos puntales intercambiables para mantenerlo. El único propósito de ese sistema es maximizar los beneficios. Para quién son las ganancias no importa. Los que saquen beneficios podrían cambiar y convertirse en grandes filántropos… ¿quién sabe? ¿A quién le importa? Porque siempre hay otro grupo de inversores que quiere entrar. Que quiere manejar las fluctuaciones de décimas de segundo de los mercados para hacerse muy rico, muy rápido. Puede que ni siquiera sepan lo que se hace en su nombre. Ése era el secreto que Sobol conocía. Y lo que hizo fue crear un nuevo sistema que nivelaba una voluntad humana más amplia. Eso es lo que asusta a esa gente. El daemon es la primera amenaza verdadera a la que se enfrentan.

—Pero lo que hacen en el extranjero no tiene ninguna autoridad legal aquí en Estados Unidos.

Él la miró un instante, y luego se echó a reír.

—Los acuerdos internacionales de comercio son el equivalente a las enmiendas constitucionales. Son la «ley suprema de la Tierra» según el artículo cuatro, párrafo dos. Eso significa que debemos cumplir las obligaciones con el comercio extranjero o someternos a reformas… y he visto de primera mano qué hacen esas reformas. Crean una sociedad de tener y no tener. Los ricos se atrincheran. No es una conspiración, es sólo una reacción a un proceso que ya está en movimiento. Ni siquiera hay que saber cuál es el objetivo. Por eso el sistema funciona: porque no se basa en los individuos.

Permanecieron en silencio unos instantes, escuchando el zumbido de los motores del avión.

—Si eso es lo que cree, ¿por qué viene en este vuelo?

Él se encogió de hombros.

—Con el tiempo, uno acaba por comprender que es inevitable. Lo que está a punto de suceder no se puede detener.

Philips salió del jet y notó la abrasadora humedad y el implacable sol de las praderas. Contempló la pista calcinada, y el miedo convirtió sus pies en plomo.

Dos docenas de hombres armados con chalecos corporales MTV[12] de camuflaje universal, cascos de kevlar y gafas balísticas esperaban en fila, acunando sus rifles M4A1 con

hardware SOPMOD[13] total. Miraban al frente, firmes, sin reconocer su existencia.

Philips se encaminó hacia el comité de bienvenida.

Al principio no supo a qué división o cuerpo pertenecían los soldados, pero cuando llegó a diez metros pudo distinguir un logotipo corriente en el bolsillo del pecho: donde normalmente iría el apellido del soldado, decía simplemente «KMSI». Sabía muy bien lo que era: Korr Military Solutions, Inc., el ejército privado de su compañía madre, Korr Security International.

Le echó un vistazo al aeródromo. Una moderna torre de control con un radar giratorio que se alzaba sobre una bandera de Estados Unidos, que colgaba flácida con el calor sofocante. Más allá había hangares y filas y filas de brillantes aviones: bombarderos, Gulfstreams V, un gigantesco Boeing comercial. Un par de miles de millones de dólares en aviones privados. A lo lejos pudo ver pelotones de soldados que salían a paso ligero de la panza de un avión C-17 sin indicativos y corrían hacia los hangares lejanos. Había cientos de soldados. Un ejército de empresa. ¿Qué demonios era este sitio?

De repente, un suboficial cercano gritó con voz ronca:

Pochodem vchod! Zry’chlené vpôred!

Los soldados respondieron al unísono con un gutural «

Hah!» y empezaron a marchar a paso ligero.

Philips vio cómo las tropas recorrían la pista en formación, dirigiéndose a un lejano avión de transporte que esperaba. Durante un momento no estuvo segura de qué hacer a continuación.

Pero la marcha de los soldados reveló a un hombre de mandíbula cuadrada con una camiseta empapada y chaleco de fotógrafo que avanzaba animosamente hacia ella. Una placa de identidad con su foto se agitaba en su solapa mientras caminaba, y estaba completamente absorto revisando unos papeles. Finalmente, alzó la cabeza y reveló unas gafas de espejo. Sonrió de oreja a oreja.

—Doctora Philips, Clint Boynton, Servicios de Rancho Cielo.

Philips se lo quedó mirando.

—¿Qué es este sitio, Boynton?

Él empezó a repasar de nuevo las carpetas que llevaba en su maletín.

—Lo tengo aquí.

—No creo que tenga que mirar ahí para decirme dónde estamos.

—Un emplazamiento no revelado. —Sacó un grueso sobre Mylar del maletín. Estaba sellado «Top Secret» por cuatro sitios. Se lo tendió—. La decisión de traerla a usted aquí se tomó al más alto nivel.

—¿La

Casa Blanca está implicada?

Boynton se echó a reír, y luego al parecer se dio cuenta de que Philips hablaba en serio.

Ella cogió el sobre y lo sopesó. Dentro había un grueso informe. Sabía por experiencia que un documento tan pesado significaba que alguien acababa de gastarse cientos de millones de dólares.

Boynton señaló.

—Me han dicho que encontrará respuestas a sus preguntas aquí. Hay una carta.

Ella suspiró y rompió el lacre del sobre y sacó su contenido. Había un grueso informe encuadernado en el interior y titulado «Proyecto Exorcista», con una carta adjunta dirigida a ella. Llevaba un sello del Pentágono: «Presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor». Como le habían dicho, la destinaban a Laboratorios Weyburn, para la Operación Exorcista. Mantuvo su cara de póker.

—Me han dado instrucciones para que…

Philips lo interrumpió levantando una mano, y luego empezó a hojear a toda velocidad las cincuenta páginas encuadernadas del informe.

—¿Doctora?

Philips lo ignoró y continuó hojeando páginas. En medio minuto, llegó a la última. Alzó de nuevo la cabeza.

—Muy, muy interesante…

Boynton señaló incrédulo.

—¿Ya se lo ha leído?

—Sólo las partes útiles. Algunas de las estimaciones son demasiado optimistas, pero con todo…

Boynton cerró de golpe su maletín.

—En cualquier caso, ahora es parte del equipo de Laboratorios Weyburn. —Miró su reloj—. Nos espera un trayecto de algo más de sesenta kilómetros, doctora, y vamos justos de tiempo.

—¿Vamos a ese Rancho Cielo?

—Ya está en el rancho, y no saldremos de aquí.

Él alzó un brazo y cerró el puño.

Varios vehículos salieron de un hangar cercano: una limusina Mercedes Maybach de color celeste seguida de un par de Chevy Suburbans con las ventanas tintadas de negro.

El Maybach se detuvo delante de ellos. La puerta de pasajeros tenía un blasón familiar, como si fuera un carruaje de cuatro caballos renacentista. El blasón era una amalgama de ganado, rifles y plataformas petrolíferas.

Ella lo había visto una vez en un libro de la biblioteca cuando era niña.

Grandes Familias Estadounidenses.

—El escudo de armas de los Aubrey.

Boynton sonrió.

—Me impresiona, doctora. Los Aubrey ya no tienen ningún interés en la propiedad, pero la compañía todavía usa su escudo de armas como logotipo.

Philips asintió.

—Poseían la parcela de tierra privada continua más grande de Estados Unidos: 3.174,444 kilómetros cuadrados. Más grande que el estado de Rhode Island.

Boynton sonrió.

—Si jugamos al Trivial Pursuit, ¿puedo hacerlo en su equipo? En realidad, son más de ocho mil kilómetros cuadrados… Pero eso no lo sabe nadie.

Le indicó que se acercara a la limusina que esperaba.

—¿Por qué un terreno tan grande?

—Intimidad. Estamos a ciento quince kilómetros de la población más cercana. El perímetro exterior está a quince kilómetros de donde nos encontramos ahora mismo, y está rodeado de los últimos sensores y cámaras sísmicos. El cielo está controlado por radar, y tenemos un batallón de tropas estacionadas, incluyendo una sección de artillería. El daemon tendría dificultades para sorprendernos.

Philips asintió.

Del Suburban salieron soldados que empuñaban lo que parecían ser detectores de metales o de frecuencias de radio y se acercaron a ella. Otros soldados se dispusieron a coger su equipaje.

—¿Qué es esto?

—Necesario, me temo. En el rancho no se permite ningún tipo de aparato electrónico externo ni armas. El daemon es astuto y el secreto de esta operación es vital. Se agradece su comprensión.

Ella había dejado su teléfono y su portátil en Maryland, pero revisaron su monedero y su mochila de viaje.

También empezaron a escrutar su cuerpo.

Momentos después, detectaron el reloj y el amuleto de plata que colgaba de su cuello. Los escanearon ambos con atención y luego asintieron hacia Boynton indicando que estaba bien.

Un soldado le colocó un brazalete de plástico gris en la muñeca. Lo cerró con una pistola de remaches y lo puso a prueba pasándole un aparato electrónico.

Ella lo miró.

—¿Me está colocando un transpondedor?

Otro le sacó una foto digital.

Boynton alzó las manos con un gesto tranquilizador.

—Identificación por radiofrecuencia para poder localizarla. No intente quitárselo. —Señaló el aparato que llevaba en su propia muñeca—. Es su identidad mientras esté en el rancho. Enviará una alerta si lo manipulan. Los sensores de las entradas de la mayoría de los edificios saltarán dando la alarma si entra sin uno. Del mismo modo, si lo hace en zonas restringidas. Y las alarmas son respondidas con fuerza letal. Estos identificadores de radiofrecuencia permiten a los soldados saber que es usted amiga, y tenemos a unos cuantos francotiradores ahí fuera… así que, por favor, llévelo en todo momento.

Boynton abrió la puerta de la primera lumusina y le indicó que subiera.

Ella se detuvo ante la puerta abierta.

—¿Por qué está el aeródromo tan lejos de la casa?

—La FAA[14] ha restringido el espacio aéreo en un radio de treinta kilómetros de la mansión.

Philips asintió.

—Supongo que después del 11-S nunca se llegará a ser lo suficientemente precavido.

Boynton pareció confuso.

—Usar los aviones como armas.

Éste lo pensó durante un instante; luego asintió.

—Oh, claro. —Le indicó de nuevo que subiera al coche—. Por favor…

Ella así lo hizo.

El trayecto hasta la casa principal fue una mezcla confusa de hierba y matorrales. A pesar de todos los signos que advertían de la presencia de ganado y las docenas de guardias que lo vigilaban, ella no vio ni una sola res. En cambio, sí vio unidades militares y baterías de misiles antiaéreos.

Aunque recordaba cada palabra que había leído sobre los Aubrey, se asombró de todas formas al ver la mansión. Después de la Segunda Guerra Mundial, los Aubrey habían comprado una mansión inglesa a una de las grandes fortunas de la zona central de Inglaterra, una fortuna que había entrado en bancarrota cuando el Imperio británico empezó a desmoronarse. Habían desmantelado la casa piedra a piedra y la habían vuelto a levantar aquí en el sur de Texas. Una mansión neoclásica de cien habitaciones hecha con sólidos bloques de granito, repleta de hectáreas de jardines y estatuas ornamentales.

Era como si acabara de llegar al Castillo Howard en la Inglaterra del periodo de la Regencia. El patio delantero empedrado rodeaba una enorme fuente italiana que lanzaba agua a diez metros de altura por una docena de labios de querubines, con un musculoso corcel que se alzaba sobre todos. Parecía como si los Aubrey hubieran saqueado Europa. Por lo que ella sabía, lo habían hecho.

Conectada a la parte trasera de la casa por un pasillo cubierto, había lo que parecía ser una sala de reuniones moderna, hecha con cristal tintado y granito.

El Maybach se detuvo bajo la sombra de unas escaleras gemelas de mármol que bajaban desde la enorme puerta principal de la casa. Philips salió de la limusina mientras un mayordomo de librea roja le sujetaba la puerta.

Boynton había bajado del Suburban y se adelantó.

—Por aquí, doctora.

Ella lo siguió a través de un laberinto de pasillos con muebles recargados y salpicado de guardias armados. En cada habitación a la que entraron, se oía un

beep cuando los sensores de frecuencias de radio situados en las puertas registraban sus movimientos.

Dejaron atrás a gente con trajes impecables y diversos uniformes militares que caminaban en grupos de dos o tres personas, todos corriendo hacia alguna parte.

—¿Así que en este proyecto no sólo hay tropas KMSI?

Boynton asintió, ausente.

—Hemos tenido que reunir a varias docenas de ejércitos de empresas para alcanzar el número de hombres necesarios. Por no mencionar la experiencia.

Philips siguió a Boynton hasta el centro de un resonante salón de baile y se quedó aturdida ante su tamaño. Estaba salpicado de grupos de muebles ornamentados, situados en islas de alfombras, y rebosaba de actividad. Gente de diversas extracciones étnicas, bien militares o bien civiles, elegantemente vestidos, entraban y salían, hablando entre susurros en inglés, mandarín, árabe, tagalo, ruso, y varios idiomas más que ella no reconoció. El techo tenía fácilmente doce metros de altura. Echó atrás la cabeza para contemplar los murales. Había visitado Versalles una vez, antes de entrar en la NSA, pero el palacio del Rey Sol exudaba una magnificencia neutra. Este, en cambio, todavía rebosaba vida y autoridad.

—Doctora.

Philips se volvió para ver que Boynton señalaba un bello diván de damasco. No se había dado cuenta de que él avanzaba sin ella. Lo alcanzó.

—Por favor, siéntese. La llamarán pronto. —Señaló con la cabeza una lejana mesa de buffet con personal uniformado—. Siéntase libre de tomar un aperitivo. He oído decir que la codorniz es excelente. Cazada en estas tierras.

—Gracias, no.

Boynton se marchó apresuradamente, comprobando su reloj, y Philips se sentó en el sofá. Escrutó las paredes, observando las docenas de enormes pinturas. Parecían un cruce entre retratos reales y carteles de carretera, y describían batallas europeas del siglo dieciocho, paisajes y retratos de barones del ferrocarril del siglo diecinueve apoyados en sus bastones. Sus marcos dorados eran tan retorcidos que parecían colecciones de armas medievales, pintadas de dorado y pegadas.

Observó que la gente hablaba en voz baja, concentrada. Los oficiales militares asentían y señalaban fotografías por vía satélite, todo al descubierto. ¿Qué era este sitio? Era la NSA sin seguridad interna y con un presupuesto en decoración salido de madre.

Philips se acomodó en el sofá y recordó los detalles que acababa de oír de la Operación Exorcista. El exterminio completo y simultáneo del daemon en los centros de datos cruciales de todo el mundo. Un parche bloqueador del daemon, capaz de enviar la señal de autodestrucción a las redes infectadas. Un plan ambicioso, pero no para destruirlo, sino para bloquearlo e impedir que destruyera objetivos seleccionados.

La cuestión era cómo iba ella a poder usar esos recursos ajenos para llevar a cabo su propio plan: destruir al daemon.

Philips dormitaba una hora más tarde cuando una voz resonante la despertó de pronto. Un tejano alto y de mandíbula floja, sesentón, con un traje a medida, le había dado una palmada en la espalda a un estadista chino y hablaba con fuerte acento sureño.

—¿Cómo le va? ¿Le tratan bien, general Zhang? —Sonrió de oreja a oreja y pasó al mandarín—.

Ni hao ma? Wo feichang gaoxing you jihui gen nin hezuo? —Sonrió y estrechó la mano del hombre.

El «general», vestido de Armani, asintió reciamente e intercambió un firme apretón de manos no muy distinto a una llave de lucha libre.

—Señor Johnston, salud para su familia.

Philips llamó la atención de Johnston.

—Discúlpeme, general.

Se acercó a Philips y volvió hacia ella su poderosa voz.

—Doctora Philips, ¿por qué no viene a charlar con nosotros? —Agarró a un criado uniformado del brazo, pero no apartó los ojos de ella—. ¿Quiere algo? ¿Café? ¿Té?

—Nada para mí. Discúlpeme, ¿hemos sido presentados?

—Maldición, no. —Extendió la mano y casi aplastó la suya al estrecharla—. Aldous Morris Johnston: tengo la fortuna de ser el consejero legal de varias compañías que respaldan la Operación Exorcista. —Se volvió hacia el criado—. Tráiganos una cafetera y unos cuantos sándwiches.

—Señor, no se ofenda, pero estamos perdiendo el tiempo. Las noticias que vi al venir eran bastante ominosas. ¿Cuándo podré reunirme con el equipo de Laboratorios Weyburn?

—Doctora, eso es lo que hemos venido a hablar.

Una puerta cercana se abrió y varios hombres trajeados entraron. Un guardia de seguridad con una chaqueta azul marino y pantalones grises sujetó la puerta. El cable de un auricular corría desde su oreja a su cuello.

Johnston la acompañó.

—Ahora que es usted parte del equipo, queremos recibir su impulso en la dirección general del proyecto.

Entraron en una sala cálidamente amueblada con más sofás de tres piezas y sillones, y alfombras de una pared a otra. El hombre de seguridad cerró la puerta y se quedó de pie, las manos unidas por delante. Había papeles por todas partes en las mesitas, y varios hombres trajeados tecleaban furiosamente en sus portátiles. Un conjunto de imponentes ventanales ocupaba la pared del fondo y bañaba la sala de una luz difusa. Sus marcos tenían ojivas góticas, pero el cristal estaba tintado, para dejar fuera gran parte del calor del día. Tras las ventanas había enormes praderas salpicadas de caballos.

—Es impresionante, ¿verdad? Nuestro grupo lo posee todo hasta donde alcanza la vista.

Philips asintió.

—Incluyendo el cielo, al parecer.

Él pareció no darse cuenta.

—Es una maravilla a caballo… sobre todo al amanecer.

Johnston palmeó un gran sillón tapizado. Ella se molestó por esta muestra potencial de rango social y sexismo combinado, pero advirtió que estaba siendo infantil y se sentó donde le indicó. Johnston lo hizo en el brazo de un sofá cercano. Alguien le puso en la mano una taza de porcelana y un platillo, y un criado con chaqueta y guantes blancos le sirvió un humeante café con una cafetera de plata.

Johnston señaló a los otros tres hombres cercanos, montones de sienes simétricamente grises e impecables trajes a medida en exposición.

—Doctora Philips, le presento a Greg Lawson, Adam Elsberg y Martin Sylpannic.

Saludaron inclinando la cabeza mientras la gente entraba y salía por diversas puertas al fondo.

—¿Pertenecen ustedes a Laboratorios Weyburn, caballeros?

Johnston se echó a reír.

—No, no, doctora. Pertenecen a una de nuestras empresas de Houston. Están aquí para representar los intereses de los socios clave.

Philips dejó la taza de café en una mesa cercana.

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