Freedom®

Freedom®


Tercera parte. Julio » Capítulo 34:// Fría realidad

Página 47 de 59

C

a

p

í

t

u

l

o

3

4

:

/

/

F

r

í

a

r

e

a

l

i

d

a

d

Posts más valorados de la red oscura: +1.295.383 ↑

La Rebelión del Maíz puede haberse ganado, pero las noticias generales informan de escenarios cada vez más terribles y ominosos. Celebrémoslo más tarde: nuestra lucha no ha terminado. Se avecina algo grande.

Xanbo**** / 1.630 - Luchador de nivel 13

Pete Sebeck estaba atado a una gruesa silla de madera en una celda brillantemente iluminada. La silla estaba atornillada al suelo de hormigón con abrazaderas. Le habían quitado la ropa y dejado desnudo. Se sentía vulnerable. Indefenso.

Sin duda, ése era el propósito.

Justo entonces la puerta de acero de la celda se abrió y entró un hombre a quien reconoció de los

feeds de noticias de la red oscura. Era el Comandante. En persona resultaba más intimidatorio: un hombre fornido con el pelo rapado y mandíbula firme. Parecía hallarse en una forma excelente para sus cuarenta y tantos años, y vestía un uniforme de faena con los tonos grises de la guerra urbana. Sin embargo, no llevaba armas.

Cerró la puerta de la celda tras él y lo examinó sin traicionar ninguna emoción. Ninguna sorpresa. Ninguna irritación. Nada.

—Detective Sebeck.

—Comandante.

El Comandante entornó los ojos y arrastró una pesada silla por el suelo para sentarse frente a él.

—Sargento, he de decir que me sorprende encontrarle a usted, precisamente a usted, sirviendo al daemon.

—Yo no sirvo al daemon. ¿Dónde está Laney Price?

—Hábleme de su misión, sargento.

—No sé de qué me está hablando. ¿Dónde está Laney?

—Está a salvo, cerca… diciéndonoslo todo sobre nada que nos interese.

Sebeck miró los fríos ojos del mayor.

—¿Qué le están haciendo? Él no sabe nada.

—Hábleme de esa misión que le encomendó Sobol. Se supone que debe justificar la libertad de la humanidad, ¿no es así? —El Comandante estudió las ataduras de Sebeck—. ¿Cómo le va por ahora?

Sebeck no respondió.

—¿Qué se supone que tiene que conseguir para cumplir esa misión suya, sargento?

—¿Cuándo van a dejarme ustedes en paz?

—Responda a la pregunta.

—¿Está usted con el Gobierno?

—No importa.

—¡A mí sí me importa!

—No grite. Gritar sólo lo dejará ronco. Y no cambiará nada. Un montón de prisioneros cometen ese error. Ahora, volvamos a su misión. ¿Cuántos operativos de la red oscura siguen el progreso de su misión? ¿Cuántos están donando créditos de la red oscura para que tenga éxito?

—No sé de qué está hablando.

—No se haga el tonto, sargento. Ya estamos creando objetos de la red oscura… como el hilo de su misión que siguió hasta llegar a nosotros.

Sebeck miró el suelo.

—Tenemos un informe completo de sus actividades por los

feeds de noticias de la red oscura, y conocemos a su círculo de operativos. Ha hecho todo un viaje.

Sebeck sacudió lentamente la cabeza.

—Hijo de puta maligno… ha masacrado a jóvenes para….

—Sí, nos hemos infiltrado en la red oscura, sargento. Somos más creativos de lo que imagina. Y al contrario que ustedes, hacemos todo lo que sea necesario para ganar.

—He visto de qué son capaces.

El Comandante miró su reloj.

—La fe es maleable. Todo lo que hay que hacer para conseguir acceso a la red oscura es

creer en su propósito. Las adolescentes fugadas a quienes introduje en el daemon me consideran su querido amigo. Un amigo que las rescató de una vida como esclavas sexuales en algún burdel… Un amigo que les mostró un mundo cuya existencia ni siquiera imaginaban. Y una vez dentro, me han resultado muy útiles.

—¡Les cortó la cabeza y se infiltró en sus cuentas!

—Hijo, ni siquiera necesitamos hacer eso.

—Creí que yo sabía lo que era el mal. Pero estaba equivocado.

El Comandante tan sólo se encogió de hombros.

—No me importa, sargento. Sobra gente en el mundo a la que nadie quiere. Ahora volvamos a esa misión suya. ¿Qué sucederá si tiene éxito? ¿Qué acontecimiento está intentando provocar para el daemon?

—Que le den por culo.

—¿No quiere responder?

—No lo sé. Ésa es la respuesta. Sobol me encomendó una misión, y no tengo ni idea de cómo cumplirla.

—¿Qué hay de ese Hilo del Espacio-D que está siguiendo?

Sebeck advirtió con un pinchazo de pérdida que ya no podía ver el Hilo. Ya no tenía gafas HUD, y el Espacio-D era invisible para él.

—Ya no puedo verlo.

—¿Y si le trajéramos sus gafas HUD? ¿Nos guiaría hacia ese Hilo?

—No lo han hecho para ustedes.

—Si coopera, podremos devolverle su antigua vida. Podemos deshacer esta maldición que Sobol le ha echado encima. Hacer que el detective Sebeck vuelva a vivir. Limpiar su nombre. Convertirlo en un héroe.

Sebeck negó con la cabeza.

—No soy la persona que era entonces, ni quiero serlo. Ahora he visto la verdad.

El Comandante asintió sombríamente.

—¿Por qué ayuda al mismo sistema que le ha quitado tanto?

—Este «sistema» ayudará a la gente a recuperar el control… de hijos de puta como usted.

—Los «hijos de puta como yo» servimos a un propósito. La gente necesita orden, sargento. Necesita que le digan lo que tienen que pensar, lo que tienen que hacer, lo que tienen que creer, o todo se hará pedazos. Este milagro de la civilización moderna no se cumplirá. Requiere la cuidadosa dirección de profesionales dispuestos a hacer lo que sea necesario para mantener las cosas en funcionamiento…

—¿Es eso lo que se dice a sí mismo?

—Es la verdad, aunque usted no quiera oírla.

Sebeck sacudió la cabeza.

—No tengo que creerlo. He visto la verdad con mis propios ojos. No hay que proteger a la gente de sí misma.

El Comandante miró de nuevo su reloj.

—Me decepciona, sargento. De verdad. Normalmente habría emprendido una política más paciente y deliberada con su caso, pero el tiempo es esencial, y tengo que marcharme.

Se levantó y volvió a poner la silla junto a la pared.

—Y usted, junto con su ADN, fueron incinerados oficialmente hace muchos meses. No podemos permitir que aparezca y destruya la historia oficial. Ahora no.

Golpeó la puerta de metal. Una ventana se abrió con un chasquido. Un momento de reconocimiento y entonces ésta se abrió.

Dos fornidos soldados con máscaras de esquí y porras eléctricas y látigos de metal al cinto entraron.

El Comandante señaló a Sebeck.

—Llévenlo a él y a su amigo al vertedero en Q-27. Metan sus cuerpos en el triturador de madera. No quiero que nadie encuentre ni la menor prueba de que existieron.

—Sí, señor.

Sebeck lo miró con odio.

—Hijo de puta.

El mayor le devolvió la mirada.

—Mírelo por el lado positivo, sargento. Su misión ha terminado.

Salió mientras los guardias sacaban sus porras eléctricas.

Sebeck viajaba en la cabina de pasajeros de un vehículo pesado. Un motor diésel se estremecía más allá de las paredes de acero. Podía sentirse las manos atadas a la espalda mientras yacía boca abajo sobre el frío y duro suelo de acero corrugado. Seguía desnudo. La vibración de la carretera circulaba por sus huesos.

Se volvió, y vio varias botas de combate cerca; alzó la cabeza para mirar los rostros enmascarados de los soldados con sus M4A1 cruzados sobre el pecho. Ellos le devolvieron la mirada amenazantes.

El más cercano le señaló con un dedo a la cara con su mano enguantada.

—Si me das el coñazo, haré que te duela. ¿Me oyes?

Otro soldado de la fila de bancos del otro lado le dio una patada.

—¿Lo oyes?

Sebeck se quedó sin respiración durante un momento. Mientras volvía a insuflar aire en sus pulmones, se volvió hacia el hombre.

—Soy estadounidense. Soy uno de vosotros. ¿Por qué me tratáis así?

—¡Cierra la puñetera boca, comunista cabrón!

Descargó otra sañuda patada contra sus costillas, haciéndolo rodar.

Fue entonces cuando Sebeck advirtió que Laney Price estaba cerca. También se hallaba desnudo, y estaba sentado con la espalda apoyada contra la chapa delantera del vehículo. Price miraba a la nada. Se mecía hacia adelante y hacia atrás, murmurando en silencio para sí. Se horrorizó al ver su cuerpo. Esperaba que fuera grueso y tan velludo como su cara y sus brazos, pero en cambio vio que el pecho, el estómago y las piernas de Price eran una masa sólida de cicatrices de quemaduras. ¡Qué horror!

—Laney. ¡Laney!

Uno de los soldados se inclinó a mirarlo.

—Un duro cabroncete, ése.

Otro soldado intervino.

—Sí, no te va a hacer caso. Sabe cómo tratar con la tortura. ¿Verdad, chaval? Eres un experto. —Le dio un golpe en la cabeza.

Sebeck se arrastró hasta Price.

—Laney.

Los ojos de Price siguieron sin ver nada mientras sus labios se movían en un ritmo repetido. Las cicatrices que cubrían su cuerpo parecían antiguas.

—Yo diría que hierro al rojo.

Sebeck se volvió a mirar al soldado que había hablado.

Otro soldado negó con la cabeza.

—Este cabrón tenía unos padres retorcidos.

Sebeck sintió que el alma se le hundía. Recordó las palabras que le había dicho Riley en la reserva de la Laguna:

Nunca ha preguntado por el sufrimiento de Price. ¿Cómo es que no se había dado cuenta? La pena casi lo ahogó. Miró a Price.

—Laney. Escúchame. ¡Laney!

El vehículo redujo de pronto la velocidad y empezó a girar bruscamente.

El suboficial al mando se levantó y se agarró a un barra del techo.

—Acabemos con esto y volvamos a tiempo para comer.

Se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo, como hicieron los otros hombres.

El vehículo se detuvo por completo y el portón trasero bajó como si fuera un puente levadizo. Antes de que pudiera reaccionar, Sebeck notó que lo agarraban por los pies y lo arrastraban bruscamente por el suelo de acero corrugado. Sintió el dolor de una docena de pequeños cortes, y entonces lo arrojaron sin más ceremonias al suelo polvoriento. Sólo olió el hedor de la muerte, tan intensamente que casi lo pudo saborear. Oyó los graznidos y alaridos de los pájaros. Se sentó y observó sus inmediaciones. Habían viajado en una especie de transporte de personal blindado de seis ruedas y habían aparcado junto a unas altas pilas de madera cortada, probablemente matorrales retirados de algún rancho. Cerca había lo que parecía ser un gastado triturador de madera en un tráiler; su boca apuntaba al montoncillo de madera más pequeño. Justo más allá, cuervos y buitres se alimentaban ruidosamente de la carroña esparcida sobre una larga mancha marrón rojiza cubierta por trozos de carne gelatinosa. Peleaban por los restos.

Todo el lugar apestaba a carne muerta. Cuando miró alrededor, no vio nada en muchos kilómetros en ninguna dirección. Era sólo tierra llana repleta de matorrales.

Sebeck sintió que lanzaban a Price contra él, y mientras se sentaba a su lado en el polvo, se inclinó una vez más para mirarlo a los ojos. Se acercó más.

—¡Laney! ¡Laney, soy yo, Pete! Háblame. Por favor.

Hubo un destello de reconocimiento en los ojos de Price, luego lo enfocaron.

Sebeck miró a su alrededor mientras el pelotón de soldados observaba a otros dos echar gasolina en el tanque de combustible de la trituradora de madera. Un tercero preparaba una cámara de vídeo con una mueca espectral en el rostro.

Sebeck se volvió hacia Price.

—Laney, lo siento. Siento que tenga que terminar así.

Price frunció el ceño.

—No es culpa tuya, sargento. A veces las cosas terminan mal.

—Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí. Sé que no tenías que estar aquí… y ahora yo os he fallado a todos.

Price sacudió levemente la cabeza.

—La misión no era por ti, sargento. Era para ver cómo reaccionaba la gente. La misión era de ellos. Nosotros sólo llevábamos la bandera.

Sebeck vaciló. Entonces comprendió la verdad. El propósito de su misión era el efecto que tenía en los demás. Él era sólo un icono. De pronto aquello hizo que su carga fuera más fácil de soportar.

Justo entonces el ensordecedor motor de la máquina trituradora de madera rugió al cobrar vida, y los pájaros echaron a volar llenos de pánico, sombras huidizas contra el sol. Dos soldados se acercaron a Sebeck. Uno lo señaló primero a él, luego a la máquina. Ambos asintieron y se deshicieron de las armas. Lo agarraron por los codos y empezaron a arrastrarlo hasta la boca ensangrentada de la rugiente máquina. Sebeck sintió un miedo primordial apoderarse de él mientras se resistía y clavaba los talones desnudos en la tierra.

—¡No!

Lo arrastraron, retorciéndose y gritando.

Pero de pronto la tensión se aflojó, y Sebeck cayó al suelo. Extrañamente, estaba empapado. Se volvió hacia el hombre que tiraba de él por la derecha, pero vio que el soldado había desaparecido de cintura para arriba. El brazo cercenado de él todavía lo agarraba con fuerza. Lo miró, incrédulo. No era el tipo de cosa que una mente civilizada podía aceptar fácilmente.

Entonces advirtió que nadie lo sujetaba tampoco por la izquierda, y cuando se giró vio que el torso de su otro verdugo había vaciado su contenido por el suelo. El resto del hombre yacía más allá.

También advirtió que el rugido de la trituradora de madera tenía el contrapunto de unos disparos y del rugido de unos motores más potentes. Se volvió para ver varias motocicletas sin tripulante, cubiertas de cuchillas, que abatían a los soldados al pasar. Uno de los mercenarios yacía ya en el suelo, chillando y sin piernas. Varios soldados estaban tirados, disparando contra las motocicletas con poco efecto, pero luego se llevaron las manos a los ojos cuando un láser verde jugueteó sobre sus rostros. Cegados, trataron de regresar a su transporte, pero no lo consiguieron.

Uno de los hombres logró atravesar el portón abierto del vehículo blindado, pero una motocicleta lo siguió por la rampa y lo cortó en pedazos con un par de rápidos golpes de cuchilla.

Pronto sus captores yacieron hechos pedazos en el suelo, con sangre por todas partes, y una docena de motocicletas automáticas desplegaban sus patas hidráulicas y empezaban a limpiarse como si fueran mantis religiosas, haciendo girar las hojas de sus cuchillas para desprenderse de la sangre.

Sebeck miró a Price, que estaba sentado sumido en un silencio aturdido, manchado de sangre, pero por lo demás aparentemente bien. El único sonido era el penetrante runrún del motor de la máquina trituradora de madera. Entonces miró alrededor, pero sólo pudo ver cuerpos caídos y pedazos. Se arrastró hasta Price, que intentaba incorporarse.

—¿Estás herido? —le gritó éste.

Sebeck negó con la cabeza.

—¡No! ¡La sangre no es mía!

Justo en ese momento la camada de motos sin tripulante se separó para dejar paso a un motociclista solitario con un casco y traje de motorista negros. Se acercó directamente a Price y a Sebeck y los miró. Desmontó, y de repente todos los motores se apagaron. Un gesto de su mano envió un rayo de electricidad a la máquina, apagando también su motor.

Mientras la trituradora quedaba en silencio, el motorista se quitó el casco y los guantes, revelando una visión espantosa. Era un hombre joven, de veintipocos años, pero sus ojos habían sido sustituidos por lentes negras con rebordes planos negros. De los agujeros de sus sienes salían unos cables que conectaban con una toma en la base de su cuello. Todos sus dedos parecían haber sido sustituidos por prótesis de titanio o de plata, y terminaban en brillantes garras. Se movía con dificultad, como dolorido.

El motorista se arrodilló delante de ellos, y miró a Sebeck a la cara con sus ojos metálicos sin párpados. Una voz artificial, grave y amenazante, surgió a una pulgada de su boca, sin que sus labios se movieran. Al parecer, se trataba de sonido hipersónico.

—¿Dónde está el Comandante?

Sebeck sacudió la cabeza.

—No lo sé, pero acabo de dejarlo. Nos han traído aquí.

Con aquellos ojos metálicos, la expresión del motorista era imposible de leer. Se levantó y miro el horizonte.

—Gracias por rescatarnos. ¿Quién eres?

Price respondió:

—Es Loki Stormbringer, sargento. —Price se acercó y susurró—: ¿Recuerdas…? Jon Ross lo mencionó…

Sebeck lo recordaba. El hechicero más poderoso de la red oscura. Y casi tan despiadado como el propio Comandante. Sebeck no pudo dejar de pensar que estaban hechos el uno para el otro. Se retorció para mostrar sus manos atadas.

—Por favor, ¿puedes desatarnos, Loki?

Loki contempló el horizonte con sus ojos muertos.

—Tienen que salir de este lugar. Aquí todo está a punto de morir…

Y con estas palabras se dirigió a su moto y la arrancó. Sus dos docenas de pecaríes arrancaron también. Entonces un enjambre aún más grande de pecaríes, formado por al menos un centenar, pasó de largo, y Loki se mezcló con ellos. Una bandada de docenas de microaparatos aéreos también aulló en el cielo, a poca altura, en tensa formación. Todo el séquito tronó en la distancia, por el camino que había seguido el vehículo que los había traído a ellos. De vuelta hacia el centro del rancho.

Price asintió.

—Da aún más miedo en persona.

Sebeck empezó a arrastrarse hacia los cadáveres cercanos.

—Probablemente encontraremos un cuchillo en alguno de ellos.

—Eh, mira.

Tras los montones de astillas de madera salieron un par de docenas de hombres ataviados con trajes de camuflaje estilo Ghillie. A medida que se acercaban, Sebeck vio que sus trajes parecidos a ponchos eran más que un simple camuflaje: parecían reflejar lo que había detrás de ellos. Eran transparentes.

Pudo ver sus gafas HUD. Tenían rifles electrónicos multicañón cruzados sobre el pecho y le hicieron a Sebeck un gesto tranquilizador con los pulgares mientras se acercaban.

Varios de ellos contemplaron el cielo y el horizonte mientras un oscuro y musculoso operativo de la red oscura se acercaba a ellos y levantaba su máscara a prueba de balas para revelar que era afroamericano.

—¿Alguno de los dos está herido?

Sebeck negó con la cabeza.

—No.

—¿Sois el Sin Nombre Uno y Chunky Monkey?

Price espiró profundamente.

—Somos nosotros, tío.

—Yo soy Taylor. Un operativo llamado Rakh nos envió a rescataros.

Sebeck asintió

. Jon Ross.

Taylor hizo gestos con la mano enguantada en el Espacio-D, mientras otros operativos de la red oscura cortaban las ataduras de Sebeck y Price. También les ofrecieron cantimploras.

Llamó a los demás.

—¡Morris, tráeles algo de ropa y calzado!

—Estamos en ello.

Price se frotó las muñecas.

—¡Esta vez sí que hemos estado cerca!

—Loki Stormbringer ha reunido un ejército de máquinas. Va a atacar. Muchos van a seguirlo.

—¿Atacar? ¿Atacar qué?

—Vinimos a detener la Operación Exorcista. Vehículos no tripulados están abriendo las carreteras. Los estamos haciendo retroceder.

—¿Vienen a por el Comandante y sus hombres?

—Sí. ¿Lo habéis visto?

Sebeck sintió que sus sienes estaban a punto de estallar.

—Sí, y si vais tras él, os acompañamos.

Ir a la siguiente página

Report Page