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Madrid. Sede del Centro Nacional de Inteligencia. Sección Integrismo Religioso.

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Madrid. Sede del Centro Nacional de Inteligencia. Sección Integrismo Religioso.

Perteguer había dormido unas cuantas horas. Al final lo de las costillas no era rotura sino fisura en dos de ellas. Solo precisaba llevar unas vendas y tomar unas pastillas cada ocho horas. Mal menor. Una ducha le había dejado como nuevo, e incluso había recibido una llamada de su comisario felicitándole e interesándose por él. Lora y Marta debían estar ya en comisaría y por lo visto también debían haber bajado los humos a Velázquez, porque incluso se había disculpado. También le informaron del atentado frustrado contra Mouton, que a esas horas estaba declarando en comisaría. Dante debía estar muy enfadado, porque en dos días había fallado tres veces y se había quedado sin su última lámina, la que decía: «Aquí mi alta invención fue ya impotente, y cual rueda que gira en vueltas bellas, el mío y su querer movió igualmente el Amor que al sol mueven las estrellas». Pertenecía al canto XXXIII de la cantiga tercera, y lo peculiar en este caso, es que no era un terceto, sino un cuarteto de cierre (Dante compuso la Divina Comedia en tercetos, salvo la última estrofa de cada canto, que era un cuarteto en rima ABAB). Pero lo que más llamaba la atención es que eran los cuatro últimos versos de la Divina Comedia. Dante estaba poniendo fin a su obra. Lo malo de los psicópatas que se marcan una fecha para su peculiar fin de fiesta es que, en el caso de no atraparle antes del plazo, corres el riesgo de que o bien cometa la peor de las masacres, o bien dé por concluida su obra y desaparezca sin dejar rastro. En este caso, y sabiendo que pedía dinero, era muy probable que se decantase por la segunda opción.

Pasadas las cuatro, se acercó a las oficinas del CNI para entrevistarse con Patricia. Pedro todavía no había regresado de su «viaje», así que todavía no podía saber nada de las pruebas caligráficas de la carta. Patricia estaba sentada detrás de una pequeña mesa en un despacho muy luminoso y repleto de plantas de interior… Si se alegró de verle, lo disimuló muy bien.

—Hola. Siéntate, por favor. Felicidades de parte de Emilio. Dice que pasará esta tarde por tu comisaría.

Perteguer sacó un cigarrillo y lanzó el paquete sobre la mesa.

—Supongo que a ti ya te habrá felicitado. La verdad es que te lo has currado. Veo que no se equivocó cuando te dio este despacho.

Patricia se ruborizó y bajó la mirada. Esperaba encontrarse al Perteguer más desagradable, pero en sus palabras no encontró ni la más mínima dosis de ironía. Una de dos: o hablaba en serio o los tranquilizantes lo habían trasmutado.

—Gracias. Y gracias también por lo de ayer.

Perteguer agitó una mano en el aire como quitando importancia a las palabras de Patricia y dio una larga calada a su cigarrillo. Luego, tras soltar el humo muy despacio mientas la miraba fijamente se dirigió a ella en tono aún más suave que el que había empleado ella.

—Los dos lo hicimos de puta madre… Y ahora hablemos del caso: Dante está contra las cuerdas.

—¿Quieres seguir?

—Como me quites ahora que empezaba a cogerle el tranquillo…

—No, no… —Patricia sonrió y encendió un cigarrillo—. Emilio y yo queremos que sigáis todos vosotros… pero no os íbamos a obligar. Ahora que sé que quieres seguir te cuento: He estado repasando los informes. Habéis hecho un muy buen trabajo, pero me gustaría que me pusieras al día. Desde que me fui ha atentado una vez más con éxito, ha volado el laboratorio de Iris, el coche de Mouton…

—Te han despedido de VidaPlus…

—… Cierto… acababa de leer la carta. Quería interrogar a los leñadores, pero paso de ir sola. ¿Qué me dices?

—¿En tu coche o en el mío?

—En el mío, que es más cómodo.

—De acuerdo, pero pasa primero por VidaPlus. He llamado a comisaría y dicen que Mouton ya se había ido.

Cuando bajaron del Honda NSX de Patricia ya eran algo más de las seis de la tarde. Caminaron desde el aparcamiento hasta la entrada principal del fantástico edificio de cristal que la aseguradora tenía junto al Parque Juan Carlos I. Cuando estaban rellenando los impresos de seguridad en recepción, una mujer rubia chocó con Patricia.

—Disculpe.

Perteguer se quedó unos segundos con la mirada fija en ella.

—Un poco mayor para ti. ¿No crees, Rafa?

—No, no es eso… creo que me suena de algo.

—Ya, claro. —Patricia sonrió malévolamente—. Eso decís todos…

Subieron por el ascensor hasta la planta donde Mouton tenía su oficina. Sonia les confirmó que este se hallaba en ella y saludó muy efusivamente a Patricia.

—¿Dónde te habías metido? ¿Qué pasa? ¿No vas a venir a trabajar nunca más?

—Me temo que no, Sonia.

—Por lo menos os habéis encontrado. Tenías a «Perti» muy preocupado…

—¿De veras? —Patricia soltó un inicio de carcajada pero se contuvo—. ¿Podemos pasar a ver al señor Mouton?

—Sí, sí, adelante.

Patricia franqueó la puerta del despacho riéndose ya sin contenerse.

—¿Perti? Ya me contarás, aunque esta tampoco es tu tipo…

—Déjame en paz…

Carlos Mouton estaba sentado tras su gigantesca mesa. Preparaba unos papeles en su maletín mientras masticaba ansiosamente un chicle de nicotina. Parecía que Velázquez había impuesto la moda entre todos los que pasaban por la comisaría de mascar goma antitabaco. Se sobresaltó al ver a Patricia entrar en su despacho seguida de Perteguer.

—¿Señorita García? Me enteré esta misma noche de su reaparición. ¿Cómo está?

—Feliz y contenta. ¿Y usted?

—¿Cómo quieren que esté con ese mal nacido queriendo matarme? Tengo miedo de pisar mi propia casa, he tenido que contratar dos escoltas privados, y la empresa me ha dado la baja por motivos nerviosos…

—¿Le han despedido?

—No, no. Me han dado unos días libres para que me tome un descanso. El juez me ha dicho que puedo salir de España mientras esté localizado, y esta noche salgo para Francia. Mi familia tiene en Burdeos una casa de campo.

—Pues espero que se mejore… le traíamos el informe de la bomba-lapa, por sí quería verlo, y ver que tal estaba usted…

Mouton resopló y cogió el informe, para lanzarlo sin leerlo al interior del maletín con un movimiento casi reflejo.

—Luego lo leeré. O quizá dentro de unos días… Ahora tengo que olvidarme de todo esto. Si necesitan algo hablen con mi secretaria o con la señora del Olmo, que es mi sustituta temporal. Ahora, si me disculpan, tengo que dejar hechos unos papeles.

—Sí, sí… que le vaya bien. ¿Cuándo sale su vuelo?

—Eh… a la una de la madrugada…

—Pues nada, que lo disfrute. Hasta pronto.

—Sinceramente, y sin rencores, espero no verles nunca más.

Patricia y Perteguer salieron del despacho casi en silencio. Una vez fuera Perteguer lanzó un resoplido.

—Está histérico. ¿Eh?

—Hombre, lo de ayer debió ser muy fuerte…

Sonia les llamó la atención en silencio.

—¿Qué ocurre?

—Una compañera de administración me acaba de llamar. Han desviado dos millones a una cuenta en Jersey. Nadie dice nada, pero creo que es para pagar al chantajista.

—¿Sabes lo de…?

—Toda la empresa lo sabe, pero nadie dice nada. Hay orden de que la policía no se entere. Parece ser que tras lo del atentado de ayer y la caída en bolsa prefieren pagar y olvidarse de todo este problema. Aquí tienen el número de cuenta, lo he sacado del ordenador.

—Muchas gracias, Sonia… ya te debo varias…

—Ya me las cobraré. Hasta luego.

—Hasta luego.

Una vez en el coche, ambos encendieron un cigarrillo. Perteguer seguía mirando el papel que le había dado Sonia.

—O sea, que al final han pagado…

—¿Y qué vas a hacer?

—Nada. Comprobar quien es el titular y poco más. El banco te dirá que es secreto y todos tan amigos. Lo que no podemos es iniciar nada contra la compañía… ¿qué iban a hacer si no? Vamos a la comisaría y desde ahí le enviamos un fax a Emilio con el número, a ver qué puede hacer.

Una media hora después estaban en la comisaría de Perteguer. Lora y Marta habían interrogado ya por separado a los tres detenidos, pero estos seguían sin creerse lo de la bomba.

—Es increíble. Les hemos enseñado las fotos y aún lo niegan. Dicen que sus socios no querían matarles y por más que les repetimos que la bomba no la pusieron sus socios no entran en razón.

—Metedles a los tres en una sala grande. Quiero interrogarles.

Patricia y Perteguer accedieron a una habitación de interrogatorios. Tres agentes acababan de acompañar a la misma a los tres detenidos en el aserradero. Estos se sorprendieron de ver allí a Patricia.

—¿Qué hace ella aquí?

—Llevo su investigación. No la de mi secuestro y el de mi compañero, sino la del loco que pretendía matarles.

—¿Otra vez? —Julián soltó una carcajada e hizo amago de levantarse, pero Perteguer le retuvo bruscamente contra la silla.

—Sentadito estás mejor. Os vais a limitar a responder a nuestras preguntas. Queremos saber si habéis visto alguna vez a alguno de estos dos hombres.

Perteguer lanzó sobre la mesa dos fotos de gran tamaño. En la primera aparecía Fuster, y Donovan en la segunda.

Los tres leñadores las observaron y negaron con la cabeza. En lo sucesivo todas las respuestas corrieron a cargo de Julián. Paco y Mateo se limitaban a mirar al suelo y asentir con la cabeza.

—¿Seguro que no reconocéis a ninguno?

—¿Y Buendía? —Patricia les lanzó tres cigarros y un mechero—. ¿Tenía algún motivo para volar el aserradero con vosotros dentro?

—Ya he hablado de Buendía con los de verde. Es mi cuñado. ¿Cómo va a querer matarme?

—¿Os dice algo el nombre de Dante?

—Había carteles por El Escorial con ese nombre. Pero no conozco a nadie que se llame así o se haga llamar así.

—¿Sospecháis de alguien que conociera a qué os dedicabais?

—No pienso dar nombres de nadie.

—¿Alguien quería mataros? ¿Habéis recibido amenazas?

—Nada…

Patricia miró a Perteguer y este se encogió de hombros. Recogió los informes y el mechero de la mesa metálica y salieron de la habitación.

—No parece que sepan nada.

—Y si lo supieran no nos lo dirían. —Perteguer guardó la carpeta de los informes en una mochila y se la colgó al hombro—. He pedido la ficha de Buendía, pero es casi imposible que esté implicado.

—Pues me temo que volvemos a empezar. —Patricia miró su reloj—. Son las nueve y pico. Recomiéndame un restaurante.

—¿Has quedado con Jose?

—A Jose le he visto esta mañana. Te iba a invitar a cenar.

—Vaya. En ese caso conozco uno excelente para la ocasión.

—Me estoy arrepintiendo.

—Ya es demasiado tarde.

* * *

El Seat de Perteguer se detuvo frente a las puertas del restaurante tailandés en el que había comido con Emilio días atrás.

—¿Lo conoces?

—No. Me fiaré de ti.

Dejaron las llaves al aparcacoches y accedieron al local precedidos por una camarera oriental. Casi todas las mesas estaban ocupadas, en su mayoría por parejas. Tomaron asiento junto a una ventana, que daba a un patio florido iluminado por cuatro farolas de pie. Una leve brisa hacía oscilar la llama de la vela que separaba, en el centro de la mesa, a los dos comensales. Pidieron vino antes de ojear la carta.

—He estado ojeando la póliza del aserradero. —Patricia se humedeció los labios con el vino— que por cierto data de cuando Mouton era todavía agente de seguros, porque la firma él mismo. El beneficiario es Julián, que es el titular. Después su mujer. No hay nada del otro mundo…

—Hablando de Mouton. Se me olvidó decirte que me llamaron por lo de la bomba-lapa. Empleó explosivo convencional, amosal detonado a distancia.

—Ya no tiene sentido que emplee FCP. O eso o lo está reservando para el golpe de gracia. A decir verdad no se cuánto puede tener, lo que sí sé es que no lo compró en Portugal.

—¿No te llama nada más la atención?

Patricia negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Qué?

—Detonada a distancia.

—Podía estar a más de 500 metros.

—Ya, ya… pero si lo que quería era matarle. ¿Cómo no se aseguró de que iba dentro? Para poner el explosivo tuvo que hacerlo en el garaje de su casa o en el de la oficina. ¿No era más sencillo explotarla allí? Ya que se arriesgó tanto, podía haber asegurado su trabajo. O si hubiese utilizado un temporizador, como en las otras ocasiones…

—¿Insinúas que no quería matarle? ¿Era una advertencia entonces?

—No veo otro motivo. Es demasiada casualidad que explote cuando él no está dentro. Pero por otra parte si había tenido acceso al coche antes. ¿Por qué hacerlo explotar en medio de Madrid? ¿Quería testigos o una masacre?

—Es Dante… supongo que las dos cosas. Es como lo de las cartas que me escribió. ¿Cómo sabe quién soy yo? Es arriesgar muchísimo el dejármelas bajo la puerta, pero se siente bien arriesgando.

—¿No te da mal rollo?

—A mí no me haría nada. Sabe que soy la única que tomó en serio sus mensajes, vamos, de hecho la única que los descubrió.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque le vi.

Perteguer se atragantó con el vino y miró a Patricia boquiabierto.

—¿Cómo que le viste?

—En la gasolinera. El mismo día que explotó, por la noche. Apareció embozado en una capa y dejó una linterna encendida sobre la lámina de Iris. Así descubrí el secreto de las láminas-fantasma, y tuve la certeza de que Dante era real. Estaba muy lejos para dispararle, o correr detrás de él.

—¿Así que sabías desde el tercer ataque que era una persona real?

—Y muchas más cosas: Descubrí que presenciaba «in situ» sus atentados, porque antes de que viniera la policía tenía que dejar las láminas en el suelo. Descubrí que poseía sobrados conocimientos fotográficos y criminológicos, porque siempre lograba que la cabeza saliese en el mismo ángulo de la foto. ¿Sabes cómo hacía eso?

Perteguer negó con la cabeza ensimismado.

—Con una marca de tiza.

—¿Tiza?

—La marca que utilizan los fotógrafos de la policía para encuadrar las fotos. Indicaba desde dónde había que hacer las fotos para que la cara saliese en su sitio. Ingenioso. Le salió bien las tres veces. De quince fotos al menos una usaba el encuadre que él quería. Si ves el resto de las fotos no sale la cara. Y eso tuvo que aprenderlo en algún lado. Pero hay más. ¿Continúo?

—Sí, por favor.

Un camarero sirvió dos ensaladas y trajo otra botella de vino a la mesa para desaparecer segundos después tras una enorme planta de interior.

—Lo complicado era saber cómo lograba reunir a tres víctimas en el mismo lugar, ni una más ni una menos, y llegué a una conclusión: quedaba con ellos.

—¿O sea que conocía a todas las víctimas?

—A los del casino seguro. Los tres eran amigos y Dante quedó con ellos a los pies de la bola. Los de la gasolinera eran trabajadores, pero se encontraban juntos a la hora del accidente porque Dante les dijo que se reunieran. Y los del ascensor, no se conocían entre sí, pero Dante los llamó a los tres. ¿Sabes a qué iban? A una entrevista de trabajo ficticia. Supongo que les entretuvo hasta el momento idóneo para subir al ascensor: las seis y cinco. En cuanto a los de la barca del Retiro, fue todo más fácil: juntó a tres drogadictos y les mató de sobredosis. Y ahora es cuando viene lo mejor de todo: Virgilio acompañando a Dante en su viaje por el infierno.

—Dante no va solo.

—Exacto. Dante tiene un compañero de confianza lo que le permite estar ausente en al menos uno de los accidentes, proporcionándose así una coartada; pero estropeando el resultado final: donde tuvo que haber una cadavérica cara de Dante aparece una inscripción hecha deprisa y corriendo con lápiz de labios; lo que tenía que aparecer flotando la noche del 5, aparece días más tarde. Demasiado lastre en la barca y ¿quién sabe dónde está la lámina? Se nota la mano de Virgilio.

—¿Lo de la barca era lápiz de labios?

—Max factor. La policía lo encontró esta mañana entre unos arbustos que rodean el lago. Donde muy probablemente encalló la barca para pintar el mensaje. No hay ni una huella, pero revela un dato muy sorprendente.

—Virgilio es Virgilia. ¿Es eso?

—Correcto. Perdió la lámina, o la inutilizó, se puso nerviosa, buscó en su bolso lo primero que encontró… y sacó un lápiz de labios.

—¿Pero se sabía el texto de memoria? Entonces…

—Virgilio es Dante, y Dante es Virgilio. Ella es la entendida en Dante; él el criminólogo experto en explosivos.

—¿Todo esto lo sabes o estás improvisando?

—Se me está ocurriendo ahora. La verdad es que mientras te contaba la historia pensé en que era imposible que solo hubiera uno. ¿Pero no es más lógico así?

Patricia dio un trago a su copa de vino y masticó dos tenedoradas de la exótica ensalada, mientras Perteguer ponía en orden todo lo que había dicho Patricia durante la cena.

—¡Mierda! —Perteguer dio un puñetazo a la mesa atrayendo la atención de los demás comensales—. ¡Creo que ya se quién es la rubia!

—¿Todavía sigues con eso?

—Es una catedrática de literatura medieval o algo así. Si es ella, la vi dando una conferencia sobre Dante. —Perteguer se levantó de la mesa y se puso la chaqueta—. ¡Tenemos que irnos!

La camarera oriental que les había atendido no sabía qué cara poner; los comensales de alrededor tampoco. Dejaron unos billetes sobre la mesa y salieron del restaurante. Corrieron hasta el coche, aparcado en doble fila en la calle Jorge Juan. Patricia no sabía del todo qué pasaba por la cabeza de Perteguer en aquel instante pero comenzaba a intuirlo.

—¿Dónde vamos?

—Al aeropuerto.

Perteguer sacó su teléfono móvil y llamó a Sonia. La voz de la dulce secretaria sonó a través del auricular.

—¿Sí?

—Sonia. ¿Has reservado tú los billetes de tu jefe?

—¿Sí, por qué?

—¿A qué hora sale su avión?

—A las doce y cuarto a Zanzíbar. ¿Pero por qué?

Perteguer miró su reloj. Eran las once y media.

—¿Viaja solo?

—No, con su novia… o lo que sea.

—¿Es una rubia?

—Sí… ¿Pero a qué viene todo…?

—¡Su nombre! ¡Necesito su nombre!

—Estoy en mi casa, no lo tengo delante… se llama… Paloma, Paloma Martín…, y del segundo apellido no me acuerdo, Rafa…

—¡Gracias!

Perteguer colgó el teléfono y sacó un papel de su cartera. Era un programa de la charla de Dante en El Escorial a la que había asistido con Pedro. Patricia lo miraba de soslayo realmente intrigada mientras conducía a toda velocidad por la calle Velázquez.

—¡Paloma Martín! Profesora titular de literatura medieval en Salamanca. Ahí tienes a Dante. ¡Y Mouton es Virgilio! Y su avión no sale a la una sino dentro de cuarenta y cinco minutos y no a Francia, sino a Zanzíbar, donde España no tiene tratado de extradición.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que eran dos y que uno era mujer! ¡Si es que no me mereces!

—Y supongo que desde su trabajo tenía acceso a pruebas de laboratorio, pólizas…

Llegaron a la terminal de salidas internacionales cuando su reloj marcaba las once. Accedieron a las salas de embarque y recorrieron a toda prisa acompañados por tres Guardias Civiles las interminables salas de espera flanqueadas por las tiendas dutyfree abarrotadas —inexplicablemente por la hora que era— de viajeros con gigantescas bolsas de viaje. Al final dieron con la puerta 12b. Los pasajeros habían empezado a embarcar. Perteguer atravesó la cola y preguntó jadeante a la azafata.

—¡Policía! ¿Ha embarcado Carlos Mouton?

La azafata consultó la lista de pasajeros y encontró el nombre que buscaba.

—Hace unos minutos. Ocupa asientos de primera clase.

—El avión no puede despegar.

Perteguer bajó a la pista seguido de Patricia y de los tres guardias y se encaramó a un remolque que transportaba equipaje.

—¡Conductor! ¡Soy policía! Lleve este trasto a la pista de este vuelo.

El conductor observó el papel que Perteguer le puso delante de los ojos.

—¿África? Debe ser un avión de los grandes. Aquella pista.

Aceleró el vehículo rumbo a un enorme Jumbo de AirFrance. Cuando llegaron donde estaba, Perteguer saltó en marcha y subió corriendo por las escalerillas. Mouton lo vio desde su ventanilla. Con un nudo en el estómago, tiró de su acompañante y comenzaron a caminar hacia la parte trasera del aparato.

—¡Quiero hablar con el comandante!

Una azafata impedía el acceso al avión a Perteguer. Los Guardias Civiles ni siquiera se habían encaramado a la escalerilla.

El comandante salió con cara de muy pocos amigos, y comenzó a hablar a Perteguer muy despacio y con un marcado acento francés.

—El avión es territorio francés y no puede acceder a su interior la policía de España.

—¡Hay un sospechoso de asesinato ahí dentro! ¡Solo tiene que permitirme pasar!

—El avión es territorio francés y no puede acceder. Hable con mi embajada y…

Pero Perteguer no escuchó más. Patricia había desenfundado un arma y le gritaba desde la pista.

—¡Han bajado por la parte de atrás! ¡Se escapan!

Perteguer corrió escaleras abajo pistola en mano. Mouton y Paloma se hallaban a muchos metros, y corrían hacia un coche de Iberia. De pronto Mouton sacó lo que parecía ser una pistola del interior de su chaqueta y el conductor del coche se arrojó a la pista desde su interior.

—¡Va armado!

Los tres guardias corrieron en busca de un coche mientras avisaban por radio, pero Patricia lo encontró primero.

—¡Sube!

Era un coche idéntico al sustraído por Mouton. Corrieron en su dirección esquivando remolques con maletas y camiones cisterna. En la lejanía ya aparecían las luces verdes y blancas de los coches patrulla.

—¡Cuidado!

Patricia esquivo «in extremis» el tren de aterrizaje de un avión de Air Europa.

—¡Estamos en la pista de aterrizaje! ¡Tengo que salir de aquí!

—¡Míralo! ¡Va hacia los hangares de carga!

El coche aceleró todo lo que dio de sí. Unos metros más allá estaba su presa. Abandonaba el recinto del aeropuerto atravesando un débil barrera y se incorporaba a una vía de servicio paralela a la carretera de Barcelona. Parecía que ningún coche patrulla se había dado cuenta porque ahora estaban solos. El coche de Mouton se incorporó a la carretera de mala manera y atravesando una mediana.

—Rafa. No pensarás disparar, ¿verdad?

—No estoy tan loco. La carretera está a tope.

En efecto, la autopista estaba, en sentido a Madrid repleta de automóviles. Patricia los esquivaba no sin causar frenazos o pequeños «toques», porque los coches comenzaban a abandonar el centro de la calzada como si estuviese pasando una ambulancia o una estampida. Entonces volvieron a tener a Mouton en la línea de tiro. Intentó mezclarse entre los coches, pero le restaba velocidad, por lo que tomó la siguiente salida. Encontraron el coche empotrado contra un árbol junto a los muros de la quinta del Capricho. El coche estaba vacío.

—¡Otra vez no! ¡Tienen que estar en el parque! —Perteguer miró en derredor suyo. No había ni un alma, ni tan siquiera coches aparcados a lo largo de la vía—. No han tenido tiempo de ir a esa obra —señaló una construcción vecina—. ¡Solo pueden haber entrado aquí!

—¡Míralos!

A través de la verja, Patricia había visto cómo dos figuras corrían paseo arriba. Saltó la verja pistola en mano, seguida de Perteguer, y ambos corrieron en pos de los fugitivos. Los numerosos árboles que filtraban la luz de la luna proyectaban su sombra en los muros del invernadero, que acababan de dejar atrás. Unos metros más adelante vieron cómo dos figuras saltaban una valla a que flanqueaba el camino. Cuando llegaron se dieron cuenta de que cortaba un sendero que accedía al laberinto gigante. No era una metáfora. Era un gigantesco laberinto cuyas paredes eran arbustos de casi tres metros de altura. La longitud de cada uno de los lados del cuadrado que formaba su planta, venía a ser alrededor de unos cien metros.

—¿Vamos a entrar ahí? ¿Estás segura de que han entrado ahí?

Patricia afirmó con la cabeza y se parapetó tras el tronco de un árbol. Perteguer insistió.

—No es tan tonto de esconderse en un laberinto, porque este es laberinto del Capricho, por si no lo sabes…

—No creo que sepa que es un laberinto. Pero al otro lado está la carretera. Si los coches patrulla no vienen pronto se esfumarán.

Se escucharon unas sirenas en la lejanía. Perteguer saltó la valla y se juntó con Patricia.

—Suerte.

—Suerte.

Entraron en el laberinto y se separaron. Caminaron en silencio, tratando de no pisar los montones de hojas secas que cubrían los laterales del camino. Perteguer topó dos veces con un muro en su camino. Patricia, sin embargo, tenía la impresión de estar girando continuamente en torno a un mismo punto, por lo que finalmente se detuvo a escuchar en silencio. Escuchó un ruido a unos pocos metros de su izquierda.

Perteguer doblaba cada esquina apuntando a la oscuridad, y casi sin darse cuenta, se encontró a sí mismo en el centro del laberinto, una pequeña plazoleta con dos bancos de piedra y un árbol encorvado.

—Genial. Si lo llego a buscar adrede jamás lo hubiera encontrado.

Escuchó un ruido de hojas secas a su espalda, a través de la pared vegetal. En la esquina que cerraba el cuadrilátero, había un agujero a través del cual pudo ver fugazmente el rostro escudriñante de Mouton. Marchaba sendero arriba, en unos segundos estaría a la altura de la siguiente esquina, la cual también tenía una abertura entre las dos paredes. Perteguer esperó unos instantes y en cuanto le vio aparecer se arrojó sobre él. Cayeron al suelo y forcejearon; los dos perdieron su pistola y se enzarzaron a puñetazos, pero finalmente Perteguer pudo reducirle y esposarle.

—Quedas detenido, Dante Alighieri. Por tres asesinatos múltiples y dos tentativas. ¿Te gusta? Fue una idea muy buena lo de fingir un atentado contra ti. Y lo de comprar esos billetes de avión a nombre de Fuster. Supongo que sacaste la firma de la póliza que te firmó hace años, ¿verdad?

—¡No puedes demostrar nada! ¡No tienes nada!

—¡Tengo tu firma en la denuncia y con eso me vale para compararlo con las cartas de Beatriz! ¡Y un explosivo que nunca explotó y que seguro tiene tus huellas! ¿Sigo? ¿Cómo descubriste que los leñadores fabricaban dinero? ¿Fue cuando fuiste a inspeccionar tú mismo las alarmas de incendios hace seis meses?

—Eres muy listo; tú y Patricia habéis cerrado el círculo, aunque un poco tarde. Creo que todos cometemos fallos.

Entonces se dio cuenta de que había caído en una trampa. En el mismo instante en que vio que el arma que había perdido Mouton era un simple palo, escuchó la detonación a su espalda que le hizo desplomarse en el suelo. La bala había entrado varios centímetros por debajo de su hombro izquierdo. Los ojos se le iban cerrando.

El disparo atrajo a Patricia, que desarmó, redujo y esposó a Paloma en apenas décimas de segundo. Mouton aún se reía. Sus carcajadas atrajeron a los guardias, que ya habían llegado al parque siguiendo el rastro de los coches. Patricia colocó a Perteguer de lado y presionó con su mano la herida para taponarla. Él sentía un dolor agudo e intenso. Tenía la camisa empapada en sangre. La arena sobre la que yacía se había vuelto roja.

—¡Rafa! ¡Rafa!

Patricia estaba allí, inclinada sobre él. Le limpiaba la tierra de la cara con el puño del jersey. Contenía las lágrimas y fingía una sonrisa a los ojos de Perteguer.

—La ambulancia está en camino. Resiste.

Perteguer se sentía cada vez más cansado. Luchaba contra sus párpados, que cada vez se hacían más pesados. La vista se le nublaba. Ahora tan solo podía distinguir a duras penas el rostro borroso de Patricia, pero su voz se escuchaba lejana. El brazo izquierdo caía inerte sobre el suelo. Movió la boca. Quería decir algo pero le faltaba el aire como para emitir algún sonido.

—Rafa… resiste, por el amor de Dios…

Una ambulancia había llegado hasta las puertas del laberinto. La Guardia Civil se llevaba ahora a Paloma y Mouton, que no dejaba de reírse histéricamente. Si la vida de aquel hombre hubiera estado en ese momento en manos de cualquiera de los presentes no hubiera vuelto a ver la luz del sol. Pero Mouton seguía vivo; Perteguer mientras dejaba escapar el último aliento en el centro del laberinto.

—… Soy un idiota… —empleó sus últimas fuerzas en hacer que unas débiles palabras se deslizaran por sus labios—… un idiota…

Patricia permitió que dos lágrimas se deslizasen por su rostro para caer sobre la arena. Sonrió. Él también sonreía; se le cerraron los ojos; cuando la camilla llegó junto a él, su corazón había dejado de latir.

* * *

Paloma confesó todo y Mouton, solo, se derrumbó al día siguiente. Todo había resultado milimétricamente tal y cómo Patricia lo había deducido. Todo había comenzado una mañana de febrero del año 2002.

Mouton había acudido a la inspección rutinaria, como otras tantas veces, de las alarmas antiincendios de una compañía maderera que VidaPlus tenía asegurada prácticamente a todo riesgo. Junto a una enorme sierra cortadora de troncos encontró un billete de 100 euros impreso solo por una cara. La otra estaba inmaculadamente en blanco. Con un vistazo a su alrededor se cercioró de lo que realmente se «cortaba» allí: prensas, colorantes químicos, rollos de papel timbrado casi recién sacados del tronco.

En un primer momento se imaginó a sí mismo chantajeando a esos falsificadores, amenazándoles con quemar su aserradero en caso de no rendirse a sus peticiones. Pero pensándolo en frío llegó a una conclusión: Si ese aserradero se convirtiera en cenizas, su compañía correría con los gastos. ¿Y si las amenazas fueran directamente contra la aseguradora?

Pasaron los días y Mouton examinó decenas de ascensores, gasolineras, edificios, obras, grúas, atracciones de ferias… y descubrió el enorme potencial que representaba amenazar la seguridad de todos aquellos a quien su compañía aseguraba. No odiaba a VidaPlus, que le había dado todo como profesional; pero amenazar a su propia compañía le daba un margen de movimientos increíble: podía supervisar y manipular directamente las investigaciones, forzar a la directiva a plegarse a las exigencias del terrorista en calidad de consejero, y sobre todo, que la propia empresa silenciase ante la opinión pública sus atrocidades. Pero sin embargo necesitaba un móvil que justificase sus atentados, y lo encontró una noche en la cama. Vivía desde hace algún tiempo con una atractiva profesora universitaria, de reconocido prestigio en círculos literarios, que preparaba una conferencia sobre Dante para el verano de ese mismo año. Era una experta en la materia.

Aquella noche había cogido uno de los libros de su novia. Todavía circulaba por su cabeza la peregrina idea de chantajear a VidaPlus cuando de pronto, el círculo se cerró: Un castigo Divino. Dante describía las atrocidades y penurias con las que los pecadores habían de pagar sus torcidas conductas humanas. Un asesino religioso desviaría cualquier atención. Y comenzó a seleccionar pasajes y a inventar interpretaciones. ¿Pecados contra la naturaleza? La gasolina contamina. ¿Avaricia? Un casino o un banco. Luego se trataba de buscar en la lista de clientes de la aseguradora un objetivo, realizar una inspección, y colocar un explosivo.

El problema era que ninguna póliza cubría ataques con explosivos. El accidente debía ser fortuito o causado por la propia actividad de la empresa. Y entonces empleó días enteros a buscar por Internet y revistas, a intercambiar información con colegas, a llamar a viejos amigos de la facultad con los que estudiaba criminología años atrás.

Encontró dos cosas que le llamaron la atención: Un potente explosivo diseñado para no dejar restos tras de sí (ideado para aplicarlo en superficies metálicas) y un novedoso invento patentado por una joven de Móstoles: un proyector de hologramas-fotográficos.

De tal manera que juntó Dante, los explosivos y las láminas Iris y creó un espectro vengador que atormentaba a las almas descarriadas que VidaPlus tenía aseguradas. Y VidaPlus se empeñó, pese a que su equipo de detectives afirmaba sospechar de atentados, en que eran accidentes cuyas pólizas se obligaba a pagar. Y así ocurrió con los dos primeros. Al tercero la policía comenzó a meter las narices, incluso «colocaron» a una de sus detectives en Interior. El círculo se estrechaba y nadie creía en fantasmas.

Pero Mouton había tomado sus precauciones; su novia, que iba a dar una charla sobre Dante, le habló un día sobre un tal Fuster. El nombre le decía algo y lo comprobó. Acababa de ganar un juicio en última instancia, en relación a la muerte de su hijo y su esposa años atrás; pero Fuster rechazó la indemnización por entenderla tan insuficiente que haberla cogido hubiera supuesto insultar a la memoria de su mujer y su hijo. Y aquello no era todo: Era el mayor experto español sobre la obra de Dante.

Dispuesto a dar el primer paso en su macabra carrera de fondo, pagó a un detective para que siguiera a Fuster en los Estados Unidos, donde residía desde el fallo de la sentencia del Supremo. Supo que ahora tenía novio, y que este le iba a acompañar a España para los cursos de verano de la Complutense en El Escorial. Era el momento. Diseñó un plan para su primera tentado: el casino: Había una estatua enorme y esférica soldada al suelo. Ninguna cámara captaba justo el punto de agarre. Bastaría una pequeña dosis de aquel veneno para estructuras israelí. Alea Jacta Est.

Pero teniéndolo todo previsto supo, con horror, que Fuster iba a retrasar su llegada a España. Todo estaba demasiado planeado como para fallar. Compró dos billetes de avión a su nombre y pagó tres noches de hotel a una pareja de amigos. Pagó todo en efectivo y se cuidó de imitar la firma de su cabeza de turco. La conocía muy bien. Tenía más de diez documentos rubricados por Fuster.

Y la bola corrió. Mató a tres hombres. Los conocía del Club de Campo de su urbanización. Los tres le caían muy mal, y los citó allí. El tres le pareció un buen número, por lo que en su segundo asalto, se aseguró de que los tres empleados estuviesen dentro. Quería comprobar si el silbato de alerta podía escucharse desde el interior de la oficina. En su tercera aparición, citó, como ya habían dicho los familiares a Patricia en las investigaciones preliminares, a tres personas para un puesto ficticio en la banca de Ámsterdam. Sacó sus nombres de la bolsa de trabajo de VidaPlus. Los drogadictos del Retiro resultaron fáciles de convencer. Y a los tres leñadores les había echado el ojo hacía mucho tiempo.

En cuanto a la hora de comisión, decidió que las 6 y 6 eran una hora muy simbólica para una venganza Divina. Como los explosivos se activaban por temporizador no le resultó muy complicado.

¿Y Paloma? Al principio «nutrió» inconscientemente de ideología y textos a Mouton; pero a partir del segundo «accidente» comenzó a hallar coincidencias entre los textos que sacaba a su novio y las muertes de los periódicos. Y solo Dios sabe qué tiene el amor que a todos hace perder la razón que Paloma no dudó en apoyar, consentir y colaborar con su novio. Quizá el dinero cubrió los resquicios morales en su enamorado corazón.

El caso es que cuando tuvo que ayudarle de veras, deslució: Se trataba de adherir un explosivo a una barca. Los cadáveres estaban allí tumbados desde por la tarde. La bomba, la lámina y a casa. Mouton estaba a esas horas en el consejo de administración extraordinario que él mismo había provocado con sus «castigos», por lo que delegó en ella. Y ella no consiguió poner el explosivo. Y olvidó la lámina en casa. Y nada podía ir peor.

Agujereó la barca golpeándola con una piedra, llenó de rocas el bote y lo empujó estanque adentro tras escribir en su casco lo que le dio tiempo. Por eso lo «acotó». Utilizó para ello su lápiz de labios. Luego lo tiró a unos arbustos tras asegurarse de que ninguna huella había quedado en ellos.

Mouton no debió ver las cosas muy claras tras el pequeño fiasco de su aliada. Los sucesos se precipitaba y temía entrar en el selecto club de sospechosos. Supuso que desviaría la atención cuando puso una bomba lapa en su propio coche y fingió un atentado. Perteguer tenía razón. Era muy sospechoso que empleando un detonador a distancia hubiera «dejado» salir vivo a Mouton. Con lo perfeccionista que era Dante.

Y lo cierto es que la casualidad, la inteligencia de una detective, y la perseverancia de muchos policías y guardias acabaron con el plan de un asesino culto, de media edad, blanco, y de clase media-alta, como afirmaba Pedro.

En cuanto a las cartas de Beatriz, se demostró que Mouton, en un alarde de arrogancia temeraria, las había escrito y depositado bajo la puerta de Patricia, con la esperanza de que una amenaza tan cercana y reiterativa, amedrentase a la detective. A fin de cuentas se estaba acercando demasiado. Debió pensar en un primer momento que estas habían surtido efecto; sobretodo cuando ella desapareció de escena unos días.

¿Y Fuster? Fue detenido en Zarzaladoire, Teruel, su pueblo natal junto con su novio el mismo día que Mouton. Estaba pasando una semana romántica alejado de la vida moderna. Fue puesto en libertad horas después.

Y aquí acaba lo que dio de sí el caso de Dante, filón periodístico inagotable, y novela con película en ciernes, que dejó tras de sí doce muertos y un herido.

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