Fotos

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Madrid, Museo Arqueológico Nacional.

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Madrid, Museo Arqueológico Nacional.

—Ahí está nuestro hombre.

El comisario Velázquez se introdujo en la boca un chicle de nicotina y ajustó las lentes de sus prismáticos. Al otro lado de la acera, frente a la fachada del Museo Arqueológico, se había detenido un taxi. De su interior salió un hombre oriental de unos treinta y tantos años, impecablemente vestido con un traje de lino blanco y sombrero a juego. Portaba un maletín de cuero negro. Miró a ambos lados de la acera y se dirigió con paso rápido hacia la puerta del museo.

—Nido a Halcones. —Velázquez agarró con decisión el walkie-talkie—. El ratón entra en la ratonera.

Había mucha gente esa mañana de agosto en el museo. Los turistas devoraban sándwiches y cigarrillos bajo un sol de justicia en los verdes jardines de la portada del museo mientras sacaban fotos y escuchaban las explicaciones de alguno de la media docena de guías que explicaban las peculiaridades del edificio. Uno de esos turistas, pelirrojo y corpulento, de apariencia inglesa, paró de hacer fotos por un instante y clavó su mirada en el hombre oriental. Cuando pasó a su lado a paso rápido y se hubo alejado unos metros, susurró unas palabras imperceptibles al cuello de su camisa.

—Le veo. Sube las escaleras. Va al interior del edificio.

Dicho esto, colgó su cámara al hombro y llamó en un rudimentario inglés, a voz en grito, a una joven castaña con apariencia de turista que también sacaba fotos.

—¡Darling! Come on to see the museum. It’s too late.

La joven, colgó su cámara al hombro y se acercó a su compañero con una sonrisa fingida entre las miradas de varios de los turistas sorprendidos por los gritos del pelirrojo y aburridos de las explicaciones de sus guías. Cuando estuvo a su lado, se agarró a su brazo y le susurró al oído.

—Lora… ¿Qué entiendes por discreción, cariño?

—Don’t speak in spanish. We are english, and my name is John, Marta. —La ruda voz de Velázquez sonó por los receptores de los agentes.

—¡Grupo dos! ¡Me cago en la leche, que no estáis de turismo! ¡Id detrás del «ratón»! ¿Le habéis sacado fotos?

Marta pegó un codazo a Lora y respondió por lo bajini.

—Sí. Tres. Vamos a por él.

—Bien. Esperad a que se vea con su enlace. Corto y cierro.

—Entendido, corto y cierro.

En el interior del museo, la marea de turistas no paraba de hacer fotos, charlar, curiosear y subir y bajar las escaleras del hall. Había muchos niños.

—Hay muchos niños…

Un empleado de limpieza de pelo largo y gafas parecía hablar con su fregona cuando pasó por delante suyo un hombre oriental de traje blanco.

—… «Ratón» va camino de Egipto… y hay demasiados niños…

El hombre oriental cruzó varias salas hasta llegar a la de las momias. No fue una casualidad. Era la más concurrida. Estaba hasta arriba de niños. Se detuvo frente a la momia de «mentira», esa que tan solo contiene una tabla de madera envuelta en vendas. Lora y Marta aparecieron por la otra puerta cámara en ristre y cogidos del brazo.

—Look, Marta… mummies…

—Míralo… ahí está…

—¿Ves al enlace, Jacin?

—No… y deja de llamarme Jacin…

Un hombre blanco de unos cuarenta años entró en la sala detrás de ellos. Vestía un elegante y seguramente caro traje azul marino. Tenía porte distinguido y llevaba un maletín idéntico al del oriental. Por la otra puerta apareció el hombre de la limpieza de pelo largo hablando con su fregona. Grupos de turistas se hacían fotos con los sarcófagos y contemplaban atónitos las vasijas funerarias ante la aburrida mirada de los vigilantes.

—Lora y Marta. Enlace a vuestra espalda. El ratón os está mirando. Haced algo.

Lora agarró a Marta por el talle y le estampó un beso en los labios.

—Eso es Romeo… ha pasado de largo. El ratón ha dejado ya su maletín en el suelo.

La voz de Velázquez sonó de nuevo por los trasmisores.

—¡Es la señal! ¡Adelante con el operativo!

Tres furgonetas de la policía aparecieron por la calle Serrano frenando en seco frente al museo. No llevaban sirenas. Uno de los policías bajó de la primera y dio orden a los vigilantes de cerrar las puertas de acceso. Dentro, en la sala de las momias egipcias, el hombre del traje azul y el del traje blanco, contemplaban la momia-tablón. Los dos maletines estaban en el suelo. El oriental cogió el que había dejado el hombre del traje azul. Mientras, unos metros más atrás, Marta captaba todo en una pequeña cámara digital.

El hombre de la limpieza soltó la fregona y agarró al oriental por los hombros estampándolo contra la pared, mientras Lora hacía lo mismo con el hombre del traje azul ante la atónita mirada y gesto asustado de los turistas de verdad. Marta sacó un revólver de su riñonera y gritó, al tiempo que apuntaba alternativamente a los dos detenidos.

—¡Alto policía! ¡Quedan detenidos!

El hombre del traje azul, por agallas y por la superior fuerza de Lora, cayó de rodillas a los pies de un sarcófago con los brazos sobre la cabeza; Perteguer, sin embargo, lo tuvo más difícil con el oriental. De un cabezazo hacia atrás se zafó de Perteguer rompiéndole las gafas y haciéndole perder la melena postiza. El agente cayó redondo al suelo bajo la vigilancia de Marta, que seguía arma en ristre apuntando al oriental.

—¡Quieto!

Perteguer se incorporó cuando el oriental salía por la puerta.

—¡Marta, no dispares! ¡Los niños!

El consejo fue bien aprovechado por el oriental, que agarró a un chaval rubio con la mano del maletín al tiempo que con la otra sacaba una pistola de su americana, mientras se alejaba, caminando hacia atrás rumbo a las escaleras.

—Mierda… —Perteguer desenfundó su arma y se asomó a la puerta—… esposad a este y dejadme al chino…

Perteguer salió con cautela al pasillo. El hombre oriental había dejado al niño y corría escaleras arriba empujando a los turistas que se cruzaban en su camino. Le tuvo a tiro dos veces antes de que ascendiera al segundo tramo, pero en ambas ocasiones se había parapetado entre la muchedumbre, que a los gritos de «al suelo» no paraba de corretear asustada sin rumbo.

—¡Escapa hacia la azotea!

Dos agentes uniformados aparecieron al fondo del pasillo. Perteguer subió escaleras arriba. Nada más alcanzar el rellano se escucharon dos detonaciones. Las balas fueron a parar en el pasamanos de la escalera.

—¡Está disparando! ¡Desalojen el museo!

Perteguer siguió subiendo. El último tramo de escaleras desembocaba en una sala más. Exposición sobre el arte precolombino. La sala estaba siendo desalojada a trompicones por el servicio de seguridad del museo, pero aún quedaban algunos visitantes aterrorizados escondidos entre las vitrinas.

Entró despacio mirando a cada lado con cautela. Una nueva detonación le hizo arrojarse al suelo y una máscara de barro maya se hizo añicos con el impacto de bala.

—¡Tira el arma y entrégate! ¡Estás rodeado!

Tres turistas japoneses pasaron gateando a toda velocidad junto a Perteguer rumbo a la salida. La sala estaba ahora en silencio. Echó una rápida ojeada tras la vitrina de las armas y no vio nada. Todo seguía en calma.

La voz de Velázquez sonó preocupada por el receptor.

—Rafa… hemos oído disparos. ¿Estás bien?

Perteguer contestó con el botón Morse.

—La tercera planta está vacía, Rafa, y los de operaciones especiales suben por las escaleras. Mantenle ahí. ¿Entendido?

Pero la orden de Velázquez iba a ser difícil de cumplir. Sonaron dos disparos que hicieron saltar en pedazos la ventana de la fachada principal. El oriental, con una agilidad increíble rodó hasta la ventana y saltó por ella.

—¡Joder! —Perteguer corrió hacia la ventana—. ¡Tiradores en la principal!

El oriental había saltado a un andamio de mantenimiento y trepaba por la escalerilla. Estaba a punto de alcanzar el tejado.

—¿Tiradores? ¡No los hay!

—¡Mierda! —Perteguer sacó medio cuerpo por la ventana—. ¡Alto o disparo!

El oriental, colgado de una mano, disparó tres balas contra Perteguer, y todas fueron a impactar contra la fachada. Cuando el perseguido alcanzó el tejado, el perseguidor saltó a la escalerilla. Trepó lo más rápido que pudo y alcanzó el tejado jadeante.

—Azotea. Interceptarle desde la biblioteca…

Enmudeció. El metal caliente de un arma recién disparada le hizo sentir, paradójicamente, un escalofrío. Estaba a su espalda. Error de novato.

—Me tiene. Cierro.

El oriental arrebató el comunicador y el arma a Perteguer antes de que acabara de decir la frase y lo empujó lejos de la cornisa.

—Ahora me vas a ayudar a salir de aquí.

—No podrás. Nos matarán a los dos.

—No lo harán. Nunca disparáis.

—Entrégate. Es inútil. Hay francotiradores.

El gesto del oriental cambió por completo. Un helicóptero se escuchó a lo lejos y de un salto se alejó de la cornisa. Buscó a Perteguer con la mirada y no lo encontró, pero sintió un fuerte dolor en la espalda que le hizo caer de bruces y perder el arma, que se deslizó demasiado lejos De un rodillazo, el oriental había quedado desarmado. Buscó con rapidez el arma que le había arrebatado al policía, pero un disparo de advertencia sonó cercano, como cerca fue a impactar la bala, a escasos centímetros de su cabeza.

—Quedas detenido.

Perteguer le apuntaba con una pistola de pequeño calibre, pero letal a esa distancia. Le arrojó unas esposas.

—Ya ves que yo si disparo… así que póntelas.

* * *

El comisario Velázquez, un tipo realmente grande, moreno, y con un peculiar y frondoso bigote, salió al encuentro de Perteguer y el detenido a la entrada misma del museo.

—¡Maldita sea! ¡Dije sin disparos! ¡Sin heroicidades! ¡Estás loco, Perteguer!

—Llevan diciéndomelo toda la vida…

Perteguer entregó al oriental a dos agentes uniformados y rebuscó un cigarrillo en sus bolsillos.

—El museo está contabilizando los desperfectos… van a quejarse al Ministerio… por lo visto habéis partido en tres cachos una máscara de 2000 años.

—¿Tres cachos? —Lora ofreció su mechero a Perteguer carcajeándose—. ¡Ahora es el puzzle más antiguo del mundo…!

Todos rieron el chiste menos Velázquez, que escupió su chicle de nicotina con rabia y se fue a hablar con el director del museo.

—Ahora le pedirá disculpas por lo vándalos e incultos que somos…

—Que pongan detectores de armas… ninguno de nosotros hemos disparado una sola vez… ¿Ha cantado el pez gordo?

—Sí. —Lora se frotó las manos— 60 000 euros se iba a llevar el chino por cargarse a su mujer.

Perteguer sonrió mientras dejaba que una bocanada de humo se le escapase entre los labios.

—Por una vez nos adelantamos… sin fiambre de por medio…

—Si siempre fuera así…

Marta apareció tras un furgón con un teléfono. Todavía llevaba atuendo de turista.

—Rafa, es para ti. Por cierto Lora, como vuelvas a besarme te arranco los labios con unas tenazas…

—Era para despistar, Jacin.

—¡Y no me llames Jacin!

* * *

—¿Para mí? —Perteguer cogió el teléfono—. Diga…

—Raf, soy Emilio… ¿Qué tal?

—Hola Emi, Estoy algo ocupado, en un operativo, te llamo más tarde…

—Ya, ya te veo. Sois las estrellas del telediario. Han grabado casi todo desde un helicóptero. Tengo que hablar contigo. He reservado una mesa en el tailandés de ahí enfrente. Estaré ahí en diez minutos.

—Pero Emilio, estoy cansado, me han disparado… voy vestido de barrendero…

—No estás herido y comemos en el privado. Diles que te dejen una camisa de uniforme. Es muy importante, Raf.

Perteguer resopló y colgó el teléfono.

Ocho minutos después un BMW oficial frenaba en seco a las puertas del restaurante. De su interior salió Emilio Santalla con cara de preocupación, aunque sonrió al ver a Perteguer.

Emilio era un viejo amigo de Perteguer. De similar edad, había preferido el trabajo «de despacho», gracias a lo cual parecía más un joven directivo de una multinacional que el director de un departamento de Defensa. Había pegado el salto al antiguo CESID desde «Delitos Informáticos» de la Guardia Civil, y tras un paseo de un año por la desprestigiada oficina de «Asuntos Internos» de Inteligencia Militar, accedió a un puesto de cierta responsabilidad en «Delitos Religiosos». Era lo que se puede decir, un «gentleman», con sus camisas de sport y sus ademanes de James Bond eternamente trasnochado. En el fondo era un juerguista, y Perteguer lo sabía.

Tras un efusivo saludo los dos hombres entraron al restaurante, que estaba decorado «alla» tailandesa; artesonados en dorado, madera barnizada, y macetas con plantas gigantescas y flores extrañamente hermosas y coloridas. Estaban en un famoso y selecto restaurante, en la que no era raro encontrarse con famosos del papel cuché entremezclados con escritores, políticos, banqueros o futbolistas de nivel. Un camarero oriental les llevó hasta un salón privado con mesa montada para dos. Cuando cerró las puertas, Emilio esbozó su tradicional sonrisa de «tengo que decirte algo que te va a joder» y atacó:

—Bueno… quizá te lo debiera haber preguntado antes, pero en fin… ¿Sabes algo de Patricia?

Perteguer arqueó las cejas e hizo una mueca.

—No… desde hace seis meses… ¿Por?

—Pensé que tú y ella…

Emilio mantuvo la mirada fija en Perteguer mientras servía vino en las dos copas.

—Pensaste mal. Ella y yo nunca… —Perteguer frunció el ceño—. ¿Para qué la buscas?

—Llevo tiempo sin saber de ella. Creí que tú podrías saber su paradero.

Perteguer encendió un cigarrillo y lanzó un resoplido. No le gustaba la conversación. El camarero oriental que les había recibido entró en el reservado. Traía una bandeja cargada de frutas exóticas. Le seguía una mujer, también de rasgos asiáticos, con una enorme fuente de metal con forma de pescado, y un recipiente en su base que transportaba tres velas encendidas.

—¿Y si empiezas por el principio?

Emilio asintió y abrió el maletín que portaba. De su interior extrajo tres carpetas salmón. Dejó dos sobre la mesa y tendió abierta la tercera a Perteguer. La primera página era un «collage» de crónicas de sucesos de los últimos dos meses:

—«Una gran esfera de acero se desprende aplastando a tres clientes del Casino. La bola, de media tonelada de peso, representaba al Mundo y formaba parte de la decoración del complejo».

«Estalla una gasolinera en pleno casco urbano. La deflagración causó tres muertos y más de veinte heridos».

«Cae el ascensor de un rascacielos matando a sus tres ocupantes. Todos trabajaba para la “Banca de Ámsterdam”, propietaria del edificio».

Perteguer dejó de leer y dio una larga bocanada a su cigarrillo.

—Son noticias impactantes, pero no logro relacionarlas.

—En todos los sucesos el número de víctimas son tres.

Emilio bebió un trago de vino a sabiendas de que lo que iba a decir iba a causar cierta polémica.

—Son accidentes provocados que siguen un guión. Algo sobrenatural que desconocemos, inexplicablemente está matando gente de tres en tres…

Perteguer arrojó indignado la servilleta en la mesa.

—¿Pero qué mierda estás diciendo? ¿Has perdido la cabeza? ¡Me voy!

—¡Espera! Todos los accidentes se produjeron a las seis y seis minutos de la tarde. Aún hay más; las fechas: primer suceso el 27 de Junio, segundo el 10 de Julio, tercero el 23 de Julio, … un intervalo de trece días las separa; y todos los accidentes han ocurrido en Madrid capital…

Perteguer miró su reloj.

—Hoy es 8 de Agosto… según tus cálculos el 5 tendría que haber pasado algo. ¿Qué tiene que ver Patricia en esto? ¿Y yo?

—Siéntate.

Perteguer le miró con resignación y volvió a coger la carpeta.

—Aún hay más. Si miras la fotos…

—¿Qué tengo que ver en todo esto, Emilio?

—¿Te suena «VidaPlus»?

—Compañía aseguradora.

—Patricia entró a trabajar allí hace casi tres meses como detective; ya sabes, investigan si ha habido fraude y todo lo demás. Su primer caso fue lo del Casino. El caso es que VidaPlus también aseguraba el ascensor que se cayó y la gasolinera que explotó. La compañía está a punto de quebrar y presionó a Patricia para que consiguiera de cualquier manera pruebas de que había habido sabotaje, de que nada había sido fortuito. El 25 de julio la Guardia Civil la detuvo en un polígono de Rivas. Entró de noche en la fábrica donde ensamblaron el ascensor accidentado. Una división del CNI ya se estaba ocupando de todas estas coincidencias, y una vez revisado el expediente de Patricia, y teniendo en cuenta lo de aquella secta y aquel libro, se la ofreció retirar la denuncia a cambio de trabajar también para nosotros.

—¿Pat trabaja para Defensa? Estáis todos locos… ¿Cómo se te ocurrió meterle en esto?

—Ella ya estaba metida. Se mostró encantada, es una oportunidad de oro que tú nunca has querido aceptar…

—¿Qué quieres de mí?

—En un primer momento, saber dónde se ha metido. Lleva desaparecida desde el día 3.

Perteguer cambió el gesto. Ahora estaba preocupado.

—¿Desaparecida? ¿No os habrá dado esquinazo?

—No tendría ningún sentido… Estamos preocupados… pensé que querrías saberlo.

Perteguer dio un trago a su copa de vino y encendió otro cigarrillo.

—¡Pues claro que quiero saberlo! ¡Empieza por ahí la próxima vez y ahórrate historias raras! ¿Quién lleva la búsqueda?

—Asuntos internos… tú puedes colaborar, tienes carta blanca del Ministerio, ya me he ocupado…

—¿Te has ocupado? —Perteguer clavó la mirada en Emilio—. ¿Solo para que la busque? ¿O algo más?

—Bueno, Rafa…

—¡Maldito cabrón! —Perteguer estalló de furia—. ¿Me ablandas con lo de Patri para que siga con su investigación? ¿Es eso, embustero? ¿Así juegas conmigo?

—Si quieres encontrarla tendrás que seguir sus pasos tarde o temprano. Sé que la buscarás, pero además sé que puedes hacer este trabajo porque eres de los mejores…

—¡Vete a la mierda! ¡Como Rafa está loco, seguro que acepta y vuelve a perseguir fantasmas!

—Rafa, no es una misión para dar a cualquiera. Nadie cree en esto…

—¿En qué?

—Mira las fotos del dossier. En todas ellas aparece una cara en la esquina superior izquierda. ¡En todas! Pasa la página y encontrarás las fotos coloreadas por ordenador. En todas aparece esa maldita cara.

Perteguer puso las dos páginas encima de la mesa. En la de la izquierda se observaban cuatro fotos: La esfera de acero incrustada contra el suelo y tres cadáveres aplastados bajo esa bola de tres metros de diámetro. El ascensor incrustado en el hueco del sótano, la gasolinera calcinada… Todas tenían una mancha borrosa en la esquina superior izquierda. Las de la derecha eran iguales pero tratadas por ordenador. Todo estaba en blanco y negro salvo la esquina superior izquierda, en color y ampliada. La zona reproducía perfectamente el rostro anguloso de un hombre mayor, calvo y de frente arrugada, que con ojos pequeños y boca torcida, como haciendo una mueca, miraba directamente a todo aquel que tuviese la foto enfrente. Era una imagen aterradora.

—Y recuerda —añadió Emilio— la coincidencia de fechas y de hora, y el número de víctimas…

Perteguer resopló una vez más y se pasó la mano por la frente. La imagen de la cara era agobiante.

—¿Dónde y cuándo perdisteis contacto con ella?

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