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Lisboa, Portugal

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Lisboa, Portugal

Era un atardecer precioso, como sacado de un cuadro. El sol, se iba escondiendo tras el horizonte, que teñido de naranja y azul, parecía recortado por la silueta de los edificios más lejanos. Si se observaba con más atención el despejado cielo, era posible distinguir las estrellas más tempraneras y una blanca y tímida luna en cuarto creciente. Había salido de luna nueva apenas tres días atrás, y parecía un arañazo perdido en medio del cielo, despojado de toda nube; la brisa le refrescaba el rostro mientras contemplaba todo ese tranquilo espectáculo natural que cada día, y desde que el mundo es mundo, tenía lugar en cualquier punto de la Tierra. Y era realmente curioso que el atardecer, ese ritual diario y a ojos de muchos, mil veces más hermoso que el amanecer, fuera distinto en cada ocasión. No obstante había sido objeto de innumerables composiciones artísticas, desde poemas hasta fotografías, pasando por pinturas y canciones… Era pues, el eterno momento inspirador del hombre, y el instante del día preferido por las vagabundas almas románticas que persiguen amaneceres y atardeceres en cualquier mirador de cualquier rincón del planeta.

Patricia contemplaba todo aquello desde el mirador de Santa Catarina, ciertamente ensimismada. El viento despeinó su melena. Las farolas comenzaban a encenderse y la oscuridad empezó a teñir todo de colores más oscuros. Ella miró su reloj: Eran las nueve y diez del día 11 de agosto. No llevaba ni seis horas en la ciudad, pero ya se había encaprichado con el hermoso misterio y la melancólica belleza que ofrecía la capital portuguesa. Miró hacia el océano. Estaba al borde de Europa.

Un hombre de unos treinta años se apoyó en el mirador a su lado. Era moreno, atractivo y vestía una camiseta de la selección portuguesa de fútbol con el número 10 a la espalda. Se encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Patricia. Se dirigió a ella en perfecto español suavizado con un cerrado pero dulce acento portugués.

—¿Fuma tabaco portugués?

Patricia cogió un cigarrillo y clavó su mirada en aquel hombre.

—Solo cuando gana el Oporto.

El hombre sonrió y encendió el cigarrillo de la chica.

—Aquí todos somos del Sporting…

—Pongan otra contraseña para la próxima vez.

Patricia separó los labios para dejar escapar una bocanada de humo y volvió a fijar su mirada en el horizonte. Ya era de noche.

—De acuerdo. —El hombre se retiró de mirador—. Sígame.

Caminaron despacio hasta la caseta del funicular. El hombre compró dos billetes y le tendió uno a Patricia. Ambos acabaron sus cigarrillos antes de que la cabina del funicular se detuviese frente a ellos. Eran los dos únicos pasajeros. Entraron y tras ellos se cerraron las puertas de aquella lata colgante, a través de cuyos cristales, rallados y garabateados, se apreciaban unas excelentes vistas. El hombre volvió a hablar.

—Bienvenida a Lisboa. Me llamo Luis. Aquí podremos hablar tranquilos.

Patricia dejó de mirar a través de la ventana y volvió a clavar la mirada en aquel hombre. Le tendió una mano a modo de saludo.

—Patricia. ¿Dónde vamos?

—A nuestra oficina. Tardaremos un poco.

El funicular se detuvo al llegar a su destino. Élla y él atravesaron la Praça de Dom Luis para tomar un tranvía.

—¿Le gustan los tranvías? ¿No opina que son muy románticos?

El portugués pasó el brazo sobre los hombros de Patricia y esta lo retiró de inmediato.

—Negocios, Luis.

—Negocios, negocios… sin problema.

Y ambos prosiguieron en silencio los veinte minutos que tardó el tranvía en llegar al fin de trayecto.

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