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Lisboa.

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Lisboa.

Era la mañana del día 12. Patricia estaba tomando un café en una terraza de la Praça do Comercio; era una hermosa y enorme plaza porticada del siglo XVIII que le recordaba a las españolas, con la salvedad de que esta tenía tres lados: al sur se abría al estuario, en el cual existía un romántico embarcadero. Frente a él, en el lado norte, un majestuoso arco triunfal al estilo Luis XIX coronado por tres esculturas. En el centro mismo de la plaza se alzaba una magnífica estatua ecuestre dedicada a José I. Lisboa era realmente una ciudad hermosa que se derramaba hacia el Tajo arrastrando su dulce melancolía sobre las buhardillas y los tejados de las casas.

Reconoció a Luis entre la multitud de turistas que tomaba el sol mientras sacaban fotos de la plaza. Se sentó en su mesa.

—Tengo el coche ahí atrás. ¿Nos vamos?

—Vamos.

Patricia dejó unas monedas sobre la mesa y siguió a Luis hasta su coche, un viejo Opel Kadett granate, en el que circularon aproximadamente una hora entre el congestionado tráfico de la capital. El turismo se detuvo frente a una nave industrial a las afueras de la ciudad. Salieron del coche y entraron en ella. La nave parecía estar dedicada a la marroquinería y la confección de bolsos, cinturones y carteras de bolsillo. Atravesaron la gran sala en la que se ubicaban todas las máquinas de confección y accedieron a un pequeño almacén del cual partían unas escaleras de caracol a un piso inferior. Cuando las descendieron, toparon con una puerta metálica. Luis llamó tres veces; a los pocos segundos, un hombre moreno, con bigote, delgado y de unos cuarenta años les abrió la puerta. Tras un meticuloso repaso con la mirada a ambos, los tres accedieron a otra habitación cerrando la puerta metálica tras de sí.

La habitación estaba ocupada por una enorme mesa y seis armarios empotrados en las paredes. El hombre del bigote, que les había abierto la puerta, se sentó tras la mesa, y en un español más que correcto, preguntó a los visitantes:

—¿Qué material queréis?

Patricia tomó asiento en una de las sillas y sacó un papel del bolso. Se lo tendió al hombre del bigote, que lo leyó.

—Es caro, y tengo poca cantidad.

—¿Pero es tan bueno como dicen?

—La ferrocuprisina en cantidad similar a una pelota de tenis es capaz de partir por la mitad una viga de metro y medio de grosor…

El hombre del bigote abrió los brazos como para representar el grosor especificado, pero se excedió ostensiblemente. Patricia sacó un chicle del bolso y el fajo de billetes.

—¿Pero seguro que no es detectable en laboratorio?

El hombre del bigote negó con la cabeza, se levantó y caminó hacia un armario. Lo abrió y sacó un paquetito envuelto en papel secante. Lo dejó sobre la mesa, y tras sentarse, lo abrió cuidadosamente mostrándoselo a Patricia.

—Su composición es metálica al 80 por ciento; el otro 20 es altamente volátil y desaparece al explosionar. Aplicado a superficies metálicas, sus restos se funden con el material destruido, haciendo imposible determinar qué fue estructura, qué fue explosivo. Israel engañó a los mismísimos USA, a la CIA misma, con la voladura de un puente en Líbano. Lo desarrolló hace apenas dos años y ahora ha llegado a Europa. Esto en América no se conoce…

Patricia tocó aquella especie de piedra de color ocre. Al tacto parecía arcilla mojada. Se limpió con un trapo que le ofreció el hombre del bigote.

—¿Cuánto costaría esa pelota de tenis?

El hombrecillo del bigote hizo como que calculaba lentamente y clavó su inexpresiva mirada en los bonitos ojos de Patricia.

—Dos mil euros, sin detonadores… Luego tenemos a distancia y por temporizador…

—Ya dispongo de detonadores…

—Utilice dos gramos de dinamita para explosionarla; nadie lo notará.

Patricia asintió y sacó cuatro billetes de quinientos euros de su monedero. Se los entregó al hombrecillo del bigote.

—Si realmente me funcionan como es debido, vendré a por más.

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