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San Lorenzo de El Escorial. Aserradero «El Caballo de Troya»

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Perteguer detuvo su automóvil frente al aserradero del Escorial. El enorme caballo de madera le observaba inmóvil iluminado por los faros del Seat del policía. Atrás, la montaña y la noche.

—El caballo de Troya…

Perteguer esbozó una sonrisa al comprobar que había luz en el interior de aquel gigantesco cobertizo. Cogió del asiento del copiloto el ejemplar de bolsillo de La Divina Comedia que le había regalado Fuster y releyó un párrafo subrayado.

—«Verdad dices en esto; más tú no tan veraz te presentaste cuando en Troya el caballo entró funesto… dentro las armas del caballo gimen: óyelas —grita el de la panza fuerte—; lo notorio te apene de tu crimen».

Y luego una nota realizada por él mismo a boli, en el margen inferior:

—«Acaba el canto con un cómico altercado entre Adam (falsificador de moneda) y Sinón, que aconsejó la introducción del caballo dentro de los muros de Troya».

Bajó del coche y caminó despacio hasta el cobertizo. Sigilosamente, se deslizó por debajo del marco de una ventana. Un perro ladró al otro lado del edificio. Con gran precaución, escudriñó a través e los sucios ventanales el interior del edificio.

Allí estaban dos de los tres panzudos leñadores a los que ya había interrogado días atrás. Faltaba un tercero. Estaban enfrascados en algo, inclinados sobre una inmensa máquina. Pero no era madera lo que estaban cortando. El leñador gordo y barbudo que había recibido a Perteguer en su anterior visita sacó una larga sábana de papel naranja del interior de aquel armatoste metálico y comenzó a cortarlo en una guillotina de imprenta. Dante había acertado: eran falsificadores de moneda.

Sacó el móvil de su bolsillo y buscó un número en la agenda. Entonces recibió un fuerte golpe en la espalda que le hizo caer al suelo inconsciente.

* * *

—Rafa. ¿Estás bien?

No, no estaba bien. La espalda le dolía muchísimo, y el costado derecho tres cuartas partes de lo mismo. Además sentía mucho frío. Estaba tumbado en algún lugar oscuro, frío y húmedo. Todavía estaba algo desconcertado por el golpe. Sin embargo, había algo de familiar en aquella voz. Intentó incorporarse, pero un brazo le detuvo.

—Espera… —Una mano cogió su brazo y lo elevó unos centímetros hasta tocar algo tan duro y frío como el suelo sobre el que estaba tendido—… mejor que te quedes como estás…

—¿Patricia?

—Sí.

Giró la cabeza. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad, y gracias a unos débiles rayos que se filtraban por alguna rendija junto a sus pies, pudo reconocerla. Estaba allí, acostada junto a él en lo que parecía ser un agujero de dos metros de largo por dos de ancho y apenas medio metro de alto.

—¿Dónde estamos? ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

—Tranquilo, tranquilo… Primero déjame comprobar una cosa…

Ella puso la mano en su costado izquierdo y apretó delicadamente.

—¿Te duele?

—No, es el otro…

Repitió la operación en el costado derecho y Perteguer sintió un dolor punzante.

—Ese… ¡Para!

—Creo que te han roto una costilla… o dos. Por lo visto te partieron un tablón en la espalda… ¿Qué tal tu cabeza?

—Olvídate de mi cabeza. ¿Qué te han hecho? ¿Cuánto llevas aquí?

—No me han hecho nada, tranquilo. Estamos en un zulo, o una bodega, dentro del aserradero. Son falsificadores de moneda y creen que les investigamos a ellos. Me encerraron hace unas horas, pero sin maderazo… Estoy bien, de verdad…

—¿Seguro?

—Sí, pesado…

Patricia sonrió, aunque Perteguer no pudo verlo, y se tumbó sobre su costado derecho, para tener de frente al policía.

—¿Y qué haces aquí?

Perteguer se tumbó sobre su izquierdo.

—¿Y tú me lo preguntas? Llevo buscándote más de una semana. Yo y todo tu departamento. Y unos mafiosos de Lisboa, y toda la policía de Portugal, y Carlos Mouton, y Dante…

—Vaya; yo también me alegro de verte. ¿Sabes? ¿Has venido para echarme la bronca?

—Emilio me dio tu investigación. En realidad me llamó porque habías desaparecido y luego me endosó tu caso.

—¿Y cómo lo llevas? —Patricia se aproximó unos centímetros a Perteguer, que hizo lo mismo—. Si has llegado hasta aquí es que lo sabes ya todo.

—No todo… Hasta hoy mismo no descubrí lo de el «caballo».

—Si te hubieras leído el libro entero…

—Si hubieras dicho dónde ibas…

Perteguer se llevó la mano al costado dolorido. Hacía mucho frío en ese zulo. Patricia le mesó los cabellos.

—Sabes que no podía. ¿Quieres saber qué hacía en Portugal?

—Sorpréndeme.

—Comprar explosivos.

Perteguer rió hasta que el costado le hizo contenerse.

—No me ha sorprendido lo más mínimo. Prueba otra vez.

—Como comprenderás a Emilio no le hubiera hecho mucha gracia. Además tuve que deshacerme del móvil. La banda con la que contacté me tenía vigilada para saber si era policía, y no me dejaban ni a sol ni a sombra; pero al final encontré lo que buscaba: FCP.

—¿FCP? —Perteguer se aproximó aún más a Patricia. Ahora sus cabezas estaban a unos pocos centímetros—. ¿Qué es?

—Ferrocuprisina. Explosivo metalo-volátil israelí. Desarrollado para no dejar restos una vez ha estallado. Se detona con muy poco explosivo convencional, vale igual pólvora que amosal, que dinamita. El caso es emplear una cantidad lo suficientemente ridícula como para no dejar resto. El explosivo-detonador provoca una reacción muy violenta en el FCP. El cuarenta por ciento desaparece en el ambiente nada más estallar.

—¿Y el resto?

—Se adhiere a la superficie que ha reventado. Sus componentes son materiales de construcción habituales: aluminio, cobre, hierro… por lo que al analizar la metralla no ves nada más que el propio material carbonizado. ¿Y qué si encuentras un poquito de cobre en un soporte de aluminio? El aluminio no explota…

—¿Y eso es muy conocido?

—Afortunadamente cada vez más. Gracias a los traficantes que lo sacan de Israel y lo introducen en Europa, toda las policías lo conocerán en unos meses. Pero aquí… bueno, ya sabes…

Los labios de Perteguer y Patricia estaban ahora casi en contacto. Un par de veces durante la conversación se rozaron suavemente y sin consecuencias.

—Sabías desde el principio que Dante era real.

—¿Tú no? ¿Te creíste el cuento de la cara? Eres un pelín inocente para ser poli. ¿Sabías?

—Bueno… por un momento dudé… ¿Qué más da? Lo supe cuando… bueno… resulta que como no aparecías registré tu casa… —A Patricia no pareció molestarle—… cogimos las cartas y relacionamos todo con la Divina Comedia gracias a un amigo tuyo… un tal Jose… —Tampoco oír el nombre de Jose la alteró—… y encarrilamos todo esto hacia un sospechoso, un tal Fuster.

—¿Fuster…? No me suena. Tenía varios sospechosos en lista, pero ese no me suena…

—Demandó a tu compañía hace unos años. Es especialista en Dante y odia a Mouton.

—Uno más…

—Pero ha desaparecido.

Perteguer hablaba cada vez más despacio. La respiración de ambos se entremezclaba a escasos milímetros de sus caras. Hubo un amago de acercamiento, de beso, pero los dos se contuvieron. El brazo de Perteguer se apoyó en el costado de Patricia. Hacía un rato que la mano de esta descansaba sobre el cuello del policía.

—Entonces… —Patricia habló con voz entrecortada—… hoy a las seis…

—… Todavía hay tiempo… saldremos de esta…

—Eso espero… Algo me decía que acabarías metido en esto…

—¿En el zulo?

—No, idiota, en el caso… Y me alegro de que estés aquí conmigo… —Sus labios estaban prácticamente unidos—… Por cierto. ¿Cómo conociste a Jose?

Perteguer tragó saliva y se mordió el labio inferior.

—Bueno… el caso es que… le detuvimos.

—¿Qué?

Patricia se retiró todo lo que pudo de Perteguer. El momento paréntesis había acabado.

—Lo detuvimos porque… porque como estabas desaparecida…

—¡Pues decidisteis detener a mi ex! ¿Pero qué métodos usáis? O mejor: ¿Qué método usas? Yo te lo voy a decir: «siempre tengo la maldita razón y soy poli». ¡El mismo método que usas para tu vida en general si es que la tienes! ¿Te enteraste que me lie con él y le enviaste al calabozo? ¿Es eso? ¿Es eso, animal?

—¡Tú estás loca! ¿Te crees que le detuve porque fueras tú? ¡En cualquier caso similar hubiera echo lo mismo! Dante mandándote cartas y ese infeliz te llama para recitarte una poesía y anunciar que va a hacer una locura. ¿Qué hubieras hecho tú, Doña Perfecta?

—¡Asegurarme antes! ¡Pero no, Perteguer es muy listo y nunca se equivoca! ¡Ala! ¡A detener! ¿Y si eres tan buen policía me puedes explicar cómo es que estás aquí encerrado?

—¡Dijo la sartén al cazo! ¡La de «Yo lo hago todo por mi cuenta, yo me valgo por mí misma»!

—¡Pero no voy por ahí metiéndome en la vida privada de nadie! ¡Entérate de una vez que no me impresionas ni me interesas!

—¿Pero que me estás contando? «Le detuviste porque es mi novio». «Le detuviste porque es mi novio». ¿De qué vas? ¿Qué te crees, que estoy enamorado de ti o algo por el estilo?

—¡Será al contrario! Que vas por ahí pensando que vuelves locas a todas… ¡Payaso!

—¡Pues bien que te acercabas antes!

—¡Eras tú el que se acercaba!

Se hizo el silencio durante un buen rato. Fuera del zulo seguían funcionando las prensas de billetes.

—¿Qué haremos con la chica y el madero?

—Esperemos a Julián. Que él decida…

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