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Londres, Reino Unido.

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ANEXO 1 «El homenaje».

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Acababa de anochecer sobre la fría y brumosa ciudad de Londres. El asfalto mojado reflejaba la luz que emitían las farolas y las lámparas de los taxis y autobuses casi tan famosos como la propia ciudad. El tráfico discurría despacio y apelmazado, siempre por la izquierda, y por las aceras una marea humana interracial cada vez menos numerosa a medida que avanzaban las agujas del reloj. Hacía frío. Dos mujeres cruzaron apresuradamente la plaza de Trafalgar ajustándose el cuello de sus gabardinas. Un policía les observaba tranquilamente bajo la lluvia desde el cruce.

Unos metros más abajo de la fachada de la National Gallery existía un coqueto restaurante de fachada acristalada con las letras de «Peruzzo» estampadas en negro; tras su puerta —con campanas que tintineaban cada vez que se abría— el visitante accedía a un reducido comedor compuesto de seis mesitas redondas y una barra. Tras ella estaba, como no podía ser de otra manera, Peruzzo; era un italiano de mediana edad, de gestos amanerados y tono de voz empalagoso; parecía sonreír siempre, y a todo respondía con un «Yeah» demasiado sospechoso para los no habituales. Afortunadamente, Emilio Santalla era un habitual.

Estaba sentado en una de las mesas de aquel restaurante abarrotado, que se había puesto de moda de un tiempo a esta parte. Era habitual encontrarse con famosos de toda condición degustando el especial de Peruzzo en torno a una mesita minúscula o empapándose de los cócteles de fin de semana acodados en la barra. Era lo que la sociedad londinense del momento calificaba como «cool-place», y a Emilio le encantaban los lugares «cool».

A su alrededor se encontraban, por este orden, y en el sentido de las agujas del reloj: Lora, Marta de Mingo, Patricia, y Rafael Perteguer, que un mes después todavía llevaba el brazo en cabestrillo. Peruzzo les acababa de servir una enorme fuente de pescado con patatas y tres botellas de vino.

—Peruzzo… —Lora contemplaba atónito los trozos de pescado rebozado—… ¿What is this?

El camarero italiano clavó sus minúsculos ojos de ratón en Lora y forzó su sonrisa de una manera bastante aterradora. Parecía que la cara se iba a desgarrar por algún lado. Luego aflojó un poco para articular unas palabras en su tono habitual.

Haddock, sir.

It’s fish?

Yeahhh!

Peruzzo se dio media vuelta como si tal cosa y se marchó hacia la barra meneando la cabeza de un lado para otro.

—Lora… —Perteguer abrió una botella y sirvió en las cinco copas—… creo que le has ofendido…

—¿Ofendido? ¿Y que tiene este plato de italiano?

—«Nouvelle cuisine». —Emilio sirvió un trozo en cada plato—. El estilo no es la comida, sino la presentación. Además. ¿Qué importa? Estás en Londres. ¿No? Seguro que eres de los típicos que aseguran que entre una hamburguesa del Burguer y otra del McDonalds no hay ni punto de comparación…

—Eso es una verdad como un templo. —Lora probó su pescado—. … ¡Y esto es fritanga pura y dura! A que sí, Jacin…

—Llámame Jacin una vez más y…

—¿Siempre están así? —Patricia bebió un poco de vino—. Porque siempre que les veo están así…

—Bueno… —Perteguer echó un rápido vistazo a los dos—… no, no siempre… Oye, Emi. ¿Y a qué vino lo de venir a Londres?

—Necesitábamos unas vacaciones. La verdad es que hemos hecho un gran trabajo en equipo.

—Claro. Yo me llevo las balas y otros las medallas, pero es un gran trabajo en equipo…

—¡Eso me suena! —Lora abandonó por unos instantes su discusión con Marta—. Por una vez que no me disparan a mí, no te quejes.

—¡Eso, no te quejes! —Emilio dio una palmada en el hombro «malo» de Perteguer—. ¡Estás todo el día quejándote!

—¡Y luego no vengas con que estamos todos en contra tuya!

Parecía que Patricia y Marta habían ensayado la frase, porque la dijeron sorprendentemente al unísono. Perteguer frunció el ceño y fijó la vista en el pescado rebozado.

—No, si ya me lo veía venir…

 

FIN

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