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Lisboa.

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El Opel Kadett de Luis se detuvo frente al «Hotel Sao Joao». Encendió nervioso un cigarrillo de liar que llevaba junto a otra media docena, ya liados, en un paquetillo sobre el salpicadero y dejó escapar entre sus labios un denso y oloroso humo grisáceo.

No había hablado durante todo el trayecto; parecía serio y taciturno. Miró por fin a Patricia y desconectó el motor del coche.

—¿Es este su hotel, verdad?

—Sí… —Abrió su bolso y sacó un sobre blanco cerrado y doblado. Se lo tendió al portugués—… Aquí tienes tu comisión. Gracias por todo…

Luis cogió el sobre y lo guardó en un bolsillo del pantalón si mirar su contenido. Mantenía todavía la mandíbula, que finalizaba en un mentón prominente, apretada. Sus ojos, de un gris brillante, proyectaban su mirada perdida a través del parabrisas del coche hacia un punto lejano. Tragó saliva.

—Señorita… podríamos celebrarlo, el trato, digo… Esta noche, en el casco viejo…

Patricia dudó un instante. Clavó la mirada en Luis. Algún extraño sentimiento le animaba a confiar en aquel hombre, pese a conocerse de memoria todo su historial delictivo. Tenía ese ligero toque atractivo que unos llamaban carisma, otros «glamour» y otras «sex-appeal» combinado con un punto de familiaridad en sus ojos que incitaban a entregarse por completo a esa persona. Era como si en dos días ya le conociera de toda la vida, como si fuera ese primo lejano que solo vemos dos veces al año, pero al que no dudamos en confiar todos nuestros secretos.

—De acuerdo. Pásame a buscar a las nueve, ¿va?

Luis sonrió pero sintió un escalofrió por la espalda.

—A las nueve… aquí estaré…

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