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Lisboa.

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Patricia se detuvo frente a un espejo del rellano y contempló su propio reflejo mientras se colocaba la melena. Llevaba un elegante vestido de noche color burdeos y zapatos de tacón a juego. Estaba guapa. Se guiñó un ojo a sí misma y continuó bajando por las escaleras hasta llegar al recibidor del hotel. Fuera le esperaba Luis, en el interior del coche. Él estaba nervioso. Ya iba por el tercer cigarro en los quince minutos que había estado esperándola allí. Cuando ella salió por la puerta del hotel, arrojó la colilla por la ventanilla del coche y conectó la radio. Sonaba una canción pop en portugués.

—Buenas noches, Patricia. Vaya, veo que vienes muy elegante… y muy guapa.

Patricia sonrió ante el cumplido y encendió un cigarrillo.

—Gracias, tú también vas muy guapo… a ver dónde me llevas…

Luis condujo el coche hasta el casco viejo lisboeta. Había anochecido desde hacía ya bastante rato, e infinidad de luces de distintos colores rompían la oscuridad del paisaje. En la cálida atmósfera de la noche se podían captar infinidad de aromas cambiantes a medida que paseaban por las estrechas y laberínticas calles del barrio de La Mouraria; a lo lejos se observaba la iluminada silueta del Castillo de San Jorge, que vigilaba desde lo alto de su colina los dos barrios más antiguos de Lisboa, compuestos de antiguos edificios medievales y renacentistas de baja altura, separados entre sí por empinadas callejuelas y tramos de escalinatas de corte romántico.

Se detuvieron frente a un pequeño café-restaurante con terraza. Unas diminutas velas iluminaban las mesas redondas que había frente a la puerta del establecimiento. Tomaron asiento en una de las mesas y Luis encargó al camarero una botella de vino tinto; una vez servidas las dos copas, Luis levantó su copa mirando a Patricia.

—Por el negocio, y por que vuelva a Lisboa…

Brindaron. La cena continuó tranquila, entre charla y risas por parte de ambos. Una pareja de gitanos con un acordeón y un viejo violín amenizó la velada de los comensales, tras lo cual, pasaron un sombrero pequeño de paja a la busca de algunas monedas. Habían tocado bonitos compases de fados y tangos inmortales, dejándose llevar por la fresca brisa que ahora recorría los callejones de la capital portuguesa.

El teléfono de Luis sonó en su bolsillo, cortando de improviso un contexto que era ya de marcado tinte romántico. La voz del hombre del bigote que les había vendido el explosivo sobresaltó a Luis, que se levantó de la mesita y se alejó unos metros.

—¿Sí?

—¿Qué pasa con la chica? ¿Dónde estáis?

—En la Mouraria… no lleva el material encima… dame tiempo…

—Espero que no me falles, Luis… por tu bien.

—Tranquilo, señor…

—Tranquilo sí… Aunque has escogido un café demasiado romántico… ten cuidado porque las velas de tu mesa están a punto de apagase…

Luis apagó su teléfono y miró a la mesa de Patricia. Nervioso echó un vistazo a su alrededor. A lo lejos divisó a dos hombres semiocultos tras una esquina a oscuras.

—¡Vámonos!

Patricia miró sorprendida a Luis.

—¿Pero qué pasa?

Luis cogió de la mano a Patricia y tiró e ella. Se alejaron a toda prisa del café, de cuyo interior salió el camarero reclamando el pago de la cuenta.

—Luis. ¿Qué pasa?

—Es Costa… viene detrás nuestro.

Patricia volvió la vista pero no vio a nadie. Luis tiró de ella por una estrecha callejuela que ascendía al castillo. Apenas había luz. Sus pasos sonaban rápidos sobre el húmedo asfalto.

—Tienes que marcharte de Lisboa… esta misma noche…

—¿Por qué?

De pronto Luis empujó a Patricia al interior de un portal. Dos hombres doblaron una esquina y entraron en la calle. Miraron a ambos lados y siguieron subiendo hacia el castillo.

—Escucha, Patricia. No sé para qué quieres el explosivo, pero sea para lo que sea, Costa quiere matarte. Teme que trabajes para la policía. Corres grave peligro.

—¿Cómo sabes eso?

—Costa me mandó que te matara…

Patricia cerró los ojos y resopló.

—Ayúdame a salir de aquí…

Salieron del portal cautelosamente. Luis había sacado un revólver del interior de su americana. Caminaron deprisa en dirección opuesta al castillo, por callejuelas estrechas y serpenteantes hasta que divisaron de nuevo las luces de la Catedral de Santa María. De pronto escucharon una sombría voz a su espalda.

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