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Lisboa.

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Lisboa.

El tranvía se detuvo y descendieron los últimos pasajeros. Luis guió a Patricia hasta un garaje situado en una callejuela húmeda, oscura y estrecha. Llamó tres veces en la oxidada puerta metálica. Un cerrojo sonó en el interior y la puerta se abrió dos palmos. Luis intercambió unas palabras en portugués con el hombre que les había abierto y tras ellas, abrió del todo la puerta. Accedieron a una enorme nave iluminada tímidamente por media docena de fluorescentes colgados del techo. Había cuatro coches en el garaje, dos de los cuales, abandonados a los rigores del óxido, aguardaban sin puertas ni neumáticos el viaje final al cementerio. La nave olía a aceite de motor y gasolina. El hombre que los había abierto era gordo y bajo, con una melena negra recogida en una coleta. Miró de arriba abajo a Patricia y luego otra vez de abajo a arriba y esbozó una sonrisa malévola y libidinosa. Luis le saludó con una palmada en el hombro y realizó las funciones de traductor.

—Ella quiere visitar el depósito, Paulo. Tiene dinero y quiere gastarlo.

El gordo con coleta dedicó a Patricia una tercera mirada y asintió con la cabeza.

—¿Es de fiar? —Preguntó—. ¿Está limpia?

Luis asintió y el gordo de la coleta tendió una mano a Patricia.

—Paulo…

—Patricia.

Los tres atravesaron una puerta y llegaron a un almacén mucho más húmedo que la calle por la que habían entrado, con un penetrante olor a cerrado y a productos químicos. Tres mesas cubiertas con pesadas lonas negras ocupaban toda la sala. Luis tiró de una de ellas, bajo la cual aparecieron nueve fusiles de asalto y diez pistolas semiautomáticas. Bajo la segunda, revólveres y minas antipersona. Luis hizo una pausa antes de destapar la última mesa. Miró a Patricia.

—¿Tienes dinero?

Patricia sacó de su bolso un fajo de billetes de 50 euros y los agitó en su mano.

—Setecientos cincuenta…

Luis asintió y tiró de la tercera lona descubriendo la mesa. En ella pudo contemplar un material de primera calidad: cartuchos de dinamita, bidones con cloruro potásico, amosal ya mezclado, explosivos plásticos de demolición, granadas, más minas antipersona, dos antitanque…

—Nada de esto me sirve… —Patricia volvió a guardar el fajo de billetes en el bolso—. Ese no era el trato, Luis.

—Pero son explosivos de calidad. Ninguno ha caducado. Míralos.

—Todo esto lo puedo comprar en España. Yo busco algo más potente… y más caro…

Luis echó las tres lonas sobre las tres mesas. El gordo de la coleta los observaba en silencio apoyado en la puerta.

—… Deberías saber lo que busco…

Patricia volvió a hablar. Ahora Luis estaba frente a ella con el gesto crispado.

—¿Misiles?

Patricia negó con la cabeza y se dio media vuelta. Luis la retuvo por un brazo.

—Vale, escucha. Hay un almacén a las afueras. Material nuevo, traído desde Balcanes, Holanda, México, Irán, Rusia… Todo nuevo. Pero es más caro.

—¿Cuánto más? —Patricia no se volvió para responderle—. Vamos, di.

—Según material… desde tres mil euros el kilo de explosivo militar…

—Llévame mañana. Por el dinero no hay problema…

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