Fortuna

Fortuna


VII

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Llegaron hasta una calle donde el mosquerío se apelotonaba en una especie de crepitar feroz y alocado. Había rastros de sangre hasta casi formar un arroyuelo bermejo y de aspecto repugnante. Olía a mil infiernos, a la podredumbre precipitada de muchos, a la exhalación de una tumba enorme, a la corrupción grandilocuente de los cuerpos. Un olor a desgracia y a muchas penas, que hacía pensar en la inutilidad de los destinos humanos y en el asco y el dolor de ver en los otros la muerte propia, tan a la mano.

—Tenemos que dejar esta tierra, estamos prestados tan sólo...

—dijo Meshicayotl, en actitud apesadumbrada. Su rostro no era de desagrado sino de profundo respeto. Ahí, al interior de varias casas de piedra, se amontonaban los guerreros muertos en batalla. Eran miles, jóvenes de risas e ilusiones, de desafíos y destrezas, de danzas y oraciones, de amores y de valentías, cortados de la flor y el canto de la vida en poco menos de tres meses. Los que no habían perecido en algún lance de armas, lo habían hecho entre fiebres y escalofríos, erupciones de la piel, víctimas de alguna dolencia nueva que ni los sahumerios ni los ruegos ni los baños de temazcal quitaban. No había tiempo para los funerales que merecían, y tampoco era cosa de dejarlos en el sitio de su desdicha, para no alimentar a los tascalas con sus carnes, para no deshonrar su memoria en manos infames, y ahí iban a parar sus cuerpos, un ejército de fantasmas que se fragmentaban en recuerdos de posibles glorias y olores de lo triste y lo irreparable.

El mosquerío era como una nube negra y compacta, alegre en sus aleteos por el festín de la carne y la sangre que se daban.

—No es cosa más que de un rato. Así es nuestro paso por la tierra...

Se escucharon voces de alarma. Llegaron unos capitanes. Sus escudos estaban tintos en sangre y ellos mismos estaban heridos, con cortadas por varios lados. Le ofrecieron el parte de batalla. La desesperación afloraba en sus rostros, al igual que la fatiga. Meshicayotl los oyó y dio instrucciones. Mandó guerreros a reforzar uno de los frentes.

—Mientras permanezca el mundo —les dijo—, así permanecerá la gloria de los mexicanos.

Encaminaron su paso a una mezquita de gran tamaño, la segunda en altura de Tepiyotl. Estaba pintada de azul y rojo. Lucía unas albas caracolas en sus taludes, unas figurillas con redondos ojos y unas cabezas verdes de serpiente en cada una de las esquinas. Subieron las escalinatas. Eran empinadas y de escalones estrechos. Mientras lo hacían, Meshicayotl no dejaba de hablar.

—No es mucho lo que tenemos, sólo nuestros corazones. Hemos sido altivos en la victoria, igual hemos de serlo en el momento más sombrío, el de la muerte que nos acecha...

Su voz sonaba triste y reseca. Él también mostraba los efectos del hambre y la fatiga. Aun así, procuraba pisar con brío y ordenar con esmero. Su ser guerrero se perfilaba intacto. Pensaba en ganar más batallas, aunque en el fondo todo estaba perdido y lo sabía.

Fortuna escuchaba. Lo hacía a través de una voz jadeante y entrecortada, la del traductor, que sufría en su debilidad de hambre al subir uno tras otro decenas de escalones que le parecían, más que un agobio, un tormento. Le faltaba el aire y daba la impresión de que en cualquier momento se daría por vencido y se dejaría desplomar a su propia suerte, escalinatas abajo. La muchacha aún buscaba formas de liberarse. De haberse hallado con un cuchillo y sin ataduras les hubiera saltado encima a sus captores. Se rebelaba en ella lo de siempre. Temía ser llevada al altar de los sacrificios. Se imaginaba con el corazón de fuera y su cabeza decapitada. Pero, al mismo tiempo que se encontraba furiosa y sin resignarse a tal fin de sus días, también se hallaba confundida.

Le sobrecogía la actitud adusta de Meshicayotl, sus palabras, que eran como una queja sobria pero adolorida, y la forma como a ratos la veía, no realmente desde una posición de poder, el de decidir su destino, sino como quien, cansado de todo, buscaba consuelo sin decirlo.

—No queríamos la guerra, pero llegaron con sus barbas, sus pieles de metal, sus caballos y sus cruces a provocarnos afrenta.

Lo dijo una vez en la cima de la mezquita, coronada por un templo con efigies de esa divinidad de ojos redondos y de la otra, que tenían por muy principal, la de una serpiente emplumada con las fauces abiertas.

Arribaron por la parte posterior, el templo cerrado con una larga pared a sus espaldas. Las moscas también pululaban y se notaba con molestia un olorcillo acre y picante a las narices. Desde ahí contemplaron, de nuevo, el desastre. El humo que desprendían las quemazones, la labor de picapedreros de miles de tascalas que no dejaban piedra sobre piedra de la urbe, los bergantines que asolaban las orillas, los jinetes que esperaban el momento de entrar en acción, los puentes y las albarradas, las aberturas de agua, y diversas escaramuzas que parecían suspendidas en un marasmo donde todos atacaban y todos defendían, y la balanza no se inclinaba a favor de nadie.

—Mujer colibrí —le dijo. Meshicayotl desenfundó un cuchillo y se acercó a ella.

Fortuna retrocedió, en espera de recibir el encuentro con el dolor de la carne desgarrada.

Cerró los ojos, y en ese momento, más que otra cosa, recordó a su abuela. Era un recuerdo dulce y sin embargo solemne. Otra más de sus sabidurías, la experiencia de muchos años de rondar por el mundo, y de amarlo y sufrirlo. Le dijo, aunque no le quedaba claro si en medio de un abrazo o de una de sus fiebres de agonía: “La muerte, tan segura está de ganar, que nos da una vida de ventaja”.

Fortuna se estremeció al sentir la proximidad del cuchillo. Presa como estaba, no pudo tocar el colibrí ni mostrarlo, pero intuyó que su escudo protector la había abandonado.

El cuchillo le cortó, pero no el cuerpo sino sus ataduras.

—Una vez quise tenerte como se tiene a un tesoro, encerrado. Hoy quisiera tenerte como una dicha, libre —tradujeron sus palabras.

Le ofreció su mano. Sin querer, sin saber cómo, la muchacha aceptó, si bien con algo de reserva y de cautela. De nueva cuenta, la curiosa sensación de admirarlo y rechazarlo, de sentirse bien a su lado y de temerlo. El vientre, que algo le decía. Y su corazón, que estaba como confuso y descontrolado. Espantó unas moscas que le revoloteaban y se dejó conducir al otro lado de la mezquita. Los seguía el que les servía de lengua, igual de desfallecido y falto de aire, y una decena de guerreros, todos ellos bien dispuestos y en respetuosa actitud de silencio.

Comenzaba a nublarse el día. Meshicayotl, desde aquellas alturas que algo tenían de desacato a la guerra, mostró los aposentos reales, acaso distintos a los demás sólo por verse rodeado de estandartes y guardianes.

—Guatenuca —dijo ella.

Él sonrió, por la manera como la muchacha pronunciaba aquel nombre.

—El niño rey —dijo Meshicayotl con un dejo irónico que sólo él entendía.

Se escuchó un cañonazo que provocó una nube polvorienta por el rumbo de la gran plaza del mercado.

—Moriremos. La vida es breve, se nos presta por un rato —dijo Meshicayotl.

No bien lo dijo llegaron al otro lado del templo, su fachada principal, la que daba de lleno a lo más vistoso de Tlatelulco, la más extraordinaria, adornada y colorida. Pero no hubo tiempo para veleidades ni para perder la vista en horizontes o en arquitecturas paganas. Ahí, como si presidiera la vida de todos, se erigía una efigie que era idolatrada por sacerdotes y que tenía un aspecto feo y demoniaco. Así le pareció a la muchacha, y más aún porque daba la impresión de estar viva, por el mosquerío que la habitaba. Estaba empapada en sangre y las moscas se enseñoreaban con avidez de fieras en sus contornos de piedra. La estatua se movía a capricho de su frenesí y de su vuelo. Fortuna no disimuló el asco. Menos aún cuando descubrió, en las almenas con forma de caracolas que coronaban la mezquita, otra forma de lo horrible: una decena de cabezas expuestas, todas ellas a la intemperie del horror y del morbo. Estaban ensartadas en estacas y tenían un aspecto triste e irremediable. Reconoció los rostros de algunos, que eran sus compañeros, y entre aquellos desgraciados, el del arcabucero que muchos meses atrás, antes de la noche del desbarate, le había golpeado la cara con una culata. No sintió pena por él pero tampoco gusto.

Se halló ofendida y enojada. Las cabezas estaban colocadas en pares, amarradas de las barbas y los cabellos. También ahí las moscas se daban su fiesta. La sangre aún chorreaba. El piso era rojo y viscoso. El aire, presa de lo nauseabundo. Fortuna reconoció entonces una piedra plana, que era la de los sacrificios.

—Nuestros muertos han sido más —dijo Meshicayotl.

Fortuna no pudo contenerse. Lo maldijo. Arremetió a golpes de puño contra el guerrero.

 

* * *

 

—Está en el real de Pedro de Alvarado —le dijeron.

Martín López esperó a uno de los bergantines que se acercó a las orillas, le hizo señas, y como dio muestras de seguir de largo, se aventó al agua y nadó para zalabordar y encaramarse en cubierta. Chorreaba, empapado como estaba. No le importó el qué dirán, tampoco que lo compararan con un perro mojado. Está loco, pensaron algunos. Loco de la inquietud de guerra, loco de hablar solo y no hallarse. La nao era la de Juan de Limpias, quien, aunque ya estaba viejo de la edad y sordo de una pedrada, no quería perderse la gloria de conquistar un trozo de aquel imperio. El viento era bueno y con él a sus espaldas no tardaron mucho en llegar al otro lado, el de Tepiyotl, el último bastión de los mexicanos. Su tumba, comenzaba a presentirse. Ahí presenciaron la batalla. Pasados los ocho días del conjuro en que se les sentenciaba a muerte, y como no pasó nada, tras mandar hacer las paces y no conseguirlo, se sucedió el enojo y el daño. Sin que Guatenuca accediera a rendirse, se atacó en oleadas de guerra, con la misma furia y la misma estrategia. Atacar, y así fuera un palmo de terreno el ganado, no abandonarlo, para desde ahí lanzar el siguiente ataque, una y otra vez. Se demolían casas y mezquitas, con la ayuda de un ejército de tascalas, para no dejar piedra sobre piedra y allanar el terreno para que los caballos pudieran hacer lo suyo, que era eficaz y contundente.

Estaban flacos y desmejorados, pero un batallón de mexicanos daba buena pelea. Echaban dardos e insultos como si se hallaran bien comidos y con el espíritu alto, lejos de temer que les hubiera llegado su hora. Las macanas golpeaban fuerte y sin cansancio. Apañaban reciamente y sin descanso. Otorgaban un mal rato a los de peto y armadura, barbas agrestes y todos ellos maledicentes y persignados. Olía a muerte, pero el aroma era tanto que se confundían los muertos pasados con los presentes. La cosa es que los contrarios hacían mella. Pasaban apuros para contenerlos. Se dejaban ir como un trabuco, con la intención de dejar mal parado a quien se les pusiera enfrente. Las saetas silbaban y la lucha cuerpo a cuerpo dejaba su rastro de adoloridos gritos y de mucha herida y mucha sangre. Alguien empezó a huir y otros más empezaron la retirada. Ocurrió justo cuando la nao de Juan de Limpias se acercó, y una vez a la distancia debida, dejó sentir su presencia con una andanada de tiros de arcabucería. Muchos mexicanos cayeron, algunos con los rostros sobrecogidos y sorprendidos, como si hubieran sido tocados por la injuria o lo inexplicable, pero muchos más no dejaban de hacer sufrir a sus adversarios, a golpe de sus furias y de sus venganzas.

De nada sirvió la afrenta desde el barco, porque se dio la desbandada de españoles, cual si se tratara de un ejército de débiles y temerosos.

El olor a pólvora sustituyó por un momento el tufo a podrido de la muerte. Los arcabuceros eran rápidos en sus menesteres, pero aun así parecían tardarse una eternidad en preparar el siguiente tiro.

Más soldados pusieron pies en polvorosa. Eso alebrestó a una mujer, que espada en ristre, sudorosa y algo arañada por los efectos de la batalla, les gritaba sus cosas a los que huían.

—Vergüenza, vergüenza, empacho, españoles, empacho, empacho —les decía.

Martín López aguzó el oído, pues imaginó que era Fortuna en una más de las suyas. Se asomó por la borda, para ver mejor, y supo de quién se trataba. Era Beatriz Bermúdez de Velasco, que parecía haber llegado al límite de su colmo. Los arengaba, con voz aguda pero recia:

—¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved, volved a ayudar y socorrer a sus compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben, y si no, por Dios les prometo no dejar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los de tan ruin gente vienen huyendo, merecen morir a manos de una mujer flaca, como yo.

Los amenazaba con la espada.

—¡Cobardes! —los insultaba.

Se dio cuenta de que era inútil detenerlos y, tras decirles en sus narices que era más hombre que ellos, corrió al frente a ayudar a los que habían quedado. Repartió mandobles bien y bonito. Coincidió su llegada con una nueva andanada de tiros disparados desde el bergantín, que se cimbró cual si hubiera sido golpeado por una ola. Fue su arenga, o aquella sonora descarga de arcabucería, o una mezcla de ambas, pero los huidos se arrepintieron y volvieron sin mucha vergüenza a dar la cara en la batalla.

El humo de los disparos envolvió a la nave. Al disiparse, le permitió a Martín López ver que, además de la tal Beatriz, mujer en efecto tan delgada como un esqueleto, también peleaba María de Estrada. Ésta era algo tosca de facciones pero de cuerpo que permitía elucubraciones. Se batía sin mucho afecto a su feminidad, con desparpajo igual al de un hombre. Lo hacía con brío y cierta elegancia. No vio a Fortuna y eso lo desalentó. Acaso estaba herida o muerta su amada. Recordó el calor de la piel de la muchacha y sintió crecer el deseo, y también la preocupación por no saber ni un carajo de ella ni en qué estado se encontraba.

Se sintió una fuerte ráfaga. Juan de Limpias, ensimismado en apoyar a los de tierra, descuidó el pilotaje. La nave, dejada a la deriva mientras sus hombres disparaban, fue arrastrada por el viento hasta muy cerca de la orilla. A esa distancia fue más sencillo herir y matar con otra refriega de arcabucería, y con una de ballestas, cuyos tiradores se pusieron a modo para causar bajas entre los mexicanos.

El golpe cimbró la nave e hizo crujir la madera y tambalear la arboladura.

Habían encallado, las velas dejadas al capricho del viento, por la infortunada decisión de su capitanía de hacerle más caso al fuego que al agua.

Juan de Limpias, apenas se repuso de la cimbrada, empezó con las órdenes:

—¡A arriar las velas!

Una vez que fueron bajadas, gritó con todas sus fuerzas:

—¡A darle, remeros! ¡A sacarnos de apuros!

Los remos se dispusieron a su faena. Pero, aunque le pusieron empeño, su esfuerzo era inútil. La nao parecía anclada, como chupada por el fango de la laguna, y para pena y miedo de muchos no daba muestras de desatascarse ni de moverse a sitio más seguro. La distancia era buena para darles con las saetas a los indios y también para que éstos los ofendieran con sus flechas y lanzas. Dos o tres cayeron así, desbaratados y con una punta dentro del pecho o la cabeza. Por si fuera poco, una decena o más de canoas se acercaron, con intención de prenderles o de hacerles desfiguros en sus cuerpos.

La situación cambió. Al ver sus apuros, ahora fueron los de tierra los que se pusieron a ayudarles. La batalla se mudó a la orilla, donde se concentraron los soldados y los guerreros, unos para ir en socorro del bergantín y los otros para atacarlo.

Martín López se imaginó prendido, desollado vivo y su cuerpo dando hartazgo al hambre de los mexicanos. Dejó su refugio detrás del mástil y se aventó al agua.

—¡Eh! ¡A mí, que nos matan! —gritó para llamar la atención de los soldados.

Se puso del lado de la orilla y desde ahí, con el hombro, trató de empujar la nave. María de Estrada, que lo vio, se lanzó al lago, pues comprendió la maniobra. Más soldados, algunos del barco, los acompañaron en su tarea. Le echaron fuerzas mientras las flechas caían. No hubo muertes pero sí heridos, y sólo uno de cierta gravedad, uno al que llamaban “el Pinto” y era de Palos. Juan de Limpias, que no escuchaba nada pero que era de ideas prontas y precisas, dio la orden de que saltara por la borda la mitad de su tripulación, para aminorar el peso. Los que quedaron a bordo, unos atacaban a los de la orilla y los otros defendían no ser abordados desde las canoas.

La nave pareció levantarse y se desatascó un poco. Andrés de Monjaraz, que estaba muy doliente de bubas, aun así empujaba y pedía a gritos más ayuda. Bernal fue otro de los que se empaparon para entrar al quite.

—Sigues vivo —le dijo Martín López al verlo.

—Y tú, pareces muerto de tan descolorido.

—Empuja.

—En eso ando —y metió el hombro, la cara descompuesta en un pujido de esfuerzo.

Juan de Limpias, que a pesar de estar viejo y disminuido esgrimía maldiciones y una bien dispuesta espada para mantener a raya a los que querían zalabordarlo, dio la orden:

—¡La culebrina al agua!

Ésta se hallaba montada en la popa del bergantín y había servido para causar muerte con su poder y estruendo entre los indios. Ahora estorbaba por ser una carga pesada. No fue fácil deshacerse de ella, más por el aprecio que se le tenía que por cómo estaba instalada, pues no se contaba con muchas piezas de artillería y eran valiosas como si se tratara del más puro oro. Se desmontó con la ayuda de seis hombres y se echó al lago con tristeza, en medio de un chapoteo.

El bergantín se elevó y pareció más ligero. Las flechas golpeaban cascos y petos. Un español flotaba semihundido, muerto de alguna mala treta. Un grupo de guerreros, armados con las espadas de los españoles que habían sacrificado, se abrían paso para ultimar a los que empujaban. Beatriz Bermúdez de Velasco llamaba a la defensa. Se puso al frente de un grupo de hombres, bien dispuestos con rodelas, y empujaron a los mexicanos a retroceder unos pasos. Se lanzaban de cuchilladas y de espadazos. No pocos murieron ahí y fueron aplastados en ese estira y afloja de no ceder y de empujones.

—¡Vamos! —urgió Bernal, que parecía cargar sobre sus hombros todo el peso del bergantín.

—¡Ahora! —gritó María de Estrada.

Martín López, junto con la docena de hombres al agua que le ayudaban, logró desencallar la nave.

—¡Los remos, ahora sí! —gritaba.

El bergantín pasó por sobre las canoas que le cerraban el paso.

Martín López vio que María de Estrada estaba herida de un hombro y le tendió el brazo para ayudarla. Se asió de la proa y fue ayudado para subir a bordo a la mujer. Después, él hizo lo mismo.

—Un rasguño —argumentó ella cuando quisieron revisarle el corte.

Martín López se sentó a su lado mientras las velas volvían a hincharse. Juan de Limpias recobró el control de la nao y navegó con eficacia. De nuevo colocó al bergantín en posición de disparo.

Los arcabuceros llenaron de pólvora los cañones, la retacaron y metieron el perdigó, que cayó hasta el fondo.

—Busco a Fortuna. ¿La has visto? —preguntó el carpintero.

María de Estrada palideció.

Lo último que había visto fue cómo la muchacha había sido aprehendida y entregada a un poderoso guerrero. Le resultó imposible rescatarla. De haberlo intentado las dos hubieran sido hechas prisioneras. Aprovechó las sombras para regresar a sus reales y no volvió a verla.

Se lo dijo a Martín López.

—Su corazón será ofrecido a sus dioses —agregó, pero el capitán de gálibo no pudo escucharlo, ensordecido por el tronar de los arcabuces.

 

* * *

 

Fortuna lo admiró y lo temió. Lo vio entrar desnudo al cuarto de la purificación. Así, desnudo, lo había tenido entre sus brazos y piernas, en un abrazo imposible.

—Tu corazón de turquesa, joya de alegría —le dijo.

No lo creía del todo. Era como si despertara de un curioso sueño, un poco roto y deshilvanado, pero en el fondo bello. Temió el sacrificio y se encontró con un hombre postrado a sus pies, que le decía:

—El mundo es un instante, pero tú lo perpetúas...

Tuvo miedo, es cierto. Temblaba como nunca lo había hecho. Pero no todo era temor ni desdicha. El vientre algo le señalaba. El corazón, que se revolvía en palpitaciones que no entendía. Llegó la noche, y acaso por efecto de las antorchas, le agradó su voz, que encontró varonil y dulce, como la de un buen hombre. La piel le brillaba por efecto de aceites que halagaban su olfato. Su respiración era como si no bastara todo el aire del universo, como si estuviera a punto de la asfixia, del abismo del peligro o del brillo del milagro.

Habían pasado la noche juntos, en actitud de esposos.

Fortuna quedó a su merced, como un águila malherida. La puerta se cerró y con ella lo que pensó eran sus ilusiones. Se encontró con una habitación llena de flores, aromada de sus esencias y de algún sahumerio oloroso a nobles especias. Intuyó la piel que la buscaba y no huyó demasiado, acaso sólo un simple y decoroso recato y un temblor y un sonrojo. Meshicayotl estaba ataviado en sus mejores ropas de guerrero. Los verdes y los azules enseñoreaban su atuendo, las costosas plumas y los delicados ropajes. Se cubría con una elegante capa, bellamente bordada y ligera. Llevaba sandalias con tiras doradas y un cinturón de gruesos textiles donde portaba sus armas. Usaba un peto de sólidas capas de tela, a la manera de una armadura. El peto estaba adornado con un disco de oro con un sol que sonreía. Se despojó de la capa y del peto. Dejó al descubierto lo que colgaba de su cuello. Era un colibrí disecado.

—Devoradora de corazones —le dijo a Fortuna—, distraído estoy de mis deberes de guerrero, pero regocijado estoy, porque eres la flor de maíz, la flor de quetzal, la flor de turquesa...

Se descolgó el colibrí y descolgó el de Fortuna. Los unió en sus manos. Dijo:

—El colibrí te condujo a mí. Portador del amor es su vuelo. Le pedí: protégela, y que vea en mí al guerrero que todos los días lucha por tener de su flor de belleza una mirada dulce.

Meshicayotl despidió al traductor. Se hablaron en sus propias lenguas, pero se comprendieron en otro idioma.

Los colibríes quedaron colgados de una protuberancia en una pared. Estaban juntos, igual que ellos. Parecían besarse, igual que ellos.

Fue una noche curiosa de pasiones y ternuras. La mañana los sorprendió en un abrazo somnoliento del que no querían despedirse. Volvieron a lo suyo, que era el placer de la piel, y luego Meshicayotl se incorporó para purificarse con vapores y prepararse para una nueva guerra.

Fortuna se regodeó en sus recuerdos de la noche, y sintió gozo en su mujerío, y pensó que no era correcto, pero igual le gustó el olor que despedía el lecho, así como el señorío de sus pezones erguidos al rememorar la hazaña de las manos de aquel hombre sobre su cuerpo.

Meshicayotl regresó ataviado como un guerrero.

Dijo algo. Y como Fortuna, por más que trataba, no atinaba a entenderle, se ordenó la presencia del traductor.

—¿Cómo se puede amar aquello contra lo que uno batalla?

La muchacha no supo qué responder. Volvió a aparecer la contradicción en su alma. Debía matarlo, no amarlo. Acaso, en palabras más bellas, era lo que él mismo le había dicho momentos antes.

Fortuna se vistió. Llegó en ese momento una comitiva de sus capitanes, quienes con respetuosa ceremonia le ofrecieron un atuendo de mucha importancia y mucha honra.

Su gente lo ayudó a ponerse aquello, un traje que parecía el de un monstruo, el de un sobrehumano, el de una herejía terrible, horrorosa mezcla entre un ave y un jaguar. Parecía más alto así, más fuerte. Su aspecto era de miedo. Se le mostró una insignia en forma de estandarte, una vara terminada en un dardo de pedernal, y la misma se le ofreció ya no como insignia sino como arma. Se la ofrecieron en actitud respetuosa y digna. Era una lanza que parecía hecha de metal. La serpiente de fuego, le llamaban. Meshicayotl, al ostentarla, hacía que los demás bajaran la cabeza con humildad y temor, como si se tratara de un presagio de lo divino, sabedores de sus inmensos poderes de decidir sobre la vida y la muerte.

Se veía imponente Meshicayotl. Se veía como si el dador de la vida lo hubiera ungido como un instrumento de su ira.

Fortuna lo tomó de las manos. Le dijo:

—Hombre colibrí: no te mueras... —y agregó—: No mates a los míos.

Él ya tenía puesta la mirada en su destino.

—Tendremos que desaparecer. Nada habrá de quedar —aseguró y salió de la habitación.

Se dirigió al frente de guerra. Quien lo veía, se inclinaba ante él. Las mujeres que lloraban, los malheridos, los enfermos de la gran destructura de gente, todos se mostraron asombrados y le hicieron una venia y le desearon suerte. Aun los ciegos, que habían quedado así por la enfermedad, intuyeron su paso y se inclinaron ante él, como si se tratara de un dios o una enorme esperanza.

Se subió a una muralla y desde ahí le dijo a su gente:

—¡Mexicanos, ahora es cuando!

Mostró la serpiente de fuego, y también su arco y sus flechas, y los cuchillos al cinto, y dijo con prestancia:

—¿Quiénes son esos salvajes? Que se dejen venir acá. Ahora es cuando.

Se abalanzó sobre un grupo de españoles. Tumbó a uno con su lanza y le dio muerte. Era seguido por cuatro o cinco de sus capitanes, que disparaban sus saetas y enarbolaban sus macanas.

Los mexicanos dieron comienzo a sus cantos. Mostraron con orgullo sus banderas, algunas rotas y descoloridas. Sonaron los tambores y renació la alegría.

Meshicayotl, en su atuendo de quetzal jaguar, infundía miedo. Mataba a quien se le pusiera enfrente. Parecía temerario e incansable. Se subía a los techos, se encaramaba en las murallas, luchaba en campo abierto y no dejaba de dañar a quien le viniera en gana. No era de esta tierra, se hubiera pensado. Su estirpe era la de una deidad de la sangre. Su razón de ser era la muerte. Los tascalas se retiraron. Los españoles lo hicieron después de que les arrebatara una de sus banderas.

 

* * *

 

Contundencia. Se necesitaba contundencia. Los reclamos de rendición eran vanos y, aunque disminuidos por el hambre, la actitud de los defensores era terca e inusitada. Se ganaban batallas, se había tomado e incendiado el templo mayor de Tlatelulco, pero la victoria, que parecía tan próxima, a ratos se antojaba lejana. Los mexicanos eran dueños de un mínimo de terreno, pero ahí eran fuertes y temibles. Uno solo de sus capitanes había sido capaz de dar una dura pelea, y se contaban por decenas los que habían perecido bajo su lanza. Un engendro de lo infernal, decían que era. Inmortal e invencible, se aseguraba. El capitán general no estaba para esas patrañas. Temía que sus tropas, fatigadas, encontraran en el desaliento un pretexto para la rebeldía y la sedición.

—Debo ser contundente si quiero ganar esta guerra —pensaba.

Fue uno de sus ballesteros al que se le ocurrió la idea. Su nombre, Sotelo. Era escueto y callado, surcado de heridas por ser veterano de las guerras en Italia, algo abierto de piernas, con los cánones de un rostro ovalado y con sonrojo, natural de Sevilla y con la vanidad de los soldados viejos.

—Un trabuco, es necesario —dijo.

Escaseaba la pólvora, así que un artilugio que no la usara fue bien visto de inmediato.

—Una catapulta, pues.

Sotelo había visto su proceder en ataques a castillos de altas murallas, y podía jurar que era un arma temible.

—Se rendirán de inmediato cuando vean volar las rocas que han de aplastarlos —aseguró Sotelo, con la galantería de una sonrisa.

Al capitán general le pareció adecuado. Mandó llamar a Martín López para que la construyera.

—¿Dónde demonios anda? —preguntó tras un rato, impaciente por la demora.

Pero, por más que lo buscaron, nadie supo del capitán de gálibo. Su último paradero había sido el bergantín de Juan de Limpias, eso le informaron, y tras portarse valeroso para que los mexicanos no apañaran la nao, había desaparecido. Si estaba muerto, nadie lo sabía. Si borracho, ya tendría su castigo.

Mandó llamar a Diego Hernández, otro de los carpinteros, a ayudarle con la faena. Era bueno para hacer carretones, así que un trabuco no debía ser problema para su ingenio.

Llegó Diego Hernández y le dijo:

—Una máquina de terror, es lo que quiero.

Le dio cien tascalas para ayudarlo y le prometió la gloria si tenía éxito.

A él también le preguntó:

—¿Y Martín López?

Se alzó de hombros, ignorante de su domicilio.

 

* * *

 

Martín López aprovechó las sombras. Llevaba en sí la locura del amor. No pocas ocasiones se cuestionó su proceder, sobre todo cuando el peligro aumentaba. Bien que recordaba las cabezas decapitadas, puestas de cara al sol sobre agrestes estacas. Se jugaba la vida. Se volvió a sentir el pícaro de sus primeras andanzas, y lo mismo se sonreía con todo aquello, como si se tratara de una travesura, aunque a ratos su talante era serio, por el riesgo que le gravitaba.

Tenía hambre. Había olvidado traer consigo un alimento, por magro que fuera. Buscó qué comer. Algo debían tener los mexicanos. Se encontró con que tenían el estómago más pegado que él a la espalda. Desde sus escondites los vio ingerir piedras, hervir el cuero de sus sandalias, aplastar moscas y llevárselas a la boca. Él no haría eso. Nada de alimentos innobles. Se aguantaría, y sólo esperaba que el chillar de sus tripas no lo delatara.

Penetrar en aquel bastión fue más fácil de lo que esperaba. Los mexicanos que podían herirlo estaban ocupados en defender sus fronteras. Estaban prestos detrás de las murallas y encima de los techos. Ya no lanzaban mucha vara, agotadas sus maneras de hacer lanzas o flechas, pero sí tenían mucha piedra que aventar. Los había visto: a mano o con una honda, las lanzaban. Eran buenos. Tenían un tiro certero y de cuidado. Muchos habían sido descalabrados así. Los cascos no servían de nada ante tal afrenta. Las cabezas se cimbraban. Algunos murieron de esa manera, quebrados y cimbrados, la testa deshecha.

Le fue sencillo escabullirse sin ser notado y esconderse de las miradas.

Le asqueó el hedor y el mosquerío. La urbe, lo que quedaba de ella, le pareció fantasmal, vacía como la halló, habitada por enfermos que no dejaban de quejarse y por ancianas raquíticas y niños desfallecientes. Al principio se preocupó de no ser visto por esas imágenes de la desolación y el hambre. Después se dio cuenta de que estaban tan débiles que lo confundían con una alucinación. O que no tenían fuerzas para gritar y dar la voz de alarma.

De hecho, se guareció de las miradas en las casas de las viudas y de las viejas. Las escuchaba llorar y quejarse. Sollozaban sin parar. Su pena era honda, pero su dolor se confundía entre extrañar a sus muertos y sus propias dolencias físicas. Pasó una noche frente a una mujer que no dejaba de musitar palabras amargas y sin sentido. La había visto entrar, antes del atardecer. Era menuda y llena de arrugas. Nunca había visto una mujer así, tan arrugada y en los huesos, tilica a más no poder. Caminaba cual si fuera a desplomarse en cualquier momento. Un simple soplo hubiera bastado para ello. Martín López se sobresaltó al verla entrar. Temió que lo descubriera y lo delatara. No ocurrió así. La mujer se recostó. Parecía muerta, a no ser por el sollozo, constante y afligido.

Lo peor era ver los niños. Hubiera querido espantarles las moscas, que se enseñoreaban en sus ojos y en sus entrepiernas. Andaban desnudos y desesperanzados. Demasiado débiles para caminar, se recostaban en el suelo, a la vera de alguna sombra. Si llovía, ahí se quedaban, sin moverse. Algunos desvariaban. Otros gemían.

Día y medio pasó así Martín López. Hurgaba y se escondía, observaba y se refugiaba en las sombras. Buscaba el sitio donde se encontraba Fortuna. Le pasó por la mente que hubiera muerto. En una ocasión se entristeció hasta casi las lágrimas. La imaginó abierta en dos, el corazón de fuera. O su cabeza en una estaca. Alejó esos pensamientos, que no le traían nada bueno. Se imaginó el riesgo, que era como caminar en una ladera empinada y reseca, o como cruzar el mar cuando los vientos arreciaban y el cielo irremediable se ennegrecía. No estaba bien dejarse engarrotar por el miedo o la tristeza. Todo era aprendizaje en la vida y él aprendía de todo aquello. El futuro se le aparecía como mudo y desfigurado, pero la posibilidad de encontrarse con Fortuna, y amarla y hacerla su mujer de nuevo, lo reconciliaba de tantas dudas y fatigas.

Aguzó el oído para escuchar relinchos, golpes de coces sobre el piso. No oyó nada la primera noche. La segunda tampoco. Al caer la tarde del tercer día le pareció percibir algo. Dudó si provenía de sus reales o de lo más profundo de Tepiyotl. Se orientó en dirección de aquel sonido. Las calles estaban vacías, a no ser por los niños tan desfallecidos como sus esperanzas. El cielo se nublaba como una maldición lenta. Olía a lluvia. La urbe de ensueño se cimbró con un trueno que reverberó desde la lejanía hasta las piedras y los corazones. Llegó a un lugar, en la intersección de dos templos chaparros, donde se apilaban armas y rodelas. Nadie lo vigilaba. Escurridizo y silencioso, Martín López se apropió de un cuchillo y una macana. La blandió como si quebrara una cabeza. Se sintió poderoso aunque ajeno a aquel artefacto. Estaba a punto de marcharse cuando, por entre unas lanzas, distinguió una espada. La tomó. Su forja era buena. El aire se cortaba bien con su filo. Llevaba una inscripción en la empuñadura: “Misericordia a nadie”, se leía. Se preguntó a quién le pertenecía, seguramente a uno de los infortunados cuyos pechos se abrieron estando vivos.

Avanzó unos pasos. Entonces escuchó, próximo a él, un relincho. Se asomó por una esquina y vio a Fortuna que se disponía a montar un caballo. Tenía subido un pie en el estribo y un mexicano le ofrecía la mano para encaramarse en el jamelgo. Le maravilló aquel suceso, que tuvo por uno de los más grandiosos que hubiera visto en aquellas tierras. El cuadro era bello y dramático. Era cosa de apanicarse y asombrarse, de arrojarse a la locura o de entender de pronto que el milagro existe. Se alegró de verla con la vehemencia de su juventud y su hermosura. Le sorprendió que no estuviera presa y que sonriera con aspecto entretenido. El guerrero, lo reconoció tras un asomo de marasmo, era el mismo que inquietara a la muchacha. El que había querido flecharlo en el río. Les vio el colibrí que pendía de sus cuellos y sintió el rumor duro de los celos.

Abandonó su escondite y dijo:

—Mujer, he venido a salvarte.

El caballo se sobresaltó y dio un respingo.

—¿Qué haces? —preguntó ella, poseída por un deslumbramiento de lo que no le parecía real.

Meshicayotl se puso en guardia. Sacó uno de los cuchillos y enfrentó con la mirada al carpintero. Lo retó a perder la vida con él, si se atrevía.

El viento pasó de una brisa olorosa a lluvia a arreciar lo mismo que a formarse ciertos extraños nubarrones, bajos y grises. La tarde empezó a hacerse oscura y sin estrellas, oscura y fría.

Fortuna, montada en el Cuervo, le picó las costillas y fue al encuentro de Martín López.

—¿Qué haces? —volvió a preguntarle—. ¡Van a matarte!

—Te amo —recibió por toda respuesta y se acercó a ella para abrazarla de la pierna.

Se escuchó un trueno y luego otro. El Cuervo se movía nervioso, cual si presintiera el reptar de una víbora.

El penacho de Meshicayotl se cimbró por la cauda del aire. Sacó orgulloso el pecho y se dirigió con determinación a matar al intruso. Su mirada era de furia, su cuchillo de sangre.

Fortuna, al verlo, se le interpuso con el caballo.

—¡No! —le decía—. ¡No lo mates!

Él intentaba apartarla. Le daba de manotazos a la grupa, a las ancas. Intentó quitarle las riendas a la bella.

Fortuna, hábil jineta, no lo dejó pasar.

Martín López sintió que debía encontrar mejor sitio para defenderse y subió las escalinatas de un templo. Esperó, allá arriba, a su adversario. Le resultaría más fácil enfrentarlo, coligió, y se dijo, como para darse valor: “Misericordia a nadie”. Desde sus alturas contempló las fogatas en algunas calles y el lago, que parecía rodeado de un extraño resplandor. Empezó a llover, entonces. Un rocío tenue pero pertinaz. Cayó un rayo que iluminó el horizonte. Luego otro, que cuarteó los cielos.

Meshicayotl burló los esfuerzos de Fortuna. Corrió del otro lado del templo y lo remontó para matar al carpintero. La muchacha, que intuyó sus intenciones, subió con todo y caballo, con gran peligro de caerse en los escalones, y volvió a interponerse con el animal entre los dos hombres.

Fortuna sintió rabia y amor por ambos. El rocío mojaba su rostro y era como si llorara. Tal vez lo hacía, porque se hallaba llena de pasiones y contradicciones. Había demasiadas cosas en su corazón y en sus entrañas. Sentía el desamparo de la duda y el anhelo de las cosas buenas. Sufría con la desesperanza dulce de las enamoradas.

—¡No! —repetía, para tratar de calmar los enojos y las venganzas.

Se halló incapaz de decirle a uno en su propia lengua palabras de paz y de ternura, de alivio y sosiego, y al otro, aunque hablara su idioma, no pudo decirle que estaba loco, que lo quería, que se marchara.

El cielo se oscureció como un mal presagio. Por allá, el resplandor apenas del atardecer que se iba, suficiente para iluminar aquel empeño de enojos y vanidades en el techo de una mezquita de indios. Por allá, del otro lado, sobre las aguas, algo hizo que olvidaran sus furias.

Fue una visión extraña y clarísima. Era como si una fogata inmensa brillara en medio del lago. De no creerse, porque parecía cosa de alucinación o encantamiento. Era como una llama grande que la lluvia no apagaba. Al contrario, propiciada por misteriosas razones, se acrecentaba sin chisporroteos hasta convertirse en una columna de fuego, anaranjada y roja, brillante. Parecía sostenida del cielo, más que de las aguas. Y daba la impresión de un remolino, porque giraba. Al hacerlo, lanzaba llamaradas y chispas. Era cosa de espanto y de ponerse a rezar. De maravillarse ante los asombros del mundo y de preguntarse cosas acerca del destino de las hormigas y las estrellas. Muchos ruidos empezó a hacer, y las brasas surcaban los aires. El cielo retumbaba y también la tierra y lo que llevaba encima. Tenía movimiento y empezó a acercarse a la orilla. Meshicayotl puso una rodilla en el piso y oró a sus divinidades. Algo en él se removía por aquellas llamas, que le decían cosas que sólo él entendía. Martín López, la espada aún dispuesta, pudo haberle asestado un golpe filoso a su adversario, rendido ante el pasmo del fuego, pero reconoció que el momento era otro, uno de milagro y pasmo ante una visión que no entendía y que le hacía surcar escalofríos en la espalda. Fortuna, por su parte, pasaba apuros para dominar la inquietud del Cuervo, desasosegado por la cercanía de las llamas. Tenía miedo el jamelgo, y el temor se reflejaba en sus ojos bien abiertos y en el sudor de su cuerpo que brillaba cual si formara parte de aquel misterio de fuego. La muchacha se acarició el colibrí, como lo hizo tantas veces, sabedora de la protección que le brindaba. Se lo sacó del cuello y lo tuvo en su mano derecha, cobijándolo como una pequeña joya.

El remolino de fuego se acercó a la muralla de la orilla. Ahí se entretuvo un rato, como a punto de saltar ese obstáculo y adueñarse de las casas y los templos. Chisporroteaba ahora sí con furia, cual si se tratara de un aviso del infierno. Pareció apagarse lentamente, y mientras lo hacía, prendido de las nubes como se hallaba, marchó hacia el sur, hacia un lugar que llamaban la Oreja del Lobo Pequeño.

Los tres, encima de la mezquita, se voltearon a ver, asombrados y perplejos.

Meshicayotl era el del semblante más sombrío. Algo había comprendido de más de aquel fuego. Éste ahí seguía, aunque más tenue, desplazándose como errático y moribundo. El Cuervo se tranquilizó y dejó de mostrarse reacio a la rienda.

Meshicayotl dijo algo que auguraba de nuevo el combate. Empuñó con fuerza el cuchillo y se dirigió en pos de Martín López. Fortuna, en lugar de cortarle el paso con el caballo, bajó de éste, se acercó al carpintero y le colgó el colibrí del cuello.

El delicado plumaje del pequeño pájaro brilló iridiscente con el resplandor que aún quedaba del torbellino de fuego.

Meshicayotl contuvo el golpe de cuchillo. El colibrí lo miraba. Fue como si lo apuñalaran a él, a juzgar por su semblante, que algo tenía de adolorido.

Fortuna lo tomó de la mano y también al carpintero.

La columna de llamas volvió a chisporrotear y a hacer retumbar las piedras y los corazones. Se desplazó al centro del lago y ahí fue a parar, extinguiéndose como si se la hubiera tragado el infierno.

 

* * *

 

La catapulta, el trabuco, como si su solo nombre destruyera sólidas murallas y derribara principados de ensueño, resultó un ingenio estrecho de utilidades. Madera y cuerdas se unieron al triste empeño de la nada. Era como una honda gigante, pues a eso se asemejaba. Así le decían: la honda de palo. Le dieron vueltas a una cuerda hasta que el maderamen enorme se puso enhiesto. Les tirarían rocas para vencerlos. Contrarios y aliados veían aquello, como a la espera de algo mágico. Sólo hubo decepción y risas. Se escucharon gritos y maldiciones cuando la pesada roca, en vez de alzar el vuelo para subyugar reciedumbres y voluntades, se mostró precaria en el impulso y terminó por caer de manera estrepitosa y vana, a punto de aplastar a testigos y ejecutantes. No hubo artilugio mágico para la guerra y sí excusas que mucho tenían de diplomáticas. La aniquilación se detendría no por un desperfecto de la máquina sino porque los hombres barbados de la fe y la espada eran buenos y los perdonaban. Ya habían visto, además, la señal: el extraño fuego que circuló en el lago, la evidencia de una premonición y la obligada decisión de rendirse. La columna de llamas asombró a ambos bandos, y unos se volvieron a creer abandonados por sus dioses y los otros se imaginaron pronto en la piedra de los sacrificios, pero sólo los mexicanos sufrían más y la extenación y la miseria los gobernaban.

Pocas luchas había ya. Los guerreros rapados escaseaban y los que aún moraban parecían un remedo, de tan flacos y consumidos. Ya no tenían varas para las flechas ni esperanzas en los corazones. La urbe, antaño tan esplendorosa, ahora lucía decaída y contrita. Reinaban el hambre y el abandono. La lluvia, que caía por las tardes, contribuía al aspecto desolado y triste. En esos momentos, mientras el cielo lloraba, el hedor de los cadáveres descompuestos desaparecía, como si las peticiones de los vivos hubieran sido escuchadas. Apenas amanecía y el sol hacía lo suyo, la peste arreciaba, como si se tratara de una condena mal habida. Entonces, a la luz del día, un hervidero de insectos menguaba los ánimos y la vista. Los gusanos se adueñaban de los rincones. Habían sido barridos por los torrentes lluviosos y se mostraban pálidos y tercos en su contoneo y repugnancia. La sangre también se arrastraba y quedaba a la intemperie, pastosa y seca, como el recuerdo ingrato de una carnicería. Los niños continuaban tirados en las calles, y los que no, lagrimeaban a sus madres muertas. No hizo falta el trabuco, entonces. Bastó la engreída realidad.

Meshicayotl, tras el remolino de fuego, pareció apagarse, el ánimo desconcertado y ensombrecido. Su mundo se derrumbaba, su dignidad. Acostumbrado a reverencias y tributos, no entendía el desplome infame ni la sordera ante los rezos. Él también estaba cansado y el hambre lo había minado. Aún tuvo arrestos para ponerse su atuendo de quetzal-jaguar, y hubiera salido a enfrentar vilezas y desafíos, a imponerse como el guerrero feroz que era, a no ser porque recibió la orden de no hacerlo. Guatenuca mismo, el rey niño, se lo hizo saber, por medio de un capitán de escolta que parecía enfermo, descolorido y con el asomo de algunas llagas. Lo detuvo en su furia porque necesitaba su talante para lo que seguía, que era preparar la huida. Estaba decidido que así debía ser. Tomarían las canoas y abandonarían la ciudad con todo y sus glorias pasadas y sus muertos.

—Nada permanece, ni la gloria ni los días —dijo con funesta voz de vaticinio.

Había hecho llevar a Fortuna y a Martín López a lo alto del más grande de los templos que aún eran de los mexicanos. Ahí los dejó a la intemperie del tiempo y de sus inquietudes, a la vista de un par de mexicanos de aspecto raquítico pero aún fiero que los vigilaban. Estaban atados de las manos y obligados a estar sentados sobre el piso agreste de roca.

—Tu locura te conducirá a la muerte —le reprochaba tiernamente la muchacha a Martín López, agradecida con el gesto del carpintero pero preocupada por el desenlace de todo aquello.

—Donde el corazón se inclina, el pie camina —fue la tenue excusa que le ofreció a la bella.

Les serían abiertos los pechos, de seguro. Se imaginaban sus cabezas sobre una estaca puntiaguda. Temían que el desmembramiento ocurriera cuando aún estuvieran vivos. Ambos se sobrecogían con un vibrante escalofrío de miedo de sólo pensarlo.

—Mañana morirás, pasado mañana te enterrarán y pasado mañana te olvidarán —dijo ella como para darse ánimos. Se santiguó varias veces y oró en silencio porque su muerte fuera rápida. No podía evitarlo: temblaba levemente.

—Te amo —dijo él a punto de algún quebranto.

—Te ganaste mi amor, carpintero. Considérate afortunado —dijo ella con una media sonrisa, para agregar, irónica—: pues mira hasta dónde te ha traído este amor tan ingrato.

Empezó a caer una leve y fría llovizna. Guardaron silencio, estaban ensimismados en los últimos momentos de los condenados a muerte, sumidos en melancolías de lo que pudo haber sido y ahora se truncaba. Los sueños que ya no obedecerían por falta de aquella fantasía de los hombres llamada el transcurrir del tiempo. La servidumbre de la miseria y la tumba. Las caricias que se perderían en el bárbaro estropicio de la nada. Los dos llevaban sus colibríes. Meshicayotl, en un gesto de desdén, se había quitado el suyo y se lo había dado a Fortuna. Tal vez era cierto que tenían el poder de juntar a los enamorados. Pero no les servían de nada. Ya no los protegerían del látigo implacable de la vida que se acaba.

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