Fortuna

Fortuna


VII

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El colibrí le dio fuerzas. “Huitzilihuitl”, recordó la palabra en el idioma de sus adversarios, la lengua de quienes no entendía y sin embargo habían levantado un imperio de mezquitas, embravecidos penachos, territorios de muchos súbditos y de deslumbrantes oros, y la habían cuidado. “Meshicayotl”, masculló de pronto, como si dijera algo tierno o lo extrañara como uno añora un buen guiso o una canción de cuna. “Meshicayotl”, volvió a decir, y se dejó llevar por una curiosa sensación, como si el colibrí, asociado con tal nombre, la salvara de todos los peligros y todas las muertes. Se imaginó el vuelo de tal ave, raudo y poco dado a las contemplaciones, su batir de alas como una serie de vertiginosos instantes, y a ella como una flor que acariciara y que, al hacerlo, quedara dulcemente hechizada. Un colibrí que, con su magia, la convirtiera en heroína de algún libro de caballería o en la amazona más valiente de todas. Apretó el colibrí contra su pecho, como si se ungiera de su poder. Respiró hondo y segura de sí, pues se sentía poseedora de un amuleto que la protegía de brujas, encantamientos, y que la revestía de una dura coraza contra la punta afilada de las flechas y de los cuchillos.

Llegaron hasta la plaza misma, antiguamente habitada del bullicio de los marchantes, del croar cavernoso de las ranas, del batir como para despertar abruptamente de las alas de los pavipollos, de la esencia brumosa de los copales, del aroma celestial de las flores, de las voces de quienes vendían sus hierbas medicinales, del deslizar furtivo de las iguanas, del ladrar agudo de los perros gordos y pelones, y del alegre paso de mano en mano del cacao, que utilizaban de moneda, y ahora tan triste y tan vacía. Era un espacio enorme e inútil, así de tan desolado y tan desnudo.

De ahí procedía el estrépito de las voces. Jerónimo Ruiz de Mota y su comitiva contemplaron con azoro la razón de tal griterío. De un lado del mercado, el que daba al sur de todos los suplicios, subidos a los techos de sus mezquitas, parapetados tras murallas azules y rojas de poca altura, los mexicanos entonaban cantos y vociferaban claras expresiones de aliento. En el norte de todas las conquistas, bien sujetos los lebreles y los caballos, las armas como a la espera de otro momento para usarse, con sus barbas al aire, sus camisas hechas jirones y sus armaduras relucientes, los españoles le otorgaban a la enjundia de aquella hora sonoras exclamaciones de ánimo. Ambos lo hacían con una personalidad cercana a lo infantil y al carácter de las cosas graves, pues algunos parecían estar en presencia de un juego de naipes y otros al lado de quien guarda un respetuoso luto. No era para menos. Ahí, en el centro de la plaza vacía, se aposentaba el drama de las armas. No lo anónimo de los ejércitos en batalla sino la singularidad de dos contrarios que, por propia voluntad, buscaban sacarse los ojos, la entraña.

Era un duelo y también una tregua. Los mexicanos y españoles se daban un descanso, mientras un serio y festivo espectáculo se desarrollaba frente a sus ojos. Por eso gritaban, por eso se mordían los labios o les sudaban las manos, porque tanto uno como otro bando tenían un guerrero enfrascado en un encuentro en el que sólo podía esperarse el afán de la victoria o el silencio doloroso de la muerte.

Ya antes había medido su valentía un muy joven paje de nombre Juan Núñez Mercado, y aunque el adversario era más robusto y mucho mayor que él, había salido avante en la riña. Por ahí, en uno de los solares, era felicitado con abrazos y palmadas en la espalda, y le daban agua y algo de comida. Ahora otro duelo se preparaba.

—¿Quién es? —preguntaron, y se acomodaron entre la soldadesca para contemplar mejor aquel asombro.

—Fernando de Olmos —y fueron varios los que respondieron, con cierto orgullo cómplice y cierto dejo fúnebre, para darle identidad a quien con bizarría se batía allá enfrente a nombre de todos.

Fortuna se acomodó lo mejor que pudo para ver aquello.

La tarde aún era diáfana, sin el castigo del sol a plomo. Un cielo decente y despejado, como una bendición inesperada. Los duelistas combatían con sus propias armas. El tal Fernando de Olmos lo hacía con una bien afilada espada y el otro con una contundente macana. Se fintaban, se lanzaban a matar, esquivaban el lance y volvían a buscarse para hacerse el daño que pudieran o les dejaran, así fuera leve o mortal. Los dos resoplaban, nerviosos y fatigados. Sudaban de manera ostentosa. Si se arrepentían de estar ahí, no lo demostraban. Su entrega a la lucha era con una vehemencia cansina pero bien apuntalada.

—¡Cuilón! —le gritaba el indio para enojarlo y retarlo, y de paso para hacerle perder la paciencia y la bien montada guardia que tenía para defenderse.

Así había empezado todo. Parapetados cada quien en sus reales, los mexicanos, airados e impacientes, habían empezado a insultarlos.

—¡Maricones! ¡Cuilones! —los llamaban. Les decían eso y otras lindezas en su lengua, algunas de las cuales eran traducidas por los tascalas y otras harto conocidas de tan dichas en los campos de batalla. Cuilones, se alzaban de hombros, algunos dolidos y otros indiferentes, porque lo sabían bien: eran los hombres que usaban falda, los faltos de valor, los que se escondían detrás de las mujeres.

—¡Cuilones!

Sucedió que los gritos se multiplicaron, que ya no eran simples insultos perdidos entre el viento o el fragor de un combate, sino un sinnúmero de desafíos que exigían reclamaciones y componendas.

—¡Viejas abiertas de piernas para el goce más vulgar!

—¡La puta madre que los parió! ¡Bugarrones!

—¡Afeminados! ¡Se aman entre ustedes! ¡Las flores y las hembras palidecen ante su mujerío!

—¡Majaretas! ¡Majagranzas!

—¡Se ponen para siempre la piel de las mujeres desolladas!

—¡Mamporreros!

—¡Mayates! ¡Empujan la mierda! ¡Y les fascina!

Rodrigo Castañeda, un soldado hábil para la ballesta, había aprendido la lengua de los mexicanos, los imprecaba y les decía en su idioma:

—¡Invertidos! ¡Sodomitas!

Los mexicanos, que lo conocían hasta de nombre, dirigían a él y sólo a él algunos de los insultos:

—¡Rodrigo! ¡Teculontiani!

Así, de insulto en insulto, de alzarse más voces y de brindarse una iracundia de palabras, porque las espadas y las flechas estaban calladas, se envalentonó uno de ellos, salió de sus fortificaciones para plantarse soberbio a la vista de todos, y en su idioma, que fue traducido como en un cuchicheo, retó:

—¡Al más valiente, si entre ustedes existe, afeminados con pelos como de ratones, lo desafío a vencerme! Si pueden, maricas —y escupió en el piso con desprecio.

No faltaron los gritos de apoyo de unos y las voces indignadas de los otros.

Se ofrecieron varios voluntarios, que mostraron su pecho como para ser apuñalado, si se dejaban, invencibles como se creían, pues así de valientes se ostentaban.

Fue Fernando de Olmos el elegido para ese segundo duelo. Era peludo como un simio travieso, menudo de cuerpo y algo feo de facciones pero bien plantado, robusto de piernas y brazos, amplio de esternones y con una cintura que ya quisieran algunos de los que se arriman a los toros. No esperó a ninguna orden. Se adelantó por voluntad propia y lo hizo con la decisión de quien lleva prisa y quiere acabar pronto con sus deberes.

No hubo cortesías. Apenas a la distancia adecuada, los dos se lanzaron sin un quién vive a darse la muerte. Uno con su macana y el otro con su espada. Cada bando animaba a su hombre y celebraba con creces alguna muestra de su valor o de su habilidad con las armas. Así estuvieron un tiempo, retándose, amagándose, buscándose. Era una lucha pareja, pues los dos tenían con qué sobrevivir y matar.

Fue con un descuido, entonces, como se decidió la lucha. O un cansancio o una gota de sudor metida en el ojo que comprometió la vista y por lo tanto la defensa y el ataque. El mexicano desvió la espada y le encontró la manera, en un movimiento súbito, de asestarle un mamporrazo en la frente y luego, vulnerable y aturdido como quedó tras el golpe, otro en la sien, que sirvió como remate.

Fernando de Olmos cayó al suelo con una expresión adolorida y confundida. Ya abajo, inerme, recibió otro golpe de macana que resonó como quien rompe una rama. Así terminó sus días el tal muchacho, tan enjundioso como era pero hábilmente derrotado.

El bando de los mexicanos, desde sus barricadas, entonó gritos de júbilo y de evidente sorna. Del otro lado hubo un silencio parecido a un fervor ceremonioso o al reconocimiento de una honda pena.

El vencedor tomó la espada del español y empezó a blandirla, en tono amenazante. Desde ahí retó a los compañeros del muerto.

—¡Cuilones! —repitió el consabido grito.

Fortuna quiso saltar a defender la honra suya y la memoria del recién fallecido. Se tardó. Le ganó por un instante alguien más rápido y decidido. La muchacha no alcanzó a escuchar el nombre de quien, envalentonado, marchó espada en ristre a combatir al contrario. No le dio tiempo de mucho. Se lanzó con odio contra el mexicano. Éste sonrió. Estimulado por su victoria, se dio el lujo de arrojar su macana y de mostrar la espada como un trofeo de guerra. Aguantó un primer lance, muy decidido, de quien lo atacaba. No perdía la sonrisa ni su bando dejaba de alentar que diera muerte a este nuevo osado.

Se le hizo fácil luchar como uno de Ispania. Blandió la espada como había visto hacer a los invasores de sus tierras. Se dio el gusto de lanzar algunas estocadas con intención pero algo descompuestas. Los mexicanos le festejaban su petulancia y los españoles se burlaban de su feo estilo. Los gritos hubieran ensordecido al trueno. No se necesitaba de mucha ciencia para saber el desenlace.

Hernando de Osma, que así se llamaba el hombre, a quien apodaban “el Corcel”, no por sus rasgos equinos, de los que no disfrutaba, sino por cierta reputación de tener gran tamaño en sus vergüenzas, sí sabía de esgrima y era ducho con floretes, sables y espadas. No bien se sintió a gusto en el campo de batalla y midió a su contrincante, hizo de las suyas con brío pero también con elegancia.

—No tardará mucho en atravesarlo —era la general conseja.

No decepcionó a quien lo vitoreaba. Se lanzó a fondo, desvió el ataque, y aunque el mexicano comenzaba a replegarse, sabedor de que las cosas no marchaban como él lo esperaba, lo siguió sin darle descanso, pasaron varias veces por encima del infortunado Fernando de Olmos, lo fintó varias veces, preparó el modo y, con una flexión de las rodillas, de perfil como establecían los cánones, entró a matar y lo consiguió de inigualable modo.

El grito fue terrible. También la forma como, chorreando sangre por la boca, se desplomó el mexicano, aún ensartado de pecho a espalda, entre las costillas.

Sonaron un par de arcabuzazos, disparados al aire con actitud de júbilo. La algarabía fue de voces, repicar de armaduras, relincho de caballos, ladrar de lebreles, palmadas de espalda, carcajadas y pasos de alegría que hacían retumbar el suelo.

El Corcel regresó a su real. Lo hizo arrastrando el cuerpo de quien lo había precedido, un cuerpo no mancillado por la muerte pero sí su cabeza, por completo destrozada. El Corcel sonreía inflamado por el triunfo.

Los festejos se acallaron cuando volvieron a escuchar el mismo grito, pero ahora más potente, salido de cientos de gargantas y de una sola, aquéllas detrás de sus fortines y la otra, airada y fortalecida por el deseo de venganza, que esperaba al centro de esa tierra de nadie del desafío.

—¡Cuilones!

Ahí, retador, se hallaba un mexicano de buen porte y estatura, recio de músculos y de expresiones, con su macana de guerra y sus pinturas ceremoniales, en espera con altanería de que alguien le hiciera frente, para medir sus hombrías.

Fortuna, ahora sí, no lo dudó ni por un guiño. Saltó de su barricada y se adelantó a dos o tres que se reputaban de muy valientes. Se hizo el pasmo y el silencio. En lugar de vítores, la bella obtuvo el asombro y el desconcierto.

Los que tenían fama de arrojados se detuvieron pronto en su empeño de alcanzarla, acaso porque encontraron patética y ridícula la escena: la de una mujer que acepta el reto de un hombre.

Se quedaron inmóviles y callados, como a la expectativa de algo fúnebre o catastrófico.

Sólo Bernal, entre los soldados, la llamó con paternal brío.

—¡Regresa, muchacha! ¡No seas loca!

Fortuna no hizo caso. Se plantó frente al mexicano, desenvainó la espada y lo enfrentó:

—Muerte o agonía: tú escoges.

El mexicano se sonrió y lo mismo hicieron, desde sus cuarteles, sus compinches de guerra. Hubo gritos de burla, a él lo azuzaron a matarla de una vez por todas y a ella no cejaban de decirle cosas feas en su lengua. La muchacha se dio el lujo de hacerles una obscenidad con el dedo, y respiró hondo, dispuesta a lo que pasara. El cielo empezaba a ponerse anaranjado, había un murmullo como de ranas, un astro de los más brillantes se irguió por el rumbo de las montañas, la noche se anunciaba y también la muerte.

El mexicano la amenazó con la macana. Fortuna se mantuvo firme pero el otro lo festejó como si la hubiera asustado. La bella se puso en guardia, concentrada en el combate. Se agachó un poco, lo hizo para mejor acomodarse en el apoyo de sus piernas, y al hacerlo el colibrí quedó colgado de su cuello, a la vista de todos.

—¿Huitzilincíhuatl? —preguntó su adversario. Dudó con la voz y con la expresión de su rostro y de su cuerpo.

Fortuna pareció no escuchar. Se le figuró otro insulto más, un improperio de burla y odio. Se alzó de hombros y esperó el ataque.

—¡Huitzilincíhuatl! —gritó ahora el mexicano. A ella la ignoró. Se dirigió a su gente, que algo entendió porque empezó a corear aquel nombre que ahora sí le quedaba más claro.

—¡Mujer colibrí! ¡Mujer colibrí!

El adversario bajó su arma, también la cabeza, y caminando hacia atrás, como en una larga reverencia, abandonó el sitio del combate y regresó con los suyos, detrás de las murallas.

Ninguno, entre los de Ispania, pareció entender nada. Quedaron con un palmo de narices, al mismo tiempo defraudados y llenos de azoro. Ellos, de alguna profunda manera, hubieran querido ver muerta, doblegada su altanería, a la muchacha, y suspiraron con el triste aire de la desilusión.

Fortuna lo sintió como una grave afrenta. No lo relacionó con el colibrí sino con su condición de mujer, a la que de seguro habían desdeñado. Le dolió duro en el orgullo, sabedora de que podía batirse igual o mejor que cualquier hombre. Quedó inmóvil a mitad de aquella tierra de nadie, como a la espera del regreso de su contrincante.

Éste permaneció entre su gente, sin mostrar mella de vergüenza o de arrepentimiento.

Oscurecía. Y cuando la muchacha se dio cuenta de que ni él ni nadie más la desafiaría, se adelantó varios pasos hasta el real de los mexicanos y les gritó con todas sus fuerzas:

—¡Cuilones!

 

* * *

 

Martín López la esperó. En una de las mezquitas de Tezcuco, adornada con mariposas y peces, la esperó. Mientras reconstruía el timón de uno de sus bergantines, averiado al fondear contra unas rocas malas, la esperó. En su soledad de hombre inquieto y a ratos dulcemente sosegado, la esperó. En la noche lunada, al alzar la vista al firmamento e interrogarse sobre la índole de las cosas y de él mismo, la esperó. Así sucedió cuando comía tamales, pavipollos, manzanas doradas y tunas, y a la hora de hacer las aguas entre los árboles.

Se apostó en el muelle para verla venir.

—Me prometiste... —le insinuaría.

Pero Fortuna no llegaba. Arribó el bergantín de Jerónimo Ruiz de Mota en que se había ido, y de su paradero, de sus haberes con la espada y con su hermosura, nada.

La esperó. Así supo del frustrado duelo y se alegró de su suerte, porque nada le pasó a la bella, y se entristeció de su sino, porque, sabedor de su insolencia y de su insensato arrojo, tan parecidos a los de cualquier hombre, todo podía pasarle.

La guerra avanzaba. El soberano de Tezcuco puso a disposición de los españoles a treinta mil de sus hombres, al mando del muy esforzado Flor Negra, un joven de apenas veinte o veintidós años, pero con reputación de temido y voraz en los combates. A Martín López le pareció valiente, sí, pero un poco alocado y con ansia de elevar rápidamente su nombre entre los más grandes héroes de aquella guerra. Había traicionado a los suyos, pues formaba parte de la realeza de los mexicanos, pero poco pareció importarle, pues él soñaba con convertirse en rey, el más grande y conocido de todos.

Sucedió, mientras esperaba a Fortuna, que hasta el campamento de Martín López llegaron rumores de un capitán mexicano que, ofendido por la traición de Flor Negra, lo desafió a combate.

—Te he de vencer, someter y colgar, para escarnio de los de tu estirpe —le tradujeron el reto.

Flor Negra se enteró y aceptó el encuentro. Si hubo un momento en que el carpintero dejó de pensar en la bella, tras su promesa de regresar y ofrecerle su paraíso, fue esa vez, la del duelo entre los dos mexicanos, porque no se hablaba de otra cosa en todos los frentes y en todas las comarcas. La guerra pareció detenerse, el tiempo pareció alargarse en tanto se llevaba a cabo tan esperado empeño. Se agradeció la tregua, entre tanta miseria y tanta muerte. Se escogió un solar junto a lo que quedaba del corral de calaveras, pues hasta ahí habían avanzado Sandoval y sus huestes, que desde el sur atacaban. Sandoval mismo fue llevado en andas debido a una herida, una lanza que le atravesó el pie derecho. El capitán general abordó uno de los bergantines y lo mismo hizo Martín López, y desembarcaron junto a las ruinas de una mezquita derrumbada. Se acomodaron en un techo y desde ahí contemplaron el lance.

Flor Negra, altanero, vestía a todo lujo, como si asistiera a una coronación y no a un combate. Sus armas relucían, sus joyas, el dorado de las tiras de sus sandalias. El penacho de un verde intenso y la actitud vanidosamente desmedida, le asemejaban a un enorme pájaro en celo.

El otro era de Iztapalapa y era capitán y fuerte de brazos. Llevaba el odio dibujado en el duro rostro, la mandíbula apretada, el pisar fuerte y decidida la mirada, la actitud de quien anda en libertad tras haber sido enjaulado.

Se hizo el silencio. Diez mil almas de un lado y acaso muchas más del otro, y ninguno profirió nada, a no ser una respiración profunda con algo de grave ocupación del cuerpo, que se escuchaba como un rumor solemne. No hubo viento siquiera, ni cantar de pájaros grises ni el murmullo de las aguas quietas de la laguna.

Llevaban macana, daga y rodela por todas armas, más su pericia para urdir con ellas la defensa o el ataque.

Algo se dijeron en su lengua, algo a la manera de una ofensa, pues ambos, sin mediar más nada, empezaron a liarse a lindos mandarriazos. El capitán mexicano era bueno, y tenía el deseo de venganza consigo, pero Flor Negra, aunque más joven que él, incluso más frágil, era un torbellino, un desaforado, un vertiginoso de la pelea. Rápido, con brío, atacaba cual si quisiera terminar pronto con un compromiso que le aburriera. Las macanas chocaban, y al hacerlo, lanzaban como chispas de vidrio y provocaban un ruido de dar miedo. Fue un combate parejo, a no ser por la velocidad de Flor Negra, que hubiera dejado muerto de inmediato a cualquiera que no fuera tan hábil y fuerte como su contrincante. Era cosa de tiempo para que el duelo se decidiera, y todo parecía favorecer al de la tormentosa rabia. El escudo del capitán mexicano perdió sus adornos de plumas tras repetidos embates. No se daban respiro en sus maneras de matarse y él era el que más lo sufría, pues le faltaba el aire y lo jalaba con evidente esfuerzo, agotado por la refriega. Sudoroso, exhausto, sin importar los golpes sino lo tupidos que eran, terminó por bajar los brazos y retroceder para encontrar descanso y respiro. Fue inútil. Flor Negra fue tras él y lo abatió en su habitual manera, como la de un poseído, como la de un demonio raudo y presto a toda clase de maldades. Veloz, le dio dos, tres golpes que lo cimbraron, y al quedar momentáneamente inerme, aprovechó ese instante para darle con la macana de lleno en la cara, un porrazo de santo y muy señor mío que lo pasmó y lo dejó a merced de su destino. Lo remató, antes de que cayera en el piso, con otro golpe en la nuca, que sonó seco y tremendo.

Estaba muerto, sin duda alguna, pero a Flor Negra no le fue suficiente. Se paseó a su lado con actitud sobrada, y tras escupirle con desprecio, le clavó su daga en la nuca.

Se dirigió a su gente. Les dio órdenes, agarró al mexicano de una pierna y lo arrastró hasta sus reales. El silencio continuaba. Hizo traer un buen montón de paja y le prendió fuego con una antorcha. Sus ojos brillaban de puro encono y pura soberbia. Una vez que la llama se avivó, cargó en vilo al cadáver y lo echó sin miramiento alguno a la pira.

Entonces, sí, sus escuadrones lo aclamaron con estruendo, y lo mismo hicieron los españoles, aunque con menos júbilo.

Del lado de los mexicanos cundieron el mutismo y la orfandad. No podían dar crédito a aquello. Desaparecieron de los techos y de las barricadas, se fueron a lamentar su suerte, a orar a sus dioses embadurnados de sangre y a prepararse para más embates. No era sencilla su jornada. La bruma se apoderaba de sus caminos, lo incierto reinaba, y el desaliento. El sitio crecía. Los muertos se multiplicaban. Sus aliados les daban la espalda. Los mexicanos combatían en terrenos cada vez más reducidos. El hambre los hería. Los chillidos de sus tripas podían oírse a distancia, o tal vez eran las esposas o las madres que lloraban a sus fallecidos.

De cuando en cuando, conforme a la dirección en que soplara el viento, hasta los reales de Martín López en Tezcuco llegaba el tufo de la mucha muerte, el de los insepultos en las calles, el de las heridas a la intemperie de todas las indolencias y vanidades, el hedor a descomposición de los que alguna vez fueron. Se tapaban la boca, entonces, y las narices, en un gesto que reflejaba lo mismo asco que angustia, pero luego el olfato se les acostumbraba y ya no había asco ni espanto ni expresiones fruncidas.

Una ocasión en que el tufo era insoportable, porque la canícula y la brisa se juntaron, el capitán de gálibo esperó a Fortuna en lo alto de un mediano cerro donde había tinas de piedra para el baño. Ahí acudió a refugiarse de la hediondez macabra que lo inundaba todo. Le prohibieron meterse en la delicia tibia de aquella agua, pero admiró la ingeniería del lugar, hecho de canales y acequias, así como la serena belleza del valle que desde ahí se contemplaba. Allá abajo era la guerra, pero allá arriba una tranquilidad que le parecía grata. El viento lo despeinó y le hizo bien a un ánimo a ratos contrariado, porque nada sabía de la muchacha y se preocupaba por su paradero, y temía que, al encontrarla de nuevo, ella olvidara su promesa.

Regresó a sus reales un poco cansado por la jornada. Lo hizo hacia el atardecer. Contempló la puesta de sol desde lo alto del monte y emprendió la marcha por senderos serpenteantes y boscosos. Por entre los árboles, mientras descendía de aquel promontorio, pudo ver el destello de los incendios en la urbe de ensueño. Prendían fuego a todo lo que encontraban, y no dejaban piedra sobre piedra, vida sobre vida, como parte de la estrategia española de avanzar sin tregua. Desde los bergantines, obra de su ingenio, se antorchaban las casas de las orillas. Muerte y destrucción. Avance sin misericordia. Brazo fuerte para vencer a los impíos.

Escuchó un relincho y se sobrecogió de cautela.

Imaginó al tal Meshicayotl que por ahí andaba, atento a sus pasos, para quitarle la respiración y la sangre. Caminó con prisa, sabedor de que en cualquier momento podría atravesarlo una flecha de pecho a espalda, pero nada pasó, a no ser la tarde para convertirse en noche.

El brillo de los incendios se reflejaba en las nubes negras que comenzaban a formarse. No tardó en soplar una brisa olorosa a lluvia, luego en chispear y más tarde en derrumbarse el cielo con un aguacero. El carpintero se empapó y estuvo a punto de perder los zapatos en el lodazal de los caminos. Llegó a su campamento y se encontró a su maestro de carpinteros, quien le informó de dos bergantines que necesitaban reparaciones, uno del mástil y otro de una quemazón en sus costados. Martín López, fatigado, a todo respondió que mañana. Buscó una fogata donde calentar sus huesos. Ahí, su subalterno, cuidándose de no ser escuchado, discretamente, al oído, lo previno:

—Lo esperan en sus aposentos. Una mujer con altaneros arrestos, daga en ristre y actitud de mírame y no me toques...

El capitán de gálibo pareció no escuchar bien. Después abandonó toda discreción y se lanzó al trote en busca de la bella.

 

* * *

 

La mañana los despertó juntos y en un abrazo entusiasmado en sus calores. La lluvia los había mecido toda la noche, había aplacado sus entusiasmos y gemidos, los había juntado más, para no pasar fríos ni soledades. Martín López, que algo sabía de mujeres, supo que en ella se juntaban todas, las buenas y las malas, las que alegran y las que hieren, y que su piel, con todo y cicatrices, era la mejor que había tocado como hombre de sueños y de deseos. Ella, que ansiaba el bien, y que era linda y terrena, depositó a un lado su daga, se despojó de sus otras armas, y se alzó la falda de manera concreta, tiernamente derrotada. Se dieron a la tarea de besarse, primero con timidez y luego con enjundia. Y de los besos pasaron a los arrumacos y a descubrirse sus regiones, las que estaban ocultas y las no tanto. A un lado, en un galerón que parecía un establo, decenas de españoles se ayuntaban con igual número de indias, bajo el pretexto de que la vida era corta, y escuchaban grititos y otras cosas que no dejaban duda, pero ellos no hacían caso y se prestaban a lo suyo como si de estar solos en el mundo se tratara.

Era su noche, la única que existía. Fortuna ni se acordó del antiguo marido ni de sus caricias o sus palabras al oído. Al capitán de gálibo le dio por recordar la fama de bien dotado que tenía el difunto, pero alejó esos pensamientos para no entorpecer el abrazo. Así, se dejó llevar por el aroma a limpio y a joven de la muchacha. Esa tarde, la bella se había bañado en un río cercano e intercambió por algunas chucherías un menjunje pleno de buenos aromas a unas indias que lo mercaban en las calles. Se lo untó y olió rico. Él disfrutó de ese olor, al tiempo que se descubría a sí mismo sudoroso y oloroso a muchos días, y enlodado hasta las rodillas. Cayó un rayo, y al tiempo que se producía el estruendo, lo que llamaban aposento, una choza hecha de ramas y hojas de palma, se iluminó para que Martín López pudiera ver los pechos fuera de la blusa, y el rostro de la muchacha, que era de lo más bello y anhelante. El colibrí le colgaba, y aunque era su amuleto, en ese momento era un estorbo. Fortuna lo echó para atrás y se dejó besar los pezones. El carpintero estuvo a punto de decirle algo surgido de su bondad, pero se arrepintió. Era mejor así, con el compromiso de las pieles y no de las palabras. Ambos guardaron silencio, se amaron y nada dijeron. Sólo la lluvia caía. Fue una noche bonita que les acercó la necesidad de los cuerpos y los alejó de la obligación de la guerra.

Durmieron tras haber hecho lo suyo un par de ocasiones. Al despertar el clima seguía nublado. Se vistieron y salieron sin disimulo a enfrentar el día. No hubieran querido salir, a gusto en su modorra de amantes. Estaban sonrientes, esa sonrisa pequeña pero plena de los que la noche ha cobijado. Ella se puso sus armas, él estaba a punto de tomarla de la mano para dirigirla a los muelles y revisar los bergantines averiados, pero un destacamento de indios y españoles les trajo una noticia tan mala como lo había sido el aguacero de anoche.

—Murió el capitán general y cincuenta de su gente, entre ellos Sandoval —dijo uno de los soldados, sofocado por la cabalgata y la gravedad de sus informaciones.

Los escuadrones de ballesteros y de arcabuceros, los remeros y los carpinteros, algunos tascalas y varias mujeres, se acercaron para escucharlo.

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