Fortuna

Fortuna


VII

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La preocupación les marcó los rostros. Acaso la guerra, que creían ganada, se les negaba de súbito.

—Fue en Tlatelulco —agregó el jinete sin bajarse de su caballo—, en la batalla que ahora nombran, de la Quebrada, por haberse quebrado ahí el ánimo, el ataque y las vidas de quienes todavía ayer compartían con nosotros los infortunios y esperanzas de esta terrible guerra.

—¿Tú lo viste morir? —preguntó Fortuna.

—No —reconoció el soldado.

—Entonces, ¿cómo puedes estar tan seguro de su muerte? —lo interrogaron dos o tres a coro.

El jinete no se dignó a responder. Pidió algo a uno de sus acompañantes, un joven al que le quedaba grande el jubón, y le entregaron un costal perseguido por las moscas. Lo abrió y extrajo, no sin asco, dos cabezas. Alzó el brazo y las mostró a los cuatro puntos cardinales.

Aún chorreaban sangre. Estaban enlazadas por las barbas y los cabellos. Lucían hinchadas y tumefactas, golpeadas y raspadas. El cráneo lo tenían hendido, lo mismo que las mejillas. Aun así, en efecto, una de las cabezas parecía la del capitán general. Tenía una expresión de agobio y la sangre corría por lo que quedaba de sus facciones como si antes hubiera ostentado una corona de espinas.

 

* * *

 

Las cabezas decapitadas fueron aventadas a los pies de las tropas o clavadas en estacas, en lo alto de las mezquitas. El incienso de indios se mezcló con la hediondez de los cadáveres que se apilaban por miles. Resonaron en un eco festivo los tambores y las chirimías. Cesaron los lamentos y los llantos. Hasta los heridos se alegraron. Los que sufrían de hambre y de sed olvidaron su infortunio, tan largo, tan cruento. Hubo bailes en las azoteas, oraciones a los dioses que los habían escuchado, celebraciones de las ancianas y los enfermos, que lo creían todo perdido. Se olvidó la orfandad y la viudez. Las muertes cobraron sentido, incluso las de los niños. Tanta destrucción, tanta miseria, pero la gloria de la urbe de ensueño duraría para siempre, y la de los mexicanos.

Las cabezas de caballos también se exhibieron, y sirvieron de escarmiento para los traidores y de recelo para los adversarios, que buscaban a sus amigos entre los decapitados.

—Así los mataremos. Así les segaremos los anhelos. Así terminarán sus días. Así de horrible será su final —fueron las advertencias que acompañaron el rodar de las cercenadas testas.

Cincuenta y seis fue el número de los infortunados. En la batalla de la Quebrada, sitio del infortunio y la derrota, fueron sometidos por la fuerza y las heridas y arrastrados en andas o en canoas hasta un adoratorio donde fueron emplumados, vejados, obligados a bailar frente a una terrible efigie, y acostados sobre una piedra para quitarles el corazón. Los españoles en sus reales se tapaban los oídos para no escuchar sus gritos de clemencia o de dolor. Fueron arrojados sus cuerpos escaleras abajo y ahí los matarifes los desmembraron para cocinarlos con chilmole o asados y servidos en tortillas recién hechas.

Bernal lloró al saber aquello. Y muchos de los más bravos.

—Su capitán ha muerto —aseguraron, y propalaron el desenlace por el viento y los rumores.

Fortuna llevó en la mente la aparición aquella, la cabeza separada que le recordó la de un cerdo con barbas, y lejos de amilanarse, fue la primera en ir a vengar esa muerte, que sin duda representaba la de muchos, ofendidos por el cuchillo que buscaba su entraña.

Se embarcó en uno de los bergantines, que izó su velamen de albor y cáñamo y enfiló el timón por la laguna, para llevar víveres y saetas a una soldadesca derrotada y con la moral baja. No fue la única mujer. María de Estrada, que había estado enferma; Juana Martín, quien cuando el marido estaba fatigado ella hacía sus guardias, y una tal Beatriz Bermúdez de Velasco, cuyo esposo se encontraba infelizmente entre los decapitados, arribaron en otra nao, bien armadas y en busca de pelea.

Venían embozadas como prevención ante la podredumbre de los muertos y su infatigable tufo. De nada servía tal artimaña, pues la pestilencia era tal que lo llenaba todo y se metía por narices, ojos, tacto.

Algunos, menos hechos para la vida, vomitaron. Otros fruncían el ceño y otros se las daban de no asustarse por flechas y panteones, y caminaban como si nada, en medio de lo hediondo.

Al llegar al real de Pedro de Alvarado los recibió el mismo capitán general, con porte de vivo y no de fantasma, para acallar de una vez los rumores que lo daban por muerto. Estaba herido de una pierna pero con la cabeza en su sitio. Se le veía triste y fatigado, y dolido por el desbarajuste que les hicieron. Le mataron su caballo, que le ofendía, y también a uno de sus capitanes, Cristóbal de Olea, que acudió en su ayuda cuando lo tenían prendido para llevarlo al sitio del cuchillo y los desmembramientos.

El campamento era todo pesar y tribulaciones. La sensación mayor era de azoro. El clima no contribuía al ánimo. Había dejado de llover pero el cielo era gris y triste, con gruesos nubarrones, bajos y ominosos. Hacía frío. Las viejas heridas, los huesos que habían sido rotos, los golpes no bien sanados, reverberaban como un recuerdo ingrato que no se iba. Aun así, la disciplina se imponía. Los jamelgos estaban ensillados y con sus bridas; los ballesteros, con una buena dotación de saetas; los soldados, listos para otra faena donde jugarse la vida.

—¡Muchacha!

Bernal la reconoció y se acercó a saludarla. La abrazó. Estaba más delgado y descolorido. También sucio y apestoso. Había estado en la Quebrada y compartió lo que sabía. El desbarate ocurrió de retirada, en un corte de la calzada que no se cegó como debía. A los hombres de un capitán de nombre Alderete, sin mucho lustre en batallas pero muy pagado de sí mismo, que buscaba la gloria de la conquista antes que nadie, se los cargó patas de cabra por una insensatez y una mala táctica. Se vieron rodeados de mexicanos, sin mucho lugar a donde hacerse. Mataron ahí a varios y a los demás los capturaron. A Hernando de Lerma, uno de sus amigos, hombre larguirucho y caído de hombros, le propinaron un corte de lanza en la garganta. A Cristóbal de Olí lo bajaron del caballo, un alazán muy preciado por su persona, que perdió en la rebatinga. A Quiñones, que dio muchas estocadas y dejó tiesos a varios mexicanos, lo salvó la cota de malla de una cuchillada. A Sandoval, herido de por sí en un pie, lo dejaron turulato de una pedrada.

—Guatenuca se ríe de nosotros —agregó Bernal, refiriéndose al nuevo rey de los mexicanos.

Nadie había visto de cierto a tal soberano, y sin embargo de Guatenuca se decían muchas cosas: que era enorme y más bravo que ninguno, que era implacable con los traidores, que estaba lleno de estratagemas, que su pueblo entero moriría por él antes que rendirse.

—Guatenuca ha hecho enviar las cabezas de los nuestros a cada uno de los señoríos, ha hablado con sus dioses y le han comunicado que en ocho días todos nosotros estaremos muertos.

 

* * *

 

La confusión reinaba. Los soldados se mostraban impacientes y recelosos. Algunos comenzaban a creer que, en efecto, en pocos días estarían muertos. Los guerreros de Guatenuca se encargaban de gritárselo de día y de noche, y por el tono en que lo decían parecía ser cosa segura, no una fanfarronada. Temían esos gritos, que retumbaban en su alma como una condena. No estaban a gusto. Les molestaba la calma chicha en que se hallaban. Si iban a morir, que fuera peleando.

—¿Qué haremos, pues? Vivir hasta morir —repetía uno de los arcabuceros.

Pero la orden era estar preparados, no atacar. El capitán general se mostraba cauto, o tal vez, como se rumoraba, había perdido el valor tras la derrota. Había quien lo había visto llorar, y eso estaba bien para las mujeres, pero no para un militar de su alcurnia. Y de su herida en la pierna se decían cosas, entre ellas, que quedaría baldado. Temían que hubiera perdido el modo del guerrero. Se hablaba de pugnas entre los capitanes, de sublevaciones entre los mismos, y lo peor: que las cabezas decapitadas habían surtido efecto, pues muchos de sus aliados dudaron de qué lado ponerse y retiraron su apoyo. Amplios batallones de tascalas, tezcucanos y chalcas y lopeluzios se volvieron a sus reales, so pretexto de visitar a sus mujeres. Los españoles se quedaron solos, a la espera de una decisión que no llegaba.

—Aguardar en el tiempo no es de mi agrado —decía uno de los soldados, con todo y que se hallaba malherido, una descalabrada que le hacía estallar la cabeza y una cortada fea que dejó sin movimiento su mano—; no lo es cuando uno tiene prisa con las mujeres y cuando se juega el pellejo. Es la hora de vengar nuestros muertos. Hay que dejarse entrar en la ciudad y darles con todo para que se mueran.

El desasosiego y el desaliento se aposentaron en los corazones. Fortuna, para no dejarse llevar por la abulia, se encaramaba en las azoteas y desde ahí contemplaba lo que quedaba de los mexicanos. Sus mejores templos ya habían sido tomados. Guatenuca y sus guerreros se refugiaban en un último bastión, en Tlatelulco y un islote llamado Tepiyotl. Si acaso les pertenecía una bicoca de lo que era su ciudad, la antigua urbe de ensueño ahora en ruinas, saqueada e incendiada. Ahí levantaban barricadas y acumulaban piedras. Divisó un techo más alto y más cerca de sus adversarios, y hasta él se avino para continuar con su ojeada. Vio destacamentos de guerreros que lo mismo mondaban varas para convertirlas en saetas, que cavaban un pozo u oraban frente a sus efigies paganas. La mayoría de los guerreros estaban apostados en líneas defensivas, dispuestos a lo que fuera. Algunos de ellos no dejaban de dar gritos, dirigiéndose a sus adversarios:

—¡Los dioses han hablado! ¡Morirán todos!

—¡Les cortaremos sus cabezas como a sus caballos!

—¡Una sombra serán! ¡Una sombra fugaz su paso por el mundo!

Allá, a lo lejos, advirtió la presencia de uno de los bergantines, y, en una especie de ensenada protegida por estacas, decenas de canoas y algunos indios metidos en el agua que pescaban con redes. Admiró sus mezquitas, más altas que una catedral. Sintió pena por los niños y los ancianos, que caminaban cansinos y como fantasmas, de tan desesperanzados. Se imaginó su hambre. El sitio les había cortado el suministro de alimentos y la única agua con la que contaban era la de lluvia. Comían lagartijas y ratas, zacate y bejuquillos. Volteó en otra dirección y lo que vio la dejó sorprendida. Junto a un adoratorio de menor tamaño, alcanzó a distinguir algo.

Un caballo, eso le pareció. Fue un momento apenas. Era un jamelgo de buen porte y negro, para mayores señas. Apareció brevemente, un momento en que la muchacha atisbó su cabecear acompañado de un resoplido y el levantar gracioso de una de sus patas, antes de ser llevado a otra parte, fuera de su vista. Una vez que dominó la sorpresa, se le asomó su ambición de amazona y quiso montarlo. Coligió que se trataba de una de las jacas arrebatadas en el batallar de la Quebrada. También se le ocurrió otra cosa:

—El Cuervo —murmuró, la mirada presa de algo así como una luminosa verdad.

No lo pensó mucho. Ese caballo debía ser suyo. No tenía los ochocientos pesos oro que costaban, ni los tendría. Quitárselo a los mexicanos era la única forma de hacerse de uno. Si era el Cuervo, por lo demás, le pertenecía, pues se trataba de un regalo de Meshicayotl. Bajó de sus alturas y dirigió sus pasos al postrer reducto de sus adversarios. Se arrastró cuidándose de no ser vista. No lo fue de los indios pero sí de María de Estrada.

—¿Qué haces? —le preguntó la mujer a media voz. Estaba acuclillada y con la falda levantada. Hacía sus necesidades a la vera de un muro de piedra.

—Voy a por algo que me pertenece —contestó Fortuna y señaló hacia Tlatelulco.

—¿Estás loca?

La bella no respondió.

María de Estrada se subió la falda, se acomodó las armas, bien dotada de un florete y varias dagas florentinas que llevaba, y se encaminó con paso decidido hasta Fortuna. La tomó del brazo para detenerla.

—Espera a la noche, que no tarda...

Fortuna comprendió la razón de su aserto. Aguardó. María de Estrada la acompañó, sentándose a su lado. Conversaron en voz baja, escondidas tras un terraplén. Había moscas, muchas, que se espantaban a manotazos.

—Así que tú eres la mujer colibrí.

—Y tú, la más valiente entre las mujeres.

Las dos lo dijeron no sin un asomo de sorna. Fortuna se acarició el pájaro disecado y María de Estrada la empuñadura de uno de sus cuchillos. Aún se hablaba de aquella noche del desbarate, cuando María de Estrada se batió de lo lindo para defender su vida y la de otros. Brazo incansable, estocada certera, también se había destacado en lo del llano largo y en lo de la calzada del sur, la que llamaban Iztapalapa.

—No es fácil la vida —suspiró María de Estrada—. Se nos niega la gloria de la espada y se nos otorga, simplemente, la dicha de la cocina o de compartir cama con un desdichado.

María de Estrada contó su historia. Lo hizo como si fuera de otra y no de ella, un poco alzándose de hombros, un poco fatigada de repetirla, un poco harta de sí misma. Fue escueta. La contó como si tartamudeara. Hermano marinero. Expedición a Santo Domingo. Tormenta terrible. Naufragio. Cuba. En el lugar que ahora llaman Matanzas, por haber matado los nativos a todos los hombres y mujeres, menos a ella. Tomada por esposa por un indio. Devuelta en trueque por un espejo pequeño. Nupcias de conveniencia con Pero Sánchez Farfán, hombre bueno, si los había, vecino de la villa de Trinidad.

—Y, ahora, hago de las aguas junto al muro de una ciudad en ruinas —dijo ella, y se rieron.

Hablaron de las otras mujeres, algunas que habían muerto, otras que habían dejado de ver y otras que no se hacían de lado en las cosas de la guerra. Las primeras en ser recordadas fueron Alicia Guerrero y María Noriega, dos buenas almas, coincidieron, apodada una Gema y la otra la Chata, a las órdenes de Cristóbal de Olí en eso de atacar a la urbe de ensueño desde sus flancos australes.

Después, entre risas y algunas ocurrencias, entablaron una charla de comadres para nombrar a Francisca de Ordaz, que era mal hablada y de gruesas caderas, muy pedorrona; a María de Vera y a Elvira Hernández y su hija Beatriz, muertas sin remedio en el llano largo, sitio de mucho infortunio y correr de sangre; a Mari Hernández, que era casi anciana y tenía la voz débil y cascada; a la Bermuda, que qué rico guisaba y aprendió a comer ají picante, como los indios; a Beatriz de Palacios, que era mulata y procuraba al esposo como una esclava, ora yendo a conseguirle comida, ora haciéndole la guardia para que él descansara; la otra Beatriz Palacios, muerta también en el llano largo; a Beatriz Bermúdez de Velasco, admirada por los hombres por lo guapa, pero enojona, de armas y vino tomar, y a Isabel Rodríguez, con habilidades de curandera, la que mejor ataba las heridas, cuidaba a los sangrientos y la que rezaba: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, un solo Dios verdadero, el cual te cure y te sane”.

Un vientecillo les movió los flecos y caireles y trajo de nueva cuenta el insoportable tufo de la muerte acumulada. Las moscas continuaban ahí, persistentes y elusivas.

—¿Será verdad que moriremos, que la suerte está echada, que los dioses de los mexicanos nos han condenado a la tumba más fría? —preguntó María de Estrada.

Fortuna chasqueó la boca. Dijo, en el mismo tono desdeñoso que lo decía Rosario la vieja, su abuela:

—La vida es una muerte que aguarda...

Cayó la tarde, y antes de que reinaran por completo las sombras, se adentraron con sigilo en el real de los mexicanos. Sabían del peligro, su corazón palpitaba con fuerza, y por ello avanzaban con cautela, el ojo avizor y la mano en la empuñadura de la espada. Ninguna de las dos hablaba y se ayudaban de señas para entender por dónde andar o por dónde esconderse. Era una locura, pensaba María de Estrada, y aun así no daba muestras de amilanarse ni de optar por la retirada. No fue un camino fácil. En un par de ocasiones se encontraron con guardias que hacían la ronda y sólo la creciente oscuridad las salvó de ser descubiertas. En otra se encontraron con un niño. Estaba tirado en la calle, desmejorado y tilico, sin fuerzas para levantarse. El niño las vio pero las confundió con sus demás alucinaciones de hambre. “Nantzin”, dijo en tono ilusionado, y por un momento le brilló su mirada infantil y parda, antes de desplomarse en un sopor profundo y triste, de condenado del infortunio y de la desdicha de la tierra.

Fortuna llevaba en la memoria el plano que debían seguir sus pasos para llegar hasta donde se hallaba el caballo, pero la oscuridad la hacía dudar y tener miedo de perderse.

—Si nos hallan, el suplicio que nos darán —murmuró María de Estrada.

—A callar, que harás que nos descubran —la silenció la muchacha.

Se oía un rumor de moscas, medio apagado pero constante. De pronto, escucharon un relincho. Aguzaron el oído, y aunque lejano y sordo, no cabía duda: se trataba de un caballo. Un caballo que relinchaba.

El corazón de Fortuna se aceleró. También aumentó el paso en dirección hacia el lugar de donde provenía aquel sonido que algo tenía de bueno y de encantado.

—Espera —pidió María de Estrada.

Ya no hubo respuesta de la muchacha. María de Estrada volvió a llamarla sin éxito. Estiró los brazos, caminó más aprisa a ver si se topaba con ella, pero fue inútil.

Fortuna ni se dio cuenta de que había perdido a su amiga.

Se orientaba con el relincho y pasaba a oscuras por calles, casas y templos. Sabía del peligro, pero vida es solamente una, pensaba. “No he de morir hoy ni mañana”, se alentaba.

La calle se iluminó, entonces, con las teas que portaba un destacamento de mexicanos. Fortuna se escondió tras una columna, y pensó que había pasado inadvertida. Nadie la hubiera visto, a no ser por una anciana que, sentada junto a su escondite, se dio cuenta de su presencia. Parecía una calavera de tan flaca y descolorida. Adelantó uno de sus brazos huesudos y agarró de la falda a la muchacha. La bella, que no la había notado, se sobresaltó con enorme susto.

Se zafó de aquella mano frágil que la sujetaba y fue a esconderse entre otras sombras, al tiempo que la mujer, como una desfallecida, empezaba a dar gritos cada vez más fuertes de asombro y de alarma.

Más hombres con teas se aparecieron por el rumbo.

Uno de ellos la descubrió y llamó a los otros. Éstos prepararon sus armas y lo mismo hizo Fortuna. Al saberse revelada y en un sitio de tan mala pelea, buscó un muro para tenerlo a sus espaldas y no recibir traiciones sino embates de frente.

“Así que éste es mi momento”, pensó, lo mismo con desconsuelo que con arrestos de valentía.

Los mexicanos, por decenas, se burlaban de ella y la azuzaban como a un animal acorralado. Las antorchas iluminaban su rostro, y quien lo veía sabía que había miedo, pero no tanto. Hubo uno de ellos que se le fue encima y fue cruzado de pecho a espalda con su florete. El guerrero cayó en medio de un grito terrible y comenzó a desangrarse. Fortuna adivinó el enojo de sus enemigos, indignados y heridos por esa afrenta, y supo que la insultaban como preludio al ataque final, colectivo y contundente.

Se le ocurrió algo que, de funcionar, le salvaría la vida:

—¡Huitzilincíhuatl! —gritó y mostró el colibrí disecado.

“Huitzilincíhuatl”, iba a volver a decir, pero no fue necesario. Los mexicanos detuvieron su empeño de someterla y matarla, bajaron las armas y los insultos y, tras un breve pasmo, empezaron a repetir y repetir “mujer colibrí” en su lengua.

—¡Huitzilincíhuatl! —el nombre reverberó de boca en boca en todas direcciones.

Fortuna mantenía mostrado el colibrí como si se tratara de un crucifijo que ahuyentara al diablo.

—¡Huitzilincíhuatl! ¡Huitzilincíhuatl! —se esparció de asombro en asombro aquello que parecía un conjuro, un encantamiento mejor que una rodela para protegerla de todo.

De pronto, entre aquella multitud de voces, le pareció escuchar un relincho más claro y el resonar de cascos herrados a corta distancia.

Los mexicanos se abrieron para dar paso con humildad a uno de los suyos. Era un guerrero montado con gallardía en un robusto caballo negro. Lucía un penacho elegante y un escudo de coloridas plumas. Su semblante era de autoridad; su presencia, de una jerarquía distinta.

Se plantó frente a la muchacha y le dijo:

—Intlanextli in Toniatiuh...

 

* * *

 

El capitán de gálibo fue llamado a tallar y empotrar un nuevo timón, a labrar las tablas que reemplazarían las de la borda quemada de uno de los bergantines, y calafateó las dos naves en reparación antes de hacer que surcaran de nuevo la laguna. No fue una tarea agradable. Hubiera querido ir en busca de Fortuna y no sacar a relucir sus artes de carpintero. Urgió a sus hombres a trabajar más rápido y arduamente. Si se tardó fue por la vanidad de uno de los capitanes, que no se conformó con cualquier timón sino que quiso uno bellamente labrado y con mejores maderas. Sacó a relucir una bolsa con monedas de oro, y si eso no bastaba, también gritaba y demandaba con altanería el cumplimiento exacto de sus caprichos, que para eso era rico, poderoso y bien nacido. Su nombre, Francisco García Holguín. Traía su leyenda propia y la acrecentaba con lances de valor y autoridad.

Surcó los mares de niño, y como le gustaba eso de la aventura y el sometimiento de lo que encontraba, dio rienda suelta a la espada, la navegación y la conquista. Su sonrisa era permanente, incluso en los desafíos. Era gente de Pánfilo de Narváez, pero una vez preso éste, se pasó al lado de los conquistadores que ganaron, y se mostró leal aunque afrentoso, porque se las daba de valiente, guapo y atrevido. Se le metió la idea de contar con un timón a la manera de un galgo estilizado, en actitud de correr y llevar en la boca alguna presa. Había visto uno así en sus correrías de infante, en un galeón de gran porte atracado en La Española, y presa de esa ilusión, puso a trabajar a Martín López.

Éste hizo traer madera de un árbol al que llamaban tauba o caoba, proveniente del norte de la Vera Cruz. Lo había visto en la costa y sopesado sus virtudes. Pensó construir sus bergantines con tales palos, y sólo la mayor flexibilidad del pino le hizo desistir de ese empeño. Recibió el encargo de labrar el perro y se dio el lujo de hacerlo con esos leños. Fue un grueso tronco el que le trajeron a hombros los porteadores indios, bien erguido y oloroso a aceites preciosos. Hizo algunos primeros cortes para revelar el trozo que necesitaba, y dibujó sobre él con su aprendida ciencia los esbozos del lebrel que le era requerido. Le gustó la talla de ese maderamen, y el color moreno rojizo de su sólida presencia. Escarbó y escarbó, pulió y pulió, y lo aderezó con ungüentos para darle brillo y protegerlo, hasta que quedó satisfecho con su obra. Fue del agrado de García Holguín, quien dio su autorización para colocarlo en su sitio. Martín López lo montó, y una vez que quedó en funciones, pidió permiso de encaramarse al bergantín y hacerle compañía en sus labores de vigilancia. Su capitán quedó tan satisfecho con el galgo de madera, que accedió a su petición. Zalabordó así la nao, que no era otra que el

Fortuna, en otra más de esas mañanas nubladas de mediados de agosto, olorosas a tierra mojada y a lluvia. Se izaron las velas, los remeros contribuyeron a sacar la nave de su marasmo, y navegaron por las aguas tranquilas y salobres de la laguna.

El carpintero admiró el fluir de ese portento de su ingenio por aquellos confines acuáticos, reino de los ánades, los pececillos plateados y los bejuquillos mecidos al capricho del viento. La madera crujía al embate de las olas. Un crujido vivo, no lastimero, que agradó a Martín López. La navegación era, si no ligera, sin contratiempos. La nave avanzaba a golpes de babor o de estribor, a ratos dando un giro amplio y completo, a ratos regresando sobre su estela, en un cambio de derrotero que a la distancia hubiera lucido errático e inexperto, producto del orgullo bien dispuesto de García Holguín, que de esa manera probaba el timón y presumía su linda hechura.

La nao venía bien pertrechada, con su dotación de arqueros y arcabuceros, con una culebrina empotrada en la proa, y con sus remeros, que también sabían de armas y de rifársela en batalla. La pólvora escaseaba, así que se recomendaba no desperdiciar tiros y cuidar que estuviera bien seca, al abrigo de las humedades del lago y del clima. Admiró las cumbres nevadas, erguidas con elegancia al oriente, por donde había llegado esa caterva de valentones olorosos a sudor rancio. Había dejado de chispear y las nubes se abrían para beneficio de las ropas y los catarros. No faltaba quien tuviera fiebres o tosía con cavernosas resonancias. En tierra habían quedado los más enfermos y los que sufrían de viruelas, llenos de estertores y pústulas sangrientas.

El

Fortuna patrulló las aguas para prevenir la entrada de víveres a la ciudad sitiada. Las aguas se mecían tranquilas, en su apacible vaivén de pequeñas olas. Por allá vieron la nao de Juan de Limpias, ocupada en el mismo empeño. Martín López contempló la urbe, sus altos templos, el humo que salía de las casas quemadas, la disposición de las estacas en las orillas, para que las naves no pudieran acercarse a hacer daño. Olió de cuando en cuando el tufo a podrido de la muerte y escuchó arengas y batir de chirimías y tambores.

Anhelaba la presencia de Fortuna, extrañaba su aroma y su piel, y se preocupaba por su suerte. Había transcurrido el plazo de los ocho días en que todos debían haber muerto, y tras el pasmo de los mexicanos, se reanudaba la guerra en todos sus frentes. En la urbe de ensueño, la lucha era cuerpo a cuerpo, y se cegaban las zanjas y se desbastaba cada palmo de lo ganado. En la laguna, las canoas atacaban a los bergantines. Disparaban desde lo lejos flechas encendidas. La mayoría se precipitaba al agua, pues temían a los tiros de arcabuz y se mantenían a distancia. Reforzaron sus canoas con tablazones gruesas, y sólo así eran capaces de acercarse lo suficiente para causar enojo en las embarcaciones. A dos de los bergantines les quemaron las velas y a algunos desgraciados las saetas les penetraron las carnes en pecho y en brazos.

La nao de García Holguín vigiló sin contratiempos. Martín López se imaginaba a la muchacha en alguno de los combates y sufría de saberla malherida o presa, dispuesta a ser sacrificada. Temía verla desgajada y carduzcada. Preguntó por ella a varios soldados, y había quienes la desconocían por completo y se alzaban de hombros, pero uno de ellos aseguró que la había visto en el real de Cristóbal de Olí, en el frente sur de la guerra.

—¿Es de buenas facciones, lejos de ser doncella y parece haber sido amamantada por las fieras? —le preguntaron por esas señas.

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