Fortuna

Fortuna


VII

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No podía ser otra más que Fortuna, y cuando el bergantín se acercó a esa orilla, Martín López bajó para buscarla y decirle algunas ternuras y cosas de hombre.

Reconoció el sitio de antiguos sufrimientos, desde el corral de calaveras hasta la más alta de sus mezquitas con el más horroroso de sus dioses, y el lugar de sus antiguos aposentos, de donde salieron en apretada huida de noche para sufrir el enorme desbarate y, algunos, la belicosa muerte.

Esa parte de la urbe de ensueño estaba por completo tomada, y por ahí deambulaban los jinetes y muchos indios aliados, que escupían a ciertas efigies que despreciaban.

—Te ves áspero de huesos y deshecho de hambres —le dijo un ballestero—. Pero allá, si quieres, podrás saciar tu gula de viandas, no sin antes una persignada.

El soldado se rió con una carcajada chimuela y hueca.

El carpintero se asomó al rincón señalado, sitio de reunión y algarabía de muchos tascalas. El estómago le chilló ante el golpe de un olor que le recordaba mejores cocinas. Los indios, al verlo, recelaron de su paso. Comían trozos de carne recién pasada al fuego. Algunos lo hacían sin aderezo alguno, con ávidas dentelladas; otros los envolvían con tortillas y sazonaban con salsa de ají. Le dijeron algo en su idioma que él no entendió. Una burla, acaso, porque muchos se rieron. Martín López trató de acercarse y le cerraron el paso. Entrevió una hoguera, y sobre el piso vio restos humanos, brazos y piernas, y una mezcolanza de vísceras que también se cocinaban. Eran mexicanos destazados y comidos con urgencia, en costumbres de bestia, como le parecieron.

Martín López salió de ahí algo asqueado y con el ceño de quien no entiende ni entenderá la vida. Se persignó como para quitarse esas visiones, y se maravilló de que el estómago siguiera aún con sus reclamos de hambre.

 

* * *

 

Fortuna, atada de manos y custodiada por un par de mexicanos, fue conducida a la calle para presenciar el desastre.

—Los gusanos festinan donde antes había corazones palpitantes, danzas y rezos y alegría por la vida —era Meshicayotl el que hablaba.

—Mi ciudad es un páramo de hambre y orfandades, envuelve la niebla nuestras esperanzas ahora rotas, es el lugar de los muertos y de las desdichas.

Fortuna lo escuchaba en voz de un traductor de facciones tristes y el aspecto débil y entelerido. No estaba a gusto, aprisionada como se hallaba, y trataba de aflojar los nudos con que se encontraba liada. La mañana era fría y húmeda. Se dio cuenta que Meshicayotl llevaba puesto su cinto con todo y espada y eso la afrentó. Apretó los dientes con enojo. Lo hizo hasta que vio a los niños y ancianas que la observaban. Estaban tilicos y consumidos. Las enormes barrigas contrastaban con su delgadez de cuerpo, y las viejas eran un sencillo pedazo de piel colgado a los huesos. Se le quedaron viendo con curiosidad y una desesperada lástima. Parecían mendigos, su escasa ropa derruida y sucia, pero no le pedían nada, fuera de querer tocarla, como si se tratara de un milagro más allá de su necesidad de comida, de una visión de la divinidad. Algunos, sin fuerzas, rozaban su falda o la levantaban para ver su calzado y sus pálidos tobillos, y caían desfallecidos. Las moscas se les posaban en los ojos y no hacían nada por espantarlas.

—Mascamos lo que no hay, nosotros tan ricos. No hay manjares sino yerbas ásperas, semillas de colorín y lirios acuáticos. Las ratas nos huyen, y las lagartijas. Somos menos que eso, nosotros tan poderosos.

Fueron seguidos por una chiquillería aún con escuetas fuerzas para el fisgoneo. Faltaban las risas y las ganas de la travesura. Parecía una cohorte de moribundos, de hombrecillos condenados a no ser. Las moscas los seguían. Las había por doquier.

—El agua es de salitre. Nuestra pena es de salitre. El bejuquillo que comemos es de salitre. Se oscurece el color de todas las flores. Están destechadas las casas. Hay un dolor en cada rincón, y muchos huérfanos y muchas viudas. Ha pasado el tiempo de nuestros hermosos cantos.

Caminaron. Fortuna vio gente enferma de viruelas. Ya no podían andar y estaban echados en el suelo, en actitud quejumbrosa y adolorida. Su cuerpo parecía apelmazado y pegajoso, lleno de granos rojos. Algunos parecían ya muertos, pero nadie los levantaba ni les hacía caso.

—Ya nadie tiene cuidado de nadie. Ya nadie se preocupa, nosotros que fuimos bendecidos por los dioses —dijo Meshicayotl.

Llegaron hasta una calle donde el mosquerío se apelotonaba en una especie de crepitar feroz y alocado. Había rastros de sangre hasta casi formar un arroyuelo bermejo y de aspecto repugnante. Olía a mil infiernos, a la podredumbre precipitada de muchos, a la exhalación de una tumba enorme, a la corrupción grandilocuente de los cuerpos. Un olor a desgracia y a muchas penas, que hacía pensar en la inutilidad de los destinos humanos y en el asco y el dolor de ver en los otros la muerte propia, tan a la mano.

—Tenemos que dejar esta tierra, estamos prestados tan sólo...

—dijo Meshicayotl, en actitud apesadumbrada. Su rostro no era de desagrado sino de profundo respeto. Ahí, al interior de varias casas de piedra, se amontonaban los guerreros muertos en batalla. Eran miles, jóvenes de risas e ilusiones, de desafíos y destrezas, de danzas y oraciones, de amores y de valentías, cortados de la flor y el canto de la vida en poco menos de tres meses. Los que no habían perecido en algún lance de armas, lo habían hecho entre fiebres y escalofríos, erupciones de la piel, víctimas de alguna dolencia nueva que ni los sahumerios ni los ruegos ni los baños de temazcal quitaban. No había tiempo para los funerales que merecían, y tampoco era cosa de dejarlos en el sitio de su desdicha, para no alimentar a los tascalas con sus carnes, para no deshonrar su memoria en manos infames, y ahí iban a parar sus cuerpos, un ejército de fantasmas que se fragmentaban en recuerdos de posibles glorias y olores de lo triste y lo irreparable.

El mosquerío era como una nube negra y compacta, alegre en sus aleteos por el festín de la carne y la sangre que se daban.

—No es cosa más que de un rato. Así es nuestro paso por la tierra...

Se escucharon voces de alarma. Llegaron unos capitanes. Sus escudos estaban tintos en sangre y ellos mismos estaban heridos, con cortadas por varios lados. Le ofrecieron el parte de batalla. La desesperación afloraba en sus rostros, al igual que la fatiga. Meshicayotl los oyó y dio instrucciones. Mandó guerreros a reforzar uno de los frentes.

—Mientras permanezca el mundo —les dijo—, así permanecerá la gloria de los mexicanos.

Encaminaron su paso a una mezquita de gran tamaño, la segunda en altura de Tepiyotl. Estaba pintada de azul y rojo. Lucía unas albas caracolas en sus taludes, unas figurillas con redondos ojos y unas cabezas verdes de serpiente en cada una de las esquinas. Subieron las escalinatas. Eran empinadas y de escalones estrechos. Mientras lo hacían, Meshicayotl no dejaba de hablar.

—No es mucho lo que tenemos, sólo nuestros corazones. Hemos sido altivos en la victoria, igual hemos de serlo en el momento más sombrío, el de la muerte que nos acecha...

Su voz sonaba triste y reseca. Él también mostraba los efectos del hambre y la fatiga. Aun así, procuraba pisar con brío y ordenar con esmero. Su ser guerrero se perfilaba intacto. Pensaba en ganar más batallas, aunque en el fondo todo estaba perdido y lo sabía.

Fortuna escuchaba. Lo hacía a través de una voz jadeante y entrecortada, la del traductor, que sufría en su debilidad de hambre al subir uno tras otro decenas de escalones que le parecían, más que un agobio, un tormento. Le faltaba el aire y daba la impresión de que en cualquier momento se daría por vencido y se dejaría desplomar a su propia suerte, escalinatas abajo. La muchacha aún buscaba formas de liberarse. De haberse hallado con un cuchillo y sin ataduras les hubiera saltado encima a sus captores. Se rebelaba en ella lo de siempre. Temía ser llevada al altar de los sacrificios. Se imaginaba con el corazón de fuera y su cabeza decapitada. Pero, al mismo tiempo que se encontraba furiosa y sin resignarse a tal fin de sus días, también se hallaba confundida.

Le sobrecogía la actitud adusta de Meshicayotl, sus palabras, que eran como una queja sobria pero adolorida, y la forma como a ratos la veía, no realmente desde una posición de poder, el de decidir su destino, sino como quien, cansado de todo, buscaba consuelo sin decirlo.

—No queríamos la guerra, pero llegaron con sus barbas, sus pieles de metal, sus caballos y sus cruces a provocarnos afrenta.

Lo dijo una vez en la cima de la mezquita, coronada por un templo con efigies de esa divinidad de ojos redondos y de la otra, que tenían por muy principal, la de una serpiente emplumada con las fauces abiertas.

Arribaron por la parte posterior, el templo cerrado con una larga pared a sus espaldas. Las moscas también pululaban y se notaba con molestia un olorcillo acre y picante a las narices. Desde ahí contemplaron, de nuevo, el desastre. El humo que desprendían las quemazones, la labor de picapedreros de miles de tascalas que no dejaban piedra sobre piedra de la urbe, los bergantines que asolaban las orillas, los jinetes que esperaban el momento de entrar en acción, los puentes y las albarradas, las aberturas de agua, y diversas escaramuzas que parecían suspendidas en un marasmo donde todos atacaban y todos defendían, y la balanza no se inclinaba a favor de nadie.

—Mujer colibrí —le dijo. Meshicayotl desenfundó un cuchillo y se acercó a ella.

Fortuna retrocedió, en espera de recibir el encuentro con el dolor de la carne desgarrada.

Cerró los ojos, y en ese momento, más que otra cosa, recordó a su abuela. Era un recuerdo dulce y sin embargo solemne. Otra más de sus sabidurías, la experiencia de muchos años de rondar por el mundo, y de amarlo y sufrirlo. Le dijo, aunque no le quedaba claro si en medio de un abrazo o de una de sus fiebres de agonía: “La muerte, tan segura está de ganar, que nos da una vida de ventaja”.

Fortuna se estremeció al sentir la proximidad del cuchillo. Presa como estaba, no pudo tocar el colibrí ni mostrarlo, pero intuyó que su escudo protector la había abandonado.

El cuchillo le cortó, pero no el cuerpo sino sus ataduras.

—Una vez quise tenerte como se tiene a un tesoro, encerrado. Hoy quisiera tenerte como una dicha, libre —tradujeron sus palabras.

Le ofreció su mano. Sin querer, sin saber cómo, la muchacha aceptó, si bien con algo de reserva y de cautela. De nueva cuenta, la curiosa sensación de admirarlo y rechazarlo, de sentirse bien a su lado y de temerlo. El vientre, que algo le decía. Y su corazón, que estaba como confuso y descontrolado. Espantó unas moscas que le revoloteaban y se dejó conducir al otro lado de la mezquita. Los seguía el que les servía de lengua, igual de desfallecido y falto de aire, y una decena de guerreros, todos ellos bien dispuestos y en respetuosa actitud de silencio.

Comenzaba a nublarse el día. Meshicayotl, desde aquellas alturas que algo tenían de desacato a la guerra, mostró los aposentos reales, acaso distintos a los demás sólo por verse rodeado de estandartes y guardianes.

—Guatenuca —dijo ella.

Él sonrió, por la manera como la muchacha pronunciaba aquel nombre.

—El niño rey —dijo Meshicayotl con un dejo irónico que sólo él entendía.

Se escuchó un cañonazo que provocó una nube polvorienta por el rumbo de la gran plaza del mercado.

—Moriremos. La vida es breve, se nos presta por un rato —dijo Meshicayotl.

No bien lo dijo llegaron al otro lado del templo, su fachada principal, la que daba de lleno a lo más vistoso de Tlatelulco, la más extraordinaria, adornada y colorida. Pero no hubo tiempo para veleidades ni para perder la vista en horizontes o en arquitecturas paganas. Ahí, como si presidiera la vida de todos, se erigía una efigie que era idolatrada por sacerdotes y que tenía un aspecto feo y demoniaco. Así le pareció a la muchacha, y más aún porque daba la impresión de estar viva, por el mosquerío que la habitaba. Estaba empapada en sangre y las moscas se enseñoreaban con avidez de fieras en sus contornos de piedra. La estatua se movía a capricho de su frenesí y de su vuelo. Fortuna no disimuló el asco. Menos aún cuando descubrió, en las almenas con forma de caracolas que coronaban la mezquita, otra forma de lo horrible: una decena de cabezas expuestas, todas ellas a la intemperie del horror y del morbo. Estaban ensartadas en estacas y tenían un aspecto triste e irremediable. Reconoció los rostros de algunos, que eran sus compañeros, y entre aquellos desgraciados, el del arcabucero que muchos meses atrás, antes de la noche del desbarate, le había golpeado la cara con una culata. No sintió pena por él pero tampoco gusto.

Se halló ofendida y enojada. Las cabezas estaban colocadas en pares, amarradas de las barbas y los cabellos. También ahí las moscas se daban su fiesta. La sangre aún chorreaba. El piso era rojo y viscoso. El aire, presa de lo nauseabundo. Fortuna reconoció entonces una piedra plana, que era la de los sacrificios.

—Nuestros muertos han sido más —dijo Meshicayotl.

Fortuna no pudo contenerse. Lo maldijo. Arremetió a golpes de puño contra el guerrero.

 

* * *

 

—Está en el real de Pedro de Alvarado —le dijeron.

Martín López esperó a uno de los bergantines que se acercó a las orillas, le hizo señas, y como dio muestras de seguir de largo, se aventó al agua y nadó para zalabordar y encaramarse en cubierta. Chorreaba, empapado como estaba. No le importó el qué dirán, tampoco que lo compararan con un perro mojado. Está loco, pensaron algunos. Loco de la inquietud de guerra, loco de hablar solo y no hallarse. La nao era la de Juan de Limpias, quien, aunque ya estaba viejo de la edad y sordo de una pedrada, no quería perderse la gloria de conquistar un trozo de aquel imperio. El viento era bueno y con él a sus espaldas no tardaron mucho en llegar al otro lado, el de Tepiyotl, el último bastión de los mexicanos. Su tumba, comenzaba a presentirse. Ahí presenciaron la batalla. Pasados los ocho días del conjuro en que se les sentenciaba a muerte, y como no pasó nada, tras mandar hacer las paces y no conseguirlo, se sucedió el enojo y el daño. Sin que Guatenuca accediera a rendirse, se atacó en oleadas de guerra, con la misma furia y la misma estrategia. Atacar, y así fuera un palmo de terreno el ganado, no abandonarlo, para desde ahí lanzar el siguiente ataque, una y otra vez. Se demolían casas y mezquitas, con la ayuda de un ejército de tascalas, para no dejar piedra sobre piedra y allanar el terreno para que los caballos pudieran hacer lo suyo, que era eficaz y contundente.

Estaban flacos y desmejorados, pero un batallón de mexicanos daba buena pelea. Echaban dardos e insultos como si se hallaran bien comidos y con el espíritu alto, lejos de temer que les hubiera llegado su hora. Las macanas golpeaban fuerte y sin cansancio. Apañaban reciamente y sin descanso. Otorgaban un mal rato a los de peto y armadura, barbas agrestes y todos ellos maledicentes y persignados. Olía a muerte, pero el aroma era tanto que se confundían los muertos pasados con los presentes. La cosa es que los contrarios hacían mella. Pasaban apuros para contenerlos. Se dejaban ir como un trabuco, con la intención de dejar mal parado a quien se les pusiera enfrente. Las saetas silbaban y la lucha cuerpo a cuerpo dejaba su rastro de adoloridos gritos y de mucha herida y mucha sangre. Alguien empezó a huir y otros más empezaron la retirada. Ocurrió justo cuando la nao de Juan de Limpias se acercó, y una vez a la distancia debida, dejó sentir su presencia con una andanada de tiros de arcabucería. Muchos mexicanos cayeron, algunos con los rostros sobrecogidos y sorprendidos, como si hubieran sido tocados por la injuria o lo inexplicable, pero muchos más no dejaban de hacer sufrir a sus adversarios, a golpe de sus furias y de sus venganzas.

De nada sirvió la afrenta desde el barco, porque se dio la desbandada de españoles, cual si se tratara de un ejército de débiles y temerosos.

El olor a pólvora sustituyó por un momento el tufo a podrido de la muerte. Los arcabuceros eran rápidos en sus menesteres, pero aun así parecían tardarse una eternidad en preparar el siguiente tiro.

Más soldados pusieron pies en polvorosa. Eso alebrestó a una mujer, que espada en ristre, sudorosa y algo arañada por los efectos de la batalla, les gritaba sus cosas a los que huían.

—Vergüenza, vergüenza, empacho, españoles, empacho, empacho —les decía.

Martín López aguzó el oído, pues imaginó que era Fortuna en una más de las suyas. Se asomó por la borda, para ver mejor, y supo de quién se trataba. Era Beatriz Bermúdez de Velasco, que parecía haber llegado al límite de su colmo. Los arengaba, con voz aguda pero recia:

—¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved, volved a ayudar y socorrer a sus compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben, y si no, por Dios les prometo no dejar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los de tan ruin gente vienen huyendo, merecen morir a manos de una mujer flaca, como yo.

Los amenazaba con la espada.

—¡Cobardes! —los insultaba.

Se dio cuenta de que era inútil detenerlos y, tras decirles en sus narices que era más hombre que ellos, corrió al frente a ayudar a los que habían quedado. Repartió mandobles bien y bonito. Coincidió su llegada con una nueva andanada de tiros disparados desde el bergantín, que se cimbró cual si hubiera sido golpeado por una ola. Fue su arenga, o aquella sonora descarga de arcabucería, o una mezcla de ambas, pero los huidos se arrepintieron y volvieron sin mucha vergüenza a dar la cara en la batalla.

El humo de los disparos envolvió a la nave. Al disiparse, le permitió a Martín López ver que, además de la tal Beatriz, mujer en efecto tan delgada como un esqueleto, también peleaba María de Estrada. Ésta era algo tosca de facciones pero de cuerpo que permitía elucubraciones. Se batía sin mucho afecto a su feminidad, con desparpajo igual al de un hombre. Lo hacía con brío y cierta elegancia. No vio a Fortuna y eso lo desalentó. Acaso estaba herida o muerta su amada. Recordó el calor de la piel de la muchacha y sintió crecer el deseo, y también la preocupación por no saber ni un carajo de ella ni en qué estado se encontraba.

Se sintió una fuerte ráfaga. Juan de Limpias, ensimismado en apoyar a los de tierra, descuidó el pilotaje. La nave, dejada a la deriva mientras sus hombres disparaban, fue arrastrada por el viento hasta muy cerca de la orilla. A esa distancia fue más sencillo herir y matar con otra refriega de arcabucería, y con una de ballestas, cuyos tiradores se pusieron a modo para causar bajas entre los mexicanos.

El golpe cimbró la nave e hizo crujir la madera y tambalear la arboladura.

Habían encallado, las velas dejadas al capricho del viento, por la infortunada decisión de su capitanía de hacerle más caso al fuego que al agua.

Juan de Limpias, apenas se repuso de la cimbrada, empezó con las órdenes:

—¡A arriar las velas!

Una vez que fueron bajadas, gritó con todas sus fuerzas:

—¡A darle, remeros! ¡A sacarnos de apuros!

Los remos se dispusieron a su faena. Pero, aunque le pusieron empeño, su esfuerzo era inútil. La nao parecía anclada, como chupada por el fango de la laguna, y para pena y miedo de muchos no daba muestras de desatascarse ni de moverse a sitio más seguro. La distancia era buena para darles con las saetas a los indios y también para que éstos los ofendieran con sus flechas y lanzas. Dos o tres cayeron así, desbaratados y con una punta dentro del pecho o la cabeza. Por si fuera poco, una decena o más de canoas se acercaron, con intención de prenderles o de hacerles desfiguros en sus cuerpos.

La situación cambió. Al ver sus apuros, ahora fueron los de tierra los que se pusieron a ayudarles. La batalla se mudó a la orilla, donde se concentraron los soldados y los guerreros, unos para ir en socorro del bergantín y los otros para atacarlo.

Martín López se imaginó prendido, desollado vivo y su cuerpo dando hartazgo al hambre de los mexicanos. Dejó su refugio detrás del mástil y se aventó al agua.

—¡Eh! ¡A mí, que nos matan! —gritó para llamar la atención de los soldados.

Se puso del lado de la orilla y desde ahí, con el hombro, trató de empujar la nave. María de Estrada, que lo vio, se lanzó al lago, pues comprendió la maniobra. Más soldados, algunos del barco, los acompañaron en su tarea. Le echaron fuerzas mientras las flechas caían. No hubo muertes pero sí heridos, y sólo uno de cierta gravedad, uno al que llamaban “el Pinto” y era de Palos. Juan de Limpias, que no escuchaba nada pero que era de ideas prontas y precisas, dio la orden de que saltara por la borda la mitad de su tripulación, para aminorar el peso. Los que quedaron a bordo, unos atacaban a los de la orilla y los otros defendían no ser abordados desde las canoas.

La nave pareció levantarse y se desatascó un poco. Andrés de Monjaraz, que estaba muy doliente de bubas, aun así empujaba y pedía a gritos más ayuda. Bernal fue otro de los que se empaparon para entrar al quite.

—Sigues vivo —le dijo Martín López al verlo.

—Y tú, pareces muerto de tan descolorido.

—Empuja.

—En eso ando —y metió el hombro, la cara descompuesta en un pujido de esfuerzo.

Juan de Limpias, que a pesar de estar viejo y disminuido esgrimía maldiciones y una bien dispuesta espada para mantener a raya a los que querían zalabordarlo, dio la orden:

—¡La culebrina al agua!

Ésta se hallaba montada en la popa del bergantín y había servido para causar muerte con su poder y estruendo entre los indios. Ahora estorbaba por ser una carga pesada. No fue fácil deshacerse de ella, más por el aprecio que se le tenía que por cómo estaba instalada, pues no se contaba con muchas piezas de artillería y eran valiosas como si se tratara del más puro oro. Se desmontó con la ayuda de seis hombres y se echó al lago con tristeza, en medio de un chapoteo.

El bergantín se elevó y pareció más ligero. Las flechas golpeaban cascos y petos. Un español flotaba semihundido, muerto de alguna mala treta. Un grupo de guerreros, armados con las espadas de los españoles que habían sacrificado, se abrían paso para ultimar a los que empujaban. Beatriz Bermúdez de Velasco llamaba a la defensa. Se puso al frente de un grupo de hombres, bien dispuestos con rodelas, y empujaron a los mexicanos a retroceder unos pasos. Se lanzaban de cuchilladas y de espadazos. No pocos murieron ahí y fueron aplastados en ese estira y afloja de no ceder y de empujones.

—¡Vamos! —urgió Bernal, que parecía cargar sobre sus hombros todo el peso del bergantín.

—¡Ahora! —gritó María de Estrada.

Martín López, junto con la docena de hombres al agua que le ayudaban, logró desencallar la nave.

—¡Los remos, ahora sí! —gritaba.

El bergantín pasó por sobre las canoas que le cerraban el paso.

Martín López vio que María de Estrada estaba herida de un hombro y le tendió el brazo para ayudarla. Se asió de la proa y fue ayudado para subir a bordo a la mujer. Después, él hizo lo mismo.

—Un rasguño —argumentó ella cuando quisieron revisarle el corte.

Martín López se sentó a su lado mientras las velas volvían a hincharse. Juan de Limpias recobró el control de la nao y navegó con eficacia. De nuevo colocó al bergantín en posición de disparo.

Los arcabuceros llenaron de pólvora los cañones, la retacaron y metieron el perdigó, que cayó hasta el fondo.

—Busco a Fortuna. ¿La has visto? —preguntó el carpintero.

María de Estrada palideció.

Lo último que había visto fue cómo la muchacha había sido aprehendida y entregada a un poderoso guerrero. Le resultó imposible rescatarla. De haberlo intentado las dos hubieran sido hechas prisioneras. Aprovechó las sombras para regresar a sus reales y no volvió a verla.

Se lo dijo a Martín López.

—Su corazón será ofrecido a sus dioses —agregó, pero el capitán de gálibo no pudo escucharlo, ensordecido por el tronar de los arcabuces.

 

* * *

 

Fortuna lo admiró y lo temió. Lo vio entrar desnudo al cuarto de la purificación. Así, desnudo, lo había tenido entre sus brazos y piernas, en un abrazo imposible.

—Tu corazón de turquesa, joya de alegría —le dijo.

No lo creía del todo. Era como si despertara de un curioso sueño, un poco roto y deshilvanado, pero en el fondo bello. Temió el sacrificio y se encontró con un hombre postrado a sus pies, que le decía:

—El mundo es un instante, pero tú lo perpetúas...

Tuvo miedo, es cierto. Temblaba como nunca lo había hecho. Pero no todo era temor ni desdicha. El vientre algo le señalaba. El corazón, que se revolvía en palpitaciones que no entendía. Llegó la noche, y acaso por efecto de las antorchas, le agradó su voz, que encontró varonil y dulce, como la de un buen hombre. La piel le brillaba por efecto de aceites que halagaban su olfato. Su respiración era como si no bastara todo el aire del universo, como si estuviera a punto de la asfixia, del abismo del peligro o del brillo del milagro.

Habían pasado la noche juntos, en actitud de esposos.

Fortuna quedó a su merced, como un águila malherida. La puerta se cerró y con ella lo que pensó eran sus ilusiones. Se encontró con una habitación llena de flores, aromada de sus esencias y de algún sahumerio oloroso a nobles especias. Intuyó la piel que la buscaba y no huyó demasiado, acaso sólo un simple y decoroso recato y un temblor y un sonrojo. Meshicayotl estaba ataviado en sus mejores ropas de guerrero. Los verdes y los azules enseñoreaban su atuendo, las costosas plumas y los delicados ropajes. Se cubría con una elegante capa, bellamente bordada y ligera. Llevaba sandalias con tiras doradas y un cinturón de gruesos textiles donde portaba sus armas. Usaba un peto de sólidas capas de tela, a la manera de una armadura. El peto estaba adornado con un disco de oro con un sol que sonreía. Se despojó de la capa y del peto. Dejó al descubierto lo que colgaba de su cuello. Era un colibrí disecado.

—Devoradora de corazones —le dijo a Fortuna—, distraído estoy de mis deberes de guerrero, pero regocijado estoy, porque eres la flor de maíz, la flor de quetzal, la flor de turquesa...

Se descolgó el colibrí y descolgó el de Fortuna. Los unió en sus manos. Dijo:

—El colibrí te condujo a mí. Portador del amor es su vuelo. Le pedí: protégela, y que vea en mí al guerrero que todos los días lucha por tener de su flor de belleza una mirada dulce.

Meshicayotl despidió al traductor. Se hablaron en sus propias lenguas, pero se comprendieron en otro idioma.

Los colibríes quedaron colgados de una protuberancia en una pared. Estaban juntos, igual que ellos. Parecían besarse, igual que ellos.

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