Fortuna

Fortuna


VII

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Fue una noche curiosa de pasiones y ternuras. La mañana los sorprendió en un abrazo somnoliento del que no querían despedirse. Volvieron a lo suyo, que era el placer de la piel, y luego Meshicayotl se incorporó para purificarse con vapores y prepararse para una nueva guerra.

Fortuna se regodeó en sus recuerdos de la noche, y sintió gozo en su mujerío, y pensó que no era correcto, pero igual le gustó el olor que despedía el lecho, así como el señorío de sus pezones erguidos al rememorar la hazaña de las manos de aquel hombre sobre su cuerpo.

Meshicayotl regresó ataviado como un guerrero.

Dijo algo. Y como Fortuna, por más que trataba, no atinaba a entenderle, se ordenó la presencia del traductor.

—¿Cómo se puede amar aquello contra lo que uno batalla?

La muchacha no supo qué responder. Volvió a aparecer la contradicción en su alma. Debía matarlo, no amarlo. Acaso, en palabras más bellas, era lo que él mismo le había dicho momentos antes.

Fortuna se vistió. Llegó en ese momento una comitiva de sus capitanes, quienes con respetuosa ceremonia le ofrecieron un atuendo de mucha importancia y mucha honra.

Su gente lo ayudó a ponerse aquello, un traje que parecía el de un monstruo, el de un sobrehumano, el de una herejía terrible, horrorosa mezcla entre un ave y un jaguar. Parecía más alto así, más fuerte. Su aspecto era de miedo. Se le mostró una insignia en forma de estandarte, una vara terminada en un dardo de pedernal, y la misma se le ofreció ya no como insignia sino como arma. Se la ofrecieron en actitud respetuosa y digna. Era una lanza que parecía hecha de metal. La serpiente de fuego, le llamaban. Meshicayotl, al ostentarla, hacía que los demás bajaran la cabeza con humildad y temor, como si se tratara de un presagio de lo divino, sabedores de sus inmensos poderes de decidir sobre la vida y la muerte.

Se veía imponente Meshicayotl. Se veía como si el dador de la vida lo hubiera ungido como un instrumento de su ira.

Fortuna lo tomó de las manos. Le dijo:

—Hombre colibrí: no te mueras... —y agregó—: No mates a los míos.

Él ya tenía puesta la mirada en su destino.

—Tendremos que desaparecer. Nada habrá de quedar —aseguró y salió de la habitación.

Se dirigió al frente de guerra. Quien lo veía, se inclinaba ante él. Las mujeres que lloraban, los malheridos, los enfermos de la gran destructura de gente, todos se mostraron asombrados y le hicieron una venia y le desearon suerte. Aun los ciegos, que habían quedado así por la enfermedad, intuyeron su paso y se inclinaron ante él, como si se tratara de un dios o una enorme esperanza.

Se subió a una muralla y desde ahí le dijo a su gente:

—¡Mexicanos, ahora es cuando!

Mostró la serpiente de fuego, y también su arco y sus flechas, y los cuchillos al cinto, y dijo con prestancia:

—¿Quiénes son esos salvajes? Que se dejen venir acá. Ahora es cuando.

Se abalanzó sobre un grupo de españoles. Tumbó a uno con su lanza y le dio muerte. Era seguido por cuatro o cinco de sus capitanes, que disparaban sus saetas y enarbolaban sus macanas.

Los mexicanos dieron comienzo a sus cantos. Mostraron con orgullo sus banderas, algunas rotas y descoloridas. Sonaron los tambores y renació la alegría.

Meshicayotl, en su atuendo de quetzal jaguar, infundía miedo. Mataba a quien se le pusiera enfrente. Parecía temerario e incansable. Se subía a los techos, se encaramaba en las murallas, luchaba en campo abierto y no dejaba de dañar a quien le viniera en gana. No era de esta tierra, se hubiera pensado. Su estirpe era la de una deidad de la sangre. Su razón de ser era la muerte. Los tascalas se retiraron. Los españoles lo hicieron después de que les arrebatara una de sus banderas.

 

* * *

 

Contundencia. Se necesitaba contundencia. Los reclamos de rendición eran vanos y, aunque disminuidos por el hambre, la actitud de los defensores era terca e inusitada. Se ganaban batallas, se había tomado e incendiado el templo mayor de Tlatelulco, pero la victoria, que parecía tan próxima, a ratos se antojaba lejana. Los mexicanos eran dueños de un mínimo de terreno, pero ahí eran fuertes y temibles. Uno solo de sus capitanes había sido capaz de dar una dura pelea, y se contaban por decenas los que habían perecido bajo su lanza. Un engendro de lo infernal, decían que era. Inmortal e invencible, se aseguraba. El capitán general no estaba para esas patrañas. Temía que sus tropas, fatigadas, encontraran en el desaliento un pretexto para la rebeldía y la sedición.

—Debo ser contundente si quiero ganar esta guerra —pensaba.

Fue uno de sus ballesteros al que se le ocurrió la idea. Su nombre, Sotelo. Era escueto y callado, surcado de heridas por ser veterano de las guerras en Italia, algo abierto de piernas, con los cánones de un rostro ovalado y con sonrojo, natural de Sevilla y con la vanidad de los soldados viejos.

—Un trabuco, es necesario —dijo.

Escaseaba la pólvora, así que un artilugio que no la usara fue bien visto de inmediato.

—Una catapulta, pues.

Sotelo había visto su proceder en ataques a castillos de altas murallas, y podía jurar que era un arma temible.

—Se rendirán de inmediato cuando vean volar las rocas que han de aplastarlos —aseguró Sotelo, con la galantería de una sonrisa.

Al capitán general le pareció adecuado. Mandó llamar a Martín López para que la construyera.

—¿Dónde demonios anda? —preguntó tras un rato, impaciente por la demora.

Pero, por más que lo buscaron, nadie supo del capitán de gálibo. Su último paradero había sido el bergantín de Juan de Limpias, eso le informaron, y tras portarse valeroso para que los mexicanos no apañaran la nao, había desaparecido. Si estaba muerto, nadie lo sabía. Si borracho, ya tendría su castigo.

Mandó llamar a Diego Hernández, otro de los carpinteros, a ayudarle con la faena. Era bueno para hacer carretones, así que un trabuco no debía ser problema para su ingenio.

Llegó Diego Hernández y le dijo:

—Una máquina de terror, es lo que quiero.

Le dio cien tascalas para ayudarlo y le prometió la gloria si tenía éxito.

A él también le preguntó:

—¿Y Martín López?

Se alzó de hombros, ignorante de su domicilio.

 

* * *

 

Martín López aprovechó las sombras. Llevaba en sí la locura del amor. No pocas ocasiones se cuestionó su proceder, sobre todo cuando el peligro aumentaba. Bien que recordaba las cabezas decapitadas, puestas de cara al sol sobre agrestes estacas. Se jugaba la vida. Se volvió a sentir el pícaro de sus primeras andanzas, y lo mismo se sonreía con todo aquello, como si se tratara de una travesura, aunque a ratos su talante era serio, por el riesgo que le gravitaba.

Tenía hambre. Había olvidado traer consigo un alimento, por magro que fuera. Buscó qué comer. Algo debían tener los mexicanos. Se encontró con que tenían el estómago más pegado que él a la espalda. Desde sus escondites los vio ingerir piedras, hervir el cuero de sus sandalias, aplastar moscas y llevárselas a la boca. Él no haría eso. Nada de alimentos innobles. Se aguantaría, y sólo esperaba que el chillar de sus tripas no lo delatara.

Penetrar en aquel bastión fue más fácil de lo que esperaba. Los mexicanos que podían herirlo estaban ocupados en defender sus fronteras. Estaban prestos detrás de las murallas y encima de los techos. Ya no lanzaban mucha vara, agotadas sus maneras de hacer lanzas o flechas, pero sí tenían mucha piedra que aventar. Los había visto: a mano o con una honda, las lanzaban. Eran buenos. Tenían un tiro certero y de cuidado. Muchos habían sido descalabrados así. Los cascos no servían de nada ante tal afrenta. Las cabezas se cimbraban. Algunos murieron de esa manera, quebrados y cimbrados, la testa deshecha.

Le fue sencillo escabullirse sin ser notado y esconderse de las miradas.

Le asqueó el hedor y el mosquerío. La urbe, lo que quedaba de ella, le pareció fantasmal, vacía como la halló, habitada por enfermos que no dejaban de quejarse y por ancianas raquíticas y niños desfallecientes. Al principio se preocupó de no ser visto por esas imágenes de la desolación y el hambre. Después se dio cuenta de que estaban tan débiles que lo confundían con una alucinación. O que no tenían fuerzas para gritar y dar la voz de alarma.

De hecho, se guareció de las miradas en las casas de las viudas y de las viejas. Las escuchaba llorar y quejarse. Sollozaban sin parar. Su pena era honda, pero su dolor se confundía entre extrañar a sus muertos y sus propias dolencias físicas. Pasó una noche frente a una mujer que no dejaba de musitar palabras amargas y sin sentido. La había visto entrar, antes del atardecer. Era menuda y llena de arrugas. Nunca había visto una mujer así, tan arrugada y en los huesos, tilica a más no poder. Caminaba cual si fuera a desplomarse en cualquier momento. Un simple soplo hubiera bastado para ello. Martín López se sobresaltó al verla entrar. Temió que lo descubriera y lo delatara. No ocurrió así. La mujer se recostó. Parecía muerta, a no ser por el sollozo, constante y afligido.

Lo peor era ver los niños. Hubiera querido espantarles las moscas, que se enseñoreaban en sus ojos y en sus entrepiernas. Andaban desnudos y desesperanzados. Demasiado débiles para caminar, se recostaban en el suelo, a la vera de alguna sombra. Si llovía, ahí se quedaban, sin moverse. Algunos desvariaban. Otros gemían.

Día y medio pasó así Martín López. Hurgaba y se escondía, observaba y se refugiaba en las sombras. Buscaba el sitio donde se encontraba Fortuna. Le pasó por la mente que hubiera muerto. En una ocasión se entristeció hasta casi las lágrimas. La imaginó abierta en dos, el corazón de fuera. O su cabeza en una estaca. Alejó esos pensamientos, que no le traían nada bueno. Se imaginó el riesgo, que era como caminar en una ladera empinada y reseca, o como cruzar el mar cuando los vientos arreciaban y el cielo irremediable se ennegrecía. No estaba bien dejarse engarrotar por el miedo o la tristeza. Todo era aprendizaje en la vida y él aprendía de todo aquello. El futuro se le aparecía como mudo y desfigurado, pero la posibilidad de encontrarse con Fortuna, y amarla y hacerla su mujer de nuevo, lo reconciliaba de tantas dudas y fatigas.

Aguzó el oído para escuchar relinchos, golpes de coces sobre el piso. No oyó nada la primera noche. La segunda tampoco. Al caer la tarde del tercer día le pareció percibir algo. Dudó si provenía de sus reales o de lo más profundo de Tepiyotl. Se orientó en dirección de aquel sonido. Las calles estaban vacías, a no ser por los niños tan desfallecidos como sus esperanzas. El cielo se nublaba como una maldición lenta. Olía a lluvia. La urbe de ensueño se cimbró con un trueno que reverberó desde la lejanía hasta las piedras y los corazones. Llegó a un lugar, en la intersección de dos templos chaparros, donde se apilaban armas y rodelas. Nadie lo vigilaba. Escurridizo y silencioso, Martín López se apropió de un cuchillo y una macana. La blandió como si quebrara una cabeza. Se sintió poderoso aunque ajeno a aquel artefacto. Estaba a punto de marcharse cuando, por entre unas lanzas, distinguió una espada. La tomó. Su forja era buena. El aire se cortaba bien con su filo. Llevaba una inscripción en la empuñadura: “Misericordia a nadie”, se leía. Se preguntó a quién le pertenecía, seguramente a uno de los infortunados cuyos pechos se abrieron estando vivos.

Avanzó unos pasos. Entonces escuchó, próximo a él, un relincho. Se asomó por una esquina y vio a Fortuna que se disponía a montar un caballo. Tenía subido un pie en el estribo y un mexicano le ofrecía la mano para encaramarse en el jamelgo. Le maravilló aquel suceso, que tuvo por uno de los más grandiosos que hubiera visto en aquellas tierras. El cuadro era bello y dramático. Era cosa de apanicarse y asombrarse, de arrojarse a la locura o de entender de pronto que el milagro existe. Se alegró de verla con la vehemencia de su juventud y su hermosura. Le sorprendió que no estuviera presa y que sonriera con aspecto entretenido. El guerrero, lo reconoció tras un asomo de marasmo, era el mismo que inquietara a la muchacha. El que había querido flecharlo en el río. Les vio el colibrí que pendía de sus cuellos y sintió el rumor duro de los celos.

Abandonó su escondite y dijo:

—Mujer, he venido a salvarte.

El caballo se sobresaltó y dio un respingo.

—¿Qué haces? —preguntó ella, poseída por un deslumbramiento de lo que no le parecía real.

Meshicayotl se puso en guardia. Sacó uno de los cuchillos y enfrentó con la mirada al carpintero. Lo retó a perder la vida con él, si se atrevía.

El viento pasó de una brisa olorosa a lluvia a arreciar lo mismo que a formarse ciertos extraños nubarrones, bajos y grises. La tarde empezó a hacerse oscura y sin estrellas, oscura y fría.

Fortuna, montada en el Cuervo, le picó las costillas y fue al encuentro de Martín López.

—¿Qué haces? —volvió a preguntarle—. ¡Van a matarte!

—Te amo —recibió por toda respuesta y se acercó a ella para abrazarla de la pierna.

Se escuchó un trueno y luego otro. El Cuervo se movía nervioso, cual si presintiera el reptar de una víbora.

El penacho de Meshicayotl se cimbró por la cauda del aire. Sacó orgulloso el pecho y se dirigió con determinación a matar al intruso. Su mirada era de furia, su cuchillo de sangre.

Fortuna, al verlo, se le interpuso con el caballo.

—¡No! —le decía—. ¡No lo mates!

Él intentaba apartarla. Le daba de manotazos a la grupa, a las ancas. Intentó quitarle las riendas a la bella. Fortuna, hábil jineta, no lo dejó pasar.

Martín López sintió que debía encontrar mejor sitio para defenderse y subió las escalinatas de un templo. Esperó, allá arriba, a su adversario. Le resultaría más fácil enfrentarlo, coligió, y se dijo, como para darse valor: “Misericordia a nadie”. Desde sus alturas contempló las fogatas en algunas calles y el lago, que parecía rodeado de un extraño resplandor. Empezó a llover, entonces. Un rocío tenue pero pertinaz. Cayó un rayo que iluminó el horizonte. Luego otro, que cuarteó los cielos.

Meshicayotl burló los esfuerzos de Fortuna. Corrió del otro lado del templo y lo remontó para matar al carpintero. La muchacha, que intuyó sus intenciones, subió con todo y caballo, con gran peligro de caerse en los escalones, y volvió a interponerse con el animal entre los dos hombres.

Fortuna sintió rabia y amor por ambos. El rocío mojaba su rostro y era como si llorara. Tal vez lo hacía, porque se hallaba llena de pasiones y contradicciones. Había demasiadas cosas en su corazón y en sus entrañas. Sentía el desamparo de la duda y el anhelo de las cosas buenas. Sufría con la desesperanza dulce de las enamoradas.

—¡No! —repetía, para tratar de calmar los enojos y las venganzas.

Se halló incapaz de decirle a uno en su propia lengua palabras de paz y de ternura, de alivio y sosiego, y al otro, aunque hablara su idioma, no pudo decirle que estaba loco, que lo quería, que se marchara.

El cielo se oscureció como un mal presagio. Por allá, el resplandor apenas del atardecer que se iba, suficiente para iluminar aquel empeño de enojos y vanidades en el techo de una mezquita de indios. Por allá, del otro lado, sobre las aguas, algo hizo que olvidaran sus furias.

Fue una visión extraña y clarísima. Era como si una fogata inmensa brillara en medio del lago. De no creerse, porque parecía cosa de alucinación o encantamiento. Era como una llama grande que la lluvia no apagaba. Al contrario, propiciada por misteriosas razones, se acrecentaba sin chisporroteos hasta convertirse en una columna de fuego, anaranjada y roja, brillante. Parecía sostenida del cielo, más que de las aguas. Y daba la impresión de un remolino, porque giraba. Al hacerlo, lanzaba llamaradas y chispas. Era cosa de espanto y de ponerse a rezar. De maravillarse ante los asombros del mundo y de preguntarse cosas acerca del destino de las hormigas y las estrellas. Muchos ruidos empezó a hacer, y las brasas surcaban los aires. El cielo retumbaba y también la tierra y lo que llevaba encima. Tenía movimiento y empezó a acercarse a la orilla. Meshicayotl puso una rodilla en el piso y oró a sus divinidades. Algo en él se removía por aquellas llamas, que le decían cosas que sólo él entendía. Martín López, la espada aún dispuesta, pudo haberle asestado un golpe filoso a su adversario, rendido ante el pasmo del fuego, pero reconoció que el momento era otro, uno de milagro y pasmo ante una visión que no entendía y que le hacía surcar escalofríos en la espalda. Fortuna, por su parte, pasaba apuros para dominar la inquietud del Cuervo, desasosegado por la cercanía de las llamas. Tenía miedo el jamelgo, y el temor se reflejaba en sus ojos bien abiertos y en el sudor de su cuerpo que brillaba cual si formara parte de aquel misterio de fuego. La muchacha se acarició el colibrí, como lo hizo tantas veces, sabedora de la protección que le brindaba. Se lo sacó del cuello y lo tuvo en su mano derecha, cobijándolo como una pequeña joya.

El remolino de fuego se acercó a la muralla de la orilla. Ahí se entretuvo un rato, como a punto de saltar ese obstáculo y adueñarse de las casas y los templos. Chisporroteaba ahora sí con furia, cual si se tratara de un aviso del infierno. Pareció apagarse lentamente, y mientras lo hacía, prendido de las nubes como se hallaba, marchó hacia el sur, hacia un lugar que llamaban la Oreja del Lobo Pequeño.

Los tres, encima de la mezquita, se voltearon a ver, asombrados y perplejos.

Meshicayotl era el del semblante más sombrío. Algo había comprendido de más de aquel fuego. Éste ahí seguía, aunque más tenue, desplazándose como errático y moribundo. El Cuervo se tranquilizó y dejó de mostrarse reacio a la rienda.

Meshicayotl dijo algo que auguraba de nuevo el combate. Empuñó con fuerza el cuchillo y se dirigió en pos de Martín López. Fortuna, en lugar de cortarle el paso con el caballo, bajó de éste, se acercó al carpintero y le colgó el colibrí del cuello.

El delicado plumaje del pequeño pájaro brilló iridiscente con el resplandor que aún quedaba del torbellino de fuego.

Meshicayotl contuvo el golpe de cuchillo. El colibrí lo miraba. Fue como si lo apuñalaran a él, a juzgar por su semblante, que algo tenía de adolorido.

Fortuna lo tomó de la mano y también al carpintero.

La columna de llamas volvió a chisporrotear y a hacer retumbar las piedras y los corazones. Se desplazó al centro del lago y ahí fue a parar, extinguiéndose como si se la hubiera tragado el infierno.

 

* * *

 

La catapulta, el trabuco, como si su solo nombre destruyera sólidas murallas y derribara principados de ensueño, resultó un ingenio estrecho de utilidades. Madera y cuerdas se unieron al triste empeño de la nada. Era como una honda gigante, pues a eso se asemejaba. Así le decían: la honda de palo. Le dieron vueltas a una cuerda hasta que el maderamen enorme se puso enhiesto. Les tirarían rocas para vencerlos. Contrarios y aliados veían aquello, como a la espera de algo mágico. Sólo hubo decepción y risas. Se escucharon gritos y maldiciones cuando la pesada roca, en vez de alzar el vuelo para subyugar reciedumbres y voluntades, se mostró precaria en el impulso y terminó por caer de manera estrepitosa y vana, a punto de aplastar a testigos y ejecutantes. No hubo artilugio mágico para la guerra y sí excusas que mucho tenían de diplomáticas. La aniquilación se detendría no por un desperfecto de la máquina sino porque los hombres barbados de la fe y la espada eran buenos y los perdonaban. Ya habían visto, además, la señal: el extraño fuego que circuló en el lago, la evidencia de una premonición y la obligada decisión de rendirse. La columna de llamas asombró a ambos bandos, y unos se volvieron a creer abandonados por sus dioses y los otros se imaginaron pronto en la piedra de los sacrificios, pero sólo los mexicanos sufrían más y la extenación y la miseria los gobernaban.

Pocas luchas había ya. Los guerreros rapados escaseaban y los que aún moraban parecían un remedo, de tan flacos y consumidos. Ya no tenían varas para las flechas ni esperanzas en los corazones. La urbe, antaño tan esplendorosa, ahora lucía decaída y contrita. Reinaban el hambre y el abandono. La lluvia, que caía por las tardes, contribuía al aspecto desolado y triste. En esos momentos, mientras el cielo lloraba, el hedor de los cadáveres descompuestos desaparecía, como si las peticiones de los vivos hubieran sido escuchadas. Apenas amanecía y el sol hacía lo suyo, la peste arreciaba, como si se tratara de una condena mal habida. Entonces, a la luz del día, un hervidero de insectos menguaba los ánimos y la vista. Los gusanos se adueñaban de los rincones. Habían sido barridos por los torrentes lluviosos y se mostraban pálidos y tercos en su contoneo y repugnancia. La sangre también se arrastraba y quedaba a la intemperie, pastosa y seca, como el recuerdo ingrato de una carnicería. Los niños continuaban tirados en las calles, y los que no, lagrimeaban a sus madres muertas. No hizo falta el trabuco, entonces. Bastó la engreída realidad.

Meshicayotl, tras el remolino de fuego, pareció apagarse, el ánimo desconcertado y ensombrecido. Su mundo se derrumbaba, su dignidad. Acostumbrado a reverencias y tributos, no entendía el desplome infame ni la sordera ante los rezos. Él también estaba cansado y el hambre lo había minado. Aún tuvo arrestos para ponerse su atuendo de quetzal-jaguar, y hubiera salido a enfrentar vilezas y desafíos, a imponerse como el guerrero feroz que era, a no ser porque recibió la orden de no hacerlo. Guatenuca mismo, el rey niño, se lo hizo saber, por medio de un capitán de escolta que parecía enfermo, descolorido y con el asomo de algunas llagas. Lo detuvo en su furia porque necesitaba su talante para lo que seguía, que era preparar la huida. Estaba decidido que así debía ser. Tomarían las canoas y abandonarían la ciudad con todo y sus glorias pasadas y sus muertos.

—Nada permanece, ni la gloria ni los días —dijo con funesta voz de vaticinio.

Había hecho llevar a Fortuna y a Martín López a lo alto del más grande de los templos que aún eran de los mexicanos. Ahí los dejó a la intemperie del tiempo y de sus inquietudes, a la vista de un par de mexicanos de aspecto raquítico pero aún fiero que los vigilaban. Estaban atados de las manos y obligados a estar sentados sobre el piso agreste de roca.

—Tu locura te conducirá a la muerte —le reprochaba tiernamente la muchacha a Martín López, agradecida con el gesto del carpintero pero preocupada por el desenlace de todo aquello.

—Donde el corazón se inclina, el pie camina —fue la tenue excusa que le ofreció a la bella.

Les serían abiertos los pechos, de seguro. Se imaginaban sus cabezas sobre una estaca puntiaguda. Temían que el desmembramiento ocurriera cuando aún estuvieran vivos. Ambos se sobrecogían con un vibrante escalofrío de miedo de sólo pensarlo.

—Mañana morirás, pasado mañana te enterrarán y pasado mañana te olvidarán —dijo ella como para darse ánimos. Se santiguó varias veces y oró en silencio porque su muerte fuera rápida. No podía evitarlo: temblaba levemente.

—Te amo —dijo él a punto de algún quebranto.

—Te ganaste mi amor, carpintero. Considérate afortunado —dijo ella con una media sonrisa, para agregar, irónica—: pues mira hasta dónde te ha traído este amor tan ingrato.

Empezó a caer una leve y fría llovizna. Guardaron silencio, estaban ensimismados en los últimos momentos de los condenados a muerte, sumidos en melancolías de lo que pudo haber sido y ahora se truncaba. Los sueños que ya no obedecerían por falta de aquella fantasía de los hombres llamada el transcurrir del tiempo. La servidumbre de la miseria y la tumba. Las caricias que se perderían en el bárbaro estropicio de la nada. Los dos llevaban sus colibríes. Meshicayotl, en un gesto de desdén, se había quitado el suyo y se lo había dado a Fortuna. Tal vez era cierto que tenían el poder de juntar a los enamorados. Pero no les servían de nada. Ya no los protegerían del látigo implacable de la vida que se acaba.

Se sintió algo más de frío, la misma llovizna pero helada. Sus ropas estaban húmedas al igual que sus cabellos. Desde aquellas alturas el lago parecía un espejo gris e inofensivo. Un par de bergantines hacían su ronda. Algunos pájaros sin lustre volaban en alegre formación en la lejanía.

Meshicayotl se presentó con gesto adusto y sombrío. Venía acompañado del traductor, que parecía más enjuto y acabado. Despidió a los guardias que los vigilaban y se plantó frente a ellos. Parecía un oso a punto del zarpazo. Disminuido y todo por la falta de comida, se mostraba sólido y gallardo. Fortuna lo admiró y lo temió como siempre. Martín López se preguntó si los haría morir a cuchillo o los aventaría de cabeza por las escalinatas.

—Los dioses duermen y quién soy yo para despertarlos —dijo el mexicano, escudado en su malogrado traductor.

La llovizna le mojaba el rostro, las plumas de sus hombros como un pavo real de guerra, el penacho elegante y desafiante de los transparentes aires.

Negó con la cabeza, como si se despojara de un mal pensamiento o de un presagio que lo aquejara.

Se llevó la mano al cuchillo y ahí la sostuvo en la empuñadura, pero fue más una pose de guerrero que la pretensión de una amenaza.

Miró con solemnidad a uno y otro lado, a la urbe destrozada, a los sueños rotos, a la peste que también se miraba, y luego a ella, en actitud tierna que tenía algo de derrotada.

—No sé si me agobia tanto pesar por nuestros muertos, por nuestras desgracias, ahora que la oscuridad y el olvido se ciernen sobre nosotros, o es porque tu corazón de jade y el mío de pedernal no estarán juntos sobre la tierra...

Le pidió al intérprete que le dijera a Fortuna, incluso que se arrodillara, para enfatizar su ruego:

—No huyas, por favor, ni intentes alcanzar mis armas, que no habré de matarte.

Le cortó las ataduras, dejándola libre. Fortuna, como siempre, quiso huir y quedarse, abrazarlo con ternura o tundirlo a golpes. Martín López observaba como a la vera de un milagro.

—Los bárbaros son otros, que con espadas hacen viudas, ambicionan huérfanos y se vuelven locos por chalchihuites...

La llovizna cesó como para que todo, hasta el silencio, pudiera escucharlo.

—Los rumbos son ya de sangre, la derrota como un fantasma se apersona, se confunden los muertos con los que todavía respiran.

Hinchó el pecho como quien busca todo el aire posible, acaso para contener la emoción que lo embargaba. El traductor apenas podía sostenerse de pie. Era un esqueleto que se tambaleaba, raquítico y en desánimo.

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