Fortuna

Fortuna


I

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I

Fortuna era su nombre. Verla y no perderse en imaginerías de alcoba resultaba imposible. Todo en ella era incitación al pecado, a la locura o a la pérdida de la voluntad propia. Dominaba las noches de muchos de aquellos infelices, desesperados de desearla y no tenerla, hartos como estaban de maldecir su soledad tan grande de hombres en tierras de infieles y llenas de alimañas, alejamientos y peligros. Fortuna era su nombre. Andaluza y buena hembra. Hábil jineta y ducha en manejar sus encantos de mujer y en hacer arabescos con una daga de procedencia tunecina. De ello daban prueba los rostros de dos avorazados, uno soldado de cierta alcurnia, que respondía al nombre de Osorno, y otro más pícaro que nadie, al que decían “el Tuerto”, no porque lo fuera sino por un párpado grueso, violáceo y alicaído, que le desdibujaba la cara. Un verdadero par de granujas, truhanes de primera. No quisieron esperar el beso y lo forzaron a la brava.

—Me quemo por dentro y he de hallar en ti la cura —dijo uno de ellos.

El otro no dijo nada pero resultó lo mismo. Un abrazo que quiso ser una prisión eterna y besos lujuriosos que terminaban en mordidas y torpes salivazos. Les costó un buen escarmiento, doloroso y de por vida. Fortuna, acostumbrada a las cosas de las armas y de los hombres, les cruzó las mejillas y la frente; lo hizo a punta de algo que parecía un río de fuego y no era otra cosa que su afilado cuchillo, en su poco agraciada cara. Lo sacó rápido, no supieron cómo, pero los dejó perplejos y a punto de una inesperada tembladera y un vergonzoso llanto de niño. Les perdonó la vida, para no verse en problemas con la justicia, que está más del lado de los rufianes que de los buenos y las mujeres. Pero les advirtió, dispuesta a rebanarle la garganta a uno y la hombría al otro, con voz que muchos hubieran querido escuchar al oído:

—Despacito conmigo...

Fortuna, que era bella, y que además tenía todas sus cosas de mujer muy bien puestas en su sitio, se embarcó casada y casada llegó a las nuevas y lejanas tierras. Gonzalo Herrero se llamaba el afortunado, soldado de a pie y con fama de brujo, pues sólo con brujería —arreciaban los chismarajos— se podía poseer a tamaña hembra y recibir la benevolencia de su comida recién hecha, sus sonrisas y sus mimos. No era un hombre apuesto, pero se decía que la guapura la llevaba en otra parte y que le llegaba hasta más allá de la rodilla. Se distinguió por su valor en las batallas contra los indios, no era el primero en la línea de batalla pero tampoco el último, y lo mismo se enfrentaba cuerpo a cuerpo contra aquellos salvajes, que retaba a golpes a quien osara piropear o lanzarle una mirada de más a su querida. No era afecto a las tertulias ni a apostar a los oros o a los bastos. Era hombre de pocas palabras, de iracundia rápida y de armas que sabían desenfundarse. Su gusto era el de la ballesta, como otros lo tenían para el laúd o los caballos. La muerte lo respetó en Cozamal y Centla. También en Culúa. Ni un rasguño, ni siquiera un aviso de asustarse. Pero la muerte llega cuando llega y ésta le llegó camino a Tascala, atravesado el cuello por una flecha de obsidiana. Fortuna ni se enteró. Lo encontró bajo un montículo de piedras y una cruz hecha con ramas de oyamel. Sucedió en una emboscada, le dijeron. No tuvo tiempo ni de persignarse. Fue una tarde fría de septiembre, al pie de una barranca. No faltaron los acomedidos que cargaran su cuerpo y le dieran cristiana sepultura. Antes, lo dejaron en cueros para ver si era cierto lo que se contaba. Grande fue su sorpresa al hallar, más que un armatoste de buen tamaño, un mero colgajo que sobresalía apenas por entre la mata de pelos. “Brujo”, reiteraron entonces la sospecha, y quisieron buscar entre sus pertenencias alguna pócima o polvos que explicaran aquel hechizo que lo ataba de tal forma con la desdeñosa y bella. Fuera de un collar de conchas sin valor y algunas chinches en su ropa, no hallaron nada que curara aquella sed de curiosidad y de calentura que los embargaba.

Fortuna no lloró a su hombre. O si lo hizo fue en silencio, pues tal era la usanza de las mujeres de su estirpe. Se decía que algo tenía de bereber y, por lo mismo, un desierto en vez de alma; que algo de gitana, y por tanto aquellos ojazos y sus anhelos de nómada, incapaz de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio o con el mismo hombre. Se decía que de niña le habían sorbido el seso algunas historias provenientes del reino orate de la fantasía, contadas por su abuela, mujer recia, de ésas de mírame y no me toques. Se decía que ansiaba recorrer algún día la región del Amazonia, y que por eso se había adiestrado en el arte de las armas, para convertirse en reina de aquellos lares. Se decía que sabía leer la mano y las cartas, y que no se tentaba el corazón en decir lo malo, incluida la proximidad de la enfermedad más dolorosa y de la muerte más vil de todas. Se decía eso y más. Que su sexo era como un lobo salvaje, lleno de filosos dientes, y que devoraba a los hombres, con excepción de los brujos, como el difunto Gonzalo Herrero. Se decía que tenía alcurnia herética y vergonzante. Que en las noches de luna llena hablaba en lenguas y le crecía una cola endiablada. Que su madre había pasado diez años encerrada en una torre, por no permitir que ningún hombre le abriera las piernas, y al último hijo de puta que le había dado por intentarlo lo había matado a pedradas. Que, desde que ultimaron a Gonzalo Herrero, tenía amores ilícitos con los nativos, enemigos o no, y que se deslizaba furtiva a sus chozas llenas de perros en cueros y de ídolos sangrantes y paganos. Muchas cosas se decían, simples patrañas, invenciones de los que no encuentran otra cosa que molestar al prójimo. Se decía y se decía. Patrañas de lujuriosos y dolidos. Lo único cierto es que Fortuna era bella. Bella y brava. También, inalcanzable.

“No habrá hombre, hasta que lo haya”, se decía que decía Fortuna, recién convertida en viuda.

A sus compañeros de viaje los miraba con desdén, advirtiéndoles que entre ellos no se hallaba ese hombre, ni de chiste. Por supuesto que no. No, entre la gentuza de tropa, lanceros y arcabuceros, peones, negros y carpinteros, y tampoco entre los bragados capitanes, ni siquiera el mismísimo capitán general. A éste lo veía retozar con una nativa, una muchacha morena a la que llamaban Tenépal o algo parecido, no muy agraciada de rostro pero de buenas piernas y caderas, que le habían regalado tras someter al cacique de Santa María de la Victoria, y se reía con picardía al verlos buscar refugio en lo apartado y en lo oscuro, sabedora que ella entendía más del amor que veinte mujeres juntas.

No estaba de ánimos, sin embargo, para revolcarse con cualquiera: “Hombres, hay muchos. Búscate sólo a uno: al que te seduzca con la palabra y te enamore con el cuerpo”, como repetía la conseja materna. Así que a Pedro de Alvarado, que se acercó, le dijo:

—Tus pulgas no son para las mías.

Y a un tal Juan de Grijalva, que se creía guapo y protegido de la Corte, le bastó con afilar su arma frente a él para alejarlo como alma que lleva el diablo, con su fama de parco y obediente. A Gerónimo de Aguilar, quien era fraile pero tenía sus necesidades, un hombre de apariencia rara que tenía en el cuerpo marcas como de indio y la lisonjeaba en un idioma extraño, le dio un puntapié en salva sea la parte. A Melcharejo y a Andrés Tapia y al moro Ordoñez, ni se diga. Sólo así los mantuvo a raya. De esta manera, no hubo tiempo para llantos ni para duelos.

Muerto el marido, depositado como Dios lo trajo al mundo en una precaria tumba en tierra extraña, debía dedicarse a vivir y a proteger su honra. Tal vez no era mucha, pero era suya; era su honor de hembra, el único que tenía, y eso le bastaba para defenderlo de cualquiera que quisiera pasarse de la raya. Ya había marcado sus límites. Pero todos los hombres son tontos, ilusos y calientes, así que no faltaría el osado que intentara quitarse con ella la fiebre de allá abajo. No importaba. Para ese osado o para cualquier otro, tenía sus ingenios de defensa bien dispuestos, desde su daga hasta sus insultos y sus uñas.

 

* * *

 

—¡Niña, que te vas a matar!

Era su tío Lorenzo quien le gritaba, advirtiéndole del peligro. Fortuna estaba encaramada en lo alto de un árbol, dispuesta a llevar un huevo caído de regreso a su nido. Tenía escasos seis años y la misma actitud decidida que nunca la abandonaría.

—¿Por qué tanto barullo? —preguntó su madre, quien había abandonado sus guisos del día para ver qué pasaba.

—¡Tu hija, que se cree pájaro! —dijo Lorenzo, y señaló a las alturas.

Ahí, entre la fronda de un pino, Fortuna llevaba el huevo sujeto de un trapo que sostenía con la boca, y con la ayuda de brazos y piernas había alcanzado una de las más altas ramas.

—¡Santa María madre de Dios! —dijo Lorenzo con pasmo y susto, como un conjuro para protegerla.

Rosario, que tal era el nombre de la madre, se quedó admirándola, cruzada de brazos.

—¡Ordénale que se baje! ¡Ordénale, anda, hazlo! —la urgía su hermano.

—Oh, deja que viva su vida —contestó ella—, que ya luego vendrán los hombres y le dirán qué hacer.

Fortuna, paciente, enjundiosa, por completo resuelta, depositó el huevo en su sitio. Le costó trabajo, pero bajó a tierra, sin más heridas que un rasguño en la frente y unos feos raspones en antebrazos y rodillas.

—¡Niña! —comenzó a regañarla Lorenzo.

Fortuna corrió y se escondió cual minucioso zorro en su madriguera. No se supo más de ella en todo el día.

Rosario regresó a la cocina. El corazón le había dado un vuelco pero ahora respiraba tranquila. Por supuesto que se había asustado. Otro susto más, y todos los que faltaban, imaginó con angustia, debido al carácter travieso de esa niña. Debería estar acostumbrada y no podía. Verla allá arriba, con el temor de una caída, le había robado el respiro y le costaría de seguro algunas canas. No era para menos. Venirse abajo desde esa altura le habría costado partirse la crisma. Nunca se lo perdonaría. Nunca. Si algo malo le pasaba a su hija, sería la peor de las torturas y la más terrible de sus pesadillas. La amaba. Desde que nació, tenerla por vez primera en sus brazos y quererla fue lo mismo. No se lo imaginaba, ni aun en sus mejores fantasías, pero Fortuna había llenado un hueco en su alma, uno que jamás pensó que llenaría. Decepcionada del amor, desilusionada y desdeñosa de los hombres, Fortuna era su vida. ¡Y pensar que llegó a querer sacársela de la entraña! Una infusión de poleo y semillas de zanahoria sería suficiente, como quien limpia el vientre de un molesto aire. Eso, si no se equivocaba en las dosis y ella misma moría envenenada. Ya tenía la flor y las semillas dispuestas. Había fallado el remedio de jugo de limón que se untaba antes y después de aquello —su madre lo llamaba “el monstruo de las dos espaldas”—, y quedó embarazada. El tipo había resultado un canalla que sólo mereció una noche, pero con ésa había sido suficiente. Al mes descubrió el regalo que le había dejado el ingrato. Se decidió a actuar rápido. Ella lo sabía, porque lo escuchó en alguna misa: que los niños comenzaban a tener alma a los sesenta días de gestados y las niñas a los noventa. Si se deshacía de aquello en su vientre antes de tres meses no tendría problema con Dios, aunque tal vez sí con los hombres. Acudió con Rosario la vieja, su madre, a quien le confió sus avatares. A Rosario la vieja le bastó con descubrirle la panza y los pechos para diagnosticar: “Es niña”.

—No puedes matar una niña —agregó su madre—. Hombres, hay muchos, y se entretienen en deshacer el mundo. Necesitamos mujeres para que no lo deshagan, por lo menos no tanto.

Guardó silencio. Como su hija permaneció sin decir nada, propuso:

—Tenla. Si no la quieres, dámela. No me saliste mala, pero ella me puede salir mejor...

Rosario la tuvo. Rosario la vieja era una mujer sabia a su manera. Fuerte, con personalidad propia, reacia a dejarse dominar por algún hombre. Viajó y conoció del mundo. Llevaba heridas de las que no hablaba. Amores que habían dejado huella y no tanto. Memorias de países lejanos y palabras que sólo ella entendía. No pocas veces estuvo a punto de ser llevada ante la Santa Inquisición, acusada de preferir los moros a los cristianos. La culpa había sido de un viaje frustrado al reino de la Venecia. Seguía a su hombre, al que la habían matrimoniado a los catorce años, un soldado algo malhablado y mayor que ella, que vendía su espada al que mejor pagara. Fueron sorprendidos por la flota otomana, que sin gastar un cañonazo capturó la nave. Antes, los hubieran pasado a cuchillo. Ahora la costumbre era mantener en cautiverio y esperar por la bondad de un rescate.

Su marido, hasta donde llegó a enterarse, murió en un calabozo sin que nadie se acordara de él para devolverle el aire puro y la esperanza sin grilletes. Ella, en cambio, fue llevada como esclava, para servir a una de las esposas del que llamaban cide Alí, que significa “el Señor Elevado”. Ahí empezó todo aquel jolgorio que le modificó el pensar y la vida. Su cabeza se llenó de fantasías. Por las noches, una corte de odaliscas con el ombligo descubierto le contaban historias a la querida, una de las dos favoritas en ese harén de eunucos, mujeres, almohadones y abundante zumo y comida, para entretenerla y alejarla de las realidades. Medio año le bastó a Rosario la vieja, que era joven por aquel entonces, para hablar aquella lengua de arena y de estrellas. Medio año y pudo entender, por fin, una de esas historias. La llevaría grabada de por vida. Fortuna la conocía bien, pues se la había contado tantas veces. “La generosa Miriam, que desobedeció al sultán”, tenía su título, como salida de los lances e infortunios del mismísimo y apuesto Amadís. Sucedía en un reino de dátiles y palmeras, no muy lejano. El sultán, que quería acabar con la pobreza, prohibió la generosidad. Razonaba: si no reciben dádivas, los mendigos morirán o se marcharán a otra parte. Para él, el problema estaba resuelto: se desharía de los pobres. Y para que no quedara duda, mandó decir a los cuatro vientos: al que infrinja ese mandato, le cortaré las manos. Miriam, que era buena, rompió la ley. Le dio un pan a un anciano de barba blanca y esa afrenta le bastó para que le cortaran las manos. Pero era hermosa, y cuando el Sultán buscó con quién desposarse, la escogió a ella. Vivieron felices por algún tiempo. Tuvieron un hijo al que nombraron Benengali. El gusto les duró poco. La inquina, que es la madre de muchas injusticias, hizo que las otras maridas le enranciaran el corazón al sultán y éste ordenó que Miriam y su hijo fueran condenados al destierro. Marcharon al desierto, donde imaginaron morir de sol y sequedad en la garganta. Un día Benengali cayó en arenas movedizas. Era una muerte segura. Ella, sin manos, era incapaz de ayudarle. De pronto, escuchó una voz. “No te preocupes. Generosidad con generosidad se paga”, dijo. Era el hombre de la barba blanca, que rescató a su hijo...

Rosario la vieja escuchaba, ensimismada. Noche tras noche, sin faltar, ponía el oído atento para no perder detalle. Así aprendió, más que historias, a soñar. Y, más que simples cuentos, a cuestionar. Lo hacía con otro tipo de razones, distintas a las que le habían impuesto en la fría y oscura región de la Iberia. Obediencia y silencio marcaban el rumbo. Abrirse de patas cuando se ofreciera y tener hijos, era su destino. Y cocinar y remendar: he ahí a la mujer perfecta. Pasó noches enteras preguntándose si la verdad era ésa. Porque ahí, en la región de la medialuna, su escaso mundo de ignorancia y sumisión quedó volteado de cabeza. Cuestionamiento y transgresión marcaban la pauta.

Las mujeres, como Miriam, se atrevían a desobedecer. La propia querida, si no le daba la gana, no recibía al cide Alí en su alcoba. “Algún día tendré tu altiva cabeza en una bandeja”, la amenazaba su consorte, y la amenaza iba en serio, pero ella se reía y mantenía cerrada la puerta.

Rosario la vieja reconoció también otro rasgo, que le agradó: las mujeres se negaban a ser tontas. Eran sagaces e intuitivas, pero también lúcidas e inteligentes. Se interesaban en las cosas de los hombres, llámense las matemáticas y la astronomía. Y también en sus pasatiempos, como la equitación, el tiro con arco y la cetrería. Rosario la vieja acompañó a su ama a montar a caballo y ella misma lo hizo; a un campo de tiro y se descubrió buena para colocar la flecha donde el ojo la ponía. Fue curioso: más que sentirse esclava, se sentía poderosa. ¡Que la hubieran visto en su montañoso pueblo montada en un brioso corcel! ¡O sosteniendo en su mano enguantada un gran halcón! Se hubieran muerto de risa. Ahí, entre la morisquería, pudo ser más ella misma. Una Rosario la vieja más completa, más libre, más sabia. También, más contenta. Sus horizontes se ampliaron. Empezó a soñar con viajes y con príncipes encantados.

Lo que un día empieza, sin embargo, también termina. Un día fue avisada de algo que en otro tiempo hubiera recibido con alegría: recuperaba su libertad.

Una partida de piadosos con hábito y sandalias había reunido con gran esfuerzo cierta cantidad que bastaba para sacar de su encierro a unos cuantos de aquellos infortunados cristianos. A ella la escogieron, y nunca supo bien a bien por qué. Fue un día triste aquél y los que le siguieron. Lloró al despedirse. La querida le regaló una mascada de seda y estas palabras: “Alá es grande, pero mantén firmes tus puertas. Cuida que tu vida sea tuya y no de otros”.

Rosario la vieja regresó a Ispaniapero no fue la misma. La ingresaron a un convento donde tenía que rezar y fregar pisos, para dedicar su vida al servicio del misericordioso Dios. No pasó mucho antes de que se hartara y un día escapó para probar su suerte. La acompañaba una frase de Mahoma que decía: “Libros, caminos y días, dan sabiduría”. Viajó y vivió. Llevaba en el alma una búsqueda de no sabía qué. Mientras tanto, conoció más de la vida. La sufrió y la gozó. Su historia es oscura aquí, porque la resguardó fuertemente con nudos de cicatrices y silencios. Un día los menjurjes fallaron y la sangre no bajó por su entrepierna. En ese momento intuyó algo, una especie de sosiego que le traía ese ser que crecía en su vientre.

Marchó a Andalucía, porque ahí se sentía más a gusto, entre la palpable presencia de los moros, su nostalgia de palmeras y de extranjería. Se sentaba en uno de los jardines cercanos a la Alhambra y le contaba sus historias de la medialuna a quien ya ansiaba conocer en persona. El parto transcurrió sin complicaciones. Nació una linda niña a la que nombró como ella. Le transmitió sus sueños y sus verdades. Rosario la joven creció bella e inquieta. En un mundo de hombres, sin embargo, fue lo que tuvo que ser: esposa, golpeada, arrinconada y sumisa. Una tarde sus plegarias fueron escuchadas: un súbito y tempranero rayo de anuncio de tormenta palmó al desdichado, como si se tratara de un regalo divino. Las dos Rosarios celebraron como si se tratara de un bautizo o de una boda. La madre sacó un envoltorio, extrajo las monedas y se las dio a su hija. “Vete a recorrer mundo”, le dijo. Y repitió aquella consigna: “Cuida que tu vida sea tuya y no de otros”.

Rosario la joven partió a buscar su destino. Se ganó el pan, la sal y el vino como mejor pudo. No faltó quien quisiera retenerla, pero les ganaba en eso de ser terca y esquiva. Conoció de hombres, de sus veleidades y de sus mentiras. Llegó a cobrar algunos maravedíes por abrir las piernas, pero sólo con quien se le antojara, lo que a su parecer la alejaba de las putas. Fue una mujer buena a su manera, asustada del matrimonio y libre de hacer lo que le viniera en gana. Le gustaba mirar las nubes y las montañas y se aprendía versos de amor, como aquel que decía: “Quien del amor cree sus lisonjas, es un asno. Pero más asno quien no lo busca, a ver si lo encuentra”.

Se salvó de la prisión y la tortura un par de ocasiones. Hacía su vida como mejor le viniera en gana. Un día el castigo de Eva no le bajó, por más zumo de limones con que se había cuidado las partes pudendas. Lo demás es historia. Tuvo a Fortuna, que por poco y se le muere. Algún mal que la convirtió en guiñapo por cosa de dos semanas. La bebé no tenía fuerzas ni para mamar. Se puso amarilla, pero Rosario la vieja lo resolvió exponiéndola al sol y dándole leche y agua a cucharadas. Se temió lo peor, pero la niña reaccionó y volvió a la vida. Fortuna, la llamaron entonces. Fortuna por haber salido con bien de ese trance y como un sambenito que la protegiera en eso que llamaban el para siempre de la existencia que le había tocado.

Resultó una diablilla, sumamente traviesa. Parecía como si la muerte la hubiera rondado de tal manera que Fortuna se hubiera volcado por completo a la vida. Era inquieta y juguetona. Curiosa y atrevida. Se atrevía a hacer lo que ni los varones de su edad, como agarrar arañas o serpientes. Brincaba, trepaba, jugaba a la guerra, se la rifaba en riñas, se metía a los sitios más oscuros y de peligro. Parecía un niño más, hasta que la edad comenzó a hacer su trabajo y le dio bonitos rasgos y figura. Buena hembra, sin duda, que atraía las miradas de los hombres.

—Hay que cuidar a tu hija —le advertía Lorenzo. Era un viejo ya. El pobre había resultado herido en alguna batalla y cojeaba de manera evidente y penosa. Su vida había sido eso: un cuchillazo mal dado a edad temprana y la longeva invalidez como una ingrata condena.

Rosario la joven no se preocupaba.

—Le regalé una daga. Le dije dónde podía ponerla para asustar a cualquiera. Me dijo que ya sabía dónde y se echó a reír.

No bien había dicho esto cuando escuchó un grito que la llamaba:

—¡Rosario!

Era Fortuna y montaba una jaca alazana.

Era un animal enorme, los belfos bien abiertos y la dentadura fiera, como si estuviera a disgusto o inconforme de ser montado. Trotaba a medio galope, refrenado, bien sujeta la brida para no permitirle que corriera a sus anchas.

Lorenzo quedó boquiabierto, incapaz de decir algo. Rosario sintió de nuevo el corazón, que le daba un vuelco.

—Soy una amazona —dijo Fortuna. Era una historia que su abuela le contaba, acerca de un pueblo de mujeres guerreras. Meneó la cabellera como si se tratara de una de sus reinas, Hipólita, la de los cabellos sueltos. Estuvo a punto de hacer un alarde: el de simular disparar un arco con su flecha, pero el animal se portaba brioso y desobediente y apretó más las piernas para sujetarse y jaló más las riendas para hacerle saber quién era el amo.

—¿De quién es el caballo? —preguntó Lorenzo, inquieto de pensar que lo había robado y la justicia se hallaba cerca.

—Lo tomé prestado —fue la respuesta.

La yegua no estaba del todo bien con esa jineta. Le hacía cabriolas y terquedades. Se le notaba la intención de tirarla en cuanto pudiera. Movía el testuz con enojo y subía y bajaba molesto el atlas de su cuello. Rezongaba y amenazaba con ponerse en dos patas. No tardaría en hacerla conocer el suelo.

—¡Vean esto! —les pidió Fortuna.

Picó al caballo en los ijares, éste se revolcó encrespado pero entendió las órdenes. Salió disparado hacia el destemplado con rumbo a un tronco atravesado. Rosario comprendió de inmediato las intenciones de saltarle por encima. “¡Madre Santa!”, pensó, preparada para otro susto. La yegua galopó con prisa, la muchacha bien sujeta a la silla. Los cabellos le volaban y los pechos le subían y le bajaban. Era un lance de arrojo y de riesgo; aun así, nadie podría dudarlo: con esa mujer y ese porte, tenía todo aquello un no sé qué de perfecta hermosura. El animal y ella eran uno solo. Estaban a punto de saltar aquel obstáculo cuando, de pronto, acaso por una instintiva maldad, el caballo estiró las dos patas delanteras y frenó. Derrapó uno o dos metros sobre la húmeda tierra hasta detenerse por completo.

Fortuna salió de cabeza, disparada por los aires.

 

* * *

 

El tiempo pasó como siempre: raudo, terco e inadvertido. De niña se convirtió en mujer. Era igual de inquieta que su abuela y que su madre, y además llevaba lo suyo propio: un singular arrojo y una enorme sed de aventuras. Se casó, pero no precisamente por amor sino por conveniencia. Había escuchado historias de sirenas, montañas de oro e impenetrables selvas llenas de alimañas y leyendas, en regiones desconocidas y belicosas, y decidió que haría su destino ahí, en eso que llamaban el Nuevo Mundo, o las Indias, más allá de las columnas de Hércules y el mar de los sargazos.

Se agenció un soldado que le pareció buen mozo, no sólo por ser agraciado de facciones sino por ser afecto al aseo de su cuerpo y de su boca. Se casaron en una ceremonia alegre pero sin lustre, entre sermones de lo que se esperaba de ellos: muchos vástagos al servicio del Señor, la sumisión de ella a los caprichos de él, y así, como su esposa, se embarcó para iniciar su vida en otro lado, que parecía más atractivo y promisorio, y para probarse en lides que le dieran mundo, aventuras y fama. El viaje fue incómodo, entre efluvios gástricos, orinar insolente de los caballos, vómito de no aptos para las olas, y muchos días de hacinamiento entre un mar que parecía inmenso, el sol a plomo y lo incómodo de un bergantín de pobre construcción y medio podrido de maderas.

Llegaron a la isla de Cuba apenas a tiempo para evitar un vendaval que los hubiera mandado al fondo del océano. A Fortuna la maravilló el trópico cálido, arenoso y con enorme vocación de vida. Gozó de las aguas transparentes y comió de lo nativo, entre ello el pan de cazabe, crujiente como una galleta y circular como una tortilla, hecho con raíz de mandioca. Un año y un poco más hicieron la existencia ahí, en un caserío de poca monta, con gente de modesta ralea, soldados, comerciantes y los pelafustanes, que nunca faltaban.

El aburrimiento parecía enseñorearse, entre sudores inacabables y un abatirse ante un Nuevo Mundo que no ofrecía nada más que víboras, un calor infame y palmeras, cuando de la más chata contemplación pasaron a la más abrupta acción. Se pasó del hastío a la actividad más febril, con todo y su dotación de ánimo y esperanza. Se preparaba una nueva expedición para explorar lo que se suponía era tierra firme, comandada por un hombre con fama de arrogante y con reputación de cotidiano seductor de casadas.

Corría la versión de una de sus andanzas, cuando por huir de un marido, a quien no le gustaba el peso de la cornamenta, puso pies en polvorosa por las azoteas de las casas, hasta que un muro donde hacía equilibrios se vino abajo y se rompió una pierna. Aún rengueaba cuando lo conocieron, de buen porte y afortunado rostro, con algo de angelical por lo blondo que sobre todo se mostraba en sus cejas y pestañas, de cabellos bien cortados a la usanza de las mejores cortes europeas, con mallas rosadas que mostraban unas rodillas huesudas como cabeza de perro y un atuendo muy palaciego que lo fundía en los ávidos calores de aquellas latitudes. Lo vieron regateando el precio de unos cerdos, que compró en tres pesos cada uno. Avitualló once navíos, una nao capitana y las demás de menor calado, y juntó soldados en número de seiscientos, incluidos dieciséis jinetes y sus jacas, y a pilotos como Antón de Alaminos, quien tenía la fama de haber viajado con el mismísimo Cristóbal Colón en calidad de grumete.

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