Fortuna

Fortuna


I

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Marcharon bajo el rayo del sol a la banda norte, a un puerto que en lengua de indios recibía el nombre de Axaruco, y al cabo de tres días no exentos de rebatingas, sudores gruesos, ambiciones propias del vino y de amplio desorden para alimentar a la soldadesca, hicieron la mar con sus vaivenes y peligros. Fortuna ansiaba la aventura, así que no se quejó de nada. Mantenía a raya a los insolentes que la buscaban para descansar el cuerpo un rato de tantas fantasías de la entrepierna, y se acurrucaba junto a su marido o el mástil para ver las estrellas. Cosas de poca monta ocurrieron los primeros días, adonde arribaron al Gran Cairo y se les acercaron indios no desnudos como los de Cuba sino que escondían sus vergüenzas tras manteles anudados a la cintura. El sol, el sol, era lo más digno de recordarse, furioso en su embate de las paciencias y de las pieles blancuzcas.

El agua fresca, almacenada en pipas y barriles, se racionaba y guardaba celosamente. Hubo escaramuzas por la traición de un cacique y algunos heridos de flechas y pedradas. También un par de muertos, que echaron a la mar antes de que apestaran. Fortuna escuchó atenta el relato de los que cayeron en la celada, y cómo salieron de ésa por el buen cortar de sus espadas, ballestas y escopetas, y de cómo a unos de sus adversarios descubrieron en sodomías detrás de una choza y de cómo les arrebataron algo de oro de calidad baja. Se prendieron ahí a dos indios que luego les servirían de lenguas, a quienes llamaron Julianillo y Melchorejo, este último de aspecto feo y muy miope.

Volvieron a izar las velas y navegaron hasta encontrar un litoral que pensaron una isla enorme. Bajaron, el día de San Lázaro, que era un domingo, a buscar más agua, que escaseaba, y Fortuna hizo el viaje por una selva baja y de sonoros insectos hasta un poblado que encontraron vacío, con adoratorios con muchos bultos de piedra en forma de serpientes e ídolos con malas figuras. Ahí también les hicieron la guerra los indios. Primero se aparecieron con intenciones pacíficas y cargados de regalos. Después se avino un sacerdote con los cabellos revueltos en sangre, y tras sahumarlos con una resina que ardía, les dieron batalla unos escuadrones de flecheros. La muchacha no mostró miedo. Se batió con valentía, si bien la instrucción fue de marchar en retirada, pues eran muchos los indios y pocos los de Ispania. Fortuna corrió para salvar el pellejo con una rodela en una mano y una cubeta de agua en la otra, en una huida poco digna de una amazona pero necesaria en quien quería seguir con vida.

Lo demás fue materia más del mar que de la guerra. El mal tiempo averió los barcos, y como la costa estaba llena de bajos, ancones y arrecifes, se temió por la calamidad de los naufragios, y se emprendió el regreso a Cuba. Antes se quemó una nao que ardió como un presagio triste al pardear la tarde. Nada bueno parecía ocurrir. Fortuna se aburría. El Nuevo Mundo parecía igual que el antiguo: un lugar para malvivir, no para quitarse la abulia.

 

* * *

 

Regresaron a su sed de oros y leyendas. Se hicieron de nuevo a la mar tras curar a los heridos y resolver rencillas de altos vuelos con el gobernador de Cuba, que era lerdo y ambicioso, torpe y engreído. Fortuna empezó a querer más a su marido, que era hombre bueno, si los hay. Tenía sus estudios y lanzaba uno que otro latinajo. Una vez que la muchacha se quejó de la espera, pues ella ansiaba entregarse a aventuras que le dieran lustre a sus días de mujer heroica, inconforme de ser recluida a la cocina, Gonzalo Herrero, que así se llamaba el afortunado, trató de calmarla con una de sus sabidurías. Primero lo dijo en lengua antigua y luego en moderna:

—Las horas mueren. La que mata es la última.

Cuando se acabó la calma chicha en tierra y el hastío se trocó en acción, ella se sintió más viva y alegre que nunca. Les sucedió lo cotidiano pero también lo inesperado. Fortuna sentía crecer la emoción de la aventura. “Cuida que tu vida sea tuya y no de otros”, se repetía la conseja de su abuela. Así, olvidó la pesadumbre de la espera y se entregó a sus ilusiones de guerrera.

Remontaron el mar y llegaron a lo que los indios llamaban Yucatán. Recorrieron los estrechos, las radas, las ensenadas y los litorales. A cada nuevo sucedido en la travesía le daban un nombre: Sitio del Tiburón que Perseguía Tocinos, Poblado de las Cuarenta Gallinas, Playa de los Españoles que Hablaban la Lengua de los Indios, Lugar de la Cruz que No Es Verdadera, Día de la Mala Pelea, Bajo que No Se Veía, Caserío de los Judíos Expulsados por Tito y Vespasiano, Arrecife del Viento que No Deja Salir, el de la Zapatilla Perdida.

Esto último ocurrió en Centla, ya en tierra firme. Los indios no habían dejado de hostigarlos con varas y piedras a todo lo largo del litoral. Se mostraban amigos y luego adversarios, o simplemente los atacaban, sin ánimos de dejarlos desembarcar. En Centla, una playa larga flanqueada de manglares y un río verdoso de laxos caudales, no fue la excepción. Apenas habían bajado los bateles y habían marchado en busca de agua fresca, los habían detenido a gritos y amenazas. Los indios los hostigaban para que regresaran a sus barcos. Era cosa seria pero Fortuna no había dejado de reírse. Desde el

San Sebastián, una nao de dos mástiles que durante todo el viaje se había anegado con peligro de irse al fondo a mitad del océano, se hallaba encaramada en la borda para no perder detalle del desembarco.

El capitán general había perdido una zapatilla en la arena y tenía a dos o tres de sus soldados buscándosela, como si se tratara de una joya. Estaban en el mar en medio de un suave oleaje. Se hallaban con el agua hasta la cintura, pero ni él ni su séquito avanzaban más hacia la playa, para mantenerse a distancia prudente de los indios y sus flechas. Éstos gritaban y golpeaban sus tambores. Les hacían señas de que se fueran. No eran bienvenidos. Les harían la guerra si osaban acercarse.

Un soldado de nombre Bernal, que se había hecho su amigo, les había advertido:

—Recuerden Potonchán...

Él mismo había peleado en ese sitio, bajo las órdenes de Francisco Hernández de Córdoba, descubridor del Gran Cairo o Yucatán. Estaban sin agua alguna y bajaron a buscarla en las inmediaciones de un río. Se vieron rodeados de cientos de indios que no entendían razones. Los atacaron con flechas y piedras. Con excepción de un afortunado de nombre Berrio, todos los demás resultaron malamente heridos o rotundamente muertos. El propio Hernández de Córdoba recibió diez flechazos antes de dar la orden de retirada. Alfonso Boto, soldado de a pie, y un portugués viejo que fue incapaz de alcanzar los bateles, fueron atrapados con vida y sacrificados ahí mismo, sus corazones arrancados cuando aún daban terribles y angustiosos alaridos. Fue una cruenta matanza. Cincuenta y seis peninsulares encomendaron su alma en ese sitio.

—El de la mala pelea —recordaba Bernal.

No era de mal porte ese Bernal. Bien parecido y de gallarda figura, se las daba de buen soldado y además de instruido, no de universidades sino de curiosidades. Soltaba latinajos y presumía de lecturas que nadie había hecho, a no ser los olorosos a biblioteca y a cirios. A Fortuna la respetaba porque le encontraba alturas de dama, más propias para la contemplación de sus encantos que para forzarla en improvisadas alcobas. Se hizo amigo de ella, eso sí, y de Gonzalo Herrero, quien algo sabía asimismo de artes, ciencias y letras. “

Carpe diem”, lo puso a prueba, y el marido de Fortuna bien que respondió: “Toma el día”, pero se quedó sin saber qué decir cuando Bernal, con algo de socarronería más que de petulancia, completó la frase: “

Carpe diem quam minimum credula postero”. Él mismo tradujo: “Aprovecha el momento, cree poco en lo que viene”.

Ése era Bernal, enterado, sabiondo, con mayor profundidad para entender los recovecos humanos y las cosas de la guerra. Era refinado mas no delicado. Sabía gozar pero también aguantar el dolor, la soledad, el sufrimiento. “

Carpe diem” no era su divisa, pero como si lo fuera. No quería perderse de nada. Por eso leía y por eso guerreaba. Era el primero en la línea de batalla. Lo fue dos años antes, año del Señor 1517, en lo de Potonchán, y ahora en Centla. La escena se repetía. Miles de indios los instaban a marcharse. Se mostraban hostiles, en son de amenaza. Se hallaban pintarrajeados de rojo, blanco y negro y vociferaban toda clase de improperios. Los intimidaban.

—Los haremos nuestras mujeres —les gritaban.

Cervantes el Chocarrero, un bellaco afín a la bebida, que sudaba como si le lloviera el cuerpo, se santiguó como para dejar bien preparadas las cosas antes de partir a la siguiente vida, y lo mismo hicieron Juan Núñez y Escobar el Paje.

Allá, en el

Santa María de los Remedios, con soldados de diversas raleas como Botello y Luis de Zaragoza y pilotos como Alaminos, ocurrió lo mismo: otra más de esas temerosas y colectivas persignadas.

—Mira que venir a morir ahora —se quejaba el ayudante de uno de los capitanes.

Era la primera ocasión que tocaban tierra, desde lo de Cozamal. Las diez embarcaciones —una crujidera de espantarse y el maldito olor a inmundicia de la soldadesca, los cerdos, las gallinas y los rocines— se destacaban en el horizonte como tambaleantes palacios que flotaran. Los soldados, aunque temerosos, ni modo de quedarse en el marasmo, así que se mostraban más bien prestos a lanzarse a la batalla si se les requiriera. Los marineros, listos a izar las velas cuadras si la situación se ponía fea. Aquello era de andarse con cuidado. La gritadera y a la flechadera, que incomodaron a no pocos, los hicieron preocuparse por saber si eran lo suficientemente bragados para enfrentarse a tan numeroso ejército. Al capitán general no le importó. Parecía inmune al escándalo o de plano con mal de oreja. Insensato, ajeno a las recomendaciones en contra, bajó con una media centena de sus hombres y desde la protección de la orilla alzaba y engrosaba la voz para decirles, en pomposo castellano:

—Estas posesiones de islas y tierra firme, y todo lo que en ellas hubiere, desde sus insectos hasta sus aves, desde su oro y su especiería, hasta su aire y los que de él respiran, los reclamamos propiedad de la reina doña Juana y de su excelso príncipe, su hijo, y lo que ellos representan, que es la verdad de la fe católica y la estirpe gloriosa de su sangre, que es la que orgullosamente portamos, en virtud de que así lo ha mandado el sumo pontífice, a quien llamamos papa, señor del mundo y mensajero de Dios entre nosotros.

Algunas flechas cayeron cerca, no por mero amedrentamiento sino por haber fallado en el blanco dedicado a sus corazones y a sus cabezas.

El esforzado capitán general no se dio por aludido. Continuó, terco, con su proceder de palabras, menos propias de un hidalgo y sí de un amañado leguleyo:

—Por su bien les exijo...

En ese momento uno de sus soldados fue alcanzado por un flechazo. Nada grave, apenas un rozón, pero entre el quejido del afectado y las murmuraciones y juramentos que escuchó a sus espaldas, tuvo que interrumpir brevemente la lectura del pergamino que llevaba, a fin de pedir silencio con un gesto y cara de pocos amigos.

—Por su bien... —volvió a leer, la foja aquella desplegada frente a él con toda su jerga justificadora de arrebatos territoriales—. Por su bien les exijo que consientan esta donación. Si así lo hicieran, Sus Altezas, y nosotros en su nombre, los recibiremos con todo amor y caridad, y les dejaremos sus mujeres, hijos y haciendas libres y sin servidumbre...

Fortuna, que escuchaba, no dejaba de sonreír:

—¡Como si lo entendieran esos bárbaros! —dijo, y obtuvo la venia del Chocarrero y de otros soldados, que estaban junto a ella no para escucharla sino para admirarla.

Fortuna se había puesto de pie para observar mejor. Se le veía bella y desafiante en su postura, agarrada de una cuerda sujeta al primer palo. Parecía dispuesta al asalto o a la batalla. Por supuesto, sería de las primeras en comenzar a repartir estocadas. Gonzalo Herrero, su hombre, era de los que estaban allá abajo, mojados y al vaivén suave de las cálidas olas. Llevaba su ballesta lista, para lo que se necesitara, y un asistente de campo que le cargaba la aljaba repleta de saetas. Fortuna lo observaba con cariño, cuidándolo y medio amándolo con la mirada.

—Recuerden Potonchán —insistía Bernal.

Ahí estaban en el agua, apretujados unos y dispersos otros: Diego de Godoy, el notario; Gerónimo de Aguilar, la lengua; Pedro de Alvarado, el Sol; Francisco Lugo, el Valeroso; Alonso García Bravo, el Jumétrico; Ortiz, el Músico; Andrés de Tapia, que era buen soldado, y Juan Ortega, el niño, al que llamaban Orteguilla y le gustaba andar de metiche, entre otros, algunos con el semblante preocupado y los demás admirados o resueltos.

Fue precisamente Gerónimo de Aguilar, a quien llamaban “el Náufrago” y había vivido entre los indios, quien encontró la zapatilla. Se acercó al capitán general, como peludo y lengüeteante lebrel en busca del halago y la caricia, y le hizo entrega del calzado. Todo él era una sonrisa de triunfo. No era para menos. Buscaba congraciarse con su amo, que lo creía converso y probablemente dado a la traición, por su estancia de años con los yucatanes. Se notaba la desconfianza. Le habían puesto vigía, que lo seguía de cerca. Ahora le habían asignado la labor de lengua, pero sólo por ser necesaria en esa hora de temeridad y peligro. Las flechas zumbaban. Él ya había visto lo que los indios eran capaces de hacer con los cristianos, y aún se preguntaba por qué le habían perdonado la vida y lo habían mantenido como su criado, entre otros menesteres que mejor mantenía en silencio para que no lo juzgaran de sodomita.

Iba a decir algo, algo así como “aquí tiene usted su calza, mi señor”, que le pareció bien dicho y además elegante, pero se dio cuenta de que las primeras palabras que se le ocurrían eran indias, por lo que se maldijo y prefirió el silencio. Simple y sencillamente le acercó la mojada alpargata. El capitán general apenas si lo miró. No estaba para pequeñeces, así que desdeñó el hallazgo. Lo jaló de un brazo para colocarlo frente a él y lo instó a cumplir con su encomienda.

—Traduce: Que la palabra de Dios sea entendida por este pueblo rústico...

El náufrago y fraile así lo hizo. Alzó la voz. Pero era como si no lo hubiera hecho. La gritería continuaba. Los ademanes de repudio. También las piedras y las flechas, que se asemejaban a una granizada y caían a escasos metros, en el agua.

Fortuna contemplaba todo aquel formalismo, y al hacerlo, se reía.

—En caso de negarse —prosiguió el capitán general—, con la ayuda de Dios les haremos guerra por todas partes y por todas las maneras que pudiéramos y los sujetaremos al yugo y obediencia de la Iglesia y de sus majestades, los tomaremos a todos, hombres, mujeres y niños, y los haremos esclavos y como tales los venderemos, y tomaremos sus bienes, y les haremos todos los males y daños que pudiéramos... Protestamos que, de negarse, los consecuentes daños y muertes que ocurrieran serán por su culpa y no de nosotros y, por supuesto, tampoco de sus majestades.

Ordenó a Gerónimo de Aguilar que volviera a traducir. Todo, con el mismo resultado. El capitán general, que ya se había vuelto a calzar la zapatilla, se incomodó ante tanta gritería, que no cesaba. Dio un paso adelante y luego otro hacia atrás, al capricho de una ola. Y, como las flechas y las amenazas continuaban, pidió al notario que asentara la verdad de lo que ahí ocurría.

—Anote usted que no quieren la paz que les brindamos.

Godoy sorteó el oleaje. Se puso de puntitas para que sus preciadas fojas no sufrieran los estragos del agua, antes de poder sujetarse a lo que le mandaban. Hizo cara de circunstancias. Mojó la pluma en el frasco de tinta que portaba un ayudante, estampó un garigoleo extenso, que era su firma, y de esa manera quedó todo legalmente autorizado.

—Hágase, pues, la guerra —el capitán general dio la orden de ataque.

 

* * *

 

La ceiba era grande y frondosa y proporcionaba una buena sombra. Se hallaba junto a una de esas mezquitas de los indios del Nuevo Mundo, donde recién se habían derribado los ídolos que la coronaban. Fortuna estaba sentada precisamente sobre uno de los restos, una fea escultura partida en varios cachos que representaba a algún demonio de esas tierras bárbaras e ignotas. Gonzalo Herrero la curaba. La mujer mostraba dos rozones de flecha, uno en la cintura y el otro en el brazo izquierdo. Este último era el más profundo. El pedernal le había cortado a la altura del hombro. Por suerte no era su brazo de matar. “El Brujo”, que así le decían a su marido, le aplicaba un emplasto de hierbas aprendido en alguna otra guerra. El embadurnamiento le ardió, pero Fortuna se contuvo de hacer alguna mueca. Ya había visto a algunos soldados quejarse de sus heridas. Las de cuidado, ni hablar, que bien valía la pena gimotear cuando se perdía una mano o la cabeza estaba rota por alguna macana. Pero, cuando no se trataba de nada grave, no era cosa de lloriquear, y menos ella, que se quería ganar un lugar de respeto entre aquellos hombres.

A su lado dormía Bernal, tras ser curado de una buena tasajeada en una pierna.

—Volverás a caminar, no te preocupes —le había dicho Gonzalo Herrero, tras curarlo con sus hierbas.

Bernal había recibido un flechazo en el muslo. Él mismo se arrancó la saeta y continuó luchando.

Había sido una buena pelea. Aún se preguntaban cómo le habían hecho para burlar una muerte segura y salirse con una victoria que parecía imposible. Contribuyeron los artificios: un cañonazo desde la

Santa María de los Remedios, que espantó a los indios, y un disparo coordinado de los escopeteros, que les mató a varios y les hizo retroceder por imaginar que algún designio divino les caía del cielo y fulminaba a sus semejantes.

—¡Santiago, y a ellos! —el capitán general los arengó con ese grito de batalla.

Él mismo dirigió un flanco y Francisco Lugo el otro. Dos de los soldados de este último murieron, uno de ellos atravesado por una flecha que le entró por el oído y le salió por la nuca, para su mala suerte. Entre los indios, decenas de muertos, por más que eran furiosos y aguerridos. Todo mundo se batió con bizarría. Los flechazos los hubieran masacrado a no ser por sus jacas de malla, las rodelas, que les decían a los escudos, y los incómodos pero seguros almófares para la cabeza. El capitán general llevaba una coraza gruesa y un brazo a cubierto y decidido a dar pelea. Los ballesteros de Lugo, algunos armando y otros tirando, se las arreglaban para vender cara su vida y se sostenían a pesar de las arremetidas de los escuadrones enemigos. El capitán general, con sus escopeteros, hacía estragos en aquella gente. Cada uno con más de cien soldados, cercados por los adversarios, que los atacaban por miles, con sus varas tostadas, sus tambores, sus hondas y sus penachos. Hubieran perecido, a no ser porque Pedro de Alvarado, con mucha de su gente, tras dar un rodeo de legua y media, los atacó por la retaguardia y, embestidos por varios flancos, la indiada tuvo que recular en desbandada.

Se les persiguió hasta llegar a la mezquita donde se derribaron sus ídolos demoniacos y paganos, y donde el capitán general cortó en trío, por aquello del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, una gran ceiba, para simbolizar la victoria y la posesión de aquellas tierras. Era la misma ceiba donde Fortuna reposaba sus heridas.

A unos escasos metros Gerónimo de Aguilar interrogaba en yucateco a un prisionero:

—¿Por qué son locos y salen a hacernos la guerra? —le preguntaba.

Lo hacía al mero rayo del sol. Aunaba la amenaza de un cuchillo en el cogote con las inclemencias de estar en medio de esa tarde abrasadora. Qué calor hacía, cuánta canícula de infierno, cuánto horno de geografía, cuánta humedad vaporosa, cuánto sudor el que desperdigaban. Fortuna, abochornada y roja de las mejillas, se echaba aire con un precario abanico de ramas y hojas, incapaz de refrescarse. Así debía ser el infierno o la fétida boca de los volcanes, pensaba.

Se agachó a recoger un envoltorio que llevaba y le confió a su esposo:

—Voy a usar mi

thawb y no importa nada.

Se refería a una hermosa túnica de color blanco, regalo de su abuela Rosario la vieja. Una prenda de amor rodeada de misterio. Un atuendo de esos seres de arena llamados beduinos, tal vez a cambio de un fugaz romance o de una mirada de promesa con aquellos rotundos y cautivadores ojos de española bella. La abuela conservaba el secreto de la llegada a su vida de ese artilugio del desierto. Se llevaría a la tumba ese misterio, como muchos de su vida errante.

El

thawb estaba hecho de algodón blanco y contaba con una capucha del mismo color para protegerse del sol y mantener la frescura a pesar del insufrible calor. A Rosario la vieja siempre le sorprendió encontrarse en aquellas insolaciones con hombres y mujeres cubiertos de pies a cabeza, cuando ella hubiera querido despojarse de toda su ropa con tal de encontrar alivio a los sofocos de esos territorios del fuego. Una vez que usó un

thawb, comprendió el porqué. No entendía las razones, pero el albo y delgado ropón funcionaba de maravilla en aquellas latitudes. Fuera de un primer bochorno, todo lo demás era alivio y una temperatura agradable. Rosario la vieja se lo regaló a Fortuna para soportar los ardientes veranos andaluces. “Anda, que con esto sentirás que el viento de otoño se te mete por dentro”, le dijo a la hora de dárselo, cariñosamente doblado y envuelto. Fortuna comenzó a usarlo y a sentir la dicha de un río o de una montaña arbolada sobre su cuerpo, con las bondades de ese trapo. La berebería y sus oasis.

Pero, bien pronto, comenzaron las habladurías. Que la suya era sangre sucia y nueva. Que eran de la medialuna y no del león de Castilla. Tantos cides que les había costado expulsar a los moros, y ahora tenían uno en el vecindario. El Santo Tribunal de la Inquisición contra la herética pravedad y apostasía comenzó a indagar y a rondar, por lo que el

thawb quedó escondido hasta mejores circunstancias. Fortuna lo empacó en su travesía al Nuevo Mundo y ahí estaba, en ese envoltorio que constituía su única posesión sobre la tierra.

—¿Quieres que nos acusen de adorar las causas de la herejía? —preguntó Gonzalo Herrero.

Su voz llevaba cierto tono de alarma.

—Vístete de infiel y te pasarán a cuchillo, después de una centena de azotes.

Fortuna lo pensó mejor. Era impulsiva e inclinada a la rebeldía, pero le gustaba la idea de contar con la cabeza en su sitio. Dejó el bulto aquel en el piso y se recogió el cabello, atándolo con un moño rojo. Se siguió abanicando con hastío gracias a aquel atadillo de hojas y ramas. Pasaron esa noche a la intemperie, pendientes de cualquier ruido.

A la mañana siguiente despertaron en medio de relinchos. Fortuna se desperezó de inmediato y fue a ver qué pasaba.

Se encontró con la sorpresa de ver a los corceles recién desembarcados. Eran dieciséis y uno más, recién nacido durante la travesía. Ahí estaba la Rabona, una excelente yegua; el overo de Morón; la yegua rucia machorra de Diego de Ordaz; el castaño oscuro de Gonzalo Domínguez y el Arriero de Ortiz, el Músico. Todos, sin excepción, parecían tener de paridos unos instantes, habituados al vaivén de la mar y desacostumbrados a la tierra firme. Se movían nerviosos e inseguros, torpes, y temerosos en su andar y correr. Fortuna los compadeció. Les acarició los lomos y los cuellos, les dijo palabras suaves de ternura y aliento. Le gustaban aquellas jacas, aquellos rocines tristes, porque era de la Amazonia, según recordaba de sus juegos infantiles, y porque estaba segura de encontrar en aquellas regiones tropicales el reino verdadero de esas mujeres guerreras. Ahí se quedaría y lo haría su casa y su futuro. Y sería capitana, y de las más osadas, y de las mejores. Eso pensaba mientras tomaba las riendas de Arriero y le pedía a su dueño, a quien apodaban el Músico, que le permitiera montarlo.

—He conocido mujeres que enjinetan hombres pero no caballos —se rió el soldado.

—Si te refieres a tu madre, estoy conforme, que esa fama tiene —respondió la bella.

No hubo tiempo para otra procacidad o para algún ingenio. En ese momento se dio la voz de alarma. “Los indios”, era el grito. Los indios, que se preparaban para el ataque. Una horda iracunda y masiva. Más de trescientos por cada uno de los bravos hombres de Ispania, informaron los espías, que retornaron con cara de desaliento y preocupados. El capitán general dio las órdenes y el encargo de guerra a cada uno de sus jefes. Mesa, el artillero, con sus tiros de cañón y culebrina; Diego de Ordaz, con la infantería; el mismísimo capitán general, al mando de la caballada. Pidió dejar tres caballos de repuesto y montó en los otros trece a igual número de jinetes de buena monta, mejor pica y excelente espada.

Partieron a un llano donde les pareció bueno enfrentar a los escuadrones de desleales, inmunes a los benévolos ofrecimientos de Su Santidad y la Corona. Eran miles, en efecto. Llevaban las caras almagradas, blancas y prietas, el semblante peligroso y una buena dotación de armas de las de hacer daño.

Fortuna los vio partir y quiso marchar con ellos a hacer la guerra. Escuchaba los tamboriles y las trompetillas y quería ser testigo de aquel encuentro de ejércitos, como cualquier otro soldado, en la primera línea de batalla. Ella también quería hacerse de un nombre y de un botín en esa guerra. Pero el capitán general había dado la orden de que, en caso de escaramuza, las mujeres, los heridos graves y los que sufrían de mal de lomo, unos cuatro o cinco hombres que no aguantaban nada, esperaran en los barcos. Ella, por supuesto, no estaba de acuerdo.

—Dame en prenda este jamelgo, que yo sabré recompensarte —le dijo Fortuna a Ortiz el Músico.

Éste se regodeó con la oferta. Intentó atraerla para quitarle un beso y apretarle el pecho con su mano, para cobrarle de una buena vez por todas aquel ofrecimiento, pero la bella lo contuvo.

—Eso, quizá más tarde —le cerró un ojo, con un desplante agresivo y coqueto.

El dueño del Arriero se dejó tentar, porque en esas tierras ya se sabía: había que pescar el mayor número de oro que encontraran y agarrar de la cintura a cuanta mujer guapa o no guapa pudieran, por no saber si estarían con la vida o la muerte de hoy a mañana.

Se escucharon, en ese instante, los primeros tiros de artillería y las voces airadas de paganos y cristianos. Atronaron, asimismo, los disparos de la arcabucería y los golpes furiosos de los tamboriles.

Ortiz el Músico estaba como embobado, con una sonrisa estúpida. Parecía ajeno a toda esa algarabía de lucha. No tenía ojos ni seso más que para ella. Se imaginó el cuerpo de la hermosa, más suculento que el de ninguna otra. El deseo se le aposentó en la entraña. Olvidó sus deberes de soldado para entregarse a sus necesidades de hombre. Pensó con malicia: “De todas formas, el jamelgo la tirará. Caerá junto con todas sus soberbias bien pronto a tierra”. Se le figuró fácil obtener lo prometido y le entregó las riendas.

—Está bien, haz lo que te dé tu gana, que si no me enseñas aquello de buena voluntad y por ti misma, ya te veré de todas formas mostrar sin vergüenza el sitio de tu lujuria, cuando mi Arriero te lance por los aires.

Fortuna le hizo una seña de que esperara y fue corriendo por su envoltorio. Regresó y se puso el

thawb. Llevaba en la diestra un puñal, con el que amenazó al Músico por si decía algo. Se ciñó la cabeza con la capucha. Sacó una espada de buen tamaño, subió un pie al estribo, montó al penco y le picó el costillar. Cabalgó con prisa para cumplir con su destino de amazona.

 

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