Fortuna

Fortuna


I

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* * *

 

—Fue el mismísimo Santiago —dijo uno.

—No hay duda de que Santiago nos dio el triunfo —aseguró otro.

El día de la victoria en Centla empezó el corridillo de suposiciones y certezas. Continuó en el arenal de Culúa, donde se fundó la primera Villa Rica, y en la ladera del monte donde se instaló la segunda y se dieron de través los barcos para que no hubiera regresos ni sueños de traición ni deserciones. Se agregaron persignadas y supersticiones cuando no se levantó de su muerte la yegua del capitán general, un caballo castaño zaino algo hermoso, y se dijo que era a cambio de los servicios del santo matamoros en el campo de batalla. Igual sucedió en Cempoala, donde el Cacique Gordo escuchó con asombro de esa historia, y en el viaje al interior, con rumbo a los tascalas. Ahí, lejos de la costa, cuando sufrían del frío en la montaña brumosa, en las inmediaciones de Xalapan, un caserío de poca monta y muchos perros pelones y delgados, a un soldado alejado brevemente de la tropa para hacer las aguas y conjurar el vientre le pareció ver de nuevo al brioso jinete enfundado en su atuendo blanco y con su magnífica silueta. Era el mismísimo Santiago defensor de la verdadera religión, no le cabía duda, apóstol de Jesús y patrono de la Ispania, el vencedor de Clavijo, el defensor de las cien doncellas, y así lo proclamó a los cuatro vientos:

—Lo vi. Era él: el de la fe firme y la espada presta, con su muy bendita y ganada fama de mata infieles.

—Descríbelo, pero sin la elocuencia y la gracia que da el mal vino —se burlaban.

No faltaba algún osado incrédulo que cuestionara sus visiones.

—Montaba como caballero de abolengo y llevaba la cabeza, no sobre los hombros, sino cortada de tajo del tronco y sujeta por alguna extraña magia entre las piernas.

Así creció el rumor. La creencia de que Santiago el Mayor los acompañaba en esa aventura en busca de oro y de grandezas. Santiago Matamoros. No podía ser otro más que él, pues había exageraciones y supercherías, momentos en los que se le aparecía a uno y luego al otro, versiones meramente individuales y acaso producto de la ebriedad o de la fantasía. Pero, allá en Centla, no cabía duda. Todo mundo que guerreó en ese sitio fue testigo de cómo había aparecido, como surgido de la nada, como recién enviado desde el cielo, aquel buen jinete vestido de blanco, un guerrero sin par, virilmente decidido, gallardo en la figura, encargado de repartir mandarriazos a diestra y siniestra contra los escuadrones de embravecidos indios, con una espada de buen filo y una daga de las de asustar mortales. Era un estupendo caballista, en eso no cabía desacuerdo alguno. Y un valiente caballero, el mismo que había vencido a Abderraman II en el Campo de la Matanza y quien llevaba el mensaje de Jesús el Cristo en su corazón y en su palabra. Gracias a él ganaron aquella terrible escaramuza en la que llevaban la peor parte. Rodeados de cientos de indios furiosos y dispuestos a matarlos sin clemencia, lo hubieran hecho a no ser por esa aparición milagrosa y súbita.

Andrés de Tapia, que se había batido con bizarría en esa tarde, lo recordaba claramente: “La tierra era acequiada, repleta de hondas rías, y los indios nos tiraban muchas flechas y varas y piedras con hondas. Y aunque matábamos a algunos de ellos con ciertos tirillos de campo que teníamos, y con las ballestas, ellos nos hacían gran daño por ser mucho número de gente como eran. Y nos vimos en mucho peligro”.

Eran seis veces ocho mil sus enemigos. Serían menos o más, pero daba lo mismo, pues ese día parecía el último de sus días. Hubo quien encomendó su alma y se arrepintió de sus pecados. Y, entonces, de la nada, cuando los indios los tenían bien cercados y con verdadero riesgo de sus vidas, apareció por su retaguardia un hombre en un caballo rucio y picado. Vestía una túnica blanca que le cubría de las rodillas a la cabeza. Era un buen jinete y mejor soldado, pues comenzó a repartir estocadas de espanto, que terminaron por dispersar a los indios y a aflojar su ataque. La gritería era tremenda. Gritos de dolor y de furia. Los españoles recuperaron las fuerzas y el aliento, apenas a tiempo para detener una nueva acometida que buscaba brindarles mayor maltrato. Volvió a aparecer el jinete, que se enfrentó a los paganos con la disposición y fuerza de todo un ejército. Tres veces se apareció, y tres veces ayudó a ganar la guerra.

“¡Santiago!”, gritó alguien. “¡Santiago!”, se repitió la estridencia colectiva de voces. Fue un momento de pasmo, donde hasta los enemigos depusieron brevemente sus armas, sorprendidos por aquello que parecía una imaginación de ensueño. Fue algo celestial y divino. Llegó a cobrarse afrentas y a defenderlos. Se dedicó a matar y a no ser matado. Qué portento de hombre, qué buen santo el de Ispania. Él solo con su bravura decidió la guerra, pues su acción decidida contagió a los otros. “¡Santiago, y a ellos!”, se apareció el capitán general al mando de un grupo de jinetes. Azuzó a su caballo para revolverse mejor en ese campo de flechas, arcabuces, sangre tibia y derramada, pedernales y hierros, espadas y macanas, corazas y penachos, y estar a la altura de su fe, de sus propias ambiciones y de sus cosas de hombre. Los trece de a caballo que llevaba pelearon con renovado brío, lo mismo que la gente de a pie, quienes ya estaban a punto de claudicar y de pronto se encontraron con que la victoria se pasaba de su lado.

—Santiago nos salvó, Santiago el de Ispania; así que es bueno persignarse y encomendarse a su custodia —recomendaba Ordoñez, el fraile.

Fortuna se sonreía, con ganas de decir la verdad. Prefirió no hacerlo. Era como llover sobre mojado. No le hubieran creído. La guerra era cosa de hombres, no de mujeres.

El único que sabía lo acontecido era el Músico, quien no dejaba de mirarla con admiración y con esos ojos entornados, una mirada que sólo se producía de esa manera cuando los hombres se dejaban llevar por la fiebre de abajo.

A Fortuna no le preocupaba la posibilidad de una delación. Le bastaba la promesa de una sonrisa y la amenaza de su daga en el cuello para exigirle las garantías de su preciado silencio.

 

* * *

 

Dejaron la costa y se adentraron en la escarpada sierra. Fatigas y fríos marcaron la andada por aquellos rumbos, boscosos, altos, empinados y umbríos. A Fortuna le maravilló la visión de un portento de montaña, de inalcanzable y nevada cumbre, a la que los porteadores totonacas, cortesía del Cacique Gordo de Cempoala, le daban el nombre de Pico de la Estrella. Arribaron a Xalapan, un caserío donde pasaron varias noches. Les llovió y granizó como si el cielo se les viniera encima.

Ahí, en Xalapan, Fortuna sufrió como nunca en su vida. Se olvidó de grandezas y nimiedades, debido a un infortunio que a otros ojos era insignificante y para ella un dolor de los profundos. Era una mujer triste. El corazón lo tenía partido. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Ella, que no lloraba por las cortadas de las flechas en su cuerpo, que no lloraría ni por la muerte de Gonzalo Herrero, su marido, lloraba en virtud de un animal que se había perdido.

—¡Cuervo! —lo llamaba, buscándolo por el bosque. Le gritaba y le silbaba, terca en la esperanza de encontrarlo.

Se había encariñado con aquella bestia. “Cuervo, Cuervito”, lo llamaba. Desde su nacimiento, durante la travesía a Cozamal, Fortuna lo había llenado de mimos y de cuidados. Acariciaba sus patas largas y torpes, le pasaba la mano por su noble cabeza, le cepillaba el lomo y las crines. No perdía oportunidad de llevarle agua y forraje y atestiguaba con alegría sus primeros trotes. La Cuerva, que tal era el nombre de su progenitora, una jaca pía que apenas alcanzaba la medida, lo había parido a bordo del

Santa María delos Remedios. De eso, cinco meses atrás. Ahora, lo había perdido. Nadie se explicaba cómo. La yegua relinchaba y daba muestras de un extremo nerviosismo, que la ponía violenta y alebrestada. Nadie sabía nada del potrillo. Había desaparecido sin más, sin dejar huella. Fortuna temía lo peor. Que los indios lo hubieran llevado para partirlo en varias partes y comprobar si era un dios o cualquier otro animal como los perros o las liebres. Fortuna sufría, víctima de un intenso desasosiego.

Así, tras enterarse del extravío, se aventuró a buscarlo. Se adentró en el bosque y lo llamaba:

—¡Cuervo! ¡Cuervo!

Sólo le respondía el crujir de los árboles que oscilaban a capricho del viento.

—¡Cuervo!

En ésas estaba, subiendo y bajando el monte, ella sola en tierra extraña, cuando le pareció escuchar el crujido de una rama. Un sonido distinto, ajeno a los naturales del bosque. No hizo movimiento alguno y siguió su camino. Volvió a escuchar el mismo ruido y se preocupó. Alguien andaba tras ella. Se supo observada. Sacó su inseparable daga y se preparó a defender cara su vida.

—¿Quién anda ahí? —preguntó. Podría ser también uno de los negros traídos de África que, esclavos y todo, tenían sus urgencias de hombre. Ella los rehuía, sabedora de lo mucho que la deseaban.

—Voto a tal, bellaco, que haré pedacitos de tu cuerpo si tus intenciones son funestas y contrarias a mi persona —amenazó, el ojo avizor y preparada para cualquier cosa.

Sólo se escuchó el batir de las ramas altas al compás de una susurrante brisa. De pronto, escuchó un nuevo crujido, ahora de hojas secas. Fortuna volteó. Lo que vio mereció su sobresalto.

Se encontró con un gallardo guerrero indio de pie sobre un tronco derribado. Su sorpresa fue tanta que no supo qué hacer. Por poco y se le cae la hermosa daga tunecina debido a aquel imprevisto, ese susto de morirse. El hombre portaba un penacho de color verde y relucía en su pecho un collar que brillaba como el oro. Estaría desnudo a no ser por un taparrabos de un blanco radiante. Usaba sandalias. Llevaba una macana, un escudo cubierto de plumas y un puñal que hacía juego con su tocado de hermosa ave.

—¡Atrévete y te mandaré al infierno! —reaccionó ella.

El hombre sonrió con dulzura. Dijo algo por completo incomprensible:

—Cualtzincíhuatl, mahuizticcíhuatl —y se escabulló por entre los recovecos y malezas del bosque.

 

* * *

 

No volvió a saber nada de aquel hombre. Tampoco del Cuervo.

Fortuna enjugó sus lágrimas por el extravío del potrillo. Guardó asimismo su curiosidad por aquel guerrero de aparición súbita y tomó su lugar entre aquella tropa de ambiciosos y miserables. Dejaron Xalapan, donde hicieron vida por cerca de una semana, y emprendieron la marcha con rumbo a Tascala. La bella andaluza iba en la retaguardia, junto con la artillería, los heridos que sí eran capaces de caminar, los esclavos negros, a quienes los indios miraban con asombro y llamaban los

teocacatzacti, o dioses sucios, y las mujeres tristes y alegres de aquella aventura de conquista. María de Vera, Isabel Rodríguez, Beatriz Bermúdez, Elvira Hernández y su hija Beatriz, Antonia Buendía, Alicia Guerrero, María Noriega, Patricia Tamayo, Beatriz y Francisca Ordaz, Catarina Márquez, Beatriz de Palacios y María de Estrada se encontraban entre esas infortunadas. Algunas eran mejores para la cocina que para la guerra, y otras podían luchar igual o mejor que cualquier hombre. Algunas sufrían de aquella incómoda vida y otras, si se quejaban, lo hacían en el silencio más absoluto. Estaban acostumbradas. Era el silencio bravo de las mujeres desamparadas. Fortuna compartía con ellas algunas cosas de hembra, como el constante acoso de los hombres o su maldito papel de seres de segunda mano, útiles sólo para calentar la estufa y la cama. Intercambiaban impresiones, peinetas, hablaban de sus fantasías con respecto a algún bravo capitán, al que habían visto bañarse desnudo en un río, y se reían de lo lindo al describir su cuerpo y sus vergüenzas; se curaban las heridas, se encandilaban pensando en los rozagantes hijos que tendrían, de salir con vida de esa aventura que nada prometía, y se mostraban hermanas en eso de lidiar con el sangriento estigma de su mujerío.

Ya, desde el viaje por barco, menstruar se había convertido en un problema. El trapo, le llamaban a su periodo rojo. El trapo, porque una bola de harapos era lo que colocaban en su sexo para detener aquel flujo sanguinolento, llenándolo prontamente, como si se tratara de una vieja esponja. A veces, a falta de telas limpias, el heno, la paja o el pasto seco suplían esos menesteres. Era una friega, un castigo cotidiano, eso de menstruar y, aparte, que la soldadesca no se diera cuenta. No permitían que ningún hombre las viera en esas circunstancias. Permitirlo atentaba contra todo sentido de la dignidad e intimidad que les quedara, por lo que ocultarlo era una maniobra dignamente requerida aunque complicada. En esos momentos, y sólo en esos momentos, Fortuna lamentaba no ser hombre. Los hombres no sufrían de aquello ni del dolor de parto. La bella se consolaba diciendo que Dios a las mujeres les había dado la menstruación y a los hombres la estupidez, con lo que acaso era mejor no quejarse, pues las mujeres salían ganando.

Algunas habían dejado de sangrar de la entrepierna, sabedores sus cuerpos de que en aquellas faenas de peligro lo mejor era no embarazarse. Fortuna sangró por tres meses hasta que dejó de hacerlo. Temió llevar en el vientre una criatura, y cuando pasó el tiempo y supo que estaba tan vacía como una nuez vana, algo en ella se alegró y entristeció al mismo tiempo. Sintió que se le apagaba algún empeño pero encontró consuelo en no volver a usar trapos ni en sentir calambres de mujer ni en esconder cada mes su sangre.

Llegaron hasta un lugar de mucha leña apilada y también al sitio de una alta y prolongada muralla. Ésta estaba hecha de piedra. Entorpecía el paso en una quebrada, de monte a monte, y en verdad que hubieran pasado problemas para cruzar aquel paso, de estar defendido. No había nadie. Ni siquiera un vigía famélico y atemorizado. Atravesaron una puerta y un camino en forma de breve laberinto, que más se asemejaba a una trampa. Algunos temieron una celada y miraban precavidos hacia las alturas de aquellas rocas apiladas que servían de baluarte. Nada pasó, ni un pequeño susto, nada que mereciera contarse en alegres noches, a no ser por la portentosa inutilidad de esa magnífica construcción a mitad de la nada.

Todo, después, siguió siendo bosque, zacate y despoblado. Llevaban mucho camino andado y bien pronto el hambre empezó a entrarles en el cuerpo y en el ánimo. Había poco que comer, y lo poco que había se reservaba para alimentar al capitán general y su séquito, en los avatares de la vanguardia. Había quien alucinaba por falta de bocado. Uno de los heridos lanzaba ayes tremebundos y alertaba de algún demoniaco espanto que sólo él contemplaba, los ojos bien abiertos y la frente perlada de un sudor frío.

Los indios que los escoltaban —algo así como medio millar, cortesía del Cacique Gordo de Cempoala— cazaban liebres, pero no eran suficientes y, además, las repartían entre ellos, aposentados en el recelo y en lo díscolo. Algunos de los soldados vieron que aquella indiada amiga cortaba y engullía un fruto de color rojo, una especie de higo, proveniente de un cactus. Eso mismo hicieron y comieron aquella cosa, con tal de acallar la entraña. Fue un buen alimento, dulce y jugoso, si bien les costó trabajo lidiar con sus espinas y luego con sus muchas semillas, que escupían con furia o se les metían entre las carcomidas muelas. Fortuna misma lo probó. Se espantó al día siguiente al orinar rojo, como si fuera sangre. Igual sucedió con la demás soldadesca. Creyeron que habían sido envenenados. Los indios sólo se reían, burlándose de las tristezas y pesares de aquellos extranjeros, a los que consideraban peludos, hambrientos, malolientes y olvidados de los verdaderos dioses.

Fortuna caminaba por entre el bosque agotador e inclinado. Extrañaba de cuando en cuando a su hombre, si bien no dejaba de pensar en esa curiosa visión, la del arrogante guerrero que le había salido al paso. Suspiró fatigada y acalorada al arribar a la cúspide de un monte, sólo para contemplar más montes y más hondonadas, allá adelante. Se preguntaba si era el mismo camino seguido por Gonzalo Herrero. Éste le llevaba un día de adelanto. Avanzaba en la vanguardia, abriéndole camino a la tropa en esas tierras ignotas y lejanas. El marido de Fortuna llevaba en la bolsa una suerte de papel de indio, garigoleado con dibujos y signos foráneos en color rojo. Se trataba de una advertencia, según le contaron los aliados. De un maleficio, más bien, al que habría que ponerle cuidado. Sucedió tras franquear aquella extraña muralla, ineficaz porque nadie había ahí para defenderla. Apenas la hubieron traspuesto, maravillados por su ingeniería y costes de muchas frentes sudorosas y redondos maravedíes de indios, se toparon con un campo cubierto de cordeles, y de los cordeles, hechos con un trenzado resistente y áspero, pendían esos papeles, esas contraseñas de nativos. Sus artes oscuras de hechicería y nigromancia. Algunos diferían en sus símbolos de brujería, pero todos contenían el dibujo carmín de una calavera.

“No hay que ir más allá”, se asustaron los aliados, traduciendo aquello que colgaba al garete de las corrientes de aire con gestos de terror y de amenaza. Al capitán general no le importó y continuó la marcha. Gonzalo Herrero tomó uno de esos papeles y lo guardó para sí, como un recuerdo de esas encumbradas regiones de fatigas y temores. Tal vez fue eso, o tal vez la mala suerte, pero apenas arribaron al reino de Tascala, su contingente de avanzada fue recibido a traición a punta de flechazos y de lanzas. Él fue el único en resultar muerto ese día. Él y dos caballos, tundidos a golpes de macana. Fue un encuentro rápido, al que sucedieron otros, igual de pendencieros. Los tascalas eran bravos y decididos a capturar a uno de esos extranjeros, por más osados o favoritos de la divinidad que parecieran. Llegaban en batallones bien coordinados, cobijados por su estandarte de grulla blanca y sus garrotes de miedo y sus alaridos de guerra. Así tundieron, tirándolo de la yegua, y matando a la jaca aquella que era de Núñez Sedeño, una muerte sin miramiento alguno, con saña, como se mata a un insecto, y a un tal Pedro Morón, que era bueno para eso de la montada pero que aquel día no contó con la gracia de la diosa fortuna. Lo tundieron a lanzazos, partiéndole el vientre y exponiendo las vísceras, que sujetaba con las manos para que no se le desperdigaran y acabaran siendo pisoteadas por aquella turba. Pedro Morón estuvo a punto de ser capturado, y sólo la oportuna intervención de Cristóbal de Olí evitó que el herido fuera a dar al altar de los sacrificios de la diosa Camaxtle, patrona de los tascalas. No le sirvió de mucho, pues el infortunado murió dos días después, en medio de tremebundas exclamaciones y una podredumbre de cuerpo que era de condolerlo y de persignarse.

Fortuna se enteró de la muerte de su marido, y algo se rompió en ella, pero no quiso decir qué ni para qué servía. Se arrodilló en su tumba y le habló de cosas que sólo ellos dos entendían. Se supo sola y así de sola tendría que salir al mundo, para gozarlo, temerlo y enfrentarlo. No sería la primera vez, se consolaba. Tampoco la última. Levantó la frente, se incorporó con gallardía, lanzó en silencio un postrer pensamiento a su amado y se dedicó a ahuyentar con su daga a los que, comedidos por su viudez temprana y la muy comentada reputación de sus cúpulas y de sus caderas, se acercaban a consolarla.

 

* * *

 

Se hizo la paz con los tascalas. Sucedió tras una guerra cruenta pero breve. Y extraña. Día a día, luego de empeñar el sudor y la sangre en el combate, los discrepantes y adversos indios, lejos de hambrearlos, los alimentaban. Les llevaban pavipollos y una curiosa suerte de perros pelones que no ladraban y que nombraban escuincles, como a los bebés y a los niños. Agua en abundancia y frutos diversos. Algunos desconocidos, como el

tomatl y el chile, que algo tenía de maligno, pues encendía cual hogueras las bocas de quienes lo consumían. Enviaron también tamales, aguacates y liebres. A la gente del capitán general le pasmó tal proceder. Se pensó en un engaño y en los artificios de algún hechizo o de algún veneno que por fuerza de cierto y poderoso mal sería suficiente para matarlos. Se imaginaron presa de estertores y con la lengua por completo de fuera, hinchada y amoratada. No quisieron arriesgarse. Les dieron la comida a los aliados —totonacos y chichimecas se llamaban aquellos pequeños, aguerridos y aguantadores soldados—, y como no murieron ni quedaron locos o endemoniados, los de Ispania comenzaron a ingerirla porque el hambre les picaba el vientre y la curiosidad. Fueron cautos, primero; luego, se dejaron llevar por la fruición. Esperaron a ver qué pasaba y no pasó nada. Eso los pasmó más. No entendían esa mentalidad que los cuestionaba en su ser profundo; ellos, que jamás harían eso con un enemigo; ellos, que, además de todo, se creían portadores de la civilización y de la verdadera fe.

No entendían muchas cosas, como la lengua de aquellos indios, secretosa y cantarina, imposible de captar para las orejas. O la forma en que la sangre alfombraba la cima y las escalinatas de sus templos. No entendían sus señales de guerra. Tampoco que no los atacaran con flechas enhierbadas, de las que mataban a un hombre con tan sólo rozarlo. No entendían a sus dioses ni sus estatuas de piedra. No entendían por qué, siendo tantos los indios de aquellas tierras, no se juntaban todos y los remataban a ellos, que eran tan pocos, empalándolos, descuartizándolos y sacándoles el corazón de una buena vez y para siempre. No entendían nada, tampoco, de aquellos huesos enormes que algunos sacerdotes tascalas les mostraron con hartos aspavientos y cierto dejo de vanidad, señal inequívoca de los gigantes que poblaron esas tierras.

Los huesos causaron asombro y extrañeza en no pocos. Fortuna misma se apersonó en el sitio donde se hallaban, frente a una mezquita de indios. Se midió junto a un fémur, de dimensiones mayores que su propia estatura. Bernal también lo hizo. Se aparejó junto al hueso y dijo:

—Qué gran altor. Es más grande que yo, que soy de buen tamaño...

Juan Ortega los acompañaba. Orteguilla, comenzaron a decirle. Era un muchachito de apenas doce años y ya con mucho de trecho recorrido. Huérfano de madre, llegó con su padre, veterano de otras guerras, a ese Nuevo Mundo, pasmoso y de riesgo. Era inquieto y curioso. Igual mostraba verdugones producto de alguna batalla que raspones debidos a sus travesuras de chicuelo. Fortuna le tenía aprecio. Orteguilla le despertaba cierta ternura, como aquella de removerle con la mano los cabellos o llevarle un mendrugo de más, para que se alimentara. Él también se comparó, el rostro de diablillo y actitud juguetona, y de inmediato surgieron las risas, de tan pequeño que era en relación con esa osamenta.

La marcha continuó. Arribaron a Cholula, tras una terrible matanza. La ciudad, que les pareció cosa de maravilla, coronada por altas mezquitas, hedía a muerte mucha y a rapiña en exceso. Fortuna se sobrecogió al escuchar el recuento de la masacre, en particular por los ancianos arcabuceados, los niños pisoteados por los caballos o azotadas sus cabezas contra el duro piso, y por las mujeres, golpeadas y mancilladas. Se condolió de dos jóvenes, que no dejaban de sangrar de sus partes pudendas, y de llorar por sus hijos muertos. Erraban por completo desnudas, enmugrecidas y ensangrentadas, el rostro descompuesto por un dolor infinito, y clamaban, entre lloriqueos, por la pérdida de sus pequeños vástagos. Una de ellas llevaba entre sus manos lo que había sido el bracito de su criatura, el único despojo que le había dejado la sanguinaria actitud de sus atacantes, que asaetearon, tundieron a golpes y desmembraron a quienes tuvieron enfrente. La pobre mujer se apretujaba aquel resto contra el pecho y se asomaba por algún rincón, por algún resquicio, en busca de lo que restaba del cuerpecito, y como no encontrara nada, elevaba su grito de terror y de angustia:

—¡Ay, mi hijo!

A Fortuna le tradujeron ese lamento, que la cimbró por completo. Abrazó a Orteguilla y le tapó los oídos, para evitarle temblar con aquel clamor que parecía de verdadero tormento, de purgatorio en la tierra.

 

* * *

 

El mes era el de noviembre y hacía frío, mucho frío. El andar era penoso y sufrían de algún extraño mal, acompañado de un constante mareo y de rostros verdosos. Fortuna tiritaba y resollaba. Se sentía con náuseas y sin ganas de dar otro paso. Para su buena suerte, el tropel de soldados se había detenido para darse un necesario respiro. Los mismos caballos lo agradecieron, y los porteadores indios. Era aquél un paisaje helado y boscoso, si bien agreste y desolado. La tierra firme o polvosa había sido sustituida por una región de arena gruesa y cenicienta, pesada y ardua al caminar.

A un lado y al otro se perfilaban sendas montañas. Las dos estaban coronadas de mucha nieve. “La Mujer Blanca”, le llamaban a una; “la Cumbre que Humea”, a la otra. Esta última lanzaba bocanadas que, a la distancia, parecían vaporosas. A Fortuna esa visión le maravilló. Le avivó la fantasía, haciéndole recordar historias contadas por Rosario la vieja, a propósito de reinos mágicos y fabulosos. “Tal vez es el lugar del caballo alado que trae la dicha”, se dijo, no sin cierta sonrisa. “O el hogar de algún gigante, y aquella negra fumarola, uno de sus bostezos. O uno de sus estornudos.” Orteguilla la acompañaba. El muchacho dormía, recostado el cuerpo en la negra arena y la cabeza en su regazo. Fue despertado por el mismo alboroto que llamó la atención de Fortuna.

—¡Regresaron! —resonó con fuerza un eco de agitadas voces.

Se acercaron hasta donde se arremolinaba una muchedumbre, para ver qué pasaba. Se encontraron con un grupo de hombres que bajaba de la montaña. Estaban azules del frío. El capitán general les había dado la orden de subir a una de aquellas cimas. Habían emprendido la escalada la mañana anterior y habían pasado una noche en medio de un páramo congelado. Debieron de abrazarse todos, españoles y algunos tascalas de Guaxocingo, para no morir, presos de una eterna y necia temblorina. Retornaban hambrientos y más miserables de ropas y de aspecto que como habían partido, pero se les notaba en el semblante la alegría del náufrago cuando avista tierra.

Diego de Ordaz los comandaba. Era un escudero vivaracho y de cuerpo dispuesto a la brega más esforzada. Le tomó codicia de ver qué tesoro albergaba la montaña y se mostró voluntarioso de ascender aquella cumbre. Se le notaba la ardua faena de remontarla, pues sus facciones se hundieron y los huesos se le notaron más que de costumbre. Llevaba en las manos algo que resultó un carámbano de hielo. Se lo entregó al capitán general. Dijo:

—He cruzado ríos de fuego y he sentido de cerca el calor del infierno.

Le ofrecieron, al igual que a sus hombres, cobertores y ropas secas. Diego de Ordaz no dejaba de temblar. Las manos las tenía rígidas, por completo ateridas, como si todavía cargara el pedazo helado proveniente de aquella región ensimismada en sus alturas.

—Me ha cimbrado la tierra y he visto llamaradas de miedo.

Fortuna y Orteguilla se abrieron paso entre la muchedumbre y consiguieron tocar el carámbano, que al muchacho le pareció una acción entre temeraria y divertida, y a ella un acto insólito, como ver caer una estrella o encontrar un tesoro enterrado.

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