Fortuna

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La última resistencia de los mexicanos se hizo en el barrio de Tetenámitl o Tequipehuacan, hoy Tepito. De ello da fe una placa en la iglesia de la Conchita, ubicada muy simbólicamente en la calle de Tenochtitlan. “Aquí comenzó la esclavitud. Aquí fue hecho prisionero Cuauhtemotzin la tarde del 13 de agosto de 1521”, se lee en dicha inscripción. Fue un martes lluvioso. Al llanto y al dolor de los vencidos se oponían la alegría y júbilo de los vencedores.

Hubo fiesta en el real de los españoles. Fue en Coyoacán, donde hubo carne de puerco y abundante vino, gracias a las bodegas de un navío recién llegado a Veracruz. No hubo asientos ni mesas para todos, lo que causó desconcierto y disgusto, al decir de Bernal Díaz del Castillo. Él es quien proporciona el mejor relato de aquel festejo. La bebida en exceso y una planta que llama de noé hicieron lo suyo y provocaron desmanes y desatinos. Había quien caminaba sobre las mesas y quien se caía de borracho. Se echaban bravatas y se violaban indias. “Más valiera que no se hubiera hecho aquel banquete, por muchas cosas no muy buenas que en él acaecieron.”

Una vez alzadas las mesas, las damas salieron a danzar. Eran las mujeres de la Conquista. Bernal Díaz del Castillo menciona a las que participaron de aquel festejo: María de Estrada (a quien llama “la vieja”), Francisca de Ordaz, la Bermuda, otra a quien llama la Bermud (una “señora hermosa”), Humana Gómez, Isabel Rodríguez (“otra vieja”), Mari Hernández (“otra mujer algo anciana”) y a una que no la sacaron a bailar por ser viuda (de Portillo, capitán de uno de los bergantines). “Hembras rijosas y bravías”, como las llama Artemio de Valle Arizpe.

María de Estrada, tan elogiada por su valentía, que peleaba al tú por tú como cualquier hombre, casó con Pero Sánchez Farfán. Se les dio la encomienda de Tetela del Volcán y ahí se avecindaron, muy cerca de Hueyapan, donde, al grito de “¡Santiago!”, la mujer mostró su bravura y lideró a un grupo de españoles para ganar la batalla.

Fortuna se amancebó con Martín López. No quiso saber de matrimonio para ser libre e irse cuando le diera la gana. Fue un amor de los buenos, que se truncó por los afanes de vida de la bella. Un día partió, no sin lágrimas de por medio. Si lo hizo en pos de Meshicayotl o de alguna otra aventura de pasiones o de espadas, sólo su corazón y su alma lo supieron.

Martín López se casó en 1530 con Juana Hernández, con quien procreó doce hijos. Vivió en unas casas que habían sido de indios en lo que hoy es el Palacio del Arzobispado, en la esquina de Moneda y Licenciado Verdad. Las riquezas y la fama prometidas por Hernán Cortés se disiparon sin explicación ni consuelo. Se le dio una pobre encomienda: la mitad del pueblo de Tequisquiac, y la ostentación de tener “guardia hasta de cuatro negros armados con espada para defensa y mayor lucimiento de su persona”. Participó en la conquista de Nueva Galicia y murió entre 1573 y 1577, en la ciudad de México, necesitado y pobre, “por no haber remuneración conforme a sus servicios”.

Los trece bergantines con los que se conquistó México se mantuvieron a salvo en una fortaleza llamada Las Atarazanas, que contaba con altos muros y dos torres con troneras, así como una estructura de tres cuerpos, con sus respectivas entradas para las naves. Una de sus fachadas daba hacia la laguna y en su interior los bergantines se hallaban atracados en precarios muelles. Hernán Cortés los mantuvo prestos al combate, en previsión de rebeliones o alzamientos que nunca llegaron. Las Atarazanas fue la primera fortaleza construida tras la Conquista; era un edificio ruin, al decir de Cervantes de Salazar, y se le encomendó primero a Pedro de Alvarado y después a Bernardino de Albornoz. Se hallaba al oriente de la ciudad, según algunos a la altura de la calle de Tacuba, por lo que hoy es Santo Domingo, y según otros, frente al Peñón de los Baños, en donde hoy se levanta la iglesia de San Lázaro.

Según Artemio de Valle Arizpe, Las Atarazanas, construidas en 1521, duraron en pie alrededor de medio siglo. Los bergantines que albergaban, a pesar del lustre de sus servicios durante la guerra con los mexicanos y contra el sentir de que permanecieran ahí

ad perpetuam memoria, terminaron pudriéndose y desmoronándose por la indiferencia más bárbara.

El edificio se derribó y sirvió para construir la iglesia y el hospital de San Lázaro, dedicado al mal de Satán o leprosería.

Hoy pocos recuerdan la hazaña de los bergantines y mucho menos a su constructor, Martín López. En su tiempo este carpintero, capitán de gálibo, tuvo la gloria de contar con una calle con su nombre, por los rumbos donde vivía, y hoy su memoria apenas perdura en otra calle, la de López, escueta y populosa, en los linderos del Centro Histórico de la ciudad de México, paralela al Eje Central y cuyo inicio es presidido por la fachada principal del Palacio de Bellas Artes.

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