Fortuna

Fortuna


II

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—Mira este collar —lo mostraba orgulloso, si bien a escondidas, para no despertar la codicia de algún tunante. Era un collar de cuentas de oro; el propio Mohtecuzoma se lo había regalado, a él, y al capitán general, y a sus lugartenientes más cercanos. Orteguilla se sentía importante, casi como un noble o potentado. Dejó que Fortuna lo admirara y luego volvió a guardar esa joya, que escondió con discreción y cautela entre sus ropas.

Otro día llegó maravillado.

—He visto tigres feroces y las más horribles serpientes, y las he tenido aquí, al alcance de mi mano... —describía con entusiasmo un lugar destinado a los animales, uno de los rincones favoritos de aquel soberano, sitio de encierro de águilas y cocodrilos, de linces y boas, y de los muy preciados quetzales, cuyas plumas valían más que el oro.

En otra ocasión Orteguilla se entretuvo en describir otro de sus descubrimientos: las jaulas de los niños.

—Eran niños blancos, seres descoloridos...

El muchacho describió aquella visión que tanto lo conmocionara: los niños color de nube, unos chicuelos apenas, traviesos y vociferantes, que se trenzaban en juegos de lucha y de abrazos amables o peleoneros y se revolcaban en su propia mierda. Así retozaban y convivían. Eran pequeños, de una edad tierna y brevísima. Estaban por completo desnudos y como indiferentes a su destino incoloro y de permanente encierro. Eran extraños, como si no pertenecieran a este mundo sino a otro, un mundo peor que éste, mucho más injusto e imperfecto. Su jaula estaba junto a la de los quetzales, lo que acaso describía el alto aprecio en que los tenían. Orteguilla no tardó en saber por qué. Aquellos niños eran un tesoro. Desde que nacían, era obligación entregárselos al rey, para su cuidado. Se les encerraba, se les daba de comer y, una vez cumplidos los cinco años, eran sacrificados a los dioses.

—¡No sabes qué espanto! —se persignaba, como si con ello se librara de un mal riesgo o de las tentaciones de algún demonio.

Fortuna lo atrajo para abrazarlo y brindarle esa seguridad de madre que tanto le agradaba. Pero Orteguilla estaba entusiasmado, demasiadas sorpresas, demasiadas emociones nuevas para poder contenerlas en un regazo. Así que agregó, en voz alta, como quien se despierta de una pesadilla:

—¡Y los sotacos! ¡Y los corcovados!

Se refería a los indios enanos y jorobados. Los describió como pequeños y feos, quebrados de cuerpo y muy chocarreros, que entretenían con acrobacias y bufonadas al gran Mohtecuzoma, mientras éste comía.

Fortuna lo escuchaba y, más que santiguarse o mostrarse indiferente ante eso, se entusiasmaba. Hubiera deseado estar en sus zapatos para atestiguar aquellos relatos que sonaban a magia y a maravilla. ¡El sitio de los animales! ¡Los aposentos reales! ¡Las imponentes mezquitas! ¡Los mercados, donde se comerciaba toda clase de trebejos y sabandijas! Debía salir de ese encierro, que era como estar en la misma jaula de los albinos pero más amplia, y aventurarse tras las paredes del palacio que le servía de aposento. Al principio, sus únicas escapadas eran hacia unas letrinas ubicadas en el exterior, lugar de hediondeces y descarga del cuerpo de cientos de indios y españoles. Fortuna contenía el vómito ante ese olor y la mierda que salpicaba las paredes y el piso. Un grupo de indios enviados por Mohtecuzoma se encargaba de limpiar con agua y un cierto sistema de drenaje aquella inmundicia, pero era insuficiente ante tal cantidad de gente que descargaba ahí sus necesidades. Capitanes y soldados de a pie, tascalas y chulutecas, hombres y mujeres, niños y canallas redomados y guerreros de todas las alcurnias, todos se equiparaban unos a otros en eso de orinar y descomer. El propio capitán general acudía a ese sitio. Ya había corrido la voz de sus males. Se decía que sufría de cierto desperfecto del intestino. Acudió a Botello, el nigromántico, que tenía fama de todo, hasta de galeno, y éste le recetó unas cápsulas que llevaba. Las partió en pedazos y las ingirió con el propósito de purgarse. El efecto no fue inmediato pero, cuando sucedió, fue asaz notorio y efectivo. Varias veces a lo largo de un día acudió como alma que lleva el diablo a aquellas olorosas letrinas. Una de esas ocasiones, Fortuna entraba cuando él salía. El capitán general ni siquiera la miró, el semblante adusto y preocupado. Fortuna ingresó a la letrina y frunció el ceño. Pensó que la vida hacía distingos de clase, y que había unos que estaban arriba y otros abajo, pero tratándose de esos menesteres, hasta los que se creían bragados o de abolengo producían no oro sino su buen montón de caca.

Después, ya más picada por la aventura y la curiosidad, Fortuna se dedicó a expandir sus horizontes y se alejó más allá de las letrinas para dejarse llevar por sus instintos de vida y correrías. Se hizo acompañar de Alicia Guerrero y de María Noriega, dos de las más osadas y leales entre aquel mujerío que seguía la inaudita hazaña de deambular en esas tierras extrañas, y recorrieron las calles de la urbe, y se admiraron de su arquitectura y de su buen porte.

Un día caminaron al lado de la muralla baja, en forma de serpiente, de la que parecía ser su mezquita principal. Era un edificio alto con dos hileras de escalinatas. Distinguieron, en su cumbre, dos figuras grotescas, grandes esculturas de piedra oscura y maciza con nombres dificultosos de herejes y forma de dioses paganos. Otro día presenciaron un juego de pelota. Se acercaron a fisgonear y se quedaron así durante un buen rato, admirando un partido entre dos grupos de guerreros. El propósito, adivinó, era llevar la pelota hasta una línea ubicada en el lado contrario. Los jugadores se ayudaban de codos, caderas y muslos para golpear una redondez hecha con un material duro y pesado, pero flexible, que permitía cierto rebote. Las mujeres hicieron uno que otro comentario acerca de la musculatura y fisonomía de algunos de los contendientes, que les parecían buenos mancebos y, por lo mismo, apetitosos para cumplir con las urgencias del cuerpo. A una le llamaban Gema y era de buena pierna y linda sonrisa. A la otra le decían Chata y era menuda, vivaz y de buen cuerpo. Las tres se sonrieron de lo lindo, presas de la complicidad del deseo, la coquetería y la feminidad que las unía al transitar por esa urbe de atractivos guerreros y casas y costumbres tan distintas a las de sus terruños, tan lejos como estaban de su vida antigua, del otro lado del océano.

Marcharon a rondar por otras partes, admiraron las hortalizas que a la manera de islas flotantes encontraron a todo lo largo de la orilla, se acercaron a ver un bicho curioso, mitad sapo y mitad culebra, que les enseñó un niño, descubrieron otro lugar de las calaveras, y tras algo así como unas tres horas de errancia, regresaron por donde anduvieron, pasaron de nuevo por el juego de pelota y se encontraron con que los jugadores se encontraban enfrascados en la misma contienda.

A Orteguilla, por la noche, poco antes de dormir, Fortuna se encargó de hacerle un relato muy pormenorizado y entusiasta de lo que había visto. Éste la escuchó con atención, pero al término de su relato resultó que el muchacho sabía más que ella a propósito de este juego. Por él supo que los partidos podían durar incluso varios días, y que los perdedores, vencidos por la habilidad del adversario o la fatiga propia, eran sacrificados, el pecho vuelto de revés y el corazón ofrecido a sus divinidades. A Fortuna, por cierto, le daba gusto saber que Orteguilla había regresado a ser el mismo de antaño. Hecha de lado la superchería del gigante, se dedicaba al cultivo de su espíritu inquieto y atrabancado. No había dejado de acompañar al capitán general en sus andanzas por la ciudad y, sobre todo, en sus visitas al gran Mohtecuzoma. Éste le había tomado cariño, acaso por su simpatía hacia los enanos y deformes, como le bromeaba Fortuna, y requería de su presencia y compañía. Como Orteguilla mascaba algún vocabulario en el idioma del soberano, el propio Mohtecuzoma le daba lecciones en su lengua y lo utilizaba de intérprete. A su lado recorrió la urbe que los nativos llamaban México y fue aprendiendo de cosas que no dejaban de asombrarlo.

Así transcurrieron un par de semanas. Orteguilla fue a cumplir su destino al lado del señor sañudo, y Fortuna, en compañía de Gema y la Chata, el suyo propio, entre la realidad y el ensueño de aquellas regiones. Los habitantes de la ciudad las miraban lo mismo con curiosidad que con recelo. Se apartaban de su lado y rehuían cualquier contacto físico o de palabra. Tal vez, en otras circunstancias, las tres mujeres hubieran sido prendidas y conducidas sin mayor preámbulo al altar de los sacrificios. Ahora la orden era respetar sus personas. Aun así, se sentían observadas. Muchas veces sintieron que eran vigiladas y seguidas. Y, como le tenían un fuerte aprecio a sus vidas, no se dormían en sus laureles ni bajaban la guardia. Marchaba cada quien con una filosa daga entre la falda, y la actitud cauta y alerta, por lo que pudiera ofrecerse.

Un buen día, tras regresar de un mercado maravilloso, lleno de asombros de toda especie, ubicado al norte de México, Fortuna cruzó un puente y vadeó la lagunilla que ahí se formaba. Era un brazo de la enorme extensión de agua que rodeaba a la urbe. Marchaba sola. Gema y la Chata Noriega se habían quedado a admirar la vivaracha algarabía de los mercaderes y sus clientes, ávidos de comprar desde pescados y reptiles hasta pavipollos, pichones, hierbas, verduras y perros motilados. Discutían entre ellas qué era más grande: si esa verbena o la de Salamanca, que tenía fama de bien surtida y enorme. Fortuna se retiró, incapaz de ver la cruel manera como tres guerreros prisioneros se mercaban al igual que primitivas bestias. Eran golpeados y pinchados con espinas. Se les azotaba con ramas que les dejaban llagas en la espalda, y le molestó saber que les habían cortado las vergüenzas, para que no tuvieran malos pensamientos con las mujeres de las casas que debían atender como esclavos. Se echó a caminar y llegó a la lagunilla. Se detuvo a observar el horizonte. Soplaba un viento fresco del norte. Se despojó de las zapatillas y metió los pies desnudos al agua, que le pareció deliciosa y reconfortante. Escuchó un chapoteo y observó la navegación tranquila de varias canoas. Algunas llevaban mercaderías y otras ancianos y niños. Se sintió contenta, presa de una singular alegría que la invadió por completo. Tal vez debido a ese remojar de pies que le recordaba tanto su infancia. Tal vez porque sus pies estaban fatigados y necesitaba de ese alivio, que era como un bálsamo. Tal vez porque el día era maravillosamente prístino. Tal vez porque estaba lejos de todo y seguía con vida y eso le gustaba.

En ésas se encontraba, ensimismada en su propio proceder alegre, cuando un chapoteo más cercano llamó su atención y la puso alerta.

El sol reverberaba en la superficie de la lagunilla y tardó en acomodar la vista para observar mejor de qué se trataba.

Sólo vio la sombra de algo que se acercaba. Lo primero que distinguió fue un brazalete que brillaba. Después, como una silueta, el cuerpo de un guerrero que se mantenía de pie sobre una canoa. Afiló sus ojos y vio que el susodicho llevaba un puñal en la cintura y otra arma en su diestra, una lanza de buen tamaño, igual o más alta que su propio cuerpo.

Fortuna se sobresaltó. Fue un instante solamente, el de la sorpresa, el de lo súbito que desarma, antes de que sacara a relucir el cuchillo que llevaba. Lo hizo con prestancia, bien entrenada para las cosas de la vida y de la guerra. “Todos los días son buenos para morir, menos éste”, se dijo.

Empuñó con decisión el arma, y poniéndose por entero en guardia, se supo dispuesta a vender caro lo que le había tocado de existencia.

“O soy yo o es la muerte o la injuria”, se dio ánimos, dispuesta a hundir su puñal en la humanidad o inhumanidad de quien osara atacarla. Le enseñaría al tunante de qué cuero salían más correas. Le dejaría varios recuerdos de sus artes con la daga, ya vería. Pero no hubo necesidad de hacerlo. Se tranquilizó casi de inmediato, pues cayó en la cuenta de que ese contorno oscuro, y el de los remeros que llevaba, no era un riesgo latente, y que, por lo menos en apariencia, ni el uno ni los otros llevaban intenciones dobles ni malevas. De haberlo querido, ya la hubieran atacado y prendido, coligió Fortuna. Y, como si quisiera reiterar esos pensamientos, el de la lanza ordenó, con un movimiento de su mano, detener el impulso navegante de su canoa, que quedó a algunos metros de distancia de la hermosa. Ella, por si las dudas, había dado unos pasos atrás. Como era víctima del estropicio del sol que le pegaba en plena cara, se llevó una palma a la frente a manera de visera. Sólo entonces pudo distinguir una figura que le pareció conocida; además, una voz que no había olvidado y que le decía:

—Cualtzincíhuatl, mahuizticcíhuatl...

 

* * *

 

Fortuna urgió a Orteguilla a traducirle. Lo zarandeaba, instándolo a responder sus preguntas. Quería saber, le urgía enterarse del significado de esas palabras,

cualtzincíhuatl,

mahuizticcíhuatl, que le rondaban la cabeza y le producían una curiosa sensación en el vientre. El muchacho se zafó de la mano que lo atenazaba. Lo hizo de manera tajante, casi grosera.

—Debo irme —se excusaba.

Estaba ansioso y preocupado. El gran Mohtecuzoma había sido aprehendido. El pretexto, la muerte de siete soldados españoles ocurrida en Veracruz, unos días antes.

El capitán general se había presentado ante el soberano lleno de enojo y una bien dotada guardia de sus soldados.

—¿Así es como demuestras tu amistad? —le había reclamado con encendido dramatismo.

Llevaba, ensartada en una pica, la cabeza de Juan de Argüello. Era uno de los españoles dejados en la costa. Había tenido una muerte horrible. Herido en batalla, derribado de su caballo, fue capturado vivo, torturado y sacrificado a los dioses. Su testa, de piel violácea, párpados hinchados, moretones, rasguños y larga cabellera y barba negra, polvosa y sucia, había circulado desde Veracruz hasta México, y en cada tramo la indiada aclamaba aquel trofeo de guerra, como si se tratara de un triunfo personal y largamente esperado. Algunos soldados de Ispania habían visto aquello e instaron a gritos, con indignación y enojo, las armas fuera de sus fundas para darles uso y lustre, a que les entregaran la cabeza. Ahora el capitán general se la mostraba a Mohtecuzoma.

—Ya no confío en tu palabra. Date por preso. Seguirás gobernando, pero no desde tu palacio sino desde el nuestro.

Orteguilla presenciaba todo aquello. No podía ocultar su estupor. Estaba a un lado del soberano y éste lo tomaba del hombro, como a un hijo.

—No me hagas esta afrenta. ¿Qué dirá mi gente si me llevas preso? —fue el propio Orteguilla quien tradujo, víctima de un nervioso tartamudeo, la respuesta de Mohtecuzoma.

El capitán general lo instó a acompañarlo pero el rey de México rehusó por completo. Pensó que se trataba de una broma, uno de aquellos giros curiosos entre la cultura de uno y del otro. Al principio, su tono de protesta fue tranquilo, casi como si no terminara de creer tamaña afrenta. Después, cuando percibió que la cosa era seria, se tornó airado y comenzó a subir la voz.

Uno de los capitanes, de nombre Velázquez de León, que era de armas tomar, se llevó la mano a la espada e intervino, con la prestancia de quien sabe cómo son las cosas de la guerra. Dijo:

—¿Qué hace vuestra merced ya con tantas palabras? O le llevamos preso o le damos de estocadas; por eso tornadle a decir que si da voces o hace alborotos, que le mataréis; porque más vale que de ésta aseguremos nuestras vidas o las perdamos.

Mohtecuzoma fue llevado a las mismísimas habitaciones del capitán general. Pidió que le llevaran algunas cosas que le eran de valía y la presencia de algunos de sus ayudantes. Solicitó, también, que Orteguilla lo acompañara. Se había encariñado con él. “Escuincle”, le decía. También, “chilpayate”. Le había tomado afecto. Le había presentado a sus diecinueve hijos, entre ellos el gallardo y combativo Chimalpopoca y la muy guapa y sumisa Tecuichpo, y le había dado libertad de meterse en cualquier rincón que se le antojara dentro de su gran palacio. A Mohtecuzoma le había atraído, más que la viveza del muchacho, su curiosidad por enterarse de todo, y en particular, de las cosas de los mexicanos. Le divertía escucharlo esforzándose por hablar en náhuatl y se interesaba, a su vez, en lo que éste pudiera contarle de las costumbres de quienes se denominaban españoles. Fue un buen intercambio. Mohtecuzoma le habló de sus dioses y Orteguilla del suyo.

Cuando Mohtecuzoma fue aprehendido, pidió que el chamaco le sirviera de compañía y que hiciera las veces de su lengua.

En ésas estaba el muchacho, ocupado en recoger su magro ajuar consistente en una cobija, una camisa de repuesto, una daga de poca monta, un idolillo de indios hecho de una piedra negra y brillante, y varios trebecos usados como juguetes o como amuletos, para mudarse a los aposentos del soberano, cuando Fortuna lo urgió a traducirle:

—¿Qué es, dime,

cualtzincíhuatl,

mahuizticcíhuatl?

Orteguilla la miró con extrañeza.

Fortuna se notó ansiosa, como si trajera encima un dolor que quisiera quitarse. Repitió las palabras, temerosa de no haberlas pronunciado bien, pero el muchacho apenas si le hacía caso. Estaba ausente, preocupado más por el soberano que por las curiosas urgencias de la bella.

—Debo irme. Lo siento —se despidió con prisa.

Fortuna lo sujetó de un brazo y lo instó a responderle. Su rostro mostraba la ternura de siempre, pero también un asomo de iracundia y de apremio.

Orteguilla se detuvo. Le pidió repetir las palabras. La instó a que lo hiciera con suavidad, lentamente. Fortuna lo hizo. Fue como si contara un secreto. Como si temiera pronunciar un rezo o una maldición de la que no supiera medir sus consecuencias.

—Mujer hermosa, mujer maravillosa... —tradujo el muchacho.

Apenas terminó de hacerlo, la muchacha sonrió. A Orteguilla le agradó descubrir ese atractivo sonrojo, ese carmín de la piel, que se dibujaba como un glorioso amanecer en las mejillas de Fortuna.

 

* * *

 

Fortuna regresó una y otra vez a la lagunilla. Regresó al lugar del agua quieta, del brazalete y la sombra, del guerrero y del sol que atardecía. Lo hizo motivada por alguna urgencia que algo tenía de deseo y curiosidad, de gusto por el riesgo y de destino que había de cumplirse. Sólo así, presentía, podía aplacar ese cosquilleo que se había aposentado en su vientre y esa angustia que no lo era del todo, porque también era dulce y atractiva, como una ausencia a punto de convertirse en sonrisa o en la dicha de un beso bien puesto. Regresó. Tomó la calzada que era hacia Tlatelulco. La llegó a conocer casi de memoria, sus casas y sus cúes, sus guijarros y sus piedras. En algunas ocasiones era seguida por una chiquillería admirada de su presencia, que se mantenía a distancia, cautelosa de algún mal signo que en ella advirtieran. En otras, algún anciano le lanzaba una débil pedrada, como quien quisiera ahuyentar al mal agüero. En otras, algunos indios la seguían con ojos de lascivia y de odio. Las mujeres a su paso la miraban intrigadas. Se desataba, detrás de ella, el chismerío, la admiración y la maledicencia. Fortuna aspiró los aromas de la urbe, desde la leña que se consumía en el fuego hasta el carácter podrido y salobre de la laguna, desde la tierra fresca de sus hortalizas hasta el guiso penetrante de sus ajíes. Algunas veces iba sola. Ella y su alma sin sosiego desde que se le volvió a aparecer aquel hombre en su vida, que era como todos y sin embargo único, y por lo mismo singular y distinto. Otras veces la acompañaban Gema y la Chata, quienes sabían de sus cuitas y la entendían y la alentaban y no se andaban con persignadas.

“Trae mal de abajo”, decía una, y la otra se reía, a punto de la carcajada. “El amor, el amor, como le llaman”, discurrían con alegría entre ellas; “curioso nombre para la dolencia del pecho y la entrepierna”, y entonces una se echaba a reír con enorme desparpajo y la otra la seguía con igual talante, burlón y lleno de gracia. Fortuna no hacía caso. Tan sólo aguardaba con impaciencia que el día concluyera, para así dirigirse a aquel sitio, el del agua y la orilla, el del encuentro. No le importaba más nada, ni la prisión de Mohtecuzoma ni las noticias de una flota de españoles en Veracruz que traían órdenes de aprehenderlos, o si el alimento era bueno o si los mexicanos habían dejado de limpiar las letrinas y la inmundicia se acumulaba, lo mismo que la hediondez de mil demonios que despedía aquel cochinero de orgullosa y terca mierda. Nada era de su incumbencia, ni el trajín orgullosamente imperial y ensimismado de Orteguilla, que se creía como tocado por los dioses, ni el nerviosismo de los soldados, que notaban signos de guerra por todas partes; nada le importaba a su alrededor, a no ser por la hora en que debía marchar para tentar de nuevo al sino y alentar la repetición de una coincidencia que hiciera volver de entre aquellas aguas al inesperado guerrero indio, soberbio en su porte, montado en su canoa, cubierto de nobleza y gallardía.

Fortuna estuvo así a lo largo de una semana. La ansiedad la hería, los nervios la colmaban de desasosiegos y la maldita espera la llenaba de sencillas tribulaciones. Al octavo día resolvió hacer la misma rutina inexplicable y regresó a la lagunilla. No debió haberlo hecho. Ya no eran tiempos de calma. Tras la aprehensión de Mohtecuzoma, la tensión crecía. El espanto de la muerte se adueñaba de las realidades y las premoniciones. Fortuna, que sabía que la vida era dura pero la muerte aún más, no lograba desprenderse de ese olor a carne quemada que significó la ejecución de Cuauhpopoca y su hijo. Tal vez se lo merecían. Eran los asesinos de seis españoles y un caballo en San Juan Culúa, y de ahí el ejemplar castigo, que la hizo descreer de otra cosa que no fuera la venganza y la crueldad de los hombres.

El capitán general hizo plantar dos postes, amarró a los traidores en ellos e hizo colocar varas, arcos, macanas y ramas alrededor, para que sirvieran de tea. Fue Velázquez de León quien, falto de corazón, inició aquel incendio, que era como una inquisición en pequeño. Fortuna fue una de las congregadas a contemplar el suplicio. Algunos lo presenciaron con alegría; otros, con un gesto de asco, como ella, que se escabulló de vuelta al palacio para llorar y maldecir a solas. No olvidaba los gritos ni las contorsiones de los cuerpos al contacto con el fuego. A la mañana siguiente le pareció que México aún olía a hombre quemado. Notó otra cosa: que los habitantes de esa urbe de ensueño comenzaban a andar armados y a mostrar una expresión de enojo y de recelo. A ella la miraban como a una posible presa. Los más valientes soldados preferían no alejarse, para no dar pretexto al ataque a mansalva. Fortuna, terca, no hizo caso de signos ni advertencias. Marchó al lugar del encuentro, que le pareció lejos del sitio de la ejecución, y que tenía el abrigo de la providencia y la ansiedad de la cita. No hizo el camino sola. La acompañaban la Chata y Gema, solidarias y sonrientes como siempre, atentas a cualquier atisbo de celada. Las tres se habían armado no sólo de sus puñales sino también de espadas y otros utensilios de batalla. Fortuna les contó de sus historias antiguas, donde las bellas y valientes amazonas se vestían de gloria, y eso mismo se creyeron ellas: bellas y valientes mujeres de cuentos y verdades. Al llegar a su destino se descalzaron y metieron los pies al agua fresca. Caminaron por la orilla de arena parda y suave. Contemplaron el valle y los templos y las casas. Se maravillaron con la elegancia de un par de garzas que reposaban junto a unos altos pastizales y se enternecieron con la soledad de un pequeño ánade que nadaba de manera muy simpática y precaria, que parecía huérfano o perdido. Fortuna tuvo la idea, que era una forma obvia de manifestar sus ternuras, de ir en su auxilio. Se metió con el agua más arriba de la cintura para poder coparlo. No pudo hacerlo. Advertido de su cercanía, el diminuto pato nadó a todo lo que daba, lejos de ella y de la ribera.

—¡No te asustes, mi pequeño! —trató de tranquilizarlo.

De poco le sirvió. Fortuna hizo un mohín de disgusto, desilusionada, al percatarse de que no podría darle alcance, a no ser que se metiera a nadar en su graciosa persecución, y algo en su sentido común le decía que no debía hacerlo.

—Pato tonto, patito zoquete —le llamaba.

En ésas estaba, cuando escuchó un susurro. Una palabra de atención. Era la voz de Gema, que le hablaba:

—¡Eh! ¡Fortuna!

Volteó a verla. La mujer le señalaba algo. Lo hizo con un movimiento muy discreto de cabeza. Parecía advertirle de alguna presencia inquietante, de algún riesgo inminente. O acaso...

Fortuna reaccionó con evidente ansiedad. Primero, el corazón le dio un vuelco. Apareció en su recuerdo el olor a carne quemada, a muerte, a apuro. Después, se apaciguó. Fue una especie de golpe de la esperanza. Sintió cómo el calor se apoderaba de sus mejillas. No se llevó la mano al cuchillo. Tampoco se puso en guardia. Lo sabía: dadas las circunstancias de zozobra, podría tratarse de una emboscada, de una traición de los indios. Pero algo en su interior le indicaba otra cosa. Se lo indicaba ese su muy particular temblor de pecho, que era señal de una noble y curiosa agitación, mas no de peligro. Ni un atisbo de riesgo le mereció ese susurro, la velada advertencia de su amiga. Para Fortuna, en sus afanes crecientes de mujer, no podía ser otra cosa que él; él, a quien esperaba con algo parecido a la felicidad y a la congoja. Sudó frío. Se imaginó que era, por fin, el guerrero de la palabra, el del bosque en Tascala y el de la lagunilla apacible en México. El que le decía

cualtzincíhuatl, mahuizticcíhuatl, mujer bella, mujer maravillosa.

Suspiró, ilusionada.

En ese momento volvió a ser mujer, no guerrera en tierras incógnitas. Su pecho se inflamó y volvió a sentir el cosquilleo a la altura del regazo. Dirigió la vista al sitio señalado. Fue una acción marcada por la avidez y la curiosidad. También, por un deseo que de tan fuerte le parecía bello y de alguna manera incógnito e inquietante.

Se decepcionó.

Su mirada, que deseaba toparse con el mexicano que ocupaba sus emociones y pensamientos, se detuvo en la contemplación de un español joven, que no dejaba de mirarla.

Ya lo había visto antes. No era un soldado. Su oficio no era el de la guerra sino el de la madera. No era de los bravos en la primera línea de batalla sino de los que quedaban atrás, en retaguardia. Era carpintero y se llamaba López.

“¿Qué le pasa a este hombre?”, se preguntó Fortuna, no sin un dejo de decepción.

Su rostro fue más bien el de la molestia, no el de la sorpresa por aquel avistamiento.

Fortuna ya tenía conocimiento de las andanzas de aquel tunante.

“López, Martín López”, repitió el nombre con que el joven español había sido bautizado. Lo había indagado a manera de precaución, ignorante de las mañas o intenciones de aquel hombre sin brillo, aunque osado. “López el carpintero. López el enamorado tímido. López el tibio”, se sonrió apenas.

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