Fortuna

Fortuna


II

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El susodicho López la seguía en sus devaneos por la urbe. No era la primera vez que lo había descubierto detrás de ella, si bien es de ley decir que antes se había cuidado de hacerlo de manera discreta y respetuosa. En el pasado había sido prudente. Se había esmerado en esconder su presencia. Se ponía a seguir a Fortuna, pero de manera velada. Nunca le cerró el paso. Nunca se mostró invadido del demonio vulgar de la impertinencia. La observaba, simplemente, a la distancia, sin molestarla, sin dejar que se percatara de su presencia, siquiera. Lo hacía perdido en la muchedumbre de las calles o tras la esquina de alguna mezquita de indios. Ya, desde antes, desde lo de Cuba o desde lo del desembarco y la escaramuza en Centla, la bella Fortuna había advertido esos ojos que se detenían de más en los contornos de su cuerpo. No que fuera un bellaco. No; la verdad es que nunca hubo ni un piropo soez ni un avance que ameritara el bofetón o el recuerdo de una navaja en su rostro. Sólo se limitaba a mirarla, las más de las veces con ternura, otras con curiosidad, sin ápice de la maldad presente en los demás hombres.

En la región de los Tascalas sucedió lo mismo. El día que Fortuna salió en busca del Cuervo, el caballo perdido, se topó con López de regreso al campamento. Había sido él, sin duda. Ella, en ese momento de emoción y preocupación, ni lo tomó en cuenta. Estaba demasiado ocupada en pensar sobre aquel curioso encuentro con el guerrero indio que le provocaba ese sobresalto en el pecho, como para detenerse a meditar en las intenciones de ese hombre que se le apareció de pronto, como si se tratara de un fantasma o de una coincidencia que no lo era.

—¡Hola! —le dijo López con el entusiasmo propio de los ingenuos y los enamorados. Ella ni caso le hizo. Pasó de largo, sin responder siquiera a su saludo.

Llegaron a México, y mientras Fortuna deambulaba por la ciudad de ensueño, se volvió a percatar de aquella presencia, la de aquel hombre de pequeña monta, el carpintero López. En el palacio que les servía de aposento, López la miraba de reojo. A ella le divirtió la insistencia de esa mirada, o más que la insistencia, la timidez de esos ojos que no se atrevían a verla de frente o a insinuarle algún pecado de la carne. No la desnudaba, como otros, con su mirada de hombre. Notó que, por afición o para quitarse el nerviosismo, se dedicaba a tallar bloques de madera, a los que les daba formas tan diversas como un perro, un casco de guerra, un loro o un ángel. Fortuna indagó. Así se enteró de su nombre y supo que era carpintero. Sus manos se movían con experiencia sobre la madera, que cortaba y tallaba con la ayuda de una navaja y una gubia. Ahora era un pez, ahora un mono de los que encontraron en las selvas de la costa. Era hábil y obstinado. Sacaba provecho a las vetas, que desbastaba según su leal entender, sin más beneficio que su imaginación y su talento.

Cuando Fortuna recorría la urbe, regresaba ya tarde, maravillada de tanta cosa nueva que veía, y al desandar el camino, al regresar al refugio que de noche les ofrecía el palacio donde se aposentaban, no le pasaba inadvertido el hecho de que Martín López le había seguido los pasos. Ahí estaba su marca, sus huellas de poseído por la madera, esas volutas de aserrín que dejaba en sus andares de verdadero fisgón y singular entrometido.

—¿Ya viste? —le llegó a preguntar la Chata la primera vez que se percató de tal presencia.

—Nos sigue desde hace horas.

—Será por tus caderas o por las mías, pero no me hace ninguna gracia.

—Déjalo que se acerque y conocerá de caricias, sí, pero de mi navaja, que también es chula y tiene con qué responder a los hombres —amenazó Fortuna.

López fue cauto y nunca se acercó más allá de lo que la discreción le aconsejaba. Mantenía una prudente y, según él, anónima distancia. Con eso se aseguró de mantener íntegro el rostro, la hombría y la vida.

No se aproximó a ella. No lo hizo, presa de algún disimulo, de alguna recóndita razón timorata y acomplejada, hasta esa tarde en que algo se le movió y se decidió a otra cosa. Ya no pudo más. Salió de su escondite y se dejó ver por ella en ese lugar de aguas quietas que era la lagunilla. Él sonrió.

Fortuna, en cambio, chasqueó la boca, decepcionada de toparse con ese hombre, y no con el otro, a quien esperaba con inquietud creciente. Ahí estaba Martín López, con esa sonrisa pero con la misma actitud de siempre, las manos ocupadas en sacarle algo de talento y de ingenio a la madera.

López, además de sonreír, hizo el intento de sostenerle la mirada. Lo logró por algunos instantes plenos de valentía, mas le ganó la pena y volvió a ensimismarse en lo que era su costumbre: convertir un bloque de pino en un artilugio de sus manos y de su fantasía.

Fortuna caminó de regreso a la orilla. Chorreaba agua, tenía la falda y la blusa por completo empapadas.

—Ahí te buscan —se burlaron sus amigas.

López las miraba de reojo, el rostro inundado de un carmín obvio, que por obvio resultaba vergonzoso.

Fortuna sacó a relucir la navaja. La contempló como si le dijera: “Vamos, a cumplir con tu trabajo”, y, con actitud fatigada, se dirigió a enfrentar a aquel hombre. “A ver si ahora sí nos deja en paz”, se dijo en voz baja.

López la miró dirigirse a él. Le pareció que así debía de ser enfrentarse con un toro de lidia o con una carga de indios enfurecidos.

Se sintió vulnerable, además de incómodo y apenado, sin saber qué hacer. Pensó en la alternativa de huir, poner pies en polvorosa para estar a salvo de esa embestida de mujer que se le aproximaba a todo enojo y a toda prisa. Pensó en dejarse hacer lo que fuera, estar a su merced y aceptar ese destino de golpes o navaja. Lo que fuera, con tal de estar cerca de ella. Al final se decidió, motivado por la supervivencia, a detener a la muchacha. Lo hizo mediante una seña. Una seña simple, la de su mano arriba, con la que le pidió hacer un alto en su andar de navaja y de afrenta.

Fortuna se detuvo, acaso divertida por la seña, acaso porque no vio riesgo alguno que ameritara más apremio que el de tenerlo cerca para darle su merecido.

De hecho, el carpintero le pareció tan frágil que guardó la navaja y se dijo:

—Dos nalgadas harán la faena.

López aprovechó ese momento de tregua, ese regalo de la buenaventura, para volver a trabajar, ahora con más avidez, en el sempiterno bloque de madera que acostumbraba llevar. Le dio dos o tres toques de navaja que le faltaban. Le sopló para quitarle el polvo de árbol, lo observó con actitud crítica, le aplicó de nuevo una lija para quitarle una rebaba, y cuando lo supo terminado, sonrió con satisfacción y lo alzó por encima de su hombro, para mostrarlo. Fortuna no pudo ver de qué se trataba.

López bajó el brazo. Le mostró el bloque y, de nuevo a señas, la instó a acompañarla con la vista. Tenía preparada su siguiente maniobra. El carpintero se acercó a la orilla, se metió al agua sin que le importara un bledo mojarse las medias y las alpargatas, y se agachó para depositar en el agua aquel producto de sus afanes de artesano.

Lo que fuera aquello, flotaba. Lo hacía, le pareció a Fortuna, a la manera de un barco.

La muchacha lo observó con curiosidad. El viento y cierta corriente endeble lo impulsaron en su dirección. A unos cuantos metros, Fortuna se percató de su forma. Era una embarcación, en efecto. Un bergantín en pequeño, igual al que los había traído a esa parte del mundo. Una reproducción si se quiere burda, pero con la ternura de los juguetes, de las cosas lindas y añoradas.

Cuando Fortuna lo tuvo cerca, recogió el bergantín y lo sacó del agua.

Lo miró con detenimiento. Ahí, en la cubierta, algo llamó su atención. No podía creerlo. Se sonrojó al saber de qué se trataba. Era su nombre. “Fortuna”, así se llamaba el juguete.

Se sintió halagada, pero, al mismo tiempo, la invadió el sonrojo y un bochorno incómodo.

No supo qué hacer. Y, como no lo supo, se protegió con su coraza de hembra. Si era un piropo, poco importaba. Si su corazón se había agitado de más con aquellas letras, de poco servía. Reaccionó como siempre lo hacía ante los desplantes de hombres: con dureza. No le quedó más que dirigirse a paso firme contra López y, apenas lo tuvo a la distancia adecuada, lo tundió con una bofetada.

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