Fortuna

Fortuna


III

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I

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El infortunio parecía abatirse sobre los españoles. Orteguilla no dejaba de llorar. Le había tocado la mala suerte de atestiguar algo terrible: la muerte de Mohtecuzoma.

El muchacho estaba ahí, a su lado, cuando ocurrió. Fue una confusión de voces airadas, de miedos e iracundias, de improperios y pedradas. Se sentía, en la atmósfera, el tufillo de la desdicha en forma de peligro y de muerte. Por un lado, allá abajo, los mexicanos que reclamaban. “Deja de comportarte como mujer”, “Que los dioses te hundan”, “Vergüenza del pueblo elegido”, “Amante de los que son peludos como animales”, “No mereces ni el respeto de las alimañas”, gritaban.

Orteguilla escuchaba, asustado y azorado. Se asomaba desde la azotea almenada del Palacio de Axayácatl, sitio de la deshonrosa prisión del soberano, y ahí lo escuchaba todo. “Pusilánime”, “Maldito si no recobras tu reinado”. Mohtecuzoma se tocaba el corazón, en verdad adolorido por conocer de esos reclamos. Junto a él, el capitán general, sucio y cansado de varias guerras, oloroso a diversas fatigas, lo instaba a aplacar aquellos ánimos. “¡Cállalos!”, “¡Somételos a tus órdenes!”, “¡Imponte!”, le exigía.

Estaba ansioso y preocupado. Sentía la sombra del fracaso que se avecinaba. Tan grande empresa y se le esfumaba de las manos. ¿No había vencido a Pánfilo de Narváez? ¿No le había vaciado un ojo en batalla, no lo había escuchado pedir clemencia y lo había puesto quieto con grilletes? Y, finalmente, ¿no había logrado que los soldados que iban a prenderlo se pasaran de su lado? En un genial golpe de estrategia, con la oscura noche de su parte, la lluvia que amainaba los sonidos de su ataque y las intrigas de costumbre, había duplicado de un momento a otro el monto de las tropas que tenía para conquistar aquellas tierras. Oro, riquezas incalculables, había imaginado. Tornar, ahora sí, la buena suerte en inmensa fortuna. Eso se lo había prometido a él y a sus hombres. Ahora flaqueaba. Había regresado de Veracruz, había vuelto a atravesar páramos y cumbres, y se había encontrado con una rebelión que lo sobrecogía. Ahora pensaba en el fracaso, en la estrepitosa caída de su empresa. El culpable: uno de sus más rudos y leales capitanes, Pedro de Alvarado, a quien los indios llamaban el Sol, por su barba y cabellera rubias. Lo había dejado a cargo mientras enfrentaba su destino con el ahora tuerto y siempre estúpido de Narváez, y lo único que hizo fue alebrestar a la indiada. Al igual que en Tezcuco, ningún alto mandatario fue a recibirlo. Y no bien entró a la ciudad, se percató de que había algo erróneo. En lugar de andar en paz, los mexicanos le gritaban voces de enojo y de rechazo. Le escupían. Lo maldecían a él y a sus hombres. Se percató de los guerreros bien parapetados en las azoteas. Portaban armas y pintura de guerra. Hubo algunas pedradas. Y la ciudad de ensueño se le apesadilló en ese momento. Se dijo: “Si de esta ventura entramos con vida, imagino la desventura que será salir con el pellejo completo”.

Traía una vena de la garganta hinchada, así como otra muy visible en la medianía de la amplia frente, lo que era seña de su gran desasosiego y de su enorme enojo. No injuriaba al cielo ni profería feas palabras, pero bien que las pensaba, y sabía muchas, porque además de letrado le gustaban las cosas de la calle. La situación no era para menos.

Traía ochocientos nuevos hombres, entre soldados, jinetes, negros e indios de Cuba, para aprestarse a la pelea. Venían bien pertrechados y con mucha comida para ser repartida entre sus batallones. La traían cargando algunos combatientes de a pie y los infaltables y delgados tamemes: mil guajolotes, cuatrocientas cargas de tortillas, decenas de cubetas con cerezas de la tierra, y muchas tunas. Pero la incertidumbre lo colmaba. Estratega como era, cuidadoso de no dar un paso sin pensar en sus consecuencias, le preocupaba adentrarse en la magnífica urbe. Era demasiado sencillo como para ser cierto. Se mesaba la barba y se preguntaba, como en un diálogo filosófico: “¿Por qué nos franquean el paso, furiosos como están, sin atacarnos?”, y él mismo se respondía: “Porque nos quitarán la vida en el mismísimo ombligo de esto que llaman México...”

Volvió a fijarse en los puentes levadizos a lo largo de la calzada que conducía de Tacuba a la gran urbe. La había escogido por ser la más corta de las vías de acceso. Ahora, los puentes estaban abajo, a la disposición de sus andares. Pero les bastaría con elevarlos o destruirlos para tenerlos a su merced, encerrados sin remedio. No se necesitaba de mucha malicia para conjeturarlo: se trataba, a todas luces, de una trampa.

Se persignó y, ahora sí, se puso a farfullar una maldición grosera y harto sacrílega.

Cuando llegó al palacio lo encontró convertido en una fortaleza.

Pedro de Alvarado le salió al paso. Se le veía demacrado y contrito. Explicó, a manera de disculpa:

—Están alzados desde que los cogí en la deslealtad que acometían...

Según su versión, tuvo que pasar a cuchillo a varios nobles, que pregonaban la traición y la emboscada.

El capitán general no tenía tiempo para discusiones. En lo general, le creyó; en lo particular, ya tendría tiempo de llamarlo para una rendición esmerada de cuentas.

No se le escapó el olor a carne quemada que aún se respiraba en la ciudad. Sus informantes le habían hablado de miles de muertos. Era lo malo de haber dejado un hombre de espada y no de estrategias. Renegó de sus agobios y de sus errores. Dejó que su tropa ocupara posiciones en el magnífico recinto, oloroso a sudor rancio, a orines, a teas encendidas. Se había adueñado el hambre en los estómagos de aquellos confines, y la sed, que era demasiada, los había obligado a cavar pozos para encontrar algo de agua que los saciara. Era salobre y descompuesta, pero en algo ayudaba. Tras la matanza, los mexicanos habían dejado de proporcionarles las vituallas necesarias para su subsistencia, so pena de enfrentar muerte. Así murieron algunas mujeres que se habían encariñado con los soldados. Sus cuerpos, quebrados en varias partes, fueron arrojados frente a ellos, como escarmiento para quien desobedeciera la orden. Los tascalas aprovecharon ese regalo y, hambrientos como estaban, se alimentaron de su carne, que era preferible a la de los ratones que cazaban. Los demás hombres se hallaban tristones y famélicos, a punto de la desesperanza más ruin. Por eso, cuando contemplaron la llegada de nuevas tropas, y más que nuevas tropas, de los guajolotes y tunas que transportaban, les pareció cual si se tratara de un baúl lleno de relucientes monedas.

El capitán general apenas tuvo tiempo de sacudirse el polvo del camino y de estirarse para paliar en algo tantas horas de cabalgata. Presuroso, acudió al aposento que resguardaba a Mohtecuzoma. Lo encontró en alegre charla con Orteguilla. El soberano, apenas lo descubrió, intentó salirle al encuentro. Le dio gusto verlo y le sonreía con la anuencia de los amigos. Se sorprendió del rechazo. El capitán general lo empujó y empezó a recriminarlo.

—¿Así me respondes, con traiciones?

Desenvainó la espada y la amenazó con ella. Estaba en verdad furioso.

Mohtecuzoma lo negó todo.

—Si están en son de guerra es por la matanza que cometió tu gente sobre la mía —explicó el soberano, acongojado por sus penas y amedrentado por la cercanía de la espada.

Fue Orteguilla el que tradujo todo aquello.

—¿No conocen del honor tus hombres? —preguntó Mohtecuzoma—. Desprevenidos y desarmados, así nos hallábamos. Y nada importó, porque arremetieron con saetas y lanzas sobre mi pueblo. Fue durante el Tóxcatl, nuestro mayor y más importante festejo, profanado por tus capitanes. Ha sido triste enterarse de los hechos. El Patio de la Danza se llenó de ayes y de sangre. A éstos hirieron en los muslos, a aquéllos en las pantorrillas, a los de más allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra. Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y se les enredaban los pies en ellos. Anhelosos de ponerse a salvo, no hallaban adónde dirigirse. ¿No conocen de piedad tus hombres? A mil de mis guerreros los hicieron perecer, y no fue en batalla. Fue deshonrosa su muerte. Eran jóvenes, y aunque no lo fueran, no portaban sus utensilios de guerra. Que los dioses los acojan, de todas formas, indefensos y valientes como eran. ¿No conocen de clemencia tus hombres? No respetaron nada. Les dieron de través a las mujeres y a los ancianos. Su sangre era como agua que corría. Se encharcaba y se hacía río. Y tu gente, que por doquiera lanzaba estocadas. Por si fuera poco, no les bastó con descalabrarlos y lacerarlos; también los profanaron. A los muertos y a los heridos, sin importar quiénes eran, si tenían las manos cortadas o las vísceras de fuera, los despojaron de su oro y de sus joyas. ¿Cómo no quieres que ahora, afrentados, busquen venganza y no se cansen de vociferar en su contra? ¿Qué no conocen nada de lo que es bueno tus hombres? ¿Qué no saben respetar? ¿De qué te extrañas, entonces? Por eso están alzados, con sus insignias, sus escudos, sus dardos. Porque tus hombres no conocen el honor y la piedad, y tampoco la bondad y el respeto...

El capitán general lo aventó con desdén. Le dijo:

—No será tan larga tu vida, como pensabas...

 

* * *

 

Atrás habían quedado la camaradería y el mutuo trato de respeto y distinciones.

Atrás, los juegos de azar en los que el capitán general hacía trampa y Mohtecuzoma se hacía el disimulado. Atrás, los cinco meses en que se ofrecieron respeto mutuo y se dedicaron a caminar por la gran urbe, reconociéndose en sus costumbres, en sus dioses, en sus idiomas.

Atrás, el día en que el capitán general lo invitó a abordar uno de sus bergantines. El tal López los había construido. Eran cuatro y de buen talante, no para la bravura del mar sino para la calma chicha de la laguna. El tal López había dejado de hacer barquitos de enamorado para concentrarse en los de mayor envergadura. Se tardó ocho semanas en hacerlos. Madera de los alrededores, de pueblos como Tacuba y Tezcuco, y mano de obra, toda la que pidiera, que para eso era la muchedumbre de indios a su completa disposición. Lo ayudó Andrés Núñez, a quien también se le daba eso de la carpintería. Les sirvieron de mucho el velamen, la jarciería y la herrería de las naves que habían quedado en Veracruz, barrenadas y desmanteladas para impedir el regreso a la isla de Cuba de los cobardes, los pusilánimes y los desleales. Los tamemes llevaron todo ese material por llanos y cumbres hasta la urbe de ensueño. Adiestraron a los tascalas en el arte del serrucho y la lijada. Les enseñaron a desbastar la madera y a curvearla y a hacer tablas de distintos grosores. Los bergantines eran de quilla plana, de vela cuadrada, con sitio para un falconete y espacio para catorce hombres. Eran burdos, si se quiere, pues ningún artificio mayor los distinguía, pero demostraron ser de valía una vez puestos en el agua, en virtud de su destreza para el ejercicio de la marinería. Se destacaban por su fácil maniobra y mejor navegación.

Mohtecuzoma subió a una de esas embarcaciones. Lo hizo con pasmo y agrado, por la buena hechura de esas casas flotantes, como les llamaba en su colorida lengua. El día era luminoso y ameno para la vida extendida al aire libre. Se hizo acompañar de un joven guerrero de nombre Cuitlauc, gallardo, si bien malencarado y soberbio, quien llevaba sus armas de caza, consistentes en varias lanzas, arcos y flechas de distintos tamaños. Orteguilla no podía faltar, y ahí estaba, junto al soberano, traduciendo lo que había que traducir y entusiasmado ante aquella expedición a la laguna, que se le antojaba propicia para el juego y su afán pleno de curiosidades. En los alrededores, cientos de canoas atestiguaban la escena. Presenciaron las maniobras de desatraque, la manera como tan pesada y vistosa nave se ponía en marcha. Tenía unos doce metros de eslora y capacidades para andar lo mismo a remo que a vela. Los remeros, tres por cada lado, hicieron lo suyo. Le dieron duro y con experiencia a las aguas. El bergantín se sacudió, y tras un leve rechinido de sus maderas, comenzó a surcar en busca de su derrota, es decir, de su destino. A la orden de uno de los pilotos, llamado Alaminos, se izaron las velas, para deleite del gran Mohtecuzoma, quien puso cara de asombro y de niño.

Fortuna iba en otro de esos bergantines. La brisa la despeinaba y le daba un aspecto aún más bello e indómito. Estaba recargada en la borda y contemplaba la ancha laguna. Era un día en verdad hermoso, de aquellos que se ansían y quedan en las nostalgias. Allá, a lo lejos, el valle se iluminaba en diversos matices de verde, con sus perfiles de montañas, llanos y volcanes. Las aguas se mantenían serenas y atractivas. Sobre su superficie se reflejaba lo mismo el cielo que la silueta de los montes y las altas cumbres nevadas. Fortuna sonrió, agradecida por aquel día. Cerró los ojos. Al principio sólo se dejó llevar por el graznar de algunas aves y el golpeteo de los remos sobre el agua. Después escuchó voces que la aclamaban; a ella, la reina de las amazonas. Se imaginó las alabanzas y los vítores, el sonar de trompetas y tambores. El cortejo, que era inmenso, adornado con túnicas blancas y tocados de flores en la cabeza, la saludaba con alegría y beneplácito. Su recién marido estaba junto a ella. Era el guerrero mexicano, su enamorado, igual de atractivo y lleno de garbo, aunque ataviado con otras ropas de orígenes más europeos. Ella volteaba a verlo y le sonreía. De pronto, una sombra de desagrado le cruzó por el rostro. Recordó algo que Rosario la vieja le había contado: que las amazonas se servían de los hombres únicamente para quedar embarazadas, y que, una vez logrado ese propósito, los mataban. “No hay pueblo más civilizado que ése”, aseguraba su abuela, no sin estar a punto de la carcajada. Fortuna abrió los ojos y se deshizo de esas imágenes, pues le deseaba la vida, mucha vida, y no la muerte, a quien le hacía sentir ese murmullo de deseos en su pecho y en su vientre.

Se fijó en el cortejo de Mohtecuzoma, que había quedado en tierra. Allá las siluetas magníficas y al mismo tiempo terribles de las mezquitas, a las que llamaban cúes y otros templos. Allá esa ciudad de ensueño con todo y su bullicio de exóticas voces. Caminó uno o dos pasos por la cubierta y posó la vista en otro lado: en el toldo extendido sobre la cubierta del bergantín que transportaba al soberano. Era de paño rojo, muy grueso y brillante de nuevo, vistoso. Distinguió, bajo su sombra protectora, los brazaletes de oro del rey de los mexicanos. Un sirviente lo refrescaba, abanicándolo con una hoja de palma. Cuitlauc no se apartaba de él, férreo en su actitud y en sus facciones. Distinguió también una mano que la saludaba. Se alegró al saber que era de Orteguilla, quien no ocultaba su gusto de estar a bordo de aquel bergantín de noble aunque tosco porte, dispuesto a la travesía.

El muchacho le mandó un beso tierno, que Fortuna recibió con beneplácito.

En eso escuchó una voz que la llamaba.

—¡Eh, mujer!

Volteó a ver quién la profería. Le pertenecía a uno de los remeros, que se agarraba el bulto en la entrepierna con una mano y con la otra le hacía señas de las que se denominan procaces.

La muchacha lo miró furibunda, la daga sacada con rapidez para mostrarla con todo su filo al atrevido, a quien le advirtió:

—¡Despacito conmigo!

Hubo risas entre los demás remeros y entre los soldados de a pie, que no dejaban de mirar con ilusión y liviandad a Fortuna.

—¡Eh, a lo suyo, bellacos! —los instó el tal Martín López, quien se hallaba junto al piloto, interesado en saber cómo se comportaba su armatoste una vez en el agua.

No era hombre de batallas, pero estaba en tierras extrañas, entre bribones rudos, y usaba cuchillo y espada, por si las dudas. Se llevó las manos a las empuñaduras de sus armas, por si algún tunante decidía pasarse de la raya.

Cristóbal de Olí, quien iba a cargo del bergantín, también puso orden. Exigió trabajar con mayor enjundia a los remeros, y cuando el piloto le hizo ver que había llegado la hora, urgió a la tripulación a izar la vela.

La nave se sacudió a merced del viento.

El piloto maniobró para alcanzar el bergantín del capitán general. No le fue difícil. Su manejo era exacto y diligente. Volteó a ver a López y asintió con la cabeza, en señal de complacencia y aprobación.

López destiló orgullo. Sus bergantines navegaban. Las cuatro naves surcaban con elegancia las aguas tranquilas de la laguna. Sonrió satisfecho. Había pasado fatigas y malhumores, había puesto toda su voluntad en tal empresa, le había costado callos y diarreas, pero bien que el esfuerzo había valido la pena. Suspiró con agrado.

Bajó los dos escalones que separaban la cubierta del puente y se dirigió hacia donde se encontraba Fortuna.

Lo hizo de manera disimulada, como quien no quiere la cosa.

Había dejado de verla por algún tiempo, mientras construía los bergantines. La extrañaba. Deseaba su presencia. Necesitaba llamar su atención.

Ella dejó que se acercara, la daga lista a ser utilizada. López la miró con la ternura propia de los tontos y los enamorados. Se acercó aún más y le dijo, cuidándose de no ser escuchado más que por ella:

—Mira aquello, que a ti te pertenece...

Le señalaba el bergantín del soberano, con todo y su toldo rojo.

A Fortuna le costó trabajo entender a qué se refería. López tuvo que decirle:

—Ahí, en la proa. Fíjate. Es el mismo barco, pero más grande —se sonrió el carpintero.

La muchacha cayó en la cuenta de las letras que adornaban la parte delantera de la nave.

“Fortuna”, leyó su propio nombre.

 

* * *

 

Atrás había quedado esa travesía. Habían cazado varios patos que, para regocijo de Mohtecuzoma, eran recogidos por dos lebreles de feo aspecto pero bien entrenados.

El capitán general se sentía satisfecho con ese regocijo, que auguraba las buenas relaciones entre ambos y, sobre todo, la paz para su ejército de espadas y codicias. Buen estratega como era, no se le escapaba la posibilidad de discordia o de rechazo al sometimiento al verdadero dios y al único rey que acechaba a los mexicanos. Sabía que la ciudad de ensueño era una trampa. Bastaba con izar los puentes en sus calzadas para encontrarse metidos en una ratonera de riesgos y desgracias. No quería correr ese trance de peligros e infortunios y había hecho construir los cuatro bergantines como el principio de una flota que los sacara de apuros en caso de que sus anfitriones les hicieran guerra y les pusieran un infame sitio.

Ahora, tras su llegada de Veracruz, victorioso de Narváez, la desgracia que previó tan lejana comenzaba a acecharle. Los mexicanos, furiosos por la matanza ordenada por quien llamaban el Sol, Pedro de Alvarado, estaban volcados en su contra. Si lo habían dejado pasar, con todo y sus tropas de repuesto, era como parte de una celada. Se hallaban armados y dispuestos a atacarlos. Los puentes estaban alzados y los cuatro bergantines estaban hechos añicos, quemados y desmantelados, destruidos por la indiada.

 

* * *

 

López descansaba sus heridas. No era soldado pero se había comportado como tal. Lo había hecho en lo de Pánfilo de Narváez y, adelantado para empezar a construir más barcos, cuando regresó a México. Ahí se encontró con la ira y el resentimiento. Apenas llegó y le avisaron que sus naves corrían peligro. Se hizo acompañar de un grupo de soldados y defendió su empeño de carpintero. Fue inútil. Tuvo que emprender la huida cuando la situación era insostenible. Se sintió jalado de un brazo y se dejó llevar para no caer en manos de esa turba que reclamaba la sangre y los huesos rotos de la venganza. Un capitán abría el paso a golpes de su puñal y de una espada. También vociferaba maldiciones. No eran guerreros los que los atacaban, sino una muchedumbre de hombres y mujeres ofendidos. Su suerte hubiera sido otra, de enfrentar a un batallón bien dispuesto de mexicanos. Por eso los vituperios se abatieron contra ellos. Y también las piedras. Hubo uno que otro descalabrado. Y luego, hacia el final, las flechas. Hirieron a cuatro, nada grave, pues nada, ni la orinada de miedo de dos de sus ayudantes, detuvo la carrera de López y su gente hasta llegar a la protección del palacio.

Ahí se guarecieron. Ahí permanecían, presas del nervio, a la espera de la guerra.

Fortuna afilaba sus armas. Lo hacía con una piedra porosa de color rojizo. Llevaba el cabello recogido y la camisa arremangada. Se aprestaba para el combate. Otra vez. Ya lo había hecho el día anterior y a lo largo de la mañana. Estaba débil. Tenía algunas heridas en los brazos, golpes en la espalda, rasguños en el rostro y en las pantorrillas. Nada de que preocuparse ni, para el caso, que la detuviera. Se esforzaba en mantener el ánimo. Se decía: “Me gusta la noche y sus estrellas. El sabor de los besos bien dados. El aroma del amanecer y sus esperanzas. Los guisos que me recuerdan a mi madre. La lluvia en el rostro y el polvo del camino en los pies. Los caballos y las cosas aladas. El pan recién horneado. Los guerreros que me quitan el sueño, el brillo de las dagas y los reinos lejanos. No he de morir hoy ni mañana...”

Estaba en una de las habitaciones de ese palacio oloroso a humanidad y humo de las teas, junto a las demás mujeres. La mayoría cocinaba y pelaba tunas. Beatriz Muñoz y Juana Martín se encontraban entre las recién llegadas. Se les notaban el cansancio y la preocupación por el soberano lío en que se habían metido. Venir de tan lejos y a qué sitio, uno de espanto. Escuchaban los alaridos de los mexicanos allá afuera y se sobresaltaban. Los tambores de guerra, y lo mismo. Las demás atendían heridos. Gema y la Chata aplicaban emplastos de yerbas y aceite, según los consejos de Cristóbal de Ojeda, el único médico de verdad, entre tantos barberos a los que, nada más por saber mover la navaja, se les habían encomendado funciones de cirujanos y se las ingeniaban con cierta diligencia malsana para dejar manco o tullido a quien se dejara. Beatriz Palacios ya no estaba. Tampoco la muy devota Beatriz González. Había partido, la una, a atender a su Juan Rodríguez, asaeteado en un muslo, y la otra, a su Alfonso Valente, abollado del techo de la cabeza por una piedra.

Ahí, junto a Fortuna, otras dos mujeres afilaban sus armas. Isabel Rodríguez y María de Estrada eran sus nombres. Robustas, de buen talante y decididas, habían participado con esmero de soldado de Constantinopla en algunas escaramuzas, ora dando mandobles de espada o de lanza para abrirse paso, ora protegiéndose de las pedradas, ora retrocediendo ante el embate de la indiada, ora sobándose los golpes y mirándose las heridas.

—Y yo que pensé que tener marido era el infierno —dijo una, divertida, mientras se revisaba un golpe en el hombro—. Me faltaba haber visto a tanto diablo como lo he visto allá afuera, con sus rostros de guerra y sus gritos de espanto, con esa su infernal enjundia para querer provocarnos daño.

Las tres habían salido juntas a enfrentarse con los indios, en el mismo batallón, junto a los hombres. Aprovecharon un momento en que las cosas parecían quietas. Diego de Ordaz comandaba ese tropel de soldados, conformado por doscientos de a pie y esa poca dotación de mujeres.

El capitán se les quedó mirando. Como que dudaba de su valía para el combate. Les advirtió, el rostro atravesado por una sonrisa de desdén, y cínico y burlón, como también era:

—¡Eh, hembras! Ahí están los pavipollos, para que se queden a desplumarlos. O allá la sangre, que puede ser suya —les señaló el portón que, una vez abierto, las pondría del lado riesgoso de la vida.

María de Estrada respondió, no con la insolencia de la voz en alto sino con la cautela de un susurro:

—No te preocupes, que hemos dejado a la que te parió con los malditos pavipollos, para que sea ella quien los atienda.

Ordaz la escuchó. El rostro se le llenó de ira. Era burlón pero también bragado. Y de buen temperamento, rápido para responder las impertinencias. Dio un paso adelante, en dirección a María de Estrada. Le hubiera cruzado el rostro de una bofetada. Pero la vio tan bien plantada, y a Fortuna y a Isabel Rodríguez detrás de ella, tan desafiantes, respaldándola, haciéndola fuerte, como si se tratara de verdaderas veteranas de guerra, que las dejó hacer, pues necesitaba de valentías como ésas para encontrarse con la furia de afuera, la de los furibundos mexicanos.

Abrieron las puertas y salieron. La idea era apoderarse de los edificios cercanos, para ganar posiciones que les permitieran una mejor estrategia. Avanzaron sin problema por una cincuentena de metros. De pronto, uno de los soldados recibió una pedrada que le rompió la mejilla. A esta pedrada le siguieron otras. Y otras más. Muchas. Un aguacero. Varios de los soldados cayeron al piso. Eran tantas las piedras que parecía que el cielo las vomitaba en dolorosas arcadas. Y en las calles apareció una horda de indios. Fortuna sorteaba el golpe de esas piedras y trataba de no separarse del contingente. No iba en el centro sino en uno de los flancos. Desde ahí se preparaba a resistir la embestida. En la vanguardia, el hijo de su madre de Ordaz ordenaba a los arcabuceros disparar sus tiros. Mataron a muchos indios pero cientos más aparecían. Lo mismo sucedió en su costado izquierdo. La indiada había aparecido por la calle y se abalanzaba sobre los españoles. Primero dispararon sus flechas. Algunos de los soldados fueron alcanzados por las saetas, que les rasgaron la carne, y otros alzaron a tiempo sus rodelas. Al frente, la lucha cuerpo a cuerpo apenas comenzaba. En el flanco de Fortuna, por medio de una calle a su derecha, se apareció un batallón de indios con sus arcos. Se detuvieron a unos metros y apuntaron. Hubo gritos de alarma y órdenes apremiantes de usar los escudos. Fortuna gritó:

—¡A mí, mis amazonas!

Ni la Rodríguez ni la Estrada sabían por qué eran llamadas de tal manera, pero se aprestaron a ponerse junto a la muchacha. Sintieron miedo, pero ya no había para dónde hacerse, a no ser envalentonarse. Si iban a morir, que por lo menos lo hicieran llevándose antes a algunos ingratos.

Fortuna se puso brava y les salió al paso, la espada en la diestra y un escudo de madera en la otra mano.

—Vengan, si se atreven, que soy generosa en eso de repartir estocadas...

Los indios dispararon. Las flechas se estrellaron en su rodela. Otras dieron en el blanco, no en su cuerpo sino en el cuello o los brazos de algunos de los soldados. Fortuna sintió miedo. Sudó frío. Se sostuvo en sus bravatas, volvió a posicionarse en su expresión de guerra. La indiada avanzó. Lo hizo con decisión, dispuestos sus contingentes a matar o a morir, lo que sucediera primero.

—Dios bendito... —dijo María de Estrada, sobresaltada por el asalto que se le avecinaba.

Isabel Rodríguez se persignó. Lo hizo mentalmente, ocupadas como tenía las manos en sostener sus armas.

La gritería fue espantosa. Sobrecogió al más bragado, pues así era eso de sentir que se avecinaba la muerte en forma de cuchillo o de macana.

Fortuna volvió a estremecerse. Creyó llegada su hora, pues se sabía capaz de despachar a unos cuantos, pero no a toda esa turba que se les abalanzaba.

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