Fortuna

Fortuna


III

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Pensó en su madre y en su abuela. “Hasta aquí llegué”, les decía, si no con beneplácito, sí con la aceptación del que ha llevado la frente en alto. No le supo rezar a nadie, porque hacía mucho que creía más en las cosas de la tierra que en las del cielo. Tan sólo pidió, a quien la escuchara, acaso un simple eco de ella misma, que la dejaran salir con vida de ese trance, y si no, que su muerte fuera rápida, sin agonías ni tiempo para el llanto o los arrepentimientos.

En ésas estaba, sosteniendo la carga de indios, su cuerpo echado para adelante, el escudo bien puesto y la espada dedicada a dar mandobles de rompe y rasga, cuando se vio envuelta en una batalla de vida o muerte, indios y españoles trenzados para ver de qué cuero salían más correas. Algunos caían al suelo y se revolcaban o defendían con todo, incluso a mordidas y a patadas. Otros eran pisoteados a mansalva. Los más resistían el embate apretujándose unos contra otros, cuidándose de las pedradas o los piquetes con los cuchillos de piedra negra que los indios llevaban. Las lanzas merodeaban en uno y otro lado. Los gritos también. Las advertencias, las maldiciones, las exclamaciones de guerra y los ayes más terribles.

Fortuna se alió con Isabel Rodríguez y María de Estrada para convertirse en una muralla, en una sola guerrera, en una sola manera de salvar el pellejo, que a ratos era rasgado por la furia del combate. La sangre corrió. Los gritos aumentaron, lo mismo que el empuje de los mexicanos, que parecían querer aplastarlos y matarlos a sofocos o con sus afiladas armas. En ocasiones, de tan apretujados que estaban, no había ni cómo sacar los brazos y utilizar las armas, y las rodelas de unos u otros se encajaban en el vientre, en sus piernas o en los lastimados costillares.

Fortuna se las ingeniaba para repartir sablazos. Una piedra estuvo a punto de estrellársele en plena frente. Sintió el roce de la ingrata a un lado de la sien, junto a los cabellos sudados de tanto embate y tanta opresión de muchedumbre en guerra. Isabel Rodríguez cayó y como pudo le ayudó a levantarse, so riesgo de recibir una mala estocada.

En ésas estaban cuando escucharon gritos, unos gritos poderosos, que más que gritos sin ton ni son eran voces de mando, autoritarias y precisas. Los mexicanos, apenas empezaron a identificar esos clamores, aflojaron el arrojo y saña de su embate. Abandonaron su algarabía de guerra, colocaron sus lanzas al ristre y comenzaron a retroceder y apartarse. Estaban azorados. No entendían qué sucedía. Les fue difícil entender todo aquello, pues llevaban la inercia de la batalla y ansiaban sangre, así fuera suya o ajena. Los españoles, lo mismo. Se sabían cercanos a entregar su alma al creador, y de pronto, como si se tratara de un milagro, la esperanza de la supervivencia se les aparecía con la claridad de una aurora.

Fortuna misma se azoró con aquello. En los otros frentes, la gritería era la misma y la batalla continuaba. Pero en ese flanco, el mundo parecía haberse detenido. Se hizo una pausa, un silencio extraño. Por supuesto que había ruidos, el de las armas al distraerse, el de los suspiros de alivio, el de los pasos que se retraían. Fortuna misma jadeaba. Lo hacía con fatiga, con coraje. Sintió el sudor recorrer sus mejillas y su cuello, la piel de su espalda. Sintió que algo andaba mal, como si se avecinara algo más terrible aún, un espanto sin nombre. Volteó a su alrededor, como en guardia, cautelosa de algún artilugio de guerra, de alguna trampa.

Volvió a escuchar los gritos de mando. Y la posibilidad de riesgo aumentó, pues se percató de algo que avivó sus sospechas y sus recelos: la manera como aquella muchedumbre enemiga se apartaba para cederle el paso a algo que se aproximaba. No faltó quien pensara en Botello, el nigromántico y sus vaticinios de gigantes y otros espantos de aquellas tierras. Algunos de los españoles, que desde el principio se dieron cuenta de aquello, temblaron de miedo. ¿Qué nuevo peligro traía ese combate?, ¿qué maldita y poderosa forma de perder el dominio del cuerpo se acercaba?, se preguntó la bella. Volvió a ponerse atenta y en guardia. Aún jadeaba. Distinguió un penacho y una voz airada. Algo en ella reconoció aquellos ademanes y se tranquilizó. Las primeras líneas de ataque se hicieron a un lado y apareció el guerrero mexicano del bosque, el de la laguna, aquel que había hecho lo imposible: hacer suspirar a Fortuna.

Su arribo fue súbito e inesperado. Apareció con la afrenta del rayo en la oscuridad de la noche. Se le notaba la buena presencia, con el porte del bien nacido y del valiente. Era algún señor importante, capitán destacado de guerra, primogénito de algún soberano de miedo, a juzgar por el golpe de rápida obediencia que le brindaban sus soldados. No había quien osara mirarlo de frente; todos bajaban la vista ante su paso, decidido y contundente.

Dio unos pasos en dirección a Fortuna. Se detuvo altivo y gallardo. Se le quedó viendo, no sin algo parecido a una rabiosa ternura. Una mirada intensa y dulce de enamorado. Pudo haber dicho algo, cualquier cosa en su lengua de encanto. Fortuna deseó incluso que le dijera: “Acércate y ven conmigo, no te ofrezco nada, sólo un reino de alegrías y ternuras”, y le hubiera hecho caso de inmediato. No acudió a sus brazos porque sus labios se mantuvieron en silencio. No dijo nada, a no ser algún tipo de improperio a los de Ispania. Más que una maldición, parecía un regaño. Dejó de mirar a la bella y se entretuvo en la contemplación de sus enemigos. Algunos no daban crédito. Otros se preguntaban qué pasaba. No faltó quien lo apuntara con la espada. El guerrero se paseó frente a aquella tropa. Lo hizo con un claro desplante de gran señor, casi con burla, con desdén. Parecía a punto de escupirles, altanero como se paseó, armado de un puñal y una macana, envuelto en una capa que hacía juego con su penacho verde.

El guerrero no dejaba de mirarlos con gravedad y desprecio, y de meterse con ellos, y de amonestarlos.

Al lado de Fortuna, un arcabucero decidió poner fin a esa perorata. Comenzó con la tarea de preparar su arma de fuego. Le vació pólvora por el hueco del cañón e introdujo una posta redonda de un metal triste y oscuro. Tuvo lista la yesca, y sonrió, sabedor de que a esa distancia no fallaría.

El guerrero terminó por escupir en el piso, a los soldados les hizo un gesto de perdonavidas, a Fortuna le lanzó una última mirada de ternura, una mirada que de haber sido mano hubiera sido caricia, y tras hacerlo, dio la orden de retirada. Efectuó la media vuelta, su ondulante copa acompañándolo en tal giro, y alentó a sus hombres a hacer lo mismo.

El arcabucero, en ese momento, ya lo tenía en la mira. Disparó.

Fue un disparo al aire, porque Fortuna le desvió el arma con un golpe de su espada.

 

* * *

 

Orteguilla se pasmó de ver entrar al capitán general. Parecía un poseso, un verdadero demonio, un energúmeno. Su aspecto era asaz fiero y de peligro. El propio Mohtecuzoma intuyó la furia, pues se puso de pie y esperó el embate. Fue empujado y zarandeado.

—Los vas a poner en paz, maldita sea —le dio de bofetadas y pidió al muchacho que tradujera.

Mohtecuzoma no estaba acostumbrado a ese trato. En su rostro se dibujó la indignación y la vergüenza. Estaba solo, vulnerable, sin nadie que lo cuidara o defendiera. Sus vasallos habían sido liberados, en un intento por retornar a la calma. No había funcionado. Cuícatl, el más fiel de sus lugartenientes, una vez fuera del alcance de los de Ispania, se había puesto en contra de ellos. Era el que más azuzaba, el que tenía a la gente alebrestada. Ahora los tenían sitiados, con sed y con hambre. Había la sensación de ser como ratas en trampa, de hallarse en la inminencia de una muerte fea y despiadada. Se imaginaban sacrificados vivos, su corazón expuesto a costumbres sanguinarias. El capitán general se negaba a esa suerte.

Volvió a zarandear y a abofetear al soberano. Éste no opuso resistencia. Se le notaba triste y pusilánime. Ya llevaba días así, como abandonado. Se azoró un poco ante los cachetadones, pero se dejó hacer, sin levantar la voz, sin ningún tipo de ánimo.

—¡Marica! —le espetó Pedro de Alvarado, quien lo tomó de los brazos y lo obligó a abandonar sus habitaciones.

Fue conducido a empellones hasta la azotea del palacio. Orteguilla, que los acompañaba, lloraba. Le decía cosas en su lengua, cosas como “no entiendo qué pasa”, “son unos bárbaros sin nombre”, “no saben de alcurnias”, “desconocen el respeto”, “no te preocupes”, pero Mohtecuzoma no respondía. Se dejaba hacer, absorto en su destino de derrotado.

Caminaron por pasillos y escaleras de piedra. Una vez en la azotea, el capitán general lo azuzó para que hablara:

—Te mataré sin miramiento si no haces que tu gente abandone la guerra en que nos tiene.

Orteguilla, entre sollozos, sólo tradujo una parte: la segunda, aquella de hacer que sus súbditos dejaran de hacer tanto alarde de pelea.

Allá abajo, en las calles y en los edificios cercanos, se desató un murmullo intenso de asombro al percatarse los mexicanos de la presencia de su soberano. Guerreros de todas las raleas estaban pintados de batalla y tenían sus armas bien dispuestas y sus ánimos muy en alto. Había niños, mujeres y ancianos avituallados con piedras. En sus rostros se notaban la rebeldía y la furia, la disposición a la venganza. El murmullo se convirtió en un enjambre de voces, y después, sin que mediaran muchos instantes, en un silencio incómodo y expectante.

Ahí estaba Fortuna, presta a auxiliar a Orteguilla en sus cuitas y malestares. El muchacho lloraba. Una brisa fresca los despeinaba. Era una tarde fría y poco luminosa, surcada de nubes grises y ómenes nada gratos.

—Rendíos —fue lo primero que dijo el gran Mohtecuzoma, o el remedo que de él quedaba. Tuvo que repetirlo, porque lo primero que salió de su garganta fue un mero soplido sin demasiado brío. Aun así, su voz volvió a sonar opacada. Los mexicanos dieron unos pasos adelante para escucharlo mejor.

—¡Traduce! —ordenó el capitán general a Orteguilla—. ¡Y que sea con tu mejor voz! ¡Grita, desgraciado!

—¡Rendíos! —exclamó el muchacho. Temblaba y no dejaba de llorar. Tuvo que sorberse los mocos antes de que, instigado de nuevo con un sopetón en la nuca, repitiera con más fuerza aquella orden.

Fortuna pedía que dejaran en paz al muchacho, pero fue apartada de un empujón que la puso quieta, sabedora de que nada podía con la furia que se aposentaba en los rostros y los desplantes de todos.

El griterío no se hizo esperar. Voces de rechazo y de desprecio.

—¡Púdrete! —le decían.

—¡Sirviente de los hombres parecidos a animales! —lo llamaban.

Mohtecuzoma se adelantó. Dio un paso por su cuenta y levantó el brazo, lo que era como un mandato divino para calmar los ánimos y hacerse escuchar con obediencia.

—He ofrecido la paz a estos hombres —dijo.

La muchedumbre no podía creerlo. Se miraban entre sí como incapaces de entender aquella actitud, que les parecía mediocre.

—¡Nos han matado a traición! —gritó alguien.

—¡No respetan nada, ni a nuestros dioses!

—¡Merecen la muerte más cruenta!

Mohtecuzoma intentó apaciguarlos. Balbuceó algunas palabras. La garganta se le cerraba de pena, de quebranto.

—¡Sabandija, no mereces nuestra devoción, nuestras oraciones!

—¡Eres indigno!

—¡Y traidor!

Los mexicanos batieron sus tambores y comenzaron a golpear sus escudos con sus macanas, las flechas con los arcos, las lanzas contra el piso, las piedras contra las piedras. Fue un alarde guerrero, estridente y rebelde. La tierra retumbó, lo mismo que los edificios y los corazones de los de Ispania.

Mohtecuzoma hizo una última tentativa por calmar los ánimos. Apenas abrió la boca, una pedrada se fue a estrellar muy cerca de sus pies. A ésta le siguieron otras y otras más. Las piedras comenzaron a precipitarse como una lluvia sólida, peligrosa y contundente. Era como un reclamo o una ira más convincente que las palabras. Algunas alcanzaron a golpear hombros, piernas y cabezas. Orteguilla se protegió detrás del mismísimo soberano. Éste recibió el impacto de un pedrusco en pleno pecho. Al recibirlo, se tambaleó. Dio dos, tres pasos en falso, a punto del desvanecimiento. Fue sostenido por el capitán general, protegido de las pedradas por los escudos de sus soldados. Mohtecuzoma alcanzó a ver quién lo sostenía, y le agradeció con una sonrisa. Se sintió, por fin, resguardado por una mano que pensaba amiga. Aún sonreía cuando le pareció escuchar una voz llena de furia:

—¡Ya no me sirves para nada!

Orteguilla vio con dolor cómo el capitán general hundía un cuchillo en la espalda del soberano, y cómo el Sol clavaba una espada en medio de las nalgas del otrora señor de toda aquella ciudad de ensueño.

 

* * *

 

Fortuna se curaba una herida en la mejilla. Lo hacía con un trapo y un emplasto de yerbas y alcohol. Salvo ese cardenal, que era un golpe de consideración, con el pómulo abierto e hinchado, había regresado con bien de su incursión contra los mexicanos. Los embates de éstos sólo le habían provocado uno que otro raspón y algunos moretones leves. El otro, el que se atendía con actitud dedicada, se lo había propinado el arcabucero, furioso por haberle desviado el disparo.

—¡Pérfida puta! —la había llamado.

Apenas se había dado cuenta de lo que había sucedido, el del arcabuz le dirigió una mirada de rencor y le cruzó la cara de un culatazo. Fortuna cayó al suelo, fulminada por el golpe. El soldado la hubiera tundido a patadas, de no ser por la intervención de Isabel Rodríguez y María de Estrada, que se interpusieron entre la bella y el bellaco.

Ahora Gema y la Chata le ayudaban a curarse.

Fortuna las ahuyentaba, pues con el pretexto de interesarse en su herida, le hacían preguntas:

—¿Te mueve cosas?

—¿Te huirías con él si te lo pidiera?

Isabel Rodríguez, sentada en el piso y recargada la espalda en la pared, recordaba todo aquello como en un ensueño. No se creía del todo la buena suerte que habían tenido. Dijo, con voz fatigada:

—De no ser por la intervención de tu amado, hubiéramos perecido.

Los demás flancos no corrieron con la misma suerte. Tuvieron que salir en desbandada, huyendo en retaguardia a la protección del palacio en que se habían parapetado. Diego de Ordaz apenas pudo salvarse. Recibió una soberbia pedrada en plena frente, que por poco lo mata o lo desmaya. De no ser por el casco que portaba, su destino hubiera sido otro, de dolor y de sangre. Tambaleante, a punto de desvanecerse por el golpe, fue llevado casi a rastras por sus más leales. Fue una huida difícil y no exenta de riesgos, como el morir apretujados o pisoteados. Ya a buen resguardo, recuperaban el color y el ánimo. Algunos mostraban feas heridas y descalabros. Las mostraban adoloridos pero con orgullo, como para testificar el ardor de la batalla y las muchas penurias que tuvieron que afrontar para resguardar la vida ante los embates de los mexicanos. También hablaban de los muertos. Unos habían perecido asaeteados. Otros, los más desgraciados, habían sido capturados vivos y llevados a lo alto de sus mezquitas para ser sacrificados. Aún resonaban entre aquellas paredes y sus oídos la gritería de espanto al resistirse sin remedio a ser abiertos del pecho por una cuchillada. Nada pudo hacerse para evitarles aquella muerte. Se apostaron ballesteros y arcabuceros para desalentar a los sacerdotes de su empeño por segar aquellas vidas, pero, si bien podían verlos en su martirio, la distancia era mucha como para que les hicieran mella las flechas o las postas.

Fueron trece, en total, los sacrificados. Por eso Isabel Rodríguez continuaba con su perorata:

—Pudimos haber sido nosotras las que entregáramos cuentas con el corazón de fuera.

—Las salvó tu joven guerrero —intervino la Chata.

—El guapo de tu joven guerrero —le tocó su turno a quien apodaban Gema.

María de Estrada también estaba ahí. Había sufrido cortadas en ambos brazos y se aplicaba los mismos emplastos de alcohol y yerbas que todos los heridos. Estaba atenta a aquella plática. Se sonreía y les daba material para sus habladas. Agregó:

—Es guapo, sí. Y gallardo. Podría mantener a raya a mil soldados, si se lo propusiera. Pero caería rendido ante esta ingrata, que se regocija en su belleza.

Fortuna se sonrojaba. Estaba halagada y contenta. Pero también confundida. Seguía teniendo la misma sensación agradable en el vientre, aunque se sentía incómoda de mostrarse así ante un enemigo. De no ser por él, acaso estuviera muerta, tundida a macanazos o atravesada por mil cuchillos. Admiraba su porte, sus facciones. Pero pertenecía a la estirpe de salvajes que habían sacrificado, ahí, frente a sus narices, a los recién capturados. No hubo piedad para ellos. Eran cosa de recordar sus alaridos de miedo. ¿Hubiera sido ése su destino? ¿Sería ése su destino? Se hallaba a disgusto, embrollada en diversos sentires, ansiosa de volverlo a ver, reticente a volverlo a ver.

En eso entró Orteguilla, que no dejaba de llorar. Fue directamente a los brazos de Fortuna. Se acurrucó en ella. Soltó aún más el llanto. Dijo, entre sollozos:

—¿Por qué lo mataron, a él, el gran Mohtecuzoma, señor de todo lo habido?

Orteguilla no dejaba de sollozar y moquear. Fortuna lo confortaba, le pasaba la mano por los cabellos, le palmeaba la espalda.

Las demás mujeres, si bien le mostraron cariño y lástima, no dejaban de preguntarse por qué tanto llanto por un rey enemigo. Sólo Fortuna lo entendía. Lo acurrucaba en su regazo, confortándolo, protegiéndolo, hasta que se quedó dormido.

 

* * *

 

Dos, tres días pasaron. Jornadas de sed y de hambre, de continua zozobra. Allá afuera, los indios seguían con su gritería.

—¡Más les valiera estar muertos! —exclamaban.

—¡Lo que quedará de ustedes, ni las ratas querrán tenerlo!

Orteguilla traducía esas voces. Se le veía pálido y demacrado. Le había vuelto en parte la vida, gracias a los cuidados de Fortuna. Se las ingeniaba para deslizarse entre la tropa y regresar con un cántaro de agua turbia y algunos mendrugos de cualquier alimento, que repartía entre las mujeres.

El ambiente era pesado. El tufo a humanidad se había vuelto insoportable. A falta de letrinas, se hacían las aguas donde tuvieran la urgencia, y en cuanto a la mierda, se habían acondicionado dos rincones para hacer estas necesidades, uno para los españoles y otro para sus aliados. El excremento se acumulaba, lo mismo que la hediondez y el revoloteo de moscas. Caca, sudor, insomnio, preocupación, hambre y miedo, eso era aquel tropel de infortunados.

Las mujeres se buscaban entre ellas, se protegían. Se procuraban alimento y mantenían a raya a los soldados que, temerosos de que les llegara su hora, querían hacer uso de mujer y las acosaban. Dormían con el cuchillo listo para usarse y defender lo que les quedaba de honra.

Una de ellas estaba inquieta. Era la menor de las mujeres de aquel periplo por tierras ignotas y de peligro. Diecisiete años, eso decía que tenía la chamaca. Se llamaba Beatriz, Beatriz González, igual que su mamá. Beatriz la grande y Beatriz la chica, así las conocían. Era una muchacha no muy agraciada pero inquieta, que ya había tenido sus haberes con uno que otro de los soldados. Era calenturienta, no tonta, y había tomado sus precauciones. Menjunrjes, posiciones especiales, una yerba para ser aplicada en sus partes, entre otras consejas que le habían dado sus congéneres. Solidaridad, llamaban a esas lecciones de no gravidez. Pero ella estaba preocupada. No le bajaba la maldición de Eva. Temía haber quedado preñada de algún ingrato. Si ya en otras circunstancias le hubiera dado susto, ahora esa posibilidad la aterraba:

—¡Embarazada, y en medio de este horror! —se quejaba.

Se había acercado a Fortuna para hacerla partícipe de sus cuitas. Buscaba en ella el consuelo y tal vez la solución a su mal, que achacaba al demonio de la lujuria.

—No quiero que mi madre se entere. ¡Me mataría!

Fortuna se sonrió. “Si no te mata tu madre, te matarán los indios”, pensó. Pero la vio tan preocupada que prefirió abstenerse de ese comentario, por más que lo pensara cierto. La gritería de la indiada continuaba allá afuera, lo mismo que el sonido de sus cascabeles y de sus tambores.

—Mejor afila tu cuchillo y, si te gusta el gozo de los hombres, prepárate a salir con vida de este embrollo.

—Pero, Fortuna... —protestó Beatriz la Chica.

—No estás embarazada, te lo aseguro.

La muchacha hubiera dado riquezas enteras por creer esas palabras, pero no estaba segura de que fueran ciertas.

—El trapo está seco —insistió—. No hay sangre, Fortuna...

La bella sabía de esas cosas.

—A mí me pasa lo mismo. Tengo meses de no correr sangre.

La tranquilizó diciéndole lo que nadie le había explicado pero que ella sabía por los avatares de la vida misma. En tiempos azarosos y de peligro, aquel signo propio de mujer, el menstruo, como le llamaban los clérigos y los escribanos, el mes, como le nombraban algunas puritanas, la roja presencia de la luna, como en alguna ocasión le escuchó decir a Rosario la vieja, se interrumpía sin mayor aviso. Ya, a ella misma, la había intranquilizado la posibilidad de algún embarazo que no era tal, sólo esa curiosa decisión del cuerpo femenino de secarse, de no ser fértil en tiempos de penuria, para no traer hijos en medio del riesgo, de la guerra.

—No te preocupes, que es el miedo a que te saquen el corazón lo que te seca la entraña...

En ésas estaba, poniéndole una mano en la mejilla, para calmarla, cuando un tropel imperioso de soldados y tascalas irrumpió en la habitación.

—¡Fuera! ¡Fuera todas! —se escuchó la voz de un capitán que ordenaba.

Entre ellos venía López, el carpintero. Se ruborizó al cruzarse su mirada con la de Fortuna.

—Necesitamos madera para construir artilugios de guerra —balbuceó, a modo de explicación.

—¿Cuál? Escoge —el capitán lo apuró a hacer su trabajo.

López, armado de una lanza, golpeó las vigas que servían de soporte al techo. Escuchó el sonido que provocaba y de esta manera identificó las que le eran útiles.

Las mujeres habían salido. Sólo Fortuna permanecía ahí, curiosa y entretenida. Veía a López hacer su trabajo. No era mal mozo, le pareció. Al contrario, sus facciones resultaban agradables. Y si bien no tenía el porte robusto de los soldados, no era de mal cuerpo. Acaso un poco abierto de piernas, le pareció. Se imaginó que un par de lebreles podían darse de dentelladas entre sus rodillas, y él, ni por enterado. Se sonrió. Si tan sólo no fuera tartamudo y tímido, se dijo, como para alejar ciertas ideas de la cabeza. Pensó en el guerrero y lo comparó con López. No había ni por dónde compararlos, pero el carpintero le parecía no mala persona, y si el otro le ganaba en talle y galanura, éste lo aventajaba en que no era enemigo y eso le parecía lo más justo y sensato.

—¿Qué artilugios? —preguntó la bella, sabedora de que no la dejaría sin respuesta. Se apostó frente a él, el atractivo pecho en abierto desafío.

—Tu mejilla —se percató él de la herida.

—Si no es de muerte, no importa —Fortuna desdeñó cualquier tipo de consuelo.

López hubiera querido curarla, y de paso, cubrirla de besos.

Al escuchar eso, se limitó a tartamudear de nuevo, para responder la pregunta:

—Para puentes y carros de asalto...

—¿Qué día? —quiso saber Fortuna, sabedora de lo que aquello significaba.

—No lo sé. Sólo se me ha ordenado poner manos a la obra.

Por cuatro jornadas enteras, el patio del palacio se convirtió en un taller de carpintería. Martillos, hachas y serruchos hacían su labor para dar paso a los artilugios aquellos. Tres de estos artificios consistían en armazones parecidas a túneles, sus paredes y techos cubiertos con telas de toda índole. Fortuna nunca había visto nada parecido. Algunos veteranos los reconocían, más vistosos, mejor armados, de las campañas contra la flor de lis. Les llamaban troneras, por parecerse a las de los barcos. Se construían de tal forma que de cuando en cuando mostraban aberturas a los costados por donde un arcabucero o un ballestero podrían disparar. La tela los protegía lo mismo de las pedradas que de las flechas. Por ahí podría marchar a cubierto la soldadesca. A Fortuna le parecía un bien pensado ingenio, pero lo veía tan robusto, tan pesado, que se preguntaba cómo lo desplazarían por las calles. La respuesta llegó la tarde del segundo día, cuando, metiéndolas a punta de mazazos, en una serie de ejes que sobresalían, les fueron colocados ocho pares de sólidas ruedas. En cuanto a los puentes, eran dos y medirían unos ocho metros cada uno. La muchacha respiró de alguna manera aliviada, pues conocía bien la disposición de esa urbe de ensueño y sabía que, con los puentes destruidos o alzados, cualquier intento de huida se vería interrumpido. La ciudad era una trampa, bien que lo sabía. Huir por la laguna era imposible. Los bergantines habían sido destruidos y después quemados. Necesitarían de cientos de canoas para hacerlo y no contaban ni con una sola. Aventurarse a nadar sería impensable. El peso de las armas y del oro que muchos llevaban encima hacía que esa alternativa quedara por completo fuera de cuestión. Eso, sin contar la distancia hasta la otra orilla. Además, los indios estarían tan atentos a ese tipo de fuga que, si no se ahogaban antes, los perseguirían en sus embarcaciones y los flecharían o los tundirían a macanazos sin ningún atisbo de piedad. Lo único que restaba era la retirada por tierra. Y los puentes eran indispensables. Vio a López en el acto de comandar aquella tropa de carpinteros, pocos de oficio y muchos improvisados, y algo en ella se dijo que estaba en buenas manos. López mismo aserruchaba a ratos, ya para enseñar cómo o para acelerar la construcción, y se esmeraba en que todo se hiciera rápido y conforme a sus instrucciones.

El hambre merodeaba. Los tascalas cazaban ratas y las comían pasadas por de fuego. La apetencia era tanta que hasta algunos de los españoles gozaron de tal bocado, no sin algo de asco y de vergüenza. Las ratas mismas, sin embargo, comenzaron a escasear, ahuyentadas por el acecho o por algún conjuro de los mexicanos.

—¡Aquí hay agua fresca! ¡Rendíos! —se escuchaban voces del otro lado de las murallas. Voces de disimulo, voces de engaño.

—¡Aquí hay tamales y muslos de pavipollo, tunas frescas y deliciosa carne de escuincle!

Estremecidos por esas voces y por las tripas que chillaban, no faltó quien, al enterarse de lo que pregonaban, se dejó llevar por aquel canto de saciedad y de esperanza. “Hay que rendirse”, declaraban, con alarde de lunático o afiebrado. Hubo quien quiso abrir los portones y fue tundido a golpes para que se arrepintiera.

—Seríamos hombres muertos si lo hiciéramos —se escuchaba la voz de Pedro de Alvarado, encargado de aquietar a la tropa.

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