Fortuna

Fortuna


III

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Llegó la noche y el ruido de los martillazos no disminuyó en absoluto. Pocos podían conciliar el sueño. Algunos deambulaban inquietos por patios y corredores. La mayoría se hallaban recostados, el pensamiento dedicado a darle vueltas a la posibilidad de entregar el alma más pronto de lo que esperaban. Sólo los más veteranos jugaban naipes, sabedores de que la vida era eso, un azar que a ratos admitía trampas y a ratos derrotas y victorias. Apostaban su buena plata con vehemencia, a la espera de que pudieran gastarla de salir con bien de aquel trance. Maldecían y vociferaban; circulaba también algo de vino, señal de su astucia para conseguirlo cuando todo lo demás escaseaba, y fanfarroneaban y se sentían los más afortunados, como si se tratara de una noche de juerga cualquiera y no acaso la última.

Fortuna tampoco podía dormir. La mejilla le dolía, le retumbaba como si se gestara ahí alguna cosa ingrata. Estaba recostada en el duro piso, envuelta en el marasmo propio de quien se sabe en riesgo. Sus armas estaban a un lado suyo, bien afiladas y dispuestas. Había estado acompañada de Orteguilla, pesaroso todavía por la suerte de Mohtecuzoma, aterrado y triste porque su cadáver permanecía desnudo en una habitación a punto de derrumbarse. López había encontrado buenas todas sus vigas para construir sus armatostes y había dejado aquel sitio en precarias condiciones. Desasosegado por aquel destino y por el suyo propio, se había levantado en busca de su padre, que esa noche estaba de guardia. Recibió un beso en la frente y una bendición.

—¡Cuídate! —le había dicho la bella.

Los martillazos continuaban. Entre aquel ruido y otro, de truenos que reverberaban y presagiaban tormenta, escuchó unos pasos que se acercaban. Pensó que era Orteguilla, que regresaba. Se hallaba en un rincón oscuro, alejada de las teas que iluminaban por entre los espectros de la noche. Por si las dudas, acarició la empuñadura de su daga.

—Fortuna —escuchó una voz.

Era López, que le llevaba comida.

—Es un trozo de carne seca —dijo el hombre.

Fortuna se sentó, sintiéndose ligeramente conmovida.

—Necesitas probar bocado —insistía el carpintero.

La muchacha tenía hambre. Se había alimentado sólo de mendrugos y yerbas sin importancia.

—Gracias —dijo.

Mantuvo su mano derecha ocupada con la daga. Con la otra acarició levemente el rostro de López.

 

* * *

 

El día fue de batalla y la noche de zozobra. La batalla, Fortuna se la perdió. No porque quisiera, sino porque así lo ordenó el capitán general. Él mismo escogió a los hombres que lo acompañarían en el ataque. Estaba harto de la lluvia de flechas que les lanzaban desde dos de las mezquitas más altas frente al palacio en que habían quedado sitiados. No sólo los azuzaban con sus saetas sino que espiaban sus movimientos. Cualquier estrategia que planearan, desde ahí era divisada y avisada a los batallones mexicanos, que prestos y vigorosos se aprestaban a contrarrestarla.

A Fortuna le tocó presenciar la batalla desde el techo. Había subido, sabedora de que en esa escaramuza se jugaba su porvenir y el de los otros. Ahí, junto a ella, estaba López. Él estaba nervioso. Sus armatostes de guerra habrían de probarse. Apenas se dio el último martillazo, cuando los soldados lo hicieron a un lado y se adueñaron de lo que recién había construido. Se sintió ultrajado al percatarse de que aquellas mantas, como también les llamaban a sus ingenios, habían dejado de pertenecerle. Tanto empeño, tanto sudor, tanta fatiga, y, de pronto, pasaban a otras manos para sufrir un destino incierto.

Se acomodaron los arcabuceros y los ballesteros en su interior y se aprestaron cientos de tascalas para empujarlas. La tensión crecía dentro del palacio. El mismo capitán general parecía nervioso, dando órdenes agitadas por aquí y por allá.

Había comenzado, además, a precipitarse una llovizna leve pero testaruda.

Cuando dio la orden de abrir los portones, los tascalas entonaron sus canciones de guerra y empujaron el aparato. No se quiso usar a los caballos, para no exponerlos. Eran más valiosos y útiles que un centenar de indios. Al principio, fue difícil. Sus sandalias patinaban sobre el piso mojado, pero una vez que rompieron la inercia, lo hicieron avanzar no sin esfuerzo y con la ayuda de algunos españoles que se les unieron. Apenas cruzó el umbral, sonaron las chirimías y las caracolas, la señal de alarma entre los mexicanos. La lluvia de flechas no se hizo esperar, pero nada parecía hacerle mella a semejante aparato. La manta o tronera marchaba a paso lento pero seguro. Y una vez que la primera estuvo fuera, lo mismo se hizo con las dos restantes. Una detrás de otra, así avanzaron por la avenida.

López estaba orgulloso. Se protegía de la lluvia con una rodela. Sentía, de cuando en cuando, un escalofrío, que lo mismo era de miedo que de estar a la intemperie, pero también sonreía, satisfecho con lo que atestiguaba.

Todo iba conforme a lo planeado. Los artefactos se colocaron de tal manera que los soldados podían pasar de una a otra, a la manera de un túnel, sin sufrir el embate de las flechas.

Dos cañones, apostados en el techo, hicieron lo suyo y se encargaron de asustar a los primeros contingentes de indios que buscaban detener aquel avance de máquinas y soldadesca. Los disparos dieron en la escalinata de uno de los templos. La humareda se aposentó ahí y luego los escombros. El olor a pólvora reinaba en el ambiente.

Fortuna se movía inquieta, deseosa de estar allá abajo, en la primera línea de batalla. Al igual que López, contaba con una rodela a manera de paraguas.

—¡Santiago, y a ellos! —se escucharon gritos.

Dos nuevos tiros de cañón precedieron a la lucha cuerpo a cuerpo. Ayes, improperios, exclamaciones de ánimo, una gritería sobrecogedora, formaron parte de ese choque de espadas y lanzas, de armaduras y petos de fibras vegetales, de idiomas y de sangre. Llovía. Llovía de manera leve pero pertinaz.

Un grupo de hombres al mando del capitán general trató de subir las escalinatas de la mezquita principal. Fueron recibidos a pedradas. Así los mantuvieron a raya. Y cuando lo intentaron de nuevo, dejaron caer troncos desde las alturas, que hicieron daño y asustaron. Los arcabuces atronaron. Las flechas cortaban el aire o se hallaban quebradas y dispersas en el piso. Las mantas empezaban a rasgarse en varias partes, y a mostrar huecos y vulnerabilidades, merced a las pedradas y al rasgar de las lanzas y las saetas. El sonido era de guerra, de defender la vida y de matarla.

Un nuevo contingente de españoles salió en su auxilio. Llevaban caballos que por sí solos, y en galope, asustaban al más pintado. Sólo así ganaron terreno en las escalinatas. Algunos caían muertos o malheridos. Fue una mala batalla, que se ganó sólo porque se llegó a la cima de la mezquita y se derribaron ídolos y se prendió fuego, pero a costa de muchos daños y muchas muertes.

La retirada se declaró tras unas tres horas de combate. Muchos no regresaron. Sus cuerpos fueron desmembrados y comidos por los mexicanos, que mostraban orgullosos una pierna o un brazo y le hincaban el diente cual si se tratara de un faisán o de un venado.

López, desde el techo, todo mojado, aterido de frío, contempló cómo sus artilugios, esas obras de su pensamiento y de sus fatigas, fueron dejados a su suerte, abandonados, y empezaron a ser encendidas con teas por los enemigos. No importó la llovizna; las llamas se extendieron con la voracidad de un fuego que reclamaba su reino. Fue un infierno momentáneo. Las tres mantas quedaron convertidas en un triste espectáculo de maderas quemadas e inútiles. El viento arreció, sólo para traer consigo el mal augurio de una granizada.

 

* * *

 

Las voces de rendición arreciaban. Fortuna se había acostumbrado a encaramarse en el techo, desde donde tenía la sensación de estar a salvo. Por lo menos desde ahí podía percibir cualquier intento malevo de los alzados y prepararse para enfrentar su destino. Pero también le gustaba solazarse con la visión de aquella ciudad de ensueño, sus mezquitas y sus calzadas. Y, sobre todo, las montañas que la rodeaban y su enorme laguna. Las dos cumbres nevadas presidían todo aquello como una bella pintura. Los ánades, indiferentes a las batallas humanas, emprendían el vuelo de uno a otro lado. Las canoas surcaban las aguas cargadas de lo que bien pudieran ser flores o calabazas u otros frutos de la tierra. Por aquí y por allá, humaredas donde de seguro se calentaba comida. Pensó en Rosario la Joven, su madre, y en cómo le gustaba la cocina y en lo ricos que eran sus guisos. Los hacía para vender. La fabada y el cocido se encontraban entre sus favoritos. Y las lentejas con chorizo. ¡Lo que daría ahora por un poco de garbanza y de algún fiambre que le matara ese chillar de tripa, esa apetencia denominada hambre, ese hueco enorme en el estómago! Rosario la Joven, que quién sabe qué estaría haciendo. Guiso tras guiso, para ganarse el sustento. Pero ¿y la vida? A ratos a su madre la agobiaba una suerte de tristeza. Se le perdía la mirada en algún rincón, en algún sueño no obtenido. Era alegre pero no feliz. La existencia le gustaba, porque así debía ser, pero también le pesaba porque tal vez no la entendía. A ratos parecía que le faltaban ganas de vivir y Fortuna, desde ese mundo aparte que era la azotea del palacio, se preguntaba si su madre las seguiría teniendo.

Ella misma se respondió:

—Breve es la vida, así que aprovechemos...

Así decía su madre para desperezarse y salir de su abatimiento. O para brindar con una copa de tinto. O para celebrar la llegada de algún dinerillo de más. Era como su grito de batalla. La batalla de la existencia. La justificación para sobrevivir.

—Breve es la vida, así que aprovechemos —repitió, como si se ataviara con una armadura.

Los gritos de rendición se multiplicaban y resonaban por todas partes.

—¡Mujercitas, dense por vencidos! ¡No hay escapatoria para los traidores!

Notó que un grupo de tascalas se llenaba de ira al escucharlos. Estaban heridos algunos y en los huesos todos. El hambre, que asolaba a cada uno por igual. Llevaban tiempo de sólo comer lo que podían agenciarse, llámense ratas o hierbas. La ración era de una tortilla diaria y esa misma tortilla les había sido apenas repartida. Empezaban a comerla. Lo hacían con lentitud, como si quisieran engañar al estómago para que no se quejara.

Uno de ellos se negaba a comer. Estaba airado, furioso. Discutía algo que parecía importante. Los demás se alzaban de hombros pero él insistía, trataba de convencerlos. Los regañaba. Los señalaba con desdén y también con desdén señalaba más allá de las murallas del palacio, donde se encontraban sus enemigos, los mexicanos.

—¡Muertos de hambre! ¡Qué poco digno será su último paso por el mundo! —eran los gritos que escuchaban.

Fue Orteguilla quien tradujo esto último. Se había aparecido para buscar la compañía de Fortuna. Se le veía mal, triste, demacrado. Se abrazó a la bella recién la descubrió en la azotea.

Fortuna lo confortó. Se abrazó más aún a él, porque en ese momento comenzó a hacer viento. Un viento fuerte que arrastraba consigo el aroma propio de la tierra mojada, de la lluvia.

—¡Ríndanse, que aquí tenemos mucha comida para darles!

Comenzó a lloviznar. Una llovizna fina, casi agradecible.

—¡Muertos de hambre! ¡Han de morir así, tascalas, como lo que siempre fueron: muertos de hambre!

El tascala no pudo más. Estaba en cuclillas y se levantó para dirigirse al borde de la azotea.

Desde ahí los enfrentó:

—¡Hijos de mujer que se ofrece a otros hombres!

Hubo una rápida respuesta en forma de rechifla y gritos de desprecio, por parte de los de allá abajo.

—¡Hombre inferior! ¡Esposa de los extranjeros! ¡Criado de los peludos que parecen animales, de los que no respetan nada, ni a tus mujeres!

El tascala no se arredró.

—Soy la obsidiana que corta, mejor guerrero que todos ustedes.

Llevaba la tortilla en su mano derecha y la mostraba altanero, no sin desprecio. Las pedradas y los flechazos no se hicieron esperar.

El tascala no se movió de su sitio. Dijo, en pleno desplante, el pecho henchido, la frente erguida:

—¡Muertos de hambre, ustedes! —y les arrojó la única tortilla que tenía.

La azotea tuvo que ser evacuada por la enorme cantidad de flechas que se abatieron, igual que una pertinaz lluvia.

 

* * *

 

—Tengo miedo —le dijo Orteguilla a Fortuna.

No había dejado de llover y hacía frío. El patio aún mostraba parches de granizo por aquí y por allá. El muchacho tenía hambre. Desde la muerte de Mohtecuzoma no era el mismo. Desanimado, abatido, así se veía. Había pasado toda la tarde de esa triste manera, desde que bajaron de la azotea, ahuyentados por las flechas. Las tripas le gruñían. Los huesos del rostro se le notaban. Fortuna trató de conseguirle algo de alimento, pero ahora fue incapaz de lograrlo, ni con toda su coquetería. La situación era tan extrema que los hombres, puestos a escoger entre gozar de una caricia o quedarse con un mendrugo, preferían el mendrugo. La muchacha regresó sin alimento, un poco decepcionada de sí misma, del mundo, de la vida. Las tripas también le rugían, la mejilla la tenía hinchada y el corazón le latía inquieto. La mente le revoloteaba en pensamientos lo mismo de nostalgia y de amor, que de índole funesta. Recordó a su marido, Gonzalo Herrero. Él ya lo sabía. Sabía lo que era estar muerto. Muerto, como tal vez todos lo estarían pronto, incluida ella misma. No quiso reconocerlo, pero también sintió miedo.

El frío y el hambre no ayudaban. La lluvia tampoco, con su carga de humedad y melancolía. Pero lo que vino a colmar ese ánimo adverso fue esa ave de mal agüero llamada Botello.

Orteguilla fue de los primeros en escucharlo. Se encontraba en compañía de su padre, Juan Ortega, de los pocos sin un rasguño tras tantas y denodadas escaramuzas, cuando Botello se paseó con toda su pestilencia y sus dotes de nigromántico.

—Hoy, si no abandonamos esta ratonera, prepárense para entregar su alma al creador, pecadores de mala alcurnia.

Su voz resonó en los pasillos de por sí lúgubres del palacio.

Había echado mano de algunas suertes, como tirar abalorios al piso, como observar los astros por varias noches, como leer los naipes dispuestos de una especial manera, y todo coincidía en un terrible veredicto: si no salían esa noche, el de mañana sería su último día.

Orteguilla se estremeció al escucharlo. Se le había olvidado, pero ahora recordaba con clara angustia la admonición aquella de que moriría a causa de un gigante que lo devoraría entero.

—¡Patrañas! —le había dicho Fortuna, en un intento por calmar su desasosiego.

Pero Botello había hecho lo suyo. Aquí y allá, en todos los rincones de aquel palacio sitiado y con hambre, se había encargado de diseminar su palabra de augurio.

—Prepárense a morir —decía.

Los soldados, que lo consideraban extraño, lo hubieran tachado de loco, en otras circunstancias.

—El séptimo sello será revelado, y con él vendrá la muerte, que nos segará sin distingo de rangos o pecados.

Era un charlatán. Un tipo raro y con ínfulas lunares. Pero, en medio de aquella situación desesperada, acosados por la sed y la apetencia, hartos de revolcarse entre su propia mierda y orines, ahítos de una esperanza que no llegaba, la voz de Botello reverberaba como un eco en el ánimo y lealtades de aquellos hombres.

Hubo confusión. Y mucha inquietud. No faltó quien se le acercara para corroborar sus asertos y Botello les respondía en su lenguaje de misterios y filosofías oscuras, en su argot de adivino versado en ciertas artes milenarias, difíciles de entender. No faltó quien creyó ver en alguna otra cosa extraña, desde algún mal sueño hasta el comportamiento singular de algún caballo, la constatación indudable de tal aserto, para dedicarse a divulgar con entusiasmo de orate el mismo talante agorero. No faltó quien quisiera reclamarle de manera airada su comportamiento, que invitaba a la desesperación, más que a la confianza.

Hubo empujones y llamados a la cordura. Algunos capitanes lo llamaron aparte y conversaron con él. Le preguntaron cosas, lo sacaron dos, tres ocasiones, de cierto ensimismamiento en que se amuralló por algunos momentos, lo interrogaron acerca de cómo leía el manto de la noche y no faltó quien le creyera que los hados ya habían hecho lo suyo para prevenirlos de una muerte segura.

Se aliaron y fueron a ver al capitán general. Eso fue recién al arribar la noche. Fortuna los vio partir con sus caras de preocupación y de duda. Tampoco estaban contentos con ese sitio en que los tenían. Era una trampa llena de asechanzas y de peligros. La tarde anterior los mexicanos habían intentado prenderle fuego a una de las paredes del palacio. Antier habían intentado abrir un hoyo en uno de los muros. ¿Qué nueva hazaña se les ocurriría, qué nueva forma de querer matarlos?

Discutieron por horas. Orteguilla se fue a acomodar al lado de su padre, confiado en que si algún gigante lo atacaba, estaría más seguro del lado de los hombres que de las mujeres.

Fortuna dormitaba cuando fue despertada por una voz que le era conocida.

—Prepárate, que emprendemos la marcha —le dijo Bernal, al tanto de las últimas decisiones.

Bernal era un hombre confiado en sí mismo, al fogueo de la vida y de las batallas. A la bella le parecía un hombre inquieto, a la par que osado y algo aventurero. No faltaba escaramuza en que no se apuntara para servir al rey y a su personal desasosiego. Había estado cuando prendieron a Mohtecuzoma, fue a pelear contra Narváez, estuvo entre los que tomaron la cima de la mezquita mayor y no había hazaña o corrillo en que no estuviera o quisiera hacerse presente. La muchacha había dejado de frecuentarlo, porque siempre estaba en la primera línea o junto a los capitanes y sus cuitas, y a ella se le relegaba de ciertas faenas de guerra sólo por ser mujer. Pero ahora se aparecía aquel esforzado de Bernal para darle la noticia.

—Si te gusta el oro, ve a atiborrarte los bolsillos con el tesoro de Mohtecuzoma.

Hizo una pausa; sonrió amable.

—Si te gusta la vida, mejor vete ligera y no tengas a la codicia por amiga.

Bernal dijo eso y la ayudó a incorporarse.

—O haz como yo —abrió la mano y le mostró un puñado de piedras verdes—, que estos chalchihuites, de salir con bien, me han de ayudar a comer y a vestir algún día.

Se las metió entre el pecho y el peto que lo protegía.

—Pasa la voz —agregó—. Llama a las demás mujeres, y diles que todo debe hacerse en el más absoluto de los silencios.

Algunas de sus amigas, una vez puestas sobre advertencia, tanto de la huida como del tesoro, sí fueron a llenarse los bolsillos de oro. Regresaban contentas y esperanzadas. Y a Fortuna, que las veía ir y venir cargadas de joyas, la tachaban de tonta, por no querer aquellas riquezas, tan a la mano.

La bella se alzaba de hombros y les advertía:

—Se acordarán de mí cuando se presente la batalla y el oro les pese para correr o para repartir mandobles de daga o de espada.

Solo María de Estrada tuvo el buen juicio de no atiborrarse de filigranas y metales.

—Primero he de salvar la vida, después ya Dios proveerá —se persignó solemne.

Los capitanes pasaron dando órdenes. Lo hacían en voz baja, para no despertar sospechas. Les hicieron saber de la escapada que se avecinaba y de cómo debían marchar en esa correría. A Fortuna le tocaría en un contingente detrás del grupo donde iría el mismísimo capitán general. La verdad, le daba lo mismo. La situación era tan de peligro que le daba igual dónde la situaran. Eso sí, estaba animada. Prefería morir en batalla como una buena amazona y no de hambre como cualquier ingrata.

No lo acostumbraba, pero esa noche se persignó. La vida le había enseñado que Dios no se ponía del lado de los buenos sino de los que, en caso de guerra, eran más. De poco valían los rezos si los demás se hallaban mejor pertrechados.

También sabía que Dios era indiferente a sus ruegos. Y que era sordo. Y cruel.

Llevaba en sus creencias las mismas de su abuela. Rosario la Vieja era incrédula e inconforme. No le gustaban los curas ni el olor a santo. Si asistía a la iglesia era para no ser condenada por hereje, no porque creyera en sus amonestaciones y promesas. Había visto tanto a lo largo de su existencia que no podía ser engañada. “No hay vida más que ésta, así que mejor sácale provecho y no esperes a morirte para saber del cielo que te prometen cuando te mueras. Come, bebe, viaja, conoce, lo más que puedas. Y ama, mi niña hermosa, ama mucho”, le aconsejaba la abuela.

Recordó aquello y a la mente se le vinieron de golpe los rostros de Gonzalo Herrero, de su gallardo guerrero mexicano y de Martín López. Este último la sorprendió. La sorprendió situarlo al nivel de quienes le hacían sentir ese hormigueo en el vientre, esa inquietud en la entrepierna y en los pechos. Tal vez era la proximidad de la muerte, pensó. A falta de ese paraíso prometido entre inciensos y sermones, en el que tampoco creía, tal vez le faltaba una caricia, un guiño de amor, para no sentirse tan sola y desprotegida. Le hubiera gustado besar a alguien en esa noche, que acaso era la última de su vida.

No tenía miedo, pero sí una leve preocupación de que su existencia hubiera transcurrido rápida y sin remedio.

 

* * *

 

Por más silencio que se impusiera, eso era un barullo apagado, pero barullo al fin y al cabo, cuando los batallones comenzaron a alistarse para la huida. No faltaban las voces de cualquier tipo, de zozobra, de maldición, de órdenes, de buen ánimo. Tampoco los rezos, que se elevaban a un cielo mudo, nublado y sin luna, y las maldiciones, que eran como una forma de conjurar la buena suerte y ahuyentar los demonios de la muerte. Los perros estaban atraillados y con bozal puesto, y eran aplacados a punta de golpes y patadas, pero su respirar inquieto resonaba pleno de nerviosismo. Había relinchos imposibles de ser domados. Y un encabritamiento de aquellas bestias, que nerviosas y tensas se percataban del movimiento, olían el peligro y rechazaban comportarse como era debido. Sus jinetes intentaban aplacar esas jacas y jamelgos con resultado nulo. Los más sigilosos eran los tascalas, y aun así, sus pasos a la hora de integrarse en escuadrones resonaban como un susurro intenso en las losas del patio y en las paredes de los pasillos. Algunos afilaban sus armas con piedras. Otros blandían sus macanas en espera de ser usadas. No faltaba quien se aliñara el atuendo, así fuera un taparrabos raído o una túnica gastada en aquella intemperie. También fueron ofrecidos a llevarse parte del tesoro, y lo único que agarraron fueron plumas de quetzal, que metieron en sacos o pusieron como adorno a sus tocados. Se mostraban vanidosos, entonces, como si se tratara de un aditamento que los convirtiera en príncipes o potentados.

El ruido de las armaduras no se quedaba atrás. Petos y yelmos de hierro, las protecciones de los hombros, de las manos y de las piernas, las cotas de malla, sonaban con su indiferencia metálica, al ponerse y sujetarse, al chocar contra las armas o las rodelas. La panoplia de guerra, que de tan ostentosa y soberbia se negaba a guardar sigilo.

El capitán general movía la cabeza negativamente. ¡Qué ejército de ruidos tenía! “¡Silencio!”, pedía en voz baja, cada vez que escuchaba un ruido, pero eran tantos que le fue imposible acallar el escándalo.

—Que sea lo que haya que ser —se dijo y se persignó solemne.

Algunos de sus hombres vieron ese gesto y lo copiaron. Y a estos hombres los siguieron otros y otros más efectuaron lo mismo, una persignada grave y funesta, como si se tratara de un velorio. No era para menos, en virtud del misterio de guerra que les aguardaba. La noche era fría y se movían inquietos no nada más para entrar en calor sino para quitarse el ansia. Así, ni cómo acallar el ruido de los metales que los cubrían. Ni los murmullos de preocupación que los embargaban. Olía a lluvia, o tal vez sólo a tierra mojada. Y a orines. Algunos descargaban su miedo o su urgencia en las paredes de los pasillos, sabedores de que sería la última ocasión que lo hacían en aquel palacio, o acaso en la vida misma. Cagar no tenían qué, agobiados por el hambre que los asolaba.

Botello se paseaba con su desenfado de lunático y su pregonar de nigromante:

—Esta noche será, pero no para todos —decía.

Muchos, al verlo aparecer, le rehuían como a la peste.

—Los astros saben y lo han sabido desde siempre, la vida humana es lo de menos en el devenir divino del cosmos —peroraba.

Su paso era fanfarrón, como de borracho con jarra de vino. Su mal olor ya no era problema, pues se confundía con el hedor a humanidad de todos, incluidas las mujeres.

—La sangre correrá, mas no por su entrepierna de mareas rojas —les dijo a ellas—, sino por sus ijares o sus cabezas.

—¡Eh! ¡A joder a la madre que te parió, desgraciado! —lo ahuyentó de una patada María de Estrada.

Era, de entre todo aquel mujerío, la única en verdadera calma. Las demás curaban su angustia con rezos. Algunas lloraban. Lo hacían más las que tenían hombre entre aquella tropa y se les había negado la venia de acompañarlos codo con codo. Los hombres a la guerra, les habían dicho, y las mujeres... a cuidarse las enaguas. Y a no estorbar, como dijera otro. Así que sollozaban, no se sabía si de amor o de sentirse desprotegidas. Gema y la Chata hacían las paces con la vida. “Ya comí, ya bebí, ya viajé, ya me amaron”, coincidían, “de tal forma que todo se lo puede llevar el demonio”, y se santiguaban con vehemencia y denodada fe.

Fortuna guardaba silencio. Se repetía aquello que era, más que una cantaleta, un amuleto: “Me gusta la noche y sus estrellas. El sabor de los besos bien dados. El aroma del amanecer y sus esperanzas. Los guisos que me recuerdan a mi madre. La lluvia en el rostro y el polvo del camino en los pies. Los caballos y las cosas aladas. El pan recién horneado. Los guerreros que me quitan el sueño, el brillo de las dagas y los reinos lejanos. No he de morir hoy ni mañana...”

María de Estrada se le acercó y le pasó la mano por el hombro. Perseguía confortarla cuando le dijo:

—Requerimos de tu agilidad para repartir estoques. No me hagas buscarte en el infierno, muchacha.

Fortuna se sonrió. Hubiera querido tener en ese instante ese estado de ánimo, resuelto y decidido. No que estuviera desanimada, no. Tampoco con miedo. Sólo que sabía a la perfección lo que significaba esa huida. Y quería, si fuera ése su último momento en la vida, no desperdiciarlo en bravatas ni alardes sino en la actitud solemne de afrontar su destino y aceptar lo que le tuviera deparado.

El capitán general esperó un poco más de la medianoche. Se dirigió en su caballo a un lado de los portones. Respiró hondo y aguardó sólo él sabía qué para dar la orden de partida.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Beatriz González, la voz invadida de angustia.

—No preguntes, que cualquier día es bueno para morir. Y si no morimos hoy, será porque habremos de morir mañana —dijo María de Estrada en su papel de envalentonada.

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