Fortuna

Fortuna


III

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Era el 1° de julio de 1520, pero nadie respondió porque nadie lo sabía. Así estaba bien, en todo caso. Desconocer el día de su muerte era como si no existiera, como si no hubiera sucedido, y a algunos eso les proporcionaba un poco de sentimiento de inmortalidad en medio de aquel quebranto. Por lo menos fue eso lo que pensó María de Estrada con una sonrisa y un sentimiento rebuscado de optimismo y de consuelo.

Por fin, el capitán general dio la orden. Le bastó un simple gesto de asentimiento para que los portones fueran despojados de sus trancas. Algo en él se notaba ensimismado y sombrío al ver a su ejército de hambrientos, hediondos y desesperanzados franquear el umbral del palacio.

María de Estrada escuchó el rechinido de los goznes, la entrada de un vientecillo fresco, y con todo y su valentía no pudo menos que santiguarse y experimentar un siniestro escalofrío.

 

* * *

 

Era increíble. Parecía que los ruegos y rezos habían sido atendidos por el todopoderoso. El mismo Bernal estaba sorprendido. Y Juan Ortega, que marchaba a la vanguardia. Y Peña, el también amigo de Mohtecuzoma. Y un soldado de apellido Pérez, que por poco y se queda en el palacio; fue el último en salir, pues se hallaba desprevenido y dormido, indiferente a todo. Qué buena suerte la suya. Y la de Juan Medina, el repostero. Y la de Ramírez el Viejo. Y la de Peña Pablo, a quien apodaban el Pulido. Y la de Pedro Valenciano, quien, tahúr como era, se las había ingeniado para fabricarse unos naipes con cuero de tambor. Y la de los más de tres mil hombres, entre españoles y aliados, que escapaban al abrigo de la noche. El barullo estaba ahí, la dizque sigilosa marcha de un ejército que en realidad era de ruidos y murmullos. La imposibilidad del silencio. El imperio cauto de la bulla. Avanzaron. Al frente, temerosos pero decididos, Sandoval y Quiñones, que comandaban a una veintena de jinetes y a dos centenares de soldados de a pie. Se santiguaron cuando salieron, sólo para encontrarse con las calles húmedas y desiertas, sin peligros. Otearon el riesgo, se mostraron cautos, escudriñaron sombras en los rincones de la noche, y nada. Doblaron a la izquierda, y de nuevo a la izquierda, para tomar la calzada de Tacuba. Ahí, también, el camino despejado y sin desasosiego. Algunos soldados no daban crédito a lo que veían. Era mucho más sencillo de lo que habían pensado. Al caminar por la ruta solitaria, sus corazones se llenaron de alegría y esperanza.

A Fortuna le tocó su turno de marchar. Antes vio pasar a Orteguilla, pegado a las piernas de su padre. El muchacho temía lo peor. Estaba tan asustado por aquello de Botello y el gigante, que pasó como un alelado, sin siquiera despedirse de ella.

López también salió antes. Lo hizo con el grupo de Magariño, cuya gente transportaba en andas uno de los puentes. El otro se decidió dejarlo en el patio, para ir más ligeros. Aun así, más de doscientos tascalas habían sido necesarios para cargar al armatoste. Lo llevaban con gran aprieto, en virtud de su peso. Algunos gemían por el esfuerzo o respiraban dificultosamente, y de inmediato eran reprendidos para que se callaran. López cuidaba que su ingenio no sufriera daño alguno. Caminaba con prestancia pero sin alejarse del contingente de soldados que custodiaban su artificio. Él sí, al pasar junto a Fortuna, se despidió de ella con un discreto beso que le envió con la mano.

La Chata, que lo vio, se acercó a ella para aconsejarle:

—Si sales de ésta, cásate con él, que es preferible un hombre bueno a cien rufianes.

Fortuna no respondió. Sus preocupaciones eran otras, más inmediatas. Se llevó las manos a sus armas, para ver si todo estaba listo y en su sitio.

Las demás mujeres elevaban padrenuestros y se persignaban.

—Ánimo —escuchó la voz de Gema, que las alentaba.

Las dos Beatrices avanzaron tomadas de la mano. Todas llevaban un arma, así fuera un espadín o una discreta daga. Fortuna y María de Estrada eran las más pertrechadas. Llegado el momento, sabrían cómo defenderse.

María de Estrada fanfarroneaba:

—Juro que he de llevarme una treintena por delante, antes de caer en sus intenciones de matarnos...

Pero también ella se sorprendió de lo fácil que resultaba la huida. De los miles de guerreros que esperaban, no había ninguno. Y la muerte que sentía cercana, de nuevo volvía a contemplarla distante, lejos de sus temores y de sus entrañas.

Avanzaron sin más molestia que tener que saltar charcos de cuando en cuando.

El contingente aquel, lleno de féminas temerosas y preocupadas, respiró aliviado ante la ausencia de enemigos. Tal vez los habían burlado, al abrigo de la noche. Tal vez Dios, en su magnanimidad, los había salvado de una muerte segura. O tal vez los mexicanos estaban tan hartos que les franqueaban el paso para no volverlos a ver nunca. Tal vez era eso. De todas ellas, sólo María de Estrada parecía decepcionada. Ella hubiera querido pelea, la ocasión propicia para mostrar su valía.

—Nos tuvieron miedo —volvió a vanagloriarse con voz fácilmente audible para todas.

—No cantes victoria aún —le respondió Fortuna.

La bella no estaba segura. Algo en su interior le hacía pensar que todo aquello no era más que un ardid. Avanzó, porque no había de otra. Pero se sentía como res al matadero. No soltaba la empuñadura de su espada y estaba atenta a escuchar cualquier sonido extraño. No había luna y la noche era cerrada de oscura. Sólo se escuchaba el trajín propio de la huida y ella seguía aquel sonido que algo tenía de misterio y de esperanza. La calzada se angostó y bien pronto escuchó el chapoteo del agua de la laguna al pegar contra las orillas.

Alguna otra cosa le pareció escuchar, pero bien a bien no supo qué. Aguzó el oído, escrutó entre las sombras y se puso en alerta. Nada.

La respuesta llegó en forma de alaridos de dolor. Eso, y los zumbidos al cruzar el aire. Habían recibido una andanada de flechas. De uno y otro costado de la calzada, los atacaban. La muerte o las heridas les caían del cielo. Las voces de sufrimiento y de alarma se generalizaron. La marcha se apresuró. El miedo se aceleró. Aparecieron las chispas de las yescas e inmediatamente después las antorchas, para iluminar la noche y a sus atacantes. Bajo su resplandor contemplaron la laguna repleta de canoas y de indios que se acercaban con malas intenciones. Hubo gritos, relinchos y rezos. También un resonar inquietante de ladridos. Avanzaron con rapidez, el cuerpo agachado y las rodelas en el costado para protegerse. Tuvieron que saltar por encima de cuerpos atravesados de saetas. Beatriz de Lugo se tropezó contra uno de ésos, recién convertidos en cadáveres. En la mediana oscuridad no supieron de quién se trataba. El rostro de la mujer mostraba un temor nuevo, una angustia que no se disipaba. María de Estrada la ayudó a levantarse y a continuar su huida. Las canoas se acercaron a la orilla. Apenas les dio tiempo de llegar a la primera cortadura, y de atravesar el puente hecho por López, cuando se encontraron con la lucha cuerpo a cuerpo de quienes los antecedían en ese escape.

—¡A mí, malditos! —se plantó María de Estrada en actitud desafiante.

Fortuna no dijo nada, pero igual desenfundó la espada, y protegida por una rodela de madera, se precipitó al combate.

Las sombras dificultaban la guerra. Por lo menos, para no herir a los suyos, ya instalados en tierra con sus cuchillos y sus macanas, los flechazos habían cesado y con ello otra forma de la muerte. Aun así, el riesgo era mucho. Todos ahí, apretujados, con la dificultad de saber si se trataba de amigos o enemigos, a consecuencia de la semioscuridad que permitían las antorchas. Algunas yacían en el suelo, consumiéndose junto a algún soldado malherido o de plano muerto. Fortuna se abrió paso hasta donde se hacía fuerte el contingente del capitán general. A él lo vio, montado en su jaca, aventándoles el animal a los adversarios, obligándolos a retirarse o a caer en el agua. También repartía espadazos y maldiciones. Lo mismo hacían sus otros capitanes. Así abrían espacio para que la tropa avanzara. Cada palmo de terreno fue objeto de pelea. No importaba cuántos mexicanos hirieran o mataran, se aparecían más, con mucho mayor estruendo y denuedo. Fortuna protegió a Gema y a la Chata. Una de ellas fue herida en un brazo, al evitar una cuchillada. La otra sangraba de la frente, al parecer debido a una pedrada. Las metió entre la soldadesca, para que avanzaran protegidas. Fue una marcha lenta y fatigosa. A ratos sentían como si una marea humana las arrastrara hacia adelante, a ratos como si la muerte les fuera a jugar una mala pasada. Diversas formas de morir eran la constante. El riesgo de caer y ser aplastados por la turba que se adelantaba. La coz de un jamelgo en plena jeta. La lanza con punta de piedra a mitad del pecho. La pedrada certera que provocara el descalabro. Las manos atenazadas del adversario en el cuello. La estocada amiga confundida en la noche. La puñalada por la espalda, sin saberlo. Ahogados, si perdían el paso y se precipitaban en el agua. Muertos de un macanazo seco y contundente.

Fortuna se batía con bizarría. Estaba llena de arañazos. Algo de sangre se le notaba en la testa y le escurría por la frente. Respiraba agitada pero no se detenía. Si acaso, uno que otro momento de descanso cuando se encontraba en medio del espacio abierto por las cargas de caballería, para volver a pelear por su vida. Los mexicanos aparecían por todas partes. Lucían, algunos, sus trajes de gala para la guerra. Otros, extraños atuendos que semejaban águilas o tigres. Eran los más valerosos y arrojados, una especie de minoría selecta entre toda la indiada. Eran sus capitanes. Y con ellos, portaestandartes y músicos que tocaban tambores.

Algunas de las mujeres perdieron la existencia en ese lance. Ni se diga los soldados, tanto españoles como tascalas, atravesados por la furia de las armas.

En medio de la batalla, Fortuna comprendió la trampa en la que se habían metido. Los habían dejado escapar de palacio sólo para emboscarlos en la calzada, en un punto de lo más vulnerable.

“Que no muera hoy ni mañana”, se repetía, mientras se defendía como mejor podía. A ratos avanzaba entre armas caídas, piedras, cadáveres y miembros mutilados. A ratos debía ponerse a la defensiva para detener los embates de sus adversarios. A ratos ella misma cargaba contra algún enemigo, trenzándose en una pelea con saña y sin más remedio que una mala herida o la muerte. No fueron pocos los mexicanos que recibieron algún estoque de su espada.

Descansaba los brazos un instante, y tras recuperar brevemente el resuello, se lanzaba nuevamente a defender su vida o segar las de otros.

—¡Santiago, y a ellos! —se escuchaban los gritos de los capitanes.

Los mexicanos también invocaban a sus dioses y entonaban ardientes cantos o exclamaciones de guerra.

Hubo un momento en que la marcha se detuvo. No se pudo avanzar más porque otra cortadura lo impedía. El plan inicial, el de utilizar el mismo puente hecho por López para las dos brechas en la calzada, había quedado frustrado al quedar atorado en la tierra, ante el paso de caballos, armas y batallones que lo cruzaban. Nada se pudo hacer para volverlo a alzar, cargarlo y llevarlo hasta la otra quebradura del camino. Ahora el capitán general se arrepentía de no haber llevado consigo el otro puente, que había quedado en el palacio. Ya era tarde para remediarlo. Y, además, el pensamiento y la acción estaban ocupados en otra cosa, más urgente, como salvar la propia vida.

Fue un momento de verdadero pánico y desorden. Por primera vez, desde que salieron de su guarida, se rompieron las formaciones, se atacó sin concierto, se abandonaron las formas militares para dar paso a la mera supervivencia. La cortadura provocó todo aquello. Fue como un abismo insalvable. No era un precipicio, si acaso su profundidad era de un metro y medio hasta la superficie del agua, pero como si lo fuera. Se trataba de una sima cuya hondura parecía espeluznante. Espantaba saber que existía. Algunos infelices cayeron ahí, empujados por la muchedumbre que los precedía. Se levantaban todos mojados y aturdidos de aquel socavón, y el agua les llegaba apenas más arriba de la cintura, pero por el espanto en sus rostros parecía como si allá abajo se encontraran los más horrorosos monstruos marinos o la condena infame de la perdición más absoluta. Otros perdían el paso y eran pisoteados. Otros habían sido heridos y rematados en el suelo a cuchilladas. Era un caos. La oscuridad no ayudaba en mucho. Las teas apenas iluminaban. Había algo de anónimo que aterraba. En ocasiones nadie sabía contra quién luchaba o de qué rincón de las tinieblas vendría la herida o la muerte. Los tascalas podían ser fácilmente confundidos con los mexicanos. Era una masa de guerreros de uno y otro bando, o más crudamente, una muchedumbre de muertos y de quienes habrían de morir, seguramente.

Más y más de aquellos infelices cayeron al agua. Algunos eran sometidos y levantados en canoas para ser llevados al altar de los sacrificios. Otros eran golpeados y aplastados por los cuerpos que se precipitaban como una ola de ánimas rotas sobre aquella hondonada de la calzada. No faltaron dos o tres caballos que, forzados a avanzar, perdieron el paso y fueron a dar con todo y jinete al agua. Los relinchos eran terribles. Los ayes de los heridos, lo mismo. Se escuchaba el alboroto, el chapoteo, las ganas cada vez más inútiles pero siempre esperanzadoras de salir de aquella trampa. Cuerpos y cuerpos se fueron acumulando unos sobre otros. Algunos murieron ahogados, aplastados por los jamelgos, los tascalas, los mexicanos o los mismos españoles que les caían encima. Fue una vorágine intensa de lamentos, maldiciones, sangre y muerte.

Fortuna fue empujada cada vez más cerca de aquel abismo. Era un sitio de guerra pavoroso y tremendo. Ahí parecía concentrarse todo el ataque de los mexicanos. Le había perdido la pista a María de Estrada, a Gema, la Chata y demás mujeres. No había ni tiempo de preguntarse si vivían, porque lo importante era la vida propia, no la de los otros. Estaba fatigada y, a ratos, descorazonada. Resollaba, incapaz de recuperar el aliento. No parecía haber escapatoria. Si seguía viva era seguramente por una especie de tortura, porque la muerte la esperaba pronto, de una o de otra manera, eso pensaba.

Su cuerpo estaba cubierto de raspones y otras heridas, también de sudor y sangre; sus piernas, de lodo y cierta masa oscura y sanguinolenta; sus brazos, de moretones, uno que otro verdugón y cansancio.

Luchaba. Lo hacía con denuedo, con la convicción de quien gusta de la vida y no quiere perderla o de quien teme al dolor de la muerte, a las heridas causadas por la artera lanza, la maldita daga.

Distinguió al capitán general. Su caballo se levantaba en dos patas, asustado y nervioso, asaeteado por doquier. Una partida de mexicanos lo habían aislado y lo tenían rodeado. El jinete también mostraba inquietud, sabedor del verdadero peligro. Los indios lo maldecían y trataban de darle un mal golpe de sus armas. Él también defendía su vida como mejor podía. Manejaba la brida con acierto y maniobraba con el caballo para echárselo encima a sus adversarios. Repartía mandobles y, a ratos, rodillazos, patadas. Todo, con tal de mantener a raya a aquella turba de enemigos. El jamelgo relinchaba y se volvía a poner en dos patas. No pocos de aquellos rivales recibieron un recuerdo en la cabeza o en los hombros, cortesía de esas coces. El golpe certero de una macana puso fin a ese circo. El caballo, impactado en plena cabeza, se desplomó por completo aturdido. El capitán general estuvo a punto de quedar aplastado por el peso del caballo, prensado de la pierna izquierda por la grupa y los costillares, pero la providencia estaba de su parte y se las arregló para desafanarse en la caída y quedar de pie, listo para seguir repartiendo estocadas. Estaba solo, solo y su alma, y su espada. Fortuna, al ver eso, fue en su ayuda. Gritó por auxilio. Se abrió paso, y a cuanto español topaba en su camino, le llamó la atención sobre el riesgo que corría su cabecilla. No le importó su propio pellejo con tal de salvar el de aquel hombre con el que apenas había tenido el menor trato. Algo le decía que, de no hacerlo, la guerra estaría perdida.

Se acercó a él justo cuando era sujetado por un par de hombres y obligado a seguirle los pasos. El capitán general se resistía como mejor podía, pero más de aquellos adversarios llegaron para someterlo. Le daban de golpes, no de puñaladas. Eso tranquilizó a Fortuna, quien supo que, de llevárselo, lo querían vivo para sacrificarlo más tarde, y mientras siguiera con vida, podía auxiliarlo.

—Te pensaba muerta, muchacha.

Era María de Estrada quien la llamaba. Ella, también, iba en apoyo de su capitán, subyugado a golpes y a patadas de quienes lo excedían en número. Se dieron cuenta de que la intención era subirlo a una canoa.

—Las amazonas no mueren, sólo hacen la guerra —respondió Fortuna.

Decirlo y empezar a repartir estocadas fue una sola cosa.

Azuzados por sus reclamos y avisos, más soldados se unieron a su causa. Fue una lucha de empujones y lances que buscaban herir y provocar la muerte. Era la furia desatada y la sangre que por doquier rondaba. De nuevo, relinchos, exclamaciones lastimeras, ladridos de rabia, gritos, resuellos e improperios de toda índole, se escuchaban junto con el chocar de las armas y las armaduras. El terreno era resbaladizo y lleno de lodo. Comenzó a caer una leve llovizna. Al capitán general se le fue el paso y terminó en el suelo con todo y sus atacantes.

—¡Voto a tal! —se le escapó una maldición plena de enojo.

Las dos mujeres fueron de las primeras en llegar. Fortuna hundió su espada en el costado de uno de los mexicanos y golpeó con su rodela la cabeza de otro. María de Estrada hizo lo mismo. El capitán general tuvo un brazo libre y comenzó a defenderse. No dejaba de maldecir, como si con eso contribuyera a zafarse de la sujeción en que lo tenían. Dio de codazos y se empeñaba en no ser arrastrado hacia la barca. Fortuna sintió que una lanza le pasó rasgándole el costado. Agarró al osado de la túnica que llevaba, le puso el pie para que tropezara y lo hizo caer al lodo, donde fue pisoteado por aquel tumulto de guerreros empecinados en hacerse daño. Los hombres, amigos y enemigos, morían a su lado. Algunos se precipitaban malheridos al agua. Los de Ispania estaban entre los que mucho morían. Fortuna notó que el caballo del capitán general era objeto del despojo de su piel y de sus miembros. El equino, aún vivo, relinchaba de manera lastimera, desmembrado por medio de cuchillos que le cortaban la carne, los huesos, los tendones. Hubo quien, al arrancarle una pata, la alzó sobre los hombros en señal de triunfo. El caballo seguía con sus relinchos, aunque cada vez más apagados. Fue una escena terrible, enmarcada en la penumbra que permitían las antorchas. Fortuna sintió lástima, pero no por mucho tiempo, dedicada como estaba a la guerra. Se le vio avanzar con decisión, la espada lista a ofender a quien se le pusiera enfrente. Tropezó, al hacerlo, con algo que le pareció una piedra en el camino. Era una mano recién cercenada. La pateó, como si con eso alejara la maldición de muerte que se cernía en sus proximidades.

—¡A mí, a mí, mis hombres! —pedía ayuda el capitán general, quien a pesar de sus esfuerzos era arrastrado hasta el agua y estaba a punto de ser metido a la canoa.

Más españoles llegaron en su defensa. Fueron tantos, y se hicieron tan buen camino con la enjundia de la locura y el afán de la supervivencia, y llegaron en oleadas de furia y salvamento, y dieron tal cantidad de empujones y mandobles por donde fuera, que terminaron por someter brevemente a los adversarios. Llegaron hasta el agua, donde derribaron a varios y donde algunos de ellos fueron heridos con alguna saña. Otros se retorcieron con las entrañas de fuera o con un mal golpe en la cara. Fue lo último que hicieron en la vida y lo primero que harían en la otra. Pero los demás lograron su propósito: arrancarles aquella presa de las manos. Fue una acometida rabiosa y casi suicida.

Una vez libre, el capitán general montó en una jaca que le trajeron. Se le veía apresurado y agradecido. Algo masculló entre labios, acaso un rezo por el favor concedido. Acaso un quejido por alguna herida de las muchas que traía. Dio órdenes. El rostro lo tenía descompuesto. Hundió los talones en los ijares y utilizó aquel portento de animal para abrirse paso entre los batallones.

Se puso de nuevo al frente de la batalla, con renovado brío. No pocos fueron los que lo siguieron. Fortuna no pudo hacerlo. Debido a un resbalón ocurrido mientras defendía su vida, perdió un tiempo precioso para reincorporarse al grueso de los españoles. Resbaló, volvió a resbalar, se dio cuenta de que se levantaba llena de lodo y de sangre, y de pronto se vio aislada, rodeada de enemigos.

Pensó en gritar auxilio. No lo hizo. No se le hacía una forma digna de comportarse para una amazona. Estaba en aprietos, pero no daría lugar a que la consideraran una cobarde. Allá, enfrente, marchaba el capitán general. Atrás, el contingente de artillería y el de retaguardia. Algo debió de haber pasado, porque de esta tropa de refuerzo, ni sus luces. Unos cuantos soldados, mas todos ellos en las circunstancias de riesgo y apremio en que ella se encontraba.

Sonrió. Había acudido a salvar al capitán general y, justo ahora que ella misma necesitaba ayuda, nadie acudiría a salvarla. No pensó en su muerte sino en cómo evitarla. Se plantó como solía hacerlo, con decisión, dispuesta a repartir estocadas para salir avante del peligro. Midió la situación. Tal vez sería el último de sus lances, a juzgar por cómo comenzaron a cercarla los mexicanos. Se mostraban cautos, recelosos de sus dotes de guerrera. Fortuna pensó cuán fácil les sería matarla de lejos, a golpes de lanza, pero se imaginó que la querían con vida para sacrificarla ante sus dioses. No sería su corazón el que quedaría palpitante en el aire, arrancado por algún pagano, se dijo con energía, mas no del todo convencida. Se sentía vulnerable y fatigada.

“Que no muera hoy ni mañana”, repitió, al tiempo que escuchaba las quejas y los ayes de algún español sometido y llevado en vilo o a rastras hasta las canoas.

Azuzó a los mexicanos para que la atacaran. Uno de ellos le hizo caso. Se abalanzó sobre ella con intención no de matarla sino de dejarla aturdida o fracturada a golpes de macana. No fue un adversario digno de su espada. Ágil, con una finta y luego otra, la bella lo dejó tirado con heridas en un costado y en una pierna.

—¿Es todo lo que tienen? —los retaba.

Lo hizo con voz nerviosa y desfalleciente. Se dio cuenta de que su respiración estaba agitada. Que sentía la garganta rasposa y seca. Que el corazón le latía con fuerza.

Escuchó voces en el idioma de los adversarios. Vio cómo algunos se apartaban y daban paso a un grupo de guerreros vestidos con un atuendo de plumas, a la manera de las águilas. Era un contingente de élite, mucho más altanero y robusto que los otros. Hubo un intercambio de palabras entre aquellos soldados águila y los que sólo usaban un camisón o peleaban con un simple taparrabos. Fueron exclamaciones airadas, que algo tenían de regaño y de reclamo. De entre el grupo se distinguió uno, el más fuerte, el más decidido. Dijo algo como para dejar las cosas en claro y avanzó hacia la muchacha. Venía armado de una macana y un cuchillo. Fue un ataque rápido y eficaz. Hubiera significado la muerte para cualquier otro. Fortuna era diferente. Confiada en que no habrían de matarla en ese momento, aguantó la embestida con habilidad, más que con fuerza.

Los compañeros de aquel guerrero águila se burlaron de lo fallido del embate. Era una evidente mofa contra su alarde de altanería. Le decían cosas. Le hacían ver, le pareció a Fortuna, que combatía a una mujer, no a un hombre, y persistían en sus chacotas.

—¡Soy mujer, y qué! —se enfureció la bella—. ¡Y soy tan valiente como cualquiera de ustedes!

Su voz acalló a la de sus adversarios. Fue un momento tan sólo, pero tan evidente que pesó en sus corazones. No tenían idea de qué significaban aquellas palabras, pero entendieron la pose y el reto. Protestaron, primero con exclamaciones varias, algunas de ellas soberbias y burlonas; después, con arengas que sólo tenían un sentido: el de someterla y capturarla. Alentaron una nueva carga, ahora en conjunto, para obligarla a pagar cara su osadía. El guerrero águila, sin embargo, los contuvo. Fue un ademán furioso y lleno de autoridad. Él se haría cargo de la ingrata, les hizo ver con dureza, y amenazó a quien osara involucrarse en aquella lucha.

A Fortuna le pareció que el tiempo se detenía. Se olvidó por completo de todo, de la huida, de la mano cercenada y de la sangre que se desparramaba, de que se hallaba en medio de una calzada en aquella urbe de pesadilla, de que nadie vendría en su ayuda, de que había lodo y lloviznaba, de que era una mujer, de que quizá le había llegado la hora, de que la noche se cernía como una amenaza, para poner todo su empeño en salvar la vida. Nada importaba, ni la alegría de los besos bien dados ni las palabras sabias de Rosario la Vieja; tampoco que llevara el estómago vacío o que la tiniebla durara mucho o poco; tampoco el sol cada mañana ni los viajes que nunca haría. Lo importante era cómo salir de aquel trance. Si acaso una imagen acudió a su mente: la de un animal acorralado. Se sintió entonces con más brío, porque sabía que el animal acorralado era, de entre todas las bestias, el más peligroso. Uñas, dientes, maldiciones, todo le serviría para conservar el pellejo.

Se dijo: “Amazona, ha llegado el momento de demostrar que lo eres”, y se puso por completo en tensión, dispuesta a lo que fuera.

El guerrero águila se abalanzó sin mucho pensarlo. Lo hizo con toda la intención de matarla. Fortuna lo esperó lo mejor plantada que pudo. Era como un ratón a punto de ser alcanzado por un ave de rapiña. Pero el ratón no era un ratón cualquiera; tampoco se amilanaba ni se rendía. Antes de ser embestida por su adversario, la muchacha dio un par de pasos al frente. En lugar de aguardar el ataque, ella tomó la ventaja, poniéndose por completo a la ofensiva. Avanzó unos metros más y lo enfrentó con el escudo por delante. El mexicano pareció sorprendido pero no se arredró y cargó, de todas formas, con la furia y el afán de una ansiada venganza. No tardaría en deshacerse de ella, de seguro, tal y como todo lo auguraba: su fuerza, su mayor tamaño, su mejor disposición para la guerra. Fortuna luchaba por su vida, así que se atuvo a una treta. No le dio tiempo de usar su macana, porque le salió al paso. A la hora en que ambos se encontraron, lo golpeó con su escudo en el pecho, pero, al hacerlo, cayó sobre sus espaldas y rechazó a su enemigo, empujándolo a su vez con un movimiento de resorte de sus piernas. El mexicano voló por encima de ella, en parte por su propio impulso, en parte por el empellón que le dio la muchacha. Se levantó a toda prisa y se dirigió a enfrentar a su contrincante. El guerrero águila apenas tuvo tiempo de esquivar algunas de las estocadas que le lanzó en rápida andanada la bella. Fortuna logró herirlo en un brazo. Nada grave, pero sí una afrenta impensable para un soldado de su alcurnia. No faltaron las voces de asombro, al ver a su superior en apuros. Pero el enemigo se recompuso. Pasada la sorpresa de la estrategia utilizada por la muchacha, pudo ponerse a salvo y volvió a las andadas. Esta vez lo hizo con más cautela, atento a cualquier nuevo truco.

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