Fortuna

Fortuna


IV

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I

V

Se despertó y el cuerpo le dolía. Mucho. Aún estaba aturdida. Cualquier intento de incorporarse era en vano. Trató de hacerlo una vez más. Terminó por darse por vencida. Se hallaba por completo extenuada. Se dejó llevar por la fatiga y el atolondramiento. Su mente, aunque confusa, no se hallaba quieta. Iba de una idea a otra, sin control, presa de una ansiedad imposible de apaciguar. No lograba concentrarse. La cabeza la sentía pesada, apretada. La luz la hería. Cerró los ojos en un afán de aplacar el dolor y de aclarar sus pensamientos. Recordó una vez, de niña, cuando experimentó algo parecido. El recuerdo era impreciso. Ahí estaba el caballo pero no el sitio de donde lo había sacado. Ahí la imagen de alguien que la observaba; si era su madre o Rosario la Vieja, no le quedaba claro. Recordaba el alazán, una bestia robusta y algo soberbia e indómita. También el fervor infantil de convertirse en amazona. Le gustaba esa mezcla de sonrisa y desasosiego que le producía la gloria de cabalgar. Semejante jamelgo y ella encima. Se sintió cómoda, poderosa, como la princesa de uno de esos relatos de caballería que le contaba su abuela. Después, esa sorpresa: la del caballo remolón, la de sus relinchos. Sintió miedo. Voló por los aires y aterrizó de manera triste y descompuesta. Qué dolor el de entonces y el de las jornadas que siguieron. Por lo menos, en esos días de infancia, el dolor era paliado por cierta satisfacción: la de haberse salido con la suya. Ahora, la dolencia no se justificaba. Tampoco esa fatiga, inmensa e inexplicable. Una fatiga de no querer hacer nada, ni siquiera vivir.

Se dejó llevar por la necesidad de su cuerpo de perderse en un vacío que le resultaba fácil y cómodo. No se dio cuenta de cuándo, ni cómo, pero fue como deslizarse hacia cierta región de alivio y volvió a dormirse.

Cuando despertó, sintió sed.

—Agua —dijo, como a punto del desmayo.

Sintió cómo era tomada de la cabeza. Fue un movimiento amable y delicado. Experimentó una sensación infantil, tierna y agradable. Como si se tratara de Rosario la Vieja y Rosario la Joven, que la cuidaran de bebé. Volvió a ser esa niña traviesa cuando se enfermaba. Esa especie de Edén. Ese tiempo irremediablemente perdido, donde nada podía sucederle porque se encontraba protegida por su madre y por su abuela. Le agradó ese sentimiento, así que se dejó hacer. La ayudaron a incorporarse y a beber algo que le ofrecían de una palangana.

Bebió. Lo hizo con placer y dolor, en medio de cierta náusea y de mucha fatiga.

Escuchó unas palabras:

—Intlanextli in Toniatiuh...

Apenas escucharlas, algo en su interior se removió con susto y con desasosiego. Fortuna pareció recuperar la memoria. Así, entre las brumas de su lamentable estado, con la inesperada y tumultuosa aparición del relámpago de lo súbito, recordó aquella noche oscura y triste, las voces extranjeras y las acometidas enemigas.

“Estoy entre contrarios”, advirtió. Estaba débil, pero se puso alerta.

Alcanzó a ver, la mirada como desviada, ajena y distante, a un hombre de porte vigoroso. Le vio el cuchillo al cinto y algo de actitud que le pareció amenazante. Se sintió en peligro, vulnerable y acosada. Trató de incorporarse, de defenderse. Dio de manotadas inciertas y a todas luces vanas.

Sintió que era sujetada y que una voz desconocida intentaba calmarla. De nuevo escuchó palabras extranjeras y cierta algarabía repleta de preocupaciones y de enojos. Inmovilizada y temerosa, sus manos se crisparon. Creyó que le había llegado su hora y lamentó que la muerte la agarrara de manera tan pusilánime y desprevenida.

Trató de aclarar la mirada. Miró de nuevo hacia su enemigo, esa sombra que se convertía en otras sombras nerviosas y confusas. Volvió a manotear, aunque de manera leve, desfallecida. Se percató de que no era un hombre sino una anciana. Estaba tan fatigada que no se sorprendió de nada.

—¿Quién eres tú? —alcanzó a preguntar.

La anciana era una india surcada de arrugas, que le sonreía.

La mujer respondió en su idioma. No dejaba de sonreír. Su actitud era amable, con algo de infantil y maternal. Le hablaba desde la bondad, o eso le pareció a la muchacha. Su mirada era triste, antigua, inocente. Se acercó y se hincó a su lado. Llevaba en sus manos una vasija. Fortuna imaginó cosas. La vio meter la punta de los dedos en aquel envase y los sacó embadurnados de algo que era un ungüento y que a ella le pareció una amenaza. Intentó resistirse, pero no pudo. Trató de gritar más, su garganta se volvió muda. La anciana volvió a decir alguna cosa y le tomó uno de los brazos. La muchacha se agitó nerviosa, acorralada.

Experimentó una especie de miedo, un miedo lejano, porque al tiempo que luchaba por su vida, sintió que la fatiga se entronizaba y que algo superior a sus fuerzas volvía a vencerla.

Sintió cómo su piel era frotada con aquella sustancia que se le figuró un veneno o el preámbulo a un hechizo.

No pudo hacer nada. La fatiga era inmensa. La muerte que se avecinaba, y ella sin poder hacer nada. Se sentía desfallecer. Escuchó una voz de hombre. Una voz que le era familiar y sin embargo desconocida. Apenas y reconoció de nuevo esa sombra, ese porte, ese cuchillo que se asomaban por detrás de la anciana. Venían, por supuesto, a matarla, pensó. Y así, recostada, revolcándose de miedo y de pequeña ira en el duro lecho, dando de mandobles cada vez más tenues, apenas alcanzó a decir: “Yo les he de demostrar, bellacos... Despacito conmigo”, cuando cayó rendida, en medio de un desvanecimiento.

 

* * *

 

Fortuna, al recuperar algo de sus fuerzas, se supo prisionera y eso la humilló. No era para ella esa vida. Nunca monja, nunca esclava, nunca detrás de unos barrotes, nunca con un marido que la arrodillara. Alcanzó a revolcarse incómoda y a hacer un mohín de disgusto. Tenía momentos así, en los que la fatiga y el dolor parecían irse, aunque fueran instantes mínimos e inaprensibles. Ponía, entonces, todo su esfuerzo en comprender, en dilucidar dónde se hallaba. Hasta su lecho llegaban voces en lengua de enemigo. A su nariz, olores que no eran de su incumbencia. Por aquí, un batir de alas; por allá, un juego de niños. Volvía a caer en ese sopor que no entendía y volvía a despertar como de un misterio oscuro e insondable. Se reconoció acostada a nivel del suelo. Suspiró hondo, por completo abatida. Sus ojos permanecían fijos en el techo, compuesto de varas, pajas y tejamanil. Siguió, durante un rato, el recorrer de una lagartija. No pudo hacerlo por mucho tiempo, pues le continuaba esa pesadez, ese sentimiento de que su cuerpo no era suyo, que le dolía.

Había terminado por aceptar la visita de la anciana. Supo que era terminante y firme pero inofensiva, que algo tenía de alivio ese sobar de cuerpo con aquello parecido a la hierba santa y al alcanfor. Ya no manoteaba. Ya se dejaba hacer.

Empezó a recordar. También, a prepararse para la huida. Lo hubiera hecho de inmediato, de haber podido. Pero su condición de impedida por el cansancio de su cuerpo no le permitía hacer maldita la cosa para imponerse a aquel encierro que la indignaba y la hería. Se lo frenaba su lamentable estado, todavía débil y somnoliento. Algo en el costado le dolía. Pasó su mano por esa región y la encontró herida, rodeada de cicatrices y remedios. Trató de hacer memoria. Tal vez una flecha o el filo de una macana. Levantó los brazos y los encontró pálidos y delgados. Se tocó la cintura y el pecho. Se hallaba en los huesos. A su recuerdo llegaron los ecos del sitio en que en aquella ciudad de ensueño los tuvieron los indios. Se compadeció de sí misma y de la maldita hambre que se apoderó de todos. Los hombres habían dejado de ser hombres y comían ratas e insectos. Bebían agua puerca obtenida de pozos burdos e insalubres. El único alimento que Fortuna había probado en varios días era una tuna podrida y media tortilla.

Recordó la noche triste y se preguntó cómo pudo mantenerse de pie, acosada por el chillar de tripas.

Volvió a caer en su sopor de fatigada y convaleciente.

La despertaron ciertas voces. Se encontró con la cabeza sostenida por alguien que le daba de beber. Se imaginó a la anciana, acuclillada a un lado suyo. El agua era fresca y hacía bien a sus labios. Abrió los ojos y se topó con un hombre. Éste le sonrió y le dijo:

—Cualtzincíhuatl, mahuizticcíhuatl.

Fortuna se sobresaltó. Le escupió el agua en el rostro y arremetió a manazos y puñetazos contra el guerrero.

 

* * *

 

—Intlanextli In tonatiuh.

Aquella voz, aquella voz. Fortuna no tardó mucho en reconocerla. Tembló nomás de hacerlo. Era una voz temida. Y, al mismo tiempo, querida y añorada. Levantó la mirada y aunque ansiaba que fuera él, y aunque temía que fuera él, de todas maneras no pudo evitarlo: su azoro fue grande. Nada más verlo y su aliento se detuvo. Volvió a sentir ese desasosiego en el vientre y en el pecho. Su corazón se agitó con más fuerza. No supo distinguir, de pronto, si la motivación de ese malestar se debía a la náusea o a esa desconocida sensación que lo mismo era de lógico miedo que de insensata y clara alegría. Y esa fatiga que, como una pesada losa, no la abandonaba; ese inmenso y constante dolor en el cuerpo. Cerró los ojos y volvió a abrirlos como para cerciorarse de la verdad. Acaso sonrió. Pero, si lo hizo, fue sin querer, de manera natural y sorpresiva. Era él, sin duda. El guerrero mexicano. Ahí estaba, como esas apariciones súbitas en el bosque, en la laguna y en la batalla callejera en la urbe de ensueño. Ahora estaba de pie, junto a ella, observándola con sobriedad.

Era un hombre todo porte y ceremonia. Se mostraba cauto. Acaso temía otra andanada de manazos. Acaso temía perturbarla. Algo dijo en su idioma que sonó a disculpa. Volvió a decir otra cosa y se sentó junto a ella. Mudó el gesto adusto por una expresión gentil y amable.

Fortuna notó el cuchillo colgado de su cinto. Una de esas armas de indios, hecha de piedra negra y reluciente. Se preguntó si a ese puñal debía su herida.

Sopesó si podía apoderarse de la daga y atacar con ella al guerrero. La invadió el sopor y supo que, en ese estado, le sería imposible tal acometida. Volvió a experimentar miedo. Miedo de encontrarse en situación tan vulnerable. Pensó en su honra, que los hombres son todos parecidos, y en que la defendería como a su vida. Le costaría caro al mexicano cualquier intento de hurgar sus secretos de entrepierna. Quiso incorporarse. Sólo pudo levantar algo la cabeza. De nuevo se sobresaltó. Se encontró de pronto en otra habitación, en un territorio que le provocaba más dudas y pesares. Se hallaba en un recinto extraño, oloroso a sahumerios, construido con ramas y con un ídolo pagano en una de las esquinas. Esta visión la hizo sobresaltarse. De golpe, con esa sensación de dolor y fatiga que se había aposentado en su ánimo, el ídolo aquel la hizo pensar en la costumbre, impía y recurrente entre aquel pueblo de salvajes, de los sacrificios. Era una escultura de piedra, de tezontle negro, que le pareció burda y demoniaca. Se supo en riesgo. Quiso agitarse, pedir auxilio, protestar. Intentó incorporarse para emprender la huida, pero le fue imposible. Se frustró al hallarse por completo entumida, extenuada.

El guerrero trató de tranquilizarla. Su voz era terminante y no exenta de una gravedad varonil, aunque llena de aristas generosas y gentiles.

Fortuna dejó de luchar. Algo en su interior se retorció; estaba llena de terrores y preocupaciones y, al mismo tiempo, de una felicidad que no entendía. Estaba en peligro, se dijo. Pero el guerrero, empecinado en verla con dulzura, no parecía tener ninguna actitud hostil ni de tosca y tenaz lujuria. Es más, sonreía. Lo hacía de manera suave y afable. No llevaba puestos su penacho ni su pintura de guerra. La muchacha se preguntó si eso debía tranquilizarla.

Decidió permanecer atenta y en guardia, pues la falta de sosiego no se iba. Tampoco el temor.

El guerrero alzó la voz en su idioma bárbaro y desconocido y pidió algo a sus sirvientes. Le trajeron un cuenco rebosante de agua. El mexicano se hincó al lado de Fortuna, le sostuvo la cabeza con una mano y con la otra le ofreció de beber.

Fortuna, cuya sed la hubiera hecho vaciar un pozo, bebió sin disimulo. De pronto, dejó de hacerlo. No alcanzaba a comprender. Presa de su miedo, imaginó de nueva cuenta lo peor: que el agua contenía algún brebaje que le habría hecho daño, algún veneno poderoso y extraño. O tal vez aquel bebedizo era el origen de su fatiga y somnolencia...

Pero el guerrero sonreía. No dejaba de hacerlo. Y no sólo eso. Puso el cuenco a un lado y le acarició con cariño la frente, los cabellos.

 

* * *

 

—Meshicayotl —dijo él.

La muchacha intuyó, por el gesto de señalarse a sí mismo, que el guerrero se presentaba.

—Meshicayotl —tal era su nombre. “Meshicayotl”, se encontró repitiendo esa palabra, cual si se tratara de un hechizo para conjurar alguna causa justa y en consecuencia buena.

—Fortuna —dijo ella a su vez, y acompañó su propia presentación con una reverencia.

—Ilhuícatl Meshicayotl —agregó el guerrero.

Lo hizo con un distinguido toque no exento de poderosa y recia vanidad. Mostraba de esa manera su alcurnia. Ahora sí llevaba puesto el penacho. Y, al cinto, el consabido cuchillo negro de obsidiana. Sus sandalias estaban hechas con tiras doradas. Su taparrabos, confeccionado con una rica tela. Su porte era el de un hombre destinado a las cosas de las armas y para ejercer su soberana voluntad. Prueba de ello había sido aquel milagro: el de presentarse justo a tiempo para perdonar la vida de la muchacha. Sólo le bastó una única y terminante voz, un solitario y poderoso grito, para detener el golpe que buscaba matarla. Se impuso por entre el chocar de espadas y el entonar de cánticos guerreros. Fortuna estaría ahora con la cabeza partida en dos, de no haber intervenido él con su estirpe de jefe. El alma de la muchacha estaría condenada a vagar en infiernos extraños, a no ser por esa aparición de milagro en medio del marasmo y el caos de la guerra. La orden, aunque a regañadientes, fue cumplida a cabalidad. Demasiada sed de venganza llevaba en el alma aquel que estaba a punto de ser el verdugo de la bella y de descargarle la contundente macana en el cráneo. Sin embargo, obedeció con sumisión. Bajó el arma y se inclinó ante Meshicayotl.

Todo en esa jornada de espanto había sido un quebranto de vidas, maldiciones por la llovizna y el lodo, gritos de ataque y de heridas, sombras y bultos que despanzurrar en medio de la noche. Unos se defendían y los otros clamaban venganza. Los indios estaban hartos de aquella gente, de sus aires superiores y de sus fechorías. Pero los de aquel batallón dejaron a un lado su afán de matar a todo extranjero que se toparan, y se sometieron al capricho de su capitán. Éste pidió detener la guerra y proteger con sus vidas la de la muchacha. La rodearon y albergaron con sus escudos. Fue levantada en vilo y transportada con urgencia pero con cuidado hasta una canoa. El propio Meshicayotl se encargó de vigilar tal faena. Una vez a bordo, ella desguanzada y él con la mitad del cuerpo en el agua, la tomó de una mano y la acarició. Fue un momento en que todo pareció quedar ausente y las flechas y los gritos se olvidaron. Ordenó que Fortuna fuera llevada sana y salva hasta un lugar convenido y amenazó con fiereza a quien se atreviera a desafiarlo. Vio partir a la bella, toda frágil en su desmayo, antes de involucrarse de nuevo en su denodada tarea de tronchar vidas enemigas.

Fue una noche triste para algunos y de ingrata alegría para otros. La sangre corrió, lo mismo que los relinchos, los ladridos, las plegarias y los gritos. Amanecía, cuando se abandonó la lucha. Meshicayotl delegó en otros la tarea de perseguir a sus adversarios, en franca y dolorosa huida. Se sentía satisfecho del triunfo. La estrategia, que él mismo había propuesto, había dado sus frutos. Recibió elogios de su gente. Estaban, más que contentos, cansados y satisfechos. Qué ingeniosa su manera de engañarlos. Les permitió salir del Palacio de Axayácatl, donde se habían hecho fuertes, para enfrentarlos en la vulnerabilidad de la calzada. Las flechas se abatieron sobre ellos. Y sus lanzas y sus macanas. Fue una verdadera matanza. El joven Cuauhtémoc, el arrojado Cuitláhuac y el valiente Cacámac también habían hecho lo suyo, cada uno con sus batallones.

Todo él estaba cubierto de sangre, suya y ajena. Si la noche olía a sudor y a miedo, el día comenzaba en medio de emanaciones inequívocas de la muerte. Pájaros de distintas raleas, la mayor parte de ellos cuervos y zopilotes, se daban un atracón con las vísceras o los restos de pies o manos desparramados por entre el lodo. Los cadáveres se apilaban en los cortes de la calzada, especialmente en el de Téscatl, donde se había alzado el puente para estropear su avanzada. No hubo clemencia ni para los hombres barbados ni para los tascalas. Los que no fueron muertos en el acto, no tardarían en perecer, al ser llevados al altar de los sacrificios. Meshicayotl recibía partes de guerra y estaba al tanto de la suerte de sus adversarios. Clareaba ya el día cuando recibió a un mensajero. Éste le informó de un grupo de aquellos hombres peludos como animales que, incapaces de darle alcance a la vanguardia de sus tropas, se había retirado a refugiarse en lo alto de los templos. Al mexicano no le importó. Se alzó de hombros, desinteresado por su suerte, pues no tardarían en ser vencidos. Correrían igual suerte, aunque mediante el honor de una inmolación sagrada. Su sangre quedaría regada para saciar a las divinidades. Tendrían que sentir la furia del cuchillo en busca de su entraña. Eran afortunados, después de todo. Meshicayotl razonaba que, antes de morir, aún contarían con tiempo para contemplar cómo su corazón palpitante era alzado en dirección al sol para ser ofrecido a los dioses.

 

* * *

 

Era también de noche cuando a Fortuna se le permitió salir de la choza en que había estado guardada. Ya se sentía mejor. Ya había recuperado en algo las fuerzas. El aire fresco la alegró, la sensación de hallarse verdaderamente viva y a salvo. Respiró hondo. Quiso sentir al orbe entero al momento de hacerlo. Cerró los ojos al impregnarse de esa brisa fresca que aspiraba. Sonrió a gusto y agradecida. Seguía con vida.

No pudo menos que recordar y repetir eso que Rosario la Vieja había aprendido en Oriente, entre los moros: “La vida, esa oscura maravilla”.

Se alegró. Pero era una alegría triste y apesadumbrada. Lo sabía bien: no estaba fuera de peligro. La acompañaba una sensación de riesgo, de escalofrío ante una muerte terrible y cercana. Sus días de convalecencia, encerrada en la choza, le habían servido para meditar en torno a sus circunstancias. A ratos podía sentirse ruin y desolada, por completo abandonada de la suerte. Hacía mofa de su propio nombre, que encontraba absurdo y vano.

En otros momentos, los menos, se sentía bendecida. Seguía viva, cuando bien pudo haber muerto masacrada por la furia de los indios. Ella misma vio morir a Velázquez de León, feamente asaeteado, y a Morfa y al buen jinete Lares. Se preguntó, no sin desconsuelo, lo sucedido con Gema y con la Chata. A Orteguilla y a Bernal los imaginaba muertos, destazados sus cuerpos y arrojado lo que quedaba de ellos a los perros o a las aves de rapiña. Se le estrujó el corazón de tan sólo pensarlo. Ése sería su destino, si no se cuidaba. No debía bajar la guardia, si quería vivir. Se encontraba entre adversarios. Su ralea era salvaje y pagana, obediente de otras divinidades y otros soberanos.

Estuvo a punto de llorar, vencida por un destino incierto que la abatía. No portaba ninguna de sus armas, así que la indefensión le hacía mella en el ánimo. Se sentía inútil, por prisionera y desamparada. Se hallaba abandonada a su suerte, invadida de una enorme confusión. Por completo acongojada, quiso desplomarse y quedar arrodillada, rendida a aquello que le resultaba incomprensible. Posó su mirada en un cielo que le pareció indolente y mudo. Entonces, como un bálsamo, recordó un momento decisivo de su infancia, cuando apesadumbrada por alguna tontería, su abuela había acudido en su auxilio y le había dicho: “No llores nunca de noche, porque no podrás ver las estrellas”.

 

* * *

 

La segunda noche que pudo salir de su encierro estuvo acompañada de Meshicayotl, enfundado en sus mejores ropas y afeites, el semblante amable y amoroso. A Fortuna su presencia la inquietaba y la tranquilizaba. Se sabía presa, sujeta contra su voluntad, pero también sin grilletes, sus manos y pies libres de ataduras. Eso la entristecía y alegraba. Caminaba junto al guerrero y la acongojaba un curioso sentimiento de deslealtad hacia su gente pero también la confortaba una extraña sensación de abrigo y consuelo.

Sucedió lo mismo la tercera y la cuarta noches. Al lado de Meshicayotl parecían no hacer falta las palabras. Las palabras de iguales, de nacidos en los mismos dominios de la lengua. Se entendían con los ojos, a señas y con la sonrisa. Así supo Fortuna que no debía salir de día de su encierro. Y que su presencia se mantenía en secreto, en un sigilo de obligada cautela. No tenía ni idea de dónde se hallaba. Lejos de la urbe de ensueño, eso sí, pero no tan lejos, al parecer, de la laguna. Así también, con gestos y ademanes, se comunicaba con las mujeres que le traían comida o agua para beber y asearse. Fortuna las escuchaba hablar entre ellas, y hubiera querido parlar ese idioma de extraños, pero terminaba por suspirar, fatigada y frustrada, pues, por más que verdaderamente se esforzaba, le resultaba una tarea ardua y complicada.

Meshicayotl, con cada nuevo día, se aparecía con el mismo saludo:

—Intlanextli in Toniatiuh...

Fortuna intuía alguna especie de divisa. Sonreía y le respondía en la voz de Castilla:

—Que el Señor de la Bondad te guarde. Y a mí, que no me olvide.

Uno de esos días Meshicayotl se hizo acompañar de una mujer de pies menudos y descalzos, gruesa de cuerpo y fuerte de brazos, aunque colgantes y rechonchos en la parte interna; tenía el cabello entrecano, oloroso a perfumadas flores y terminado en dos largas trenzas, animadas por dos lazos de colores. Llevaba un comal hecho de arcilla, que puso sobre el fuego que se avivaba a mitad de la choza. La tomó de la mano y la obligó, como ella misma lo hacía, a ponerse de cuclillas. Fue un momento de incertidumbre para la bella, pues ignoraba la razón de todo aquello. La india no sonreía en absoluto, pero a Fortuna le pareció que lo hacía más por solemnidad o respeto que por esconder algún engaño. A una orden de la mujer le trajeron agua y una masa agrietada, de un amarillo pálido, hecha con maíz. Agarró una bola de masa, la salpicó con el agua y se puso a darle forma. La amasó hasta aplanarla, dándole de palmadas, una palma contra la otra, ahora una arriba y la otra abajo, ahora una abajo y la otra arriba, de una forma rítmica que algo tenía de ternura y de sagrado. Puso la tortilla sobre el comal y esperó hasta que se cociera. Le dio vueltas, haciéndola girar apenas con la punta de los dedos, para que estuviera buena de ambos lados. La choza se llenó de un aroma tibio y agradable. Cuando estuvo lista, enrolló la tortilla y se la ofreció a la muchacha. Ésta no supo qué hacer. No que no hubiera comido antes ese alimento de indios. En Tascala y en México lo había hecho, y desde su llegada a aquella región de asombros y peligros se había percatado de la hechura de aquel alimento redondo y aplanado. No fue fácil, pero a falta de otra cosa terminó acostumbrándose a su textura y a su sabor. Ahora, sin embargo, no entendía si se trataba de comer, simplemente, o de un ignorado ritual en el que le iba la muerte o la vida. La india le brindó la tortilla a Meshicayotl y éste le dio una mordida llena de exagerado gozo. A otra orden de la mujer le trajeron chiles verdes y unas frutas rojas llamadas jitomates, que puso a asar sobre el comal. Fortuna, alentada por Meshicayotl, mordió la tortilla. Le supo agradable, si bien con el mismo sabor áspero y reseco al que no había terminado de acostumbrarse. La india llamó su atención y con evidentes gestos la motivó a que ella misma hiciera ahora una tortilla. Le entregó una bola de masa y le pidió que la palmeara. La muchacha lo hizo. Se mostraba dócil, interesada en esa invención para el estómago hambriento. La puso sobre el comal y, una vez que estuvo cocida, la enrolló ella misma y la mordió, con un remedo al exagerado gozo del guerrero.

Esa vez Fortuna supo también cómo preparar una salsa, que le picó hasta hacerla toser, sudar y enrojecer de lo lindo, entre las risas de la india y el altivo pero alegre Meshicayotl. Al día siguiente la mujer regresó con su comal y repitieron el mismo ritual. De ella aprendió algunas palabras, a decir estrella, árbol, cielo, casa, niño, perro, camino, rostro, manos, comal. Del mexicano también aprendió a decir penacho, luna, escudo, puñal, corazón, maíz, ojos, cabello, y algunas frases con respecto a cuestiones fútiles o cotidianas. Meshicayotl le enseñaba y él también, a su vez, se esforzaba en aprender el idioma bárbaro de la bella. Se reían y se observaban con miradas coquetas y curiosas.

Algo se encendía entre ellos. No era un secreto; Gema, la Chata, María de Estrada y las demás mujeres sabían de esa flama, quizá antes que ella misma. Fortuna, al principio, no lo aceptaba; ahora lo tenía muy claro: Meshicayotl le resultaba atractivo. Era recio y bien construido. Con porte y gallardía. Le temía, era cierto. El mexicano la imponía. Le parecía un hombre tan parecido a cualquier otro, dispuesto a resolver a la mala las urgencias del colgajo que llevaba en la entrepierna. Además, era su enemigo. Y a un enemigo había que vencerlo, matarlo. Fortuna imaginó que debía clavarle las uñas en los ojos, abatirlo en un momento de descuido. Era su deber como hija de Ispania. Muerte al pecador, al hereje. Pero algo en ella cuestionaba tal proceder y se negaba a semejante desatino. No podía hacerlo. Y es que, con terca resolución, sin querer irse, continuaba ahí esa curiosa mezcla de sensaciones en el vientre. Por si fuera poco, le acompañaba algo más, un ingrediente de la vida que la tomó por sorpresa. Fue algo que llegó sin anunciarse, casi con la temeridad de un intruso. Empezó a experimentar un malsano rubor, una tibieza que se avizoraba como el nacimiento de algún curioso deseo. Uno de esos modos del cuerpo incapaces de decirse en voz alta. Era cosa de verlo, de admirarlo, de ver aquellos muslos bien formados, de quedar aturdida con la contemplación de su pecho y sus brazos. Qué estupenda figura, qué estupendo mozo.

Se supo envuelta en llamas de mujer. En aquel nuevo par de días de encierro y de recuperación de sus heridas, la imaginación de Fortuna voló hasta regiones que ya conocía pero que, dadas las circunstancias, prisionera de aquel hombre, le hubieran resultado impensables.

Se aturdió y se dejó llevar por ese aturdimiento. Se imaginó a Meshicayotl de una y cientos de maneras. De una y otra formas, se ruborizaba y escandalizaba de tan sólo pensarlo. Pero ahí estaba ese ardor que no se iba, esa imaginería del cuerpo. En una de sus fantasías, él la besaba como nadie lo había hecho. En otra, le decía en perfecto castilla una frase aprendida por algún amor de antaño, uno de esos que se las daba de guapo y de hacedor de rimas: “Si tuviera mil almas, te las daría. Como sólo tengo una, te la doy mil veces”.

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