Fortuna

Fortuna


VI

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V

I

Fortuna, el bergantín, fue desmantelado. Pieza por pieza, se desarmó lo construido, lo sudado, lo anhelado. Su estilo, sus dimensiones, fueron copiados para que los demás navíos tuvieran la misma hechura. Trece, en total, fueron las partes que de todo se labraron a fuerza de empeño, gritos, sierras y vapor. Juntas, cuadernas, tablazones, conforme al ingenio del maestro de gálibo, el carpintero de las casas flotantes. Trece, los barcos encargados y terminados. Bastó con modificar lo ya confeccionado en las alturas de la montaña y en el campamento de San Buenaventura, moldearlo a la nueva usanza, cortarle por aquí y por allá, otorgarle un mejor destino al bosque y al trabajo, a fin de cumplir con el sueño de venganza y de conquista. Martín López estaba henchido de orgullo.

El capitán general le había dicho:

—Tus naos nos harán ganar la guerra —y le dio un abrazo largo y entusiasta.

Fortuna, además, le sonreía.

No había pasado de ese tomarse de las manos a bordo del navío, cuando fue botado junto a la cascada, en las aguas del Zahuapan. Nada, ni otro de esos abrazos que le supieron a gloria, prendido al cuerpo de la bella, tras el primer chapoteo y los consiguientes festejos. Martín López no había dejado de pensarla desde aquel día en que se apareció de súbito, como una forma de estupenda y nueva delicia en su vida. Le parecía no sólo hermosa, sino que le gustaba ese arranque de arrojo que era motivo de desdén para los demás hombres, que la temían. Hubieran querido tenerla con utensilios de cocina y no de guerra. Nunca se le veía sin dos dagas al cinto y la espada siempre lista a disponerse para lo que hubiere. Le dio por llevar un

chimalli en la espalda. Era un escudo hecho a la usanza de aquellas tierras, de madera y plumas, con algunas tiras que relucían y que parecían de oro, arrancado en lance de muerte a algún mexicano. Así, armada y con cierto desplante que daba miedo, se había hecho de su mala reputación entre la tropa. Incauto que quisiera tocarla, se llevaba su buena zarandeada.

Martín López la buscó. La bella se encontraba, junto con el grueso de los soldados, preparándose para la partida. Se gestaba el asalto a la urbe de ensueño y de pesadilla. Se emprendería la marcha pronto, a un lugar llamado Tezcuco. Los guerreros novatos se encomendaban a todos los santos y temblaban, sin conciliar el sueño. Los veteranos echaban naipe, se refocilaban con las indias y se reían a carcajadas, sabedores de que el destino era uno y ya estaba impuesto. Fortuna afilaba sus dagas con una piedra cuando el carpintero la encontró. Le habló suave. Le dijo:

—La muerte nos ronda. Si he de morir pronto, no me estropees la dicha de admirarte un poco.

—¡Anda, que el carpintero tiene agallas! —le salió al paso la aguerrida María de Estrada. También de ella se decían cosas valiosas. Que era un demonio con faldas, que no se arredraba en la batalla, que luchaba a la par de cualquier hombre. Ésa era la fama. Pero, para que no cupiera duda, la mujer se le puso enfrente, la mano en el puño de la daga, presta a darle sentido a su filo, y lo midió de pies a cabeza, en actitud de reto.

Martín López no se arredró. Recordó sus días de travieso, cuando la mala vida lo había llevado por caminos de riesgo y afrenta. Por aquel entonces sólo se trataba de sobrevivir, de hacer llevaderas las penas del hambre y menos fuertes los golpes de la orfandad, de ese estar echado en la miseria del mundo. Se hizo de un proverbio que rezaba: “El rico es toda trampa, el pobre es todo sueños”, y abandonó los sueños y se dedicó a las argucias para adquirir riquezas. Robó, asaltó, injurió. Anduvo de malevo y de actitudes equivocadas. Lo pagó con aquella estocada que por poco le cuesta la vida. De no ser por Cristóbal de Huelva, su benefactor, hubiera vuelto a las andadas. Tenía deseos de venganza y de hacer la vida fácil, que es la más turbia y la más complicada. Un día el hombre que lo salvó lo vio cabizbajo y con el semblante sombrío. No había transcurrido ni un mes de que se había puesto de pie. Aún se le veía enclenque y con color poco saludable. Se le notaba descompuesto, abrumado por la presencia de lo nefasto. Se veía luchar consigo mismo, retorcerse entre dudas. El carpintero se acercó a él con un trozo de pan. El muchacho lo tomó con brusquedad, y sin mediar palabra, comenzó a morderlo.

—El que está callado no miente —dijo Cristóbal de Huelva.

Martín López lo miró con recelo. Llevaba en el alma una consigna, un dolor grande que lo zahería. Daba la impresión de ser una bestia herida y acorralada. Se le notaba más huérfano, con ganas de ser y no saber qué, a no ser que eso fuera lo que ya sabía: la vida de pícaro, la del crápula de las tabernas y los caminos.

Se comió por entero el pan. Eran mordiscos que buscaban saciar otra hambre. El semblante umbrío no le cambió. Así permaneció, en silencio, por varios minutos más, ensimismado en sus cuitas.

Cristóbal de Huelva esperó, pues la paciencia era una de sus virtudes. No dijo más, en espera de que Martín López abriera la boca. Como esto no sucedió, le dio una palmada en el hombro y se retiró, para dejarlo a solas. El muchacho pareció lamentar esa huida y reaccionó. Se levantó la camisa para mostrar su herida. Su voz temblaba.

—Debo ir en busca de los que me hicieron esto —dijo.

El maestro carpintero desanduvo sus pasos. Se sentó junto a él. Suspiró con la paciencia de quienes han pasado por las mismas fatigas.

—Tu herida es de cinco céntimos y mi venda de quince —le respondió.

Martín López lo miró con odio pero también con desconcierto. Estuvo a punto de insultarlo, de arremeter a golpes contra él. Él hablaba de una cosa y él le contestaba con otra. Lo urgió, con la mirada adolorida, con el tormento del desquite devorándole la entraña, a que se explicara. Cristóbal de Huelva se alzó de hombros. Puso las cosas en su sitio. Dijo:

—Me parece poca tu herida para la venda que te he dado...

Le mostró las ropas nuevas y limpias que llevaba puestas, y le señaló la casa que ahora era suya.

—Tú decides si quieres otra venda y otras heridas —agregó.

El muchacho comprendió. No fue fácil olvidarse de sus otros afanes, pero terminó por hacer a un lado los rencores, se dedicó a recuperarse y a aprender el oficio de carpintero.

—Soñar y trabajar, he ahí la mejor enseñanza de la vida —le insistía Cristóbal de Huelva.

Mucho tiempo había pasado desde entonces. Muchos árboles habían sido derribados y mucha madera había sido labrada en forma de muebles y de barcos. Martín López había cruzado el mar en busca de su destino y ahora se hallaba en tierras extrañas, en Tascala, frente a su amada. La noche anterior, lleno de inquietud y tenso como estaba, a algunos días de emprender el viaje a Tezcuco, se puso a hacer un recuento de su vida y sus alcances. Recordó aquel desencuentro con el maestro carpintero y cayó en la cuenta de que todo encajaba en su sitio. La idea se le presentó como una epifanía. Fortuna era ahora la venda que necesitaba para sus heridas. Se entusiasmó, se levantó temprano, se acicaló para verse guapo y se presentó ante la bella.

—Una orden tuya y le cruzamos la cara a navajazos —María de Estrada hacía hincapié en el desafío.

—No, está bien —contestó Fortuna, con el mismo tono altivo y retador—. Déjalo. Si se quiere perder, que se pierda, que para eso están los caminos.

Esa mañana, ella con sus armas bien dispuestas, él con la alegría de un día con pan, pasearon por las callejuelas, chozas y templos de aquella urbe aliada. Los soldados que los vieron no evitaron las sonrisas y los comentarios socarrones.

—Cuídate de su daga, no sea que te corten las vergüenzas, carpintero —le decían de lejos y se reían con ganas.

Fortuna los insultaba con su amplio repertorio de improperios y de atributos a las desgraciadas que con tal malsanía los habían parido.

Llegaron hasta el Zahuapan y recorrieron sus riberas. Martín López, que conocía el sitio, la llevó a los mejores lugares. En uno de ellos, un recodo frondoso donde el agua formaba un remanso, se detuvieron a descansar. Los dos sudaban por el esfuerzo de caminar por un recorrido largo y agreste. Aquél era un sitio bello y tranquilo. Admiraron la blancura y el porte de un par de garzas que pescaban y caminaban indiferentes, a ratos con remedos de equilibristas, a ratos con aires de aristócratas. Los árboles en las orillas eran espesos y como despeinados. Se trataba de sauces llorones, cuyas ramas caían al agua cual fatigados cabellos o liviana caricia. Los pájaros, uno que otro azulejo, un cenzontle de pardas plumas, un tordo de pecho púrpura, trinaban sin cesar, como si no les importara más nada que ese gorjeo, por completo alegre y distraído. El sol reverberaba. Se metía por entre las copas, iluminándolas, y terminaba por tapizar las veredas y parte del río con un apacible claroscuro. Todo ello bajo el vaivén de una suave brisa olorosa a humedad y a pastizales, y el olor de unos eucaliptos que por ahí se erguían.

Fortuna se acercó al agua y la encontró propicia. Se despojó de sus botines y metió los pies.

Empezó a chapotear como una niña. Así era su rostro, cruzado por cierto ánimo en el territorio de la infancia. Feliz, iluminado, fresco, alejado de fatigas y dudas, de tal forma era la contemplación y gozo de su colorido y entusiasta semblante. Fortuna reía. Se dejaba llevar por actitudes más amables y nítidas. La guerra quedó atrás, las heridas, el choque de las armas, la brega de la vida y el peso de las desilusiones y los escudos. Martín López quiso compartir esa alegría. Se despojó de su calzado, en un gesto no exento de pudor, y se metió al remanso. La bella quedó cerca de la orilla, mientras que él, presa de un desplante súbito de hombría y vanidad, trató de llamar su atención. Avanzó aún más por el fondo cenagoso, con rumbo hacia lo hondo. Las dos garzas, que intuyeron otras intenciones, ni tardas ni perezosas emprendieron el vuelo. El carpintero no llegó lejos. Trastabilló debido a una piedra, resbaló al intentar pisar en firme, intentó sujetarse de la nada, perdió el equilibrio y cayó de manera descompuesta y simpática al agua.

Fortuna se carcajeó de lo lindo. No dejó de reírse desde que el carpintero, por completo empapado, emergió cual si en las brevísimas profundidades de su accidente se hubiera asomado un monstruo terrible del que quisiera alejarse. Su cara era la del que ha recibido un susto o un baldazo de agua fría. Manoteaba y chorreaba, se sacudía. El pantalón y la camisola los tenía sucios de cieno.

Era cosa de risa, y apenas escuchó la de Fortuna, que era por completo abierta, sin disimulo, lo invadió la vergüenza.

No tuvo tiempo de enrojecerse ni de sentirse más apenado.

De alguna parte les llegó el claro sonido de un relincho y cierto alboroto de pullas y de gritos.

Los pájaros guardaron silencio. Después batieron sus alas y huyeron. Fortuna aguzó el oído, y al escuchar un nuevo y más nítido relincho, le salió del alma concluir:

—¡El Cuervo!

Martín López imaginó que se trataba de una batida de jinetes, que sólo llegaban a importunarlo en sus andares y amoríos. Le pesó saber que lo verían en esas condiciones, hecho una sopa, pues intuyó la mala leche y sus burlas.

Lo que vio, en cambio, lo dejó azorado. En la orilla opuesta un capitán mexicano montaba un brioso corcel. Lo supo mexicano por su atuendo, pues se hallaba ataviado con un traje hecho de plumas, a la manera de las águilas. No se veía muy diestro ni cómodo en la silla, pero se las ingeniaba para no caer y domeñar al jamelgo, ya con gritos, ya jalándolo con brusquedad de las riendas.

La muchacha lo reconoció de inmediato. “Meshicayotl”, dijo para sus adentros, por completo llena de una sensación extraña, lo mismo de temor que de asombro.

—¡Fortuna! —la llamó el mexicano por su nombre.

Dijo algo más en su lengua, algo inentendible pero con un dejo de señorío y de ternura.

Martín López no comprendía nada. Sintió peligro pero se quedó ahí, si no petrificado, incapaz de reacción alguna de defensa o de guerra. Los gritos y las pullas se acrecentaron. A lo lejos, por su diestra, apareció un batallón de tascalas en pos del mexicano. Aún no estaban a tiro de sus armas, pero las preparaban para buscar hacerle daño. Éste, que sopesó su presencia, no pareció amedrentarse. Empuñó su arco, sacó una flecha de su carcaj y apuntó con dirección al carpintero.

—¡No! —se interpuso Fortuna. No le importó ser herida. Cubrió con su cuerpo al capitán de gálibo que, empapado y lodoso, no cabía en su asombro, y más aún al percatarse de que la muchacha lo protegía.

—¡No te atrevas! —Fortuna se quitó el

chimalli que ostentaba en la espalda, lo puso frente a ella en actitud defensiva y empuñó una de sus dagas.

Meshicayotl hizo un mohín de disgusto. Se le notó el desánimo y el enojo cuando bajó su arco, con actitud sorprendida y derrotada. Algo en él pareció quebrarse. Volvió a espetar algo en su lengua, algo dirigido a la muchacha, de nuevo esas palabras que algo tenían de alta jerarquía y de caricia.

Después dijo algo así como “Te amo”, en un español débil y quebrado.

Los tascalas que lo perseguían ahora sí lo tuvieron a distancia de sus armas. Lanzaron sus gritos de guerra y dispararon sus flechas. Cuando las saetas comenzaron a zumbar y a caer alrededor suyo, Meshicayotl picó en los ijares al caballo y salió disparado, en precario equilibrio de inexperto jinete, para salvar su vida.

 

* * *

 

La marcha fue ardua y penosa. Martín López atestiguaba aquello, sin creerlo del todo. Le habían proporcionado algo así como quince mil hombres, todos ellos a su disposición. Teuletipile y Tiutical fueron a verlo para ponerse a sus órdenes. Eran grandes y muy reputados guerreros, una palabra suya bastaba para empezar una batalla o detenerla, para decidir sobre la vida de quien les cayera en gracia o no, pero ante él se mostraron atentos y serviciales. Al principio no fue así. Se exhibieron reacios ante la tarea asignada: cuidar de un hombre dedicado a derribar y labrar árboles. Ellos estaban hechos para la guerra y no para ser pilmamas de nadie, y menos de un extranjero cuyas excesivas cabelleras lo emparentaban más con los perros que con los de su raza. Pero, una vez que se percataron de las dimensiones de tal encomienda, una vez que vieron en el agua la casa flotante, comprendieron el empeño y correspondieron con su bondad y con su apoyo. Se solidarizaron con la idea que comenzaba a prender como una mecha: ahí, en esas naves, se encontraba el secreto de la victoria.

Una semana atrás, Teuletipile y Tiutical se habían presentado con gran boato en los incómodos aposentos del carpintero. Lo despertaron, en medio de un amanecer frío y con algo de neblina. Vestían sus mejores ropas y llevaban sus penachos y pinturas de guerra. Eran menudos pero llenos de juvenil y precisa enjundia. Uno de ellos ostentaba una fea cicatriz en el vientre, recuerdo de algún entuerto. Llevaban órdenes y debían cumplirlas, so riesgo de su vida y de su honor. Se ayudaron de traductores, y aunque no sin problemas de entendederas, porque la empresa era ardua y complicada, sólo así pudieron sortear las dificultades de plantear los pormenores y necesidades de lo que tenían por delante.

¡Quince mil hombres! Martín López se rascaba la cabeza, incapaz de imaginar aquella cantidad. Se había pactado cómo alimentarlos, cómo hacer los relevos y cómo tenerlos a salvo. No era cualquier cosa la hazaña que emprenderían. Todo fue, desde entonces, nerviosismo y preparativos. La víspera, Martín López no había podido conciliar el sueño, temeroso de algún contratiempo y ansioso por iniciar tamaña encomienda. Se despertó a mitad de la noche, el cogote reseco y el pecho empapado de sudor. Algo recordaba: que, en el marasmo de una pesadilla, el mexicano que le había apuntado con su arco se había llevado a Fortuna a rastras y había hecho zozobrar la nao que lo conducía a alguna región de bondades.

Se levantó de la cama entre sensaciones foráneas de malestar y desasosiego. Sobre sus hombros se hallaba el infortunio o no de aquella empresa. El triunfo o la derrota, la diferencia entre ser flechado o ser salvado por algún azaroso escudo. Lo invadió cierto pesimismo. A esa hora de la mañana, con frío, antes de la salida del sol, se dijo, como si lo augurara: “Cuando muera será como si nunca hubiera existido”, y algo en él tembló sin remedio. Se persignó y salió al mundo, a darle de nuevo a la existencia. Recordó a Cristóbal de Huelva, su maestro. Cuando le preguntaban: “¿Cómo va la vida?”, él respondía: “A empujones, a empujones”.

Era hora de empujar. Cuando muriera, tal vez sería recordado por aquella hazaña, a punto de empezar. Sería como si en verdad hubiera existido. Una vida que se recordara, que sí hubiera valido la pena. Se hinchó presa de un naciente orgullo y de la inaudita responsabilidad que tenía por delante, y empezó con las órdenes, con la organización precisa de la marcha.

Se colocó en medio de una enorme muchedumbre de hombres somnolientos y olorosos a la conjunción ardua de varios días con sus respectivos humores y noches. Teuletipile y Tiutical se le unieron. Estaban atentos a su mandato. El carpintero se subió a un pequeño templo. Desde ahí les espetó, con fuerte y ardorosa voz. Lo dijo primero en español y luego pidió que le tradujeran:

—El sudor diario es el pan diario. ¡Dejemos de soñar y pongámonos a trabajar! ¡En nuestras manos está la victoria!

No hubo vítores ni aplausos. Los tascalas, simplemente, pusieron manos a la obra. Todo había sido previamente planeado y cada uno de ellos sabía qué hacer y a qué atenerse. Los bergantines habían sido colocados en piezas sueltas. Cuadernas, tablazones, jarcias, clavadura y velamen, todo en partes perfectamente identificables y conforme a un diseño específico de armado. Era tanto su número y medida que rebasaban el contorno de la plaza del barrio de Atempa, el mismo donde por precaución se había trasladado el campamento. Ahí continuaron las labores de corte y labrado. Las calles aledañas lucían llenas de esos armatostes, que de principio constituían un misterio. Sólo algunos privilegiados, los que fueron conducidos al sitio de la cascada, en el Zahuapan, pudieron percatarse con claridad de la empresa. Martín López escogió a los mejores hombres, a los más duchos, a los más entendidos y trabajadores. Conforme la faena avanzaba y el gálibo tomaba forma, el rumor fue inevitable: la casa flotante, le llamaban algunos, el palacio flotante, al decir de otros. El rumor se convirtió en duda y luego en asombro. Españoles y aliados se aparecían como simples testigos para contemplar el avance de un sueño o de un fracaso. Algunos vacilaban en poner ahí sus apuestas de victoria. Se preguntaban, no sin desconsuelo, si no era una locura. Cavilaban, y tenían razón, que el cauce del río aquel no conducía a la urbe de ensueño y pesadilla de los mexicanos sino que desembocaba en otro río cuyo destino no era la laguna de sus empeños sino el lejano mar. Se cuestionaban la utilidad de aquella nao, que parecía destinada más al capricho y al adorno que a la verdadera guerra. Los tascalas, en cambio, se maravillaban. Y los que talaban, cortaban y labraban, una vez que se percataron de para qué lo hacían, se esmeraron en su empeño y, alentados por un añejo desacato a los mexicanos, le sacaron lustre al pesado trajín de la brega cotidiana.

Se dispusieron contingentes de guerreros fuertemente armados para vigilar la construcción de aquella casa flotante, así como para el campamento en Atempa o barrio de San Buenaventura. Martín López, tras botar el bergantín al agua y probar que sí flotaba, creció en la estimación de unos y otros. El carpintero comenzó a ser una figura importante y respetada. Le palmeaban la espalda con entusiasmo, lo saludaban y reverenciaban. A Martín López le gustaba aquello, en particular porque Fortuna se percataba de esas claras demostraciones de afecto.

—Que el dios de las cosas buenas guíe tus naves —le dijo la bella, en una voz no exenta de dulzura.

La muchacha no le había dirigido más que esas palabras desde aquel día en el remanso, cuando la nefasta caída al agua y el encuentro con el mexicano, pero las miradas coincidían a ratos, y se sostenían con algo de coquetería y disimulo. Martín López agradecía aquello como perlas llovidas del cielo. La Fortuna le sonreía, intentó un juego de palabras, sabedor de que todos sus empeños de hombre comenzaban a materializarse. Había amado a unas cuantas, que no habían pasado de aventuras de la picaresca y de la taberna, es decir, de nada.

Con Fortuna sentía otra cosa. Desde que la descubrió entre la soldadesca y admiró sus maneras y sus formas, se le quedó grabada su estampa no sólo en la entrepierna sino en el pecho, en la región de los sentimientos. Como temía un rechazo, se mostró tímido y ahuyentado. Le dio muestras aquí y allá de admiración y de querer ser aceptado por sus ojos y por sus manos. Ahora la tenía de su lado, o por lo menos sin la daga dispuesta a cruzarle la cara. Debía perseverar en su empeño y tal vez algún día la bella compartiría sus rumbos y sus sueños. La ansiaba no de querida para un rato sino de esposa para la vida, y de aceptarlo sin disimulos lo sería de un héroe de aquella guerra, a juzgar por la primordial esencia y reconocimiento que se le brindaba a su astucia y luz para la construcción de naves. El propio capitán general se lo había dicho: “Gracias a tu empeño la victoria será nuestra”. El carpintero era admirado y respetado. Los españoles lo tenían por importante y los indios por gran señor. Y como era el jefe de aquella faena, no tuvo empacho en hacer que los vientos se dirigieran a su favor. Se las ingenió para que Fortuna lo acompañara en esa labor mayúscula que estuvo a punto de emprender, en pos de las tinieblas o de lo que contaban las leyendas. Así, dispuso que las mujeres formaran parte de su contingente. Algunas acompañaban a sus maridos en los diversos frentes de guerra. Otras, las viudas, las mal habladas, las feas, las altaneras, las que nadie quería, se habían quedado en Tascala a efectuar tareas menores, como acarrear agua o cocinar para la tropa.

María de Estrada, que era belicosa, lo era tanto para pelear como para obedecer órdenes, así que había sido retirada de las incursiones guerreras no por tener miedo o mala espada sino por insumisa y contestona. Fortuna, recuperándose de sus heridas, se mantenía en retaguardia, con sueños de gloria y de cumplir con un buen destino. Tanto ella como María de Estrada y otras varias de menor nombre y valía fueron encomendadas a la marcha. Se les puso al lado de las indias que portaban maíz, chile, frijoles, anafres y comales de barro, para alimentar a los tascalas. Era un ejército grande de mujeres, un portento de bastimento, pero más grande aún el ejército de hombres. ¡Quince mil! Martín López no salía de su asombro. Tantos hombres y a su único servicio. A una orden suya y otra más de Teuletipile y Tiutical, la enorme tropa se desperezó para dar inicio a la faena. No había amanecido aún, las antorchas iluminaban lo que quedaba de noche, y el capitán de gálibo observó cómo las piezas de sus navíos fueron recogidas y llevadas al hombro por los cargadores. Eran diez mil los dedicados a esta entrega. Tamemes, les llamaban. Cinco mil para cargar y otros cinco mil más para servir de músculo fresco y remudar todo aquel bastimento, cuando la fatiga lo ameritara. Así, intercalándose en sus descansos y extenuaciones, cubrirían el camino. Diez mil en total de aquellos hombres, obedientes, fuertes, capaces de dejar la vida en aquel empeño.

Martín López admiró aquella diligencia, que se hacía de manera esmerada y callada. Los otros cinco mil que se le habían asignado eran guerreros hábiles y hechos para el resentimiento y la pelea contra los mexicanos. Usaban sus penachos, sus afeites de guerra, vestían sus mejores atuendos, los escudos más coloridos, las armas más afiladas. Se habían difundido los rumores de las casas flotantes, los rumores que de seguro habían llegado a oídos de sus enemigos, y temían ser atacados por partidas contrarias a su causa, decididas a detener la marcha de aquellas extrañas armas.

Martín López se persignó y se unió al andar bravo y enjundioso de aquellos hombres, a esas espaldas hechas para la carga más pesada, a aquellas piernas para la fatiga más inaudita, a aquellos guerreros para el combate, dedicados a la penosa tarea de transportar y vigilar el peso completo de trece bergantines desde Tascala hasta Tezcuco.

 

* * *

 

Dieciocho leguas. Noventa kilómetros de fatigas y zozobras tenían por delante.

Iban de vanguardia las hondas y los arcos, con algunas lanzas de guarnición, y luego los cargadores y el bagaje; después el resto de la gente que cubría la retaguardia y una hilera de soldados a los flancos. Salieron a relucir tambores y cornetas, y sahumerios y chirimías. Era gigante la tropa y también el jolgorio, y así, con silbidos y canciones, con júbilo de música y corazones, emprendieron el recorrido por la dificultosa sierra. Hacía frío.

De los bosques que sin descanso atravesaban salían efluvios de espesa neblina y humedades que calaban los huesos. Eran pendientes rudas y fatigosas. Lo escabroso del terreno entorpecía el andar, lo alentaba y extenuaba entre arranques de pesar por la enfadosa carga, la falta de aire en los pulmones y un terco sudor que mojaba los pechos y las frentes. Los tamemes resollaban cual bestias a punto del último aliento, y aun así perseveraban y avanzaban con zancadas llenas de tesón y de extenúo. No eran caminos amplios sino senderos muchas veces hollados pero estrechos, entre árboles de mucha altura, pedregones ásperos, abismos próximos y planicies vagas. Los cargadores, la mayoría, andaban descalzos. El polvo y las piedras ponían a prueba su andar. Sus pies tenían la piel gruesa y se les veía marchitos, terrosos y llagados. Algunos, por lo abrupto y por el peso del cargamento que llevaban y que doblaba sus hombros, caían de rodillas o rodaban por entre las maltrechas veredas, merced a un mal paso o al cansancio. No faltó quien, víctima de aquellas tropelías del paisaje, terminara con algún brazo o una pierna tronchada. Cuando así sucedía, entre los ayes y las retorcidas de furia por el dolor, se maldecían y reprendían ellos mismos, como si caerse de tan fea forma fuera indigno o se tratara del pecado que mereciera el mayor de los castigos.

Martín López resistía el penoso y largo andar por aquellas regiones de agobio y de peligro. Ya, desde esa primera jornada, se enteró de algunas escaramuzas. Algunos tamemes que habían sido descalabrados, merced a las hondas y las piedras con vocación de certeras de los enemigos. Nada de cuidado, nada que cambiara el curso de la guerra y que el reemplazo de un cargador por otro no pudiera remediar. Teuletipile y Tiutical insistían en marchar sin detenerse. La larga comitiva debía alimentarse mientras andaba, y lo mismo sucedía con la bebida, que era proporcionada por el extenso mujerío de los tascala.

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