Fortuna

Fortuna


VI

Página 25 de 37

Llegó la noche, y aunque había algo de luna, el camino se tornaba errático y riesgoso. Se temía, más que por la vida de uno de aquellos ganapanes, por los maderos y el demás bagaje, no fuera a ser que terminaran por desperdiciarse en lo hondo de algún barranco. Las sombras lo dificultaban todo, y las penurias propias de la sierra, y además se temía por alguna celada, por lo que el carpintero decidió detener la marcha. No hizo caso de las consejas y advertencias en contrario. Los dos capitanes tascalas lo reprendieron, tratando de hacerlo entrar en razón. “Los mexicanos no atacan nunca de noche”, quisieron aleccionarlo, pero el capitán de gálibo se empeñó con lo suyo y terminó por imponerse. Los quince mil de aquel ejército de cargadores y guardianes se lo agradecieron.

El carpintero dispuso su descanso alrededor de una fogata. Lo acompañaban Andrés Núñez, su capataz, los infaltables Ramírez y Diego Hernández, los robustos aserraderos, así como Hernando de Aguilar, el que machaba. Todos, a cuál más fatigado y con frío, con los pies hinchados.

Una vez que probó algún alimento, Martín López abandonó a sus hombres y fue en busca de la bella.

La encontró atenta a las estrellas, en actitud de quien se pregunta verdades profundas y acaso profanas.

—¿Por qué hay tanto todo en tanta nada? —preguntó la muchacha, con algo de sobrecogimiento, como si se sorprendiera ella misma en la confesión de una blasfemia.

Martín López la encontró algo entelerida por la frialdad de aquellas regiones. Discurrió en la posibilidad de abrigarla con un abrazo, y temió ser recibido con una cachetada. Lo pensó mejor y le ofreció una chaquetilla de cuero que portaba. Había sido el regalo que Cristóbal de Huelva le había dado el día de su partida, cuando se embarcó en medio de bondadosos augurios a las lejanas Indias. Fortuna la aceptó sin miramiento alguno, entretenida en las honduras de aquel firmamento que todo lo abarcaba. La prenda olía a humo y a sudor añejo de hombre, pero no le importó. Se la puso a la manera de un chal. Después dijo:

—Mi abuela decía: “Todo ese infinito, otra manera de nombrar qué... ¿Nada...?”

El carpintero permaneció en silencio, sabedor de que no eran ésos sus terrenos y que no podía aportar ninguna porción de ingenio a aquel discurrir de curiosos pensamientos. Él también miró hacia las alturas. Era un cielo transparentemente oscuro y tachonado de estrellas. Se sobrecogió, en parte por el frío que le caló sin su chaquetilla y en parte porque se imaginó la vastedad de aquel cosmos insólito. Se percató de que, a pesar de todas las mecánicas religiosas que lo explicaban, había algo ahí que escapaba a su entender, algo que le daba miedo y lo pasmaba. Él era un hombre práctico, no dado a las demasiadas reflexiones. Le atraían más las cosas de la tierra que las de allá arriba, y unas se empeñaba en aprenderlas y las otras prefería mirarlas de soslayo, pues le producían un desasosiego que no le gustaba.

—¿Escuchaste? —le preguntó Fortuna.

Martín López aguzó el oído. Se percató de los ronquidos, de la tronadera de algunos efluvios indiscretos, de palabras surgidas en conversaciones vanas, del crujir de las ramas al correr del viento y de uno que otro ruido natural del bosque y de las oscuridades. Nada más.

La muchacha volvió a oír algo.

—Es un relincho —dijo.

Martín López intentó penetrar la inquietante negrura para justificar tal aserto. No escuchó nada, pero todo él se puso tenso y alerta. Recordó al jinete mexicano y sus ganas de ensartarlo con sus flechas.

Fortuna volvió a escuchar aquello. En efecto, tal vez era un relincho, pero de serlo, provenía de muy lejos.

—Es el Cuervo —acotó Fortuna, y a su vientre regresó esa dulce y terrible desazón que le había sido tan familiar meses antes.

—Es Meshicayotl —agregó, como si contara un secreto. Se sorprendió de su indiscreción, pero ya estaba dicho, como algo trágico y sin remedio.

Algo en ella se preocupó y alegró enormemente.

 

* * *

 

La marcha continuó en medio de más serranías y penalidades. Quince mil hombres. Quince mil hombres por entre los montes y los bosques, por veredas angostas y no exentas de fatiga, de fango y de riesgo. En la retaguardia hubo un ataque que por poco provoca una desbandada. Menos muertos y más los descalabrados, tal fue el desenlace de una carga airada de los mexicanos. Fueron repelidos no sin esfuerzo, con el costo de algunos tamemes y el deslumbrante miedo de morir de otros. Pelearon con brío pero al final terminaron con muchos heridos y huyeron en un vergonzoso desorden. Hubo quien, temeroso de que le llegara su hora, abandonó la carga y se echó a correr. Cuando terminó la escaramuza y regresaron a sus puestos, fueron reprendidos con dureza, sin menoscabo de azotes e insultos. Retomaron lo que habían tirado, el ceño y la actitud verdaderamente avergonzada. A la larga no importó, porque el camino no se detuvo. Mientras allá atrás se combatía, la marcha continuaba, de todas formas. Era tan grande aquel contingente de cargadores y soldados que lo que afectara a una de sus partes no afectaba a las otras.

“La serpiente de madera”, comenzaron a llamarle a aquel andar sinuoso. Una serpiente de madera, calcularon a ojo de buen cubero, de unas dos leguas de largo. A Martín López le agradó el símil. Bien que podía imaginarse el serpentino vericueto, ese lento transcurrir de los bergantines cargados a fuerza de piernas y hombros, maldiciones y peticiones a las divinidades. Se imaginó que era un río o un brazo de mar y que sus naos navegaban cual verdaderas criaturas del agua, como dragones acuáticos del bosque, entre las peñas, los caminos polvorientos y lodosos, y los árboles. Ojalá y Cristóbal de Huelva hubiera podido contemplar aquello, lo henchido de orgullo que se sentiría por su pupilo. Así se sentía él. El carpintero respiró con holgura, satisfecho de sus logros.

Tras dos días y medio de jornada, la serpiente de madera era menos jovial en sus tambores y cantos de celebraciones, pero pocos osaban quejarse ni hacían alusión a sus raspones o a sus músculos adoloridos. Sufrían la extenuación en solitario mutismo. Martín López, igual. El carpintero sudaba. El camino de esa mañana era áspero y más empinado, y parecía no acabarse nunca. Respirar se complicaba. Daba la impresión de hallarse a una altura superior a todas las anteriores ascensiones por aquellos cerros que parecían no acabarse. El tesón que necesitó ese día fue más requerido, pero cuando arribó a la cumbre, su alma se alegró para beneplácito de su cuerpo y de sus interiores. Allá abajo se extendía un amplio y verde valle. Lo atisbó por entre unos manchones de nubes que coronaban aquellas alturas conquistadas con vigoroso empeño.

Buscó a la bella. Había pedido, capricho de capitán que le fue dado, que las mujeres se unieran para caminar junto a él y a sus cercanos. La descubrió en su andar de paso firme, sin arredrarse ante nada. Era un caminar casi altivo, de tú a tú con los demás hombres. La halló hermosa pero también atenta a los ruidos y movimientos del bosque. Seguía terca, empeñada en escuchar aquellos ecos de su captura por los mexicanos, recelosa de ser seguida por el Cuervo y el que lo llevaba de las riendas, el empeñoso y furtivo Meshicayotl.

Bajaron con rumbo al valle, pasaron por un ruinoso caserío al que los indios llamaban Gualipar y como a mitad del camino se escuchó un relincho y luego otro.

El capitán de gálibo se puso atento y receloso.

De la vanguardia, de allá adelante, donde se hallaba la cabeza de aquella serpiente de madera, provenía un claro alboroto de murmullos y asombros.

Fortuna buscó al carpintero con la mirada. Se acercó a él como quien busca la maravilla del agua o el esperado consuelo. La seguía María de Estrada, igual de atenta a las señales del bosque y a la celada. Ambas llevaban la mano puesta en la empuñadura de su daga. Ambas sacaron varias veces sus espadas para constatar que se deslizaban bien a lo largo de su funda, y que estaban listas por si se les requiriera.

La marcha se detuvo y todo mundo aguzó el oído. Hubo quien oteó a la manera de los perros y otros que pegaron el oído a la tierra para prever lo que se avecinaba. Algunos de los tamemes jamás habían escuchado algo parecido a un relincho. Sus mujeres, menos, así que les parecía cosa de maravilla y de espanto. Sin duda, era eso: relinchos.

“¿Meshicayotl?”, se preguntó Martín López, y el nombre le resonaba como el de un fantasma o el de un poderoso adversario.

Al poco rato, vieron aparecer a varios hombres a caballo. La serpiente de madera se abría para permitirles el paso.

El carpintero reconoció a algunos de ellos. Era Gonzalo de Sandoval y una decena de bien armados jinetes. Se les veía rufianes y matones pero algo maltratados por las cabalgatas.

Andrés Núñez el capataz se acercó a saludarlos. Lo mismo hizo Diego Hernández, el de oficio aserradero. El capitán les preguntó algo y los dos hombres, ni tardos ni perezosos, señalaron a Martín López.

Azuzó al caballo, que era un pinto de buenas trancas, algo terco para la rienda y de regular alzada, y se dirigió al carpintero. Desde las alturas de centauro en que se hallaba, le dijo:

—Parece que en ti está cifrada la victoria. Que así sea. Me han mandado para proteger tu cargamento, que pido al cielo sea de verdadero provecho a la hora buena...

 

* * *

 

La serpiente de madera arribó, tras cuatro jornadas enteras y muchos pesares, a la ciudad de Tezcuco. El contingente, de suyo fatigado, aún tuvo fuerzas para sonreír y mostrar un alegre brío a la hora de ser recibido en aquel desperdigado caserío junto al delirante lago. El día era soleado y olía a hierba húmeda y a flores cortadas, a un aroma avainillado y a fogones con cacao y agua hervida. Sonaron los tambores y las chirimías, también hubo silbidos y algunos gritos de júbilo. Ahí los esperaban algunos señores principales, todos ellos muy empenachados y con sus mejores ropas y afeites. Ostentaban la cara rayada y los muslos azules. También estaba ahí el capitán general, maravillado de tan larga procesión, dispuesta en perfecto orden, todos muy disciplinados y solemnes. No portaba su armadura, lo que demostraba, en verdad, que se hallaba entre aliados. Lucía la cabeza con trapos, debido a otra descalabrada. Se le veía débil y avejentado, pero no dejaba de mostrarse agradado por aquella procesión, colorida y ávida de no terminar nunca.

Más de medio día tardó en apersonarse todo aquel grupo de cargadores y soldados, hechos de una arcilla duradera para las miserias y los trabajos.

—¡Viva, viva el emperador, nuestro señor! ¡Viva Castilla! —se escucharon algunos gritos.

—¡Tascala! ¡Tascala! —corearon otros.

Gonzalo de Sandoval y Martín López presidieron tamaña comitiva.

El capitán general se adelantó y saludó con un abrazo al carpintero.

—¿Mis bergantines? —preguntó casi con lujuria.

—Listos para ser botados al agua —fue la respuesta.

En cuanto los quince mil soldados y tamemes completaron el recorrido, y una vez que dejaron la carga en un solar previamente designado, un baldío seco y extravagante de polvo, zanjas y esteros, ubicado a las afueras, se asignó una dotación de tascalas y españoles para resguardarla de los intrusos y se procedió a tener una reunión donde planear lo que procedía.

Se dirigieron a los palaciegos aposentos de un extinto rey, que había sido grande y respetado. Escogieron un salón ricamente adornado con dibujos de bellos coyotes y ahí se adueñaron de la plática y de los sueños de conquista. El capitán general emprendería una nueva ofensiva en los señoríos cercanos, para apaciguar los ánimos y establecer alianzas. Partiría al día siguiente con rumbo a Saltocan y después a Tenayuca. Lo acompañaba su inseparable Pedro de Alvarado, más robusto, más rufián y más presuntuoso. No dejaba de medirse en porte y altanerías de mirada con un capitán de los tascalas a quien llamaban Ixtlixóchitl, de especial porte y alcurnia. No era un capitán cualquiera. Era uno de los guerreros más temidos en aquellas tierras más allá de las montañas, regiones de tortillas y carentes de sal. El estruendo de su reputación para el combate y el brotar de la sangre se adelantaba por mucho a su sombra. Los propios Teuletipile y Tiutical se arrodillaban a su paso. Era callado pero observador de las maniobras de la naturaleza y de los que merodeaban el mundo. De él se contaban muchas hazañas, algunas propias de un espectro y otras más de las que dejaban huellas inapelables en el alma y en el cuerpo. Se había corrido la voz de que a él se debía, y no a las vírgenes o los santos a los que todos se encomendaban, la triste noche en que escaparon de la urbe de ensueño.

—Hubiéramos perecido sin remedio, a no ser porque este señor Ixtlixóchitl mandó sus canoas a enfrentar a los mexicanos en la oscuridad y riesgos del lago —le había confiado Bernal.

Era una mentira inmunda o una verdad grave, pero nadie osaba decirla en voz alta. El capitán general no dejaba de pregonar sus hazañas en charlas ufanas no exentas del demonio de la vanidad, así como en ornamentadas relaciones de sus hechos enviadas por carta al rey de Ispania, y no consentía que nadie le quitara el sabor de la gloria que a él, y sólo a él, le pertenecía.

—No es de compartir la fama —le había dicho Bernal, en clara advertencia para no confiar demasiado en sus palabras a la hora de repartir los honores por la manufactura de los bergantines.

Ixtlixóchitl parecía saberlo. Miraba con recelo a los españoles. Era como un perro de presa, harto de inútiles vaguedades. Pedro de Alvarado y él se hubieran liado a cuchilladas con evidente gusto de salvajes. Así de temerarios y averiados del orgullo se contemplaban.

Eran otros tascalas los que hablaban. Lo hacían con autoridad y aristocrática gracia. Eran señores más principales en nobleza, mas no en osadía como Ixtlixóchitl. Había uno al que decían Chichimecatecutli y otro de apelativo Xicotenga. Éste era alto y bien construido, si bien algo gordo de la cara y con hoyos que le afeaban los cachetes. Participaron como iguales, no como súbditos, porque el enemigo era el mismo.

Se repartieron asignaciones y tropas. A Martín López le correspondió armar los bergantines a la brevedad posible. Recibió instrucciones de construir junto al lago los diques de labrado. A la mañana siguiente debía escoger el sitio adecuado. Recibiría una dotación de tascalas y españoles para la protección de los navíos y cuantos hombres necesitara para llevar a buen término su faena.

Cuando salió de la reunión ya era de noche. Bostezó con la fuerza de una fatiga innombrable. Se dio cuenta, no sin desconsuelo, que no tenía dónde dormir.

 

* * *

 

El lago era un cielo de líquidos vaivenes. El agua luminosa y con la virtud de los cristales, si bien marchita de sabor y olorosa al remedo triste de lo salobre. Tenía algo de belleza antigua, solemne, aplacada por las divinidades del tiempo. Las ranas bostezaban al sol y los peces eran argentinos y abundantes. El calor era mucho, de los que borran intenciones y sueños frágiles, y no había sombra cerca, sólo huizaches y bejuquillos mecidos por una brisa tenue. Martín López marchaba por entre el molesto fango, la crecida maleza, las playas magras de arenas ennegrecidas, temeroso de alguna sierpe, de dejar el calzado en posesión del lodo, en busca de una región propicia para armar sus naves.

A lo lejos, como una visión borrosa del espanto, se perfilaban los altos templos de la urbe de ensueño, entorno imborrable de aquella noche de desbarate. Se estremeció un poco con el recuerdo de sus penalidades, y de cómo la muerte los acechó en esos lares de calaveras al aire, sahumerios ceremoniales, batallas callejeras y flechas con notorias intenciones. Recordó los alaridos de sus colegas presos, conducidos al lugar de los sacrificios, una piedra indolente a sus espaldas y el corazón ofrendado al más brillante de los astros ante la tiranía de sus aterrados ojos. Se preguntó si tal sería su destino, si la daga inclemente lo destriparía, y una sensación incómoda, la náusea de la vida, se apersonó en su estómago y se expandió por sus entrañas y por su testa.

Se preguntó más cosas. Cosas hinchadas de profundidad y de misterio, asomos al abismo de lo que no comprendía. Respiró hondo, como si se tratara de un bálsamo o de una respuesta a sus cavilaciones. Y se sorprendió de hallarse en el Nuevo Mundo, al que imaginaba con oro hasta en las plumas de los pájaros, y con valles de extravíos paradisiacos y largueza en sus provisiones, y de bellas vírgenes con actitud de coquetas, y lejos de tales alucinaciones, se reconoció descuidado en su aspecto, sin más riqueza que lo que llevaba puesto y sin mayor esperanza que la de vivir otro día. Se halló cansado, un cansancio febril como si no se hubiera reposado nunca. No dejaba de bostezar, le dolían los muslos, las pantorrillas, y le hurgaba en el desánimo una ampolla recién reventada.

“Parezco un hombre resucitado, un hombre que resucita todos los días”, le dio por asentar con desilusión, como si se tratara de una verdad tan grande como una montaña.

Caminó. Lo hacía acompañado de varios tascalas y un par de somnolientos arcabuceros, que le servían de escolta. También se hallaba uno de sus hombres más cercanos, Ramírez, que era cojo debido a una maldad de guerra. Martín López lo admiró. Ya lo había hecho durante los cuatro días de agreste caminata por la sierra. Tenía a su cargo el oficio de aserrar y era de madera gruesa, tal y como lo mostraban sus manos engrandecidas por el rigor del trabajo y las callosidades. No era de los de quejarse. Ahí estaba, presa de ese sube y baja que lo afeaba, pero sin dejarse amilanar por la desgracia. Se comparó con él y el carpintero salió ganando. Se dijo: “Lo mejor de la vida es estar vivo”, se alzó de hombros y reanudó el paso a pesar de la ampolla y de ciertos desánimos.

En ésas estaba cuando se desató la voz de alarma y una gritería de preocuparse. A toda prisa, surgidos de algún misterio de la laguna, aparecieron canoas y volaron las piedras. Hubo, en la brevedad de un instante, dos descalabrados, que cayeron de bruces en el fango, la cabeza abierta y los ojos en otra parte. Ramírez, a pesar de su cojera, fue de los primeros en correr, y lo hizo con inusitado brío y con agilidad de ciervo asustado. Los arcabuceros cargaron y dispararon. Un vaho de humo cubrió el descampado. Martín López se alejó, no sin sentir que las piedras y algunas flechas le pasaban cerca de los hombros. Se detuvo detrás de la protección de un árbol. Ahí se encontró a Ramírez, bien parapetado y listo a emprender de nuevo la carrera si el peligro lo ameritaba.

Hubo tres muertos entre los tascalas y un flechado en una pierna entre los españoles.

Martín López regresó con las manos vacías y el corazón como un tambor de guerra. No que le faltara valor, pero una retirada a tiempo para salvar el honor del cuerpo era mejor que quedar pasmado y ausente como los muertos. Durmió toda la tarde y hasta la mañana siguiente, de corrido y como un bendito. Se despertó por completo mojado en sudor, como si recién lo hubieran pescado en un mar de alucinaciones. Se sentía atolondrado pero algo remudado, de buen talante, mejor. Fue a donde la tropa a buscar alimento, que no era mucho y además malo. Buscó a Fortuna para dar a sus ojos un panorama de hermosura, y no sin desilusión se enteró de que la muchacha había partido junto con el grueso de la tropa a hacer la guerra en Saltocan. Retornó con algo de desesperanza en el pecho, dio algunas órdenes y reemprendió el camino hacia el lago para buscar el sitio fértil donde labrar sus barcos.

Ramírez se excusó de no acompañarlo con el santo remedio de una dolencia inventada en el sitio de su cojera. Fue por pura intuición, flojera o cobardía, pero de la que se salvó, porque una horda de guerreros belicosos volvió a darles lata desde las inquietas orillas. Eran gritos de salvaje, acompañados de piedras y flechas veloces con las que intentaron llevarlos al sepulcro más inmediato. “No son las piedras o las flechas lo que te mata”, recordó las palabras de Bernal, “sino la velocidad”. Una piedra inerte en el lecho de una vereda resulta por entero inofensiva. Una piedra lanzada con una honda bastaba para quebrar las sienes. El buen Bernal, a quien la tropa comenzaba a llamar con un apodo afortunado, “el Guapo”, porque lo mismo era de buenas facciones y también dispuesto siempre a la guerra, y quien esa misma mañana había salido con destino a nuevas batallas, de cara a su implacable sino: el de rifarse el pellejo en aras de sentirse más vivo, el de vérselas con el juicio implacable de la existencia en riesgo.

La historia se repitió día con día. Por cada ocasión que Martín López se aventuraba a las riberas a buscar el sitio indicado, así aparecían las canoas de enemigos para repartirles maldiciones y dolorosas afrentas con sus armas.

Martín López buscó a Luis Marín, que había quedado a cargo de la plaza mientras el capitán general se hallaba fuera, en sus guerras de aplaque, y le contó lo sucedido. Era delgado, como si lo hubieran exprimido como un trapo, y algo tosco en el habla y en el trato. Se hallaba a sus anchas, amancebado con una india de bonitos ojos que habían puesto a su servicio. Tenía fama de tener el pensamiento más propiamente en la entrepierna y no en la cabeza. Cuando el carpintero se apersonó lo tuvo por inoportuno y dado al lloriqueo. No lo pensó mucho. Quiso remediarlo con lo único que se le ocurría, una dotación mayor de soldados. Pero, sin importar cuántos fueran éstos, el lago se convertía, más que en un lugar de aguas tranquilas, en un hervidero de peligros para los de las orillas. Muchos murieron así, derribados por la muerte desde las naos enemigas.

Luis Marín, buen conocedor de rincones mujeriles pero inexperto para algunos menesteres de estrategias, se rascaba la cabeza tras aquellos descalabros. ¡Cuánta razón había en la descocada empresa de construir los bergantines! Si no se dominaban las aguas, la derrota les mostraría los dientes. Discurrió algunas soluciones que en nada contribuyeron, a no ser a contar con otra decena de malheridos, algunos derivados en una adolorida muerte, y luego mandó avisos al capitán general, ocupado en pacificar el señorío de Tenayuca. Ahí, junto a dos grandes bultos de sierpes de malas figuras, cobijado por un fuerte contingente de soldados y por las huestes del soberano de aquellos lares, quien se decía su amigo, el capitán general se mostró severo de pensamiento, el gesto adusto y las manos enlazadas en la espalda, y tras mucho cavilar acerca de los distintos planes que se le ocurrieron, dio en ordenar algo que lo pintaba de nuevo de cuerpo entero. Una locura.

Uno más de sus inspirados disparates. Un quehacer no propio para los blandos. Una estratagema que requería del temple de muchas buenas estirpes. Una maniobra sagaz que algo tenía de los discursos propiedad de los afiebrados.

 

* * *

 

Martín López, cuando le fue comunicada aquella locura, se negó a creerla. Se creyó entrampado en una broma de mal talante, en una fantasía para embaucar a los bobalicones. Intuyó, incluso, en el atolondrado y ambicioso capitán general, un mal de cabeza, producto de aquella pedrada que le había removido algo más que la cerilla en las orejas y los huesos del cráneo. Lo recordaba con su trapo y la actitud avejentada y dolorida. Tal vez era eso, si bien se cuidaba de soltar la lengua, no fueran a prenderlo por traidor y maledicente.

Era algo digno de orates o de reyes tocados por el designio divino. Comenzó a creerla cuando muchos de los tamemes que se habían devuelto a Tascala, contentos de recuperar el sosiego de sus pies cansados y abrazar a sus mujeres y a sus hijos, regresaron a Tezcuco con actitud rejega y de hartazgo.

No hubo necesidad de explicarles nada. Llegaron con la herramienta necesaria, tocones puntiagudos, cestas de paja; se les proporcionaron además algunas palas, zapapicos y almádenas que se tenían para hacer fortificaciones, e iniciaron el trabajo.

Martín López intentó ver desde ahí la laguna y no la veía. Se hallaba en el solar donde reposaban los maderos de hacer sus bergantines, regados en la negra y seca tierra cual si se tratara de huesos en un desolado cementerio.

Media legua, calculó, a ojo de buen carpintero. Media legua, una distancia enorme entre el solar y la laguna. Media legua, misma que los tamemes debían recorrer aunque no a pie sino dedicados a escarbar y sacar tierra, piedras, raíces y lo que encontraran. A desenterrar para hacer un camino de agua. A excavar para cumplir una exigencia de alucinado. Ésa era la locura. Para proteger las naos, se debía construir un canal que comunicara las orillas del pueblo con las orillas de aquel lago. Media legua. Los tamemes apenas si tuvieron tiempo de reposar el camino desde Tascala hasta Tezcuco, porque el sudor no tuvo oportunidad de cuajar o irse con el aire, porque el mal resuello se aposentó en sus cuerpos ávidos de un poco de paz y de sombra, ya que le dieron duro a la faena de dejar vida, manos, cintura y espalda en la escarbada.

—Son esclavos sin herrar, un tumulto de pobres desgraciados —aseguró Núñez, el capataz, acaso condolido con el destino de aquellos hombres.

Más y más tamemes se convocaron para la tarea, cerca de ocho mil indios se arrejuntaron, venidos de pueblos cercanos y lejanos, de la misma Tezcuco y de Acolhuacan y de Tefaico. Laboraban de sol a sol, con la resignación a cuestas. No había agua ni comida para todos ellos, así que algunos se desvanecían o deambulaban perdidos como agónicos.

A Martín López le consultaron las medidas de aquel portento, pues para él se hacía, para sus barcos.

—Dos estados de hondura y lo mismo de anchura —dijo, después de un rápido cálculo.

La Zanja, comenzaron a llamarle a aquella locura. Se aprovechó un arroyo de poca agua que corría hasta la laguna y sobre él se inició la excavadera.

El capitán de gálibo se puso asimismo a trabajar. Reunió a sus hombres, se escogió una centena de indios que parecieron propicios a la faena, los encomió con ferocidad de adivino a confeccionar los bergantines, por ser importantes para la guerra, y dio la orden de empezar.

Los trabajos se hicieron en la ciudad misma, en aquella Tezcuco aliada de sus intenciones y de su deseo de vengar tanta afrenta altanera de los mexicanos, en el mismísimo solar donde la madera había quedado a buen resguardo. Hasta ahí llegaría la zanja. O mejor, la zanja partiría de ahí para adueñarse de la laguna.

A Ramírez, el cojo, la idea le pareció descabellada:

—Armar barcos lejos del agua es como buscar a Mahoma en Granada o escribir a mi hijo el bachiller en Salamanca...

 

* * *

 

La zanja avanzaba, lo mismo que la armadura de los barcos.

Las cuadernas se izaron como esqueletos de un animal temible y antiguo. Los zopilotes y las urracas revoloteaban con actitud torva de traidores, como a la espera de abalanzarse sobre esos huesos mondos a la intemperie. Las tablas se ajustaban conforme a lo concebido. Cada vestigio de esas bestias enormes de madera llevaba un número y una clave para indicar si correspondía a la proa o a la popa, al babor o al estribor. El golpeteo de los martillos no cesaba. Se pedían más clavos, se regañaba porque algunas de las tablazones no eran las indicadas para ese sitio, se daban gritos de aliento, se escuchaban órdenes y maldiciones. Había manos astilladas, uñas amoratadas, entrañas vacías, una incertidumbre pesada, una sed de proporciones deslumbrantes y sudores de demasiadas extenuaciones y muchos soles. Martín López veía crecer sus naos.

Ir a la siguiente página

Report Page