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Parte V: La práctica inteligente » 15. El mito de las 10 000 horas

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15. El mito de las 10 000 horas

La Iditarod es una carrera, tal vez la más dura del mundo, en la que, durante más de una semana, equipos de perros de trineo compiten para ver quien atraviesa antes unos 1800 kilómetros de hielo ártico. Por lo general, los perros que tiran del trineo y el musher [el conductor del trineo] corren de día y descansan de noche, o viceversa.

Pero, en lugar de atenerse a los periodos de 12 horas de carrera y 12 de descanso habituales, Susan Butcher reinventó la Iditarod corriendo y descansando en tramos de 4 a 6 horas durante todo el día y toda la noche. La suya fue una innovación no exenta de riesgos, porque contaba con menos tiempo para dormir, pero Butcher y sus perros habían practicado de ese modo y, desde el primer intento, estaba convencida de que ese empeño endiablado podía funcionar.

Butcher, que ganó cuatro veces la Iditarod, falleció de leucemia (que también se había cobrado, durante su infancia, la vida de su hermano) una década después de sus días de competición. En su honor, el Estado de Alaska declaró el primer día de Iditarod como Día de Susan Butcher.

Butcher, que era veterinaria, también fue una innovadora en el tratamiento amable y cuidadoso de sus perros haciendo, de su entrenamiento y atención durante todo el año, la norma en lugar de la excepción. Y también era agudamente consciente de los límites biológicos de sus perros y de su propio cuerpo. De hecho, una de las principales críticas vertidas sobre la carrera era el tratamiento que, en ella, se daba a los perros.

Butcher adiestraba a sus perros como el corredor de maratón se entrena para una carrera, concediendo al descanso la misma importancia que al ejercicio.

«El cuidado de los perros era, para Susan, la prioridad fundamental —me dijo su marido, David Monson—. Consideraba a sus perros como atletas profesionales y les proporcionaba, en consecuencia, durante todo el año, el mejor entrenamiento, la comida más selecta y la más esmerada atención veterinaria».

Y no debemos olvidar su propio entrenamiento. «La gente no puede imaginarse las complejidades que implica preparar una expedición, que puede durar hasta dos semanas, a través de 1600 kilómetros por el hielo y la nieve —me dijo Monson—. Uno está a merced de ventiscas y de temperaturas de entre 40 y 60 grados bajo cero. Hay que llevar cajas con herramientas, comida y medicinas para uno y sus perros y tomar las decisiones estratégicas adecuadas. No es muy distinto a preparar una expedición para escalar el Everest.

»Entre los diferentes puntos de control, separados entre 140 y 160 kilómetros, por ejemplo, uno debe dejar reservas de comida y suministros para el siguiente tramo y medio kilo de comida para cada perro todos los días. Pero si, en el siguiente tramo, se desata una ventisca, debe llevar también refugio y comida adicional para los perros… lo que añade un peso extra».

Butcher tenía que adoptar ese tipo de decisiones estratégicas —además de permanecer vigilante y atenta— durmiendo una o dos horas al día. Mientras sus perros disponían del mismo tiempo para descansar que para correr, ella debía ocuparse, durante los descansos, de atender y alimentar a los perros y a sí misma y llevar también a cabo las reparaciones necesarias. «Tomar, en situaciones tan agotadoras y estresantes, la decisión correcta —afirma Monson—, requiere mucho tiempo de cuidadoso entrenamiento».

Fueron muchas las horas que Butcher dedicó a perfeccionar sus habilidades como musher, estudiando las características de la nieve y el hielo y relacionándose con sus perros, aunque la parte más importante de su régimen de entrenamiento fue la autodisciplina.

«Lo que explica su éxito —me dijo Joe Runyan, otro ganador de la Iditarod— era su extraordinaria concentración».

La «regla de las 10 000 horas» [equivalente a 3 horas de entrenamiento diario durante 10 años] es un nivel de práctica que se ha llegado a considerar la clave del éxito en cualquier dominio y ha acabado convirtiéndose en una especie de letanía sagrada que se recita en todos los talleres sobre mejora del rendimiento y de la que se hacen eco muchas páginas web[186]. El problema es que se trata de una media verdad.

Si somos, pongamos por caso, malos jugando al golf e incurrimos una y otra vez en los mismos errores, nuestro juego no mejorará, independientemente de que hayamos superado el listón de las 10 000 horas. Seguiremos, en tal caso, siendo igual de patosos… aunque, eso sí, un poco más viejos.

Anders Ericsson, psicólogo de la Universidad del Estado de Florida que se ha dedicado a investigar el grado de pericia adquirida tras la aplicación de la regla de las 10 000 horas, me dijo: «De poco sirve la mera repetición mecánica. Es necesario, para aproximarnos a nuestro objetivo, ajustar una y otra vez nuestra meta[187].

»Hay que ir adaptándose poco a poco —añade— permitiendo, al comienzo, más errores que, a medida que nuestros límites se expanden, debemos ir ajustando».

Exceptuando deportes como el baloncesto o el rugby, en los que intervienen rasgos físicos como la estatura y la corpulencia, sostiene Ericsson, casi cualquiera puede alcanzar las cotas más elevadas del desempeño.

Los mushers de la Iditarod descartaron, al comienzo, toda posibilidad de que Susan Butcher ganase la carrera.

«En aquella época —recuerda David Monson—, la Iditarod era considerada una carrera para hombres tipo cowboy. Solo competían en ella tipos rudos que insistían en que, mimando a sus perros como lo hacía Susan, jamás podría ganar. Pero, después de ganar varios años consecutivos, la gente se dio cuenta de que sus perros eran los mejor preparados para enfrentarse a los rigores de la carrera, lo que ha acabado transformando por completo el modo en que hoy se preparan los participantes».

Ericsson afirma que el secreto de la victoria radica en la «práctica deliberada», en la que un entrenador experimentado (precisamente lo que Susan Butcher, una veterinaria experta, era para sus perros) nos dirige, durante meses o años, a través de un entrenamiento bien diseñado al que nos entregamos plenamente.

Pero no basta, para alcanzar un gran nivel de desempeño, con muchas horas de práctica. Lo que importa, en cualquier dominio que consideremos, es el modo en que los expertos prestan atención mientras practican. En su estudio sobre violinistas (que sirvió para establecer, por cierto, el límite de las 10 000 horas), por ejemplo, Ericsson descubrióque los expertos se entrenaban, guiados por un maestro, conplena concentración, en mejorar un aspecto concreto de su ejecución[188].La cosa no se limita, pues, a las horas de ejercicio, sino que también son importantes el feedback y la concentración.

Mejorar una habilidad requiere de la participación de un foco descendente. La neuroplasticidad, el fortalecimiento de los circuitos cerebrales más antiguos y el establecimiento de nuevas conexiones para ejercitar la habilidad que estemos practicando, requiere atención. Cuando, por el contrario, la práctica discurre mientras nos ocupamos de otra cosa, nuestro cerebro no reconstruye los circuitos relevantes para esa rutina concreta.

La ensoñación cotidiana arruina la práctica. Poco mejora el desempeño de quienes pasan, mientras se ejercitan, de una cosa a otra. La atención plena parece alentar la velocidad de procesamiento mental, fortalecer las conexiones sinápticas y establecer o expandir redes neuronales ligadas a lo que estamos ejercitando.

Al menos al comienzo porque, cuando dominamos una nueva rutina, la práctica repetida transfiere el control de dicha habilidad desde el circuito descendente (característico del foco de atención deliberado) al ascendente (que lleva a cabo la tarea sin realizar esfuerzo alguno). A partir de ese momento, ya no necesitamos pensar y podemos responder bastante bien con el piloto automático[189].

En este punto radica, precisamente, la diferencia que existe entre expertos y aficionados. Estos últimos se sienten satisfechos con permitir que, a partir de un determinado momento, sus esfuerzos se conviertan en operaciones ascendentes. Al cabo de unas 50 horas aproximadas de entrenamiento (ya sea esquiando o conduciendo, por ejemplo), las personas logran un nivel de rendimiento «relativamente aceptable», que les permite realizar los movimientos casi sin esfuerzo. Ya no tienen necesidad entonces de concentrarse en el ejercicio, sino que se limitan a dejarse llevar. Independientemente, sin embargo, del tiempo que dediquen a la práctica de esta modalidad ascendente, su mejora será imperceptible.

Los expertos, por su parte, nunca dejan de prestar una atención descendente, contrarrestando deliberadamente, de ese modo, la tendencia del cerebro a automatizar rutinas. Se concentran activamente en los movimientos que todavía deben perfeccionar, corrigiendo lo que no funciona y ajustando, en consecuencia, sus modelos mentales. El secreto de la práctica inteligente se resume en concentrarse en los detalles de los comentarios que proporciona un entrenador experimentado. Quienes se hallan en la cúspide jamás dejan de aprender. Y si, en algún momento, tiran la toalla y abandonan la modalidad de entrenamiento inteligente, su rendimiento empieza a moverse por vías ascendentes y sus habilidades se estancan.

«El experto —afirma Ericsson— contrarresta activamente la tendencia a la automaticidad elaborando y seleccionando de forma deliberada un entrenamiento cuyo objetivo exceda su nivel actual de desempeño. Cuanto más tiempo dediquen los expertos —añade— a la práctica deliberada con plena concentración, más desarrollada y perfecta será su ejecución[190]».

Susan Butcher se entrenaba a sí misma y a sus perros para funcionar como una unidad de elevado rendimiento. En lugar de arriesgarse a que, después de haber competido al máximo, sus perros bajasen el ritmo, se sometía a sí misma y a sus perros, durante todo el año, a ciclos que alternaban 24 horas de carrera con periodos de descanso y luego paraban un par de días. No es de extrañar que, cuando llegaba el día de la Iditarod, se hallara en tan buenas condiciones.

Pero la atención concentrada, como los músculos en tensión, acaba fatigándose. Quizás por eso Ericsson constató que los competidores de talla mundial —independientemente de que se trate de levantadores de pesas, pianistas o perros de un equipo de trineo— suelen limitar la práctica más exigente a unas 4 horas diarias. Y es que, para ellos, el descanso y la recuperación física y mental forman parte integral de su régimen de entrenamiento. Aunque traten de llevarse a sí mismos y a sus cuerpos hasta el límite, no los fuerzan tanto como para que, durante la sesión, su foco de atención se disperse. La práctica óptima requiere de una concentración óptima.

Los chunks de la atención

Cuando, en sus giras mundiales, el Dalái Lama se dirige a grandes audiencias, lo hace a menudo acompañado de Thupten Jinpa, su principal traductor al inglés. Jinpa escucha con atención absorta el parlamento en tibetano de Su Santidad, tomando ocasionalmente alguna nota. Luego, cuando se produce una pausa, Jinpa repite en inglés, con su elegante acento de Oxbridge, lo que Su Santidad acaba de decir[191].

En las ocasiones en que, con la ayuda de un traductor como Jinpa, he impartido alguna conferencia en el extranjero, siempre me han pedido que, para que el traductor pudiese repetir mis palabras en el idioma local, hiciese una pausa cada pocas frases porque, de otro modo, tendría demasiado que recordar.

Pero las veces en que he visto actuar, ante una audiencia de miles de personas, a este curioso dúo, el Dalái Lama parecía pronunciar fragmentos cada vez más largos, antes de efectuar una pausa para que Jinpa los tradujese al inglés. Recuerdo una ocasión en la que estuvo hablando, antes de detenerse, un cuarto de hora al menos, un periodo demasiado largo hasta para el más avezado de los traductores.

Cuando el Dalái Lama concluyó, Jinpa guardó silencio unos instantes, mientras la audiencia se veía palpablemente consternada ante el reto memorístico que estaba a punto de presenciar.

Entonces Jinpa empezó su traducción y siguió hablando ininterrumpidamente, sin titubear, durante 15 largos minutos. Todo el mundo, después de tal hazaña, se quedó tan boquiabierto que rompió a aplaudir espontáneamente.

¿Cuál es el secreto de esa habilidad? Cuando se lo pregunté, Jinpa atribuyó su prodigiosa memoria al entrenamiento al que, siendo un joven monje, se había visto sometido en un monasterio tibetano del sur de la India, cuyo programa incluía aprender de memoria largos textos. «Empezamos cuando apenas tenemos 8 o 9 años —me dijo—. Estudiamos textos en tibetano clásico, que todavía no entendemos, y memorizamos los sonidos, algo que supongo que debe asemejarse, en el caso de un monje católico, a aprender de memoria un texto en latín. Parte de los textos son cánticos litúrgicos que los monjes recitan completamente de memoria».

Algunos de los textos que los jóvenes monjes memorizan tienen hasta 30 páginas, así como centenares de páginas de comentarios. «Comenzábamos con 20 líneas que aprendíamos de memoria por la mañana y luego las repetíamos varias veces a lo largo del día con el respaldo del texto y, llegada la noche, las repetíamos de nuevo, esta vez sin apoyo alguno, en medio de la oscuridad. Al día siguiente, agregábamos otras 20 líneas, que recitábamos, junto a las 20 anteriores, y así hasta que conseguíamos memorizar el texto entero».

El especialista en entrenamiento inteligente Anders Ericsson enseñó una habilidad parecida a estudiantes universitarios norteamericanos que, a base de perseverancia, aprendieron a memorizar correctamente hasta 102 dígitos aleatorios (un nivel que les requirió 400 horas de práctica concentrada). En opinión de Ericsson, una atención afinada permite a los estudiantes encontrar caminos más elegantes hacia el rendimiento, ya sea ante el teclado o en el laberinto de la mente.

«Esta aplicación de la atención —me confesó Jinpa— requiere, por más aburrida que resulte, paciencia y tenacidad».

La memorización inteligente parece expandir la capacidad de la memoria operativa a corto plazo, que nos permite almacenar, durante breves instantes, aquello a lo que estamos prestando atención, hasta que acabamos transfiriéndolo a la memoria a largo plazo. Pero ese incremento tiene un carácter funcional y no supone una expansión real, en cada momento, de los límites de nuestra atención. El secreto consiste en fraccionar la información [es decir, dividirla en chunks], una forma de práctica inteligente.

«Cuando Su Santidad habla —me dijo Jinpa— sé, en esencia, el meollo de lo que está diciendo y la mayoría de las veces conozco también el texto concreto al que se refiere. Asimismo tomo breves notas de los puntos clave, que luego rara vez consulto». Esas anotaciones constituyen una forma de fragmentación.

Como Herbert Simon, el fallecido premio Nobel y profesor de Informática en la Universidad Carnegie-Mellon me dijo, hace ya algunos años: «Cada experto ha adquirido, de algún modo, esta capacidad de memoria» dentro de su especialidad. «La memoria es como un índice y los expertos son aquellos capaces de gestionar unos 50 000 fragmentos de unidades de información que, en el caso de los médicos, por ejemplo, suelen ser síntomas[192]».

En el gimnasio de la mente

Pensemos en la atención como un músculo mental que se fortalece a medida que se ejercita. Los ejercicios de memorización desarrollan ese músculo y también lo hace la concentración. Advertir el momento en que nuestra mente empieza a divagar y llevarla una y otra vez hacia nuestro objetivo constituye el equivalente mental al levantamiento repetido de pesas.

Esa es la esencia de la concentración en un punto alentada por la meditación que, contemplada a través de la lente de la neurociencia cognitiva, siempre implica un adiestramiento de la atención. De ese modo, recibimos la instrucción de centrar nuestra mente en un objeto, como un mantra o la respiración. Pero, si lo intentamos un rato, es inevitable que nuestra mente se distraiga.

La enseñanza universal de la meditación insiste en que, cuando nuestra mente divague —y nos demos cuenta de ello—, la llevemos de vuelta a su punto focal y la mantengamos ahí. Y, cuando vuelva a distraerse, volvamos a hacer lo mismo. Y así una y otra vez.

Los neurocientíficos de la Universidad Emory utilizaron un fMRI [imagen de resonancia magnética funcional] para observar lo que sucede en el cerebro de los meditadores cuando llevan a cabo este simple movimiento mental[193]. Cuatro son los pasos que implica este ciclo cognitivo: la mente se distrae, nos damos cuenta de que se ha distraído, llevamos nuevamente la atención a la respiración, y la mantenemos ahí.

Durante la fase de distracción, el cerebro activa los circuitos mediales habituales, pero en el momento en que nos damos cuenta de que nuestra mente se ha distraído, es otra la red de atención que se activa (destinada, en este caso, a captar los rasgos prominentes), y, cuando dirigimos nuestra atención hacia la respiración y la mantenemos ahí, se activan los circuitos prefrontales que están a cargo del control cognitivo.

Como sucede con cualquier otro entrenamiento, el fortalecimiento del músculo de la atención depende de su ejercicio. Y, según constata en un estudio, la persona que ha dedicado muchas horas a la meditación tarda menos, cuando reconoce la distracción mental, en desactivar la franja medial. Y el ejercicio también, del mismo modo, torna menos «pegajosos» sus pensamientos, con lo cual le resulta más sencillo dejarlos a un lado y volver a la respiración. En tal caso, existe una mayor conectividad neuronal entre la región responsable de la divagación mental y la que se ocupa de desconectar la atención[194]. Ese aumento de conectividad en los meditadores experimentados los convierte, en opinión de ese estudio, en el equivalente mental de los levantadores de pesas de competición con pectorales perfectamente esculpidos.

Pero los especialistas en musculación saben bien que no basta, para conseguir un vientre «tableta de chocolate» con el levantamiento de pesas, sino que es necesario también llevar a cabo una serie concreta de ejercicios que activen los músculos relevantes. Y, del mismo modo que el desarrollo de un determinado grupo muscular requiere formas especiales de entrenamiento, lo mismo sucede con el entrenamiento de la atención. Y aunque la concentración en un punto constituya el ingrediente básico de toda forma de atención, se trata de una capacidad que puede ser aplicada de muchas formas.

Los detalles son, a fin de cuentas, los que marcan la diferencia, tanto en el gimnasio físico, en el que ejercitamos nuestro cuerpo, como en el gimnasio mental, en el que ejercitamos nuestra mente.

Subrayar lo positivo

Larry David, creador de series televisivas de gran éxito como Seinfeld y Curb your Enthusiasm, es originario de Brooklyn, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Los Ángeles. En una de sus escasas estancias en Manhattan para rodar algunos episodios de Curb —en los que él mismo actúa—, David acudió a ver un partido de béisbol en el Yanquee Stadium.

Cuando, durante una de las pausas del juego, las cámaras proyectaron su imagen en las gigantescas pantallas Jumbotron, todos los fans del estadio se pusieron en pie para aplaudirle.

Pero cuando, esa misma noche, estaba en el aparcamiento dispuesto a irse, alguien, desde un coche en marcha, le gritó: «¡Larry, eres un imbécil!».

Larry David no pudo dejar de pensar, durante todo el camino de vuelta a casa, en ese encuentro: «¿Quién sería esa persona? ¿Qué era lo que había ocurrido? ¿Por qué alguien le decía algo así?».

Fue como si el recuerdo de los 50 000 enfervorecidos admiradores se hubiese esfumado y solo quedase, en el escenario de su mente, ese recuerdo de ese incidente[195].

La negatividad circunscribe nuestra atención a un rango muy limitado, aquello que nos perturba[196]. Una regla general de la terapia cognitiva afirma que la mejor receta para la depresión consiste en centrar la atención en los aspectos negativos de la experiencia. El abordaje cognitivo hubiera consistido en alentarle a evocar mentalmente los sentimientos positivos que había experimentado al ver el multitudinario reconocimiento de que había sido objeto y se mantuviese concentrado en ellos.

Las emociones positivas abren el foco de nuestra atención, permitiéndonos captarlo todo. Es cierto que cuando contemplamos las cosas con una actitud positiva, nuestra percepción cambia. Como afirma la psicóloga Barbara Frederickson, que se ha dedicado a estudiar los sentimientos positivos y sus efectos, cuando nos sentimos bien nuestra conciencia se expande desde nuestro foco egocéntrico habitual, centrado en el «mí», hasta un foco más inclusivo y cordial, centrado en el «nosotros»[197].

Un apoyo para determinar el funcionamiento de nuestro cerebro consiste en ver si centramos nuestra atención en lo negativo o en lo positivo. Richard Davidson ha constatado que, cuando nos hallamos en un estado de ánimo optimista y energético, se activa el área prefrontal izquierda del cerebro. Esta región también alberga el sistema de circuitos que nos recuerda lo bien que nos sentiremos cuando por fin alcancemos una meta largamente anhelada, lo que explica, por ejemplo, los denodados esfuerzos que realiza un estudiante de postgrado para llevar a buen puerto una exposición que le intimida.

La visión positiva determina, a nivel neuronal, el tiempo que podremos seguir sosteniendo esta perspectiva. Una forma práctica de medir esta variable consiste en valorar, por ejemplo, el tiempo que la persona sigue sonriendo después de ver a alguien ayudando a una persona con problemas, o después de ver la emoción de un bebé dando sus primeros pasos.

La visión optimista se pone de manifiesto cuando nuestra actitud de mudarse a una nueva ciudad o conocer gente nueva muestra que no tiene por qué ser algo terrible, sino una aventura que nos abre posibilidades muy interesantes, como conocer lugares exóticos y descubrir a nuevos amigos. Es mucho el tiempo que dura el estado de ánimo positivo que acompaña a una situación positiva sorprendente como, por ejemplo, una conversación amable.

Como cabría esperar, quienes contemplan la vida desde esta óptica no centran su atención en las nubes, sino en el rayo de luz que se abre paso entre ellas. Lo contrario, es decir, el cinismo, no hace sino alentar el pesimismo. Porque no se trata, en este caso, de que uno se fije en las nubes, sino en la convicción de que, detrás de ellas, acecha un nubarrón todavía más oscuro. Todo depende, dicho en otras palabras, de si centramos nuestra atención en el espectador maleducado o en los 50 000 que aplaudieron entusiasmados.

La positividad refleja, en parte, la actividad de los circuitos cerebrales de recompensa. Cuando somos felices, se activa el núcleo accumbens, una región del núcleo estriado ventral, ubicado en el cerebro medio. Este sistema parece esencial para la motivación y para tener la sensación de que lo que estamos haciendo es gratificante. Estos circuitos, ricos en dopamina, movilizan los sentimientos positivos para esforzarnos en el logro de nuestros objetivos y nuestros deseos.

Esto se combina con los opiáceos endógenos cerebrales, entre los que destacan las endorfinas, (los neurotransmisores responsables del llamado «subidón del corredor», que nos permite seguir corriendo pese a estar exhaustos). Si la dopamina aumenta la motivación y alienta la perseverancia, los opiáceos le agregan una sensación placentera.

Estos circuitos permanecen activos mientras nos hallamos en un estado de ánimo positivo. En un revelador estudio que comparaba a personas deprimidas con voluntarios sanos, Davidson descubrió que, después de presenciar una escena feliz, los individuos deprimidos eran incapaces de mantener mucho tiempo los sentimientos positivos resultantes, porque sus circuitos de recompensa no tardaban en desconectarse[198]. Nuestra área ejecutiva puede movilizar esos circuitos y facilitar, en consecuencia, el mantenimiento de los sentimientos positivos pese a los contratiempos, y perseverar en el intento, haciéndonos sonreír al imaginar lo que supondría el logro de esa meta. Y la positividad reporta, a su vez, grandes beneficios desde el punto de vista del rendimiento, proporcionándonos la energía necesaria para poder centrarnos, pensar con más flexibilidad, perseverar y conectar mejor con las personas que nos rodean.

Formulémonos ahora la siguiente pregunta: «¿Qué estaremos haciendo, si todo va bien, dentro de 10 años?».

Esa pregunta nos invita a soñar un poco, a ver las cosas que realmente nos importan y cómo eso podría dirigir nuestra vida.

«Hablar de sueños y metas positivas estimula centros cerebrales que nos abren a nuevas posibilidades. Pero si la conversación cambia a lo que deberíamos corregir en nosotros, esos centros se desactivan», sostiene Richard Boyatzis, psicólogo en la Facultad Weatherhead de Administración de la Case Western Reserve (y compañero y amigo desde que nos conocimos en la universidad).

La investigación dirigida por Boyatzis se ha centrado en los efectos contrapuestos del coaching. Para ello, él y sus colegas escanearon el cerebro de un grupo de estudiantes universitarios a los que entrevistaron[199]. Esa entrevista se centraba, en algunos casos, en aspectos positivos, como la pregunta sobre lo que les gustaría estar haciendo dentro de 10 años y lo que esperaban obtener de su paso por la universidad. Los electroencefalogramas revelaron una activación, durante las entrevistas centradas en lo positivo, de los circuitos que se ocupan de la recompensa y de las áreas cerebrales responsables de los sentimientos positivos y los recuerdos felices. Esa es la impronta neuronal de la apertura que experimentamos cuando nos sentimos inspirados por una visión.

El foco de atención de la entrevista, en otros casos, era más negativo y se centraba en los horarios, las tareas, los problemas a la hora de hacer amigos y los temores relativos al rendimiento. Cuando los alumnos tratan de responder a preguntas más negativas, las áreas cerebrales activadas generan ansiedad, tristeza y conflicto mental.

Centrarnos en nuestras fortalezas —argumenta Boyatzis— nos alienta a avanzar en pos del futuro anhelado, al tiempo que moviliza la apertura a nuevas ideas, personas y planes, mientras que hacerlo, por el contrario, en nuestras debilidades, moviliza un sentimiento defensivo de obligación y culpa, que acaba encerrándonos en nosotros mismos.

La visión positiva alienta el placer en la práctica y el aprendizaje, razón por la cual los atletas y actores más sobresalientes siguen disfrutando del ejercicio de su disciplina. «Necesitamos, para sobrevivir, del foco negativo, pero para esforzarnos, también necesitamos una visión positiva —concluye Boyatzis—. Ambas perspectivas son necesarias, aunque en la proporción adecuada».

A la luz, sin embargo, de lo que sabemos sobre el «efecto Losada» —así llamado después de la investigación que, respecto a las emociones de los equipos comerciales de alto rendimiento, realizó el psicólogo organizacional Marcial Losada—, esta ratio debería potenciar más lo positivo que lo negativo. Analizando centenares de esos equipos, Losada llegó a la conclusión de que los más eficaces mostraban una ratio positiva/negativa de no menos de 2,9 sentimientos agradables por cada sentimiento desagradable (y también existe, según parece, un límite superior a la positividad ya que, por encima de una ratio de cerca de 11/1, los equipos parecen tornarse demasiado inestables para seguir siendo eficaces)[200]. Y, según una investigación dirigida por Barbara Frederickson, psicóloga de la Universidad de Carolina del Norte (y colaboradora en la investigación realizada por Losada), esas mismas proporciones resultan también aplicables a las personas que logran el éxito en cualquier faceta de la vida[201].

Boyatzis sostiene que, independientemente de que se trate de un maestro, un padre, un jefe o un ejecutivo, este mismo sesgo hacia la positividad se aplica a cualquier tipo de coaching.

Una conversación que parta de los sueños y expectativas de la persona puede conducir a un «camino» de aprendizaje que desemboque en esa visión. Esa conversación podría resumir algunos objetivos concretos de la visión general y considerar luego las implicaciones del logro de dichas metas y las capacidades que, para alcanzarlas, necesitamos desarrollar.

Esto contrasta con el enfoque más habitual centrado en las debilidades —ya sea en las malas notas o en el fracaso en el logro de los objetivos trimestrales— y en lo que tenemos que hacer para fortalecerlas. Esta conversación se centra en lo que funciona mal en nosotros, es decir, en nuestros errores y lo que tenemos que hacer para «remediarlos», así como en los sentimientos de culpabilidad, miedo y similares que suscitan. Una de las peores versiones de este abordaje son los padres que, con la intención de que obtenga mejores calificaciones, castigan a su hijo, porque la ansiedad generada por el temor al castigo bloquea la corteza prefrontal del niño, obstaculizando su concentración y dificultando, en consecuencia, el aprendizaje.

En los cursos que imparte en la Universidad Case Western Reserve para estudiantes y directivos de nivel intermedio, Boyatzis lleva mucho tiempo partiendo del coaching de los sueños iniciales. Pero no basta, a decir verdad, con el trabajo con los sueños, sino que también se requiere, cada vez que se presente una oportunidad, el ejercicio de la nueva conducta. Y ello podría implicar, en un día cualquiera, una buena decena de ocasiones para ejercitar la rutina que, para el logro de nuestros sueños, tratamos de dominar y cuya práctica va acumulándose.

Uno de sus alumnos, por ejemplo, estudiante de un máster ejecutivo, quería aprender a establecer mejores relaciones. «Había estudiado ingeniería —me contó Boyatzis—. Bastaba con que le dieras una tarea para que se sumergiera en ella, pero desentendiéndose de las personas que se esforzaban en llevarla a cabo».

Su programa de aprendizaje consistió en «dedicar un tiempo a pensar cómo se sienten los demás». Al fin de contar con ocasiones de bajo riesgo para practicar regularmente esa habilidad lejos de su entorno laboral y de los hábitos que ahí desarrollaba, se ofreció como voluntario para entrenar al equipo de fútbol de su hijo tratando de conectar, mientras lo hacía, con los sentimientos de los jugadores.

Otro ejecutivo recibió clases especiales destinadas al mismo proceso de aprendizaje, presentándose como voluntario para trabajar como profesor en el instituto de un barrio deprimido. «Aprovechó esa oportunidad —afirma Boyatzis— para aprender a conectar con los demás y ser más “amable”», un hábito nuevo que luego transfirió a su puesto de trabajo. Tan gratificante le resultó ese ejercicio que siguió con él varios cursos más.

Para obtener datos al respecto, Boyatzis lleva a cabo evaluaciones sistemáticas de quienes participan en sus cursos pidiendo, a compañeros de trabajo y otras personas que los conocen bien, que valoren anónimamente el nivel de productividad que, en su opinión, exhiben los participantes en una decena aproximada de las competencias de inteligencia características de las personas de elevado rendimiento (como, por ejemplo, «tratar de entender a los demás escuchándolos atentamente»). Años más tarde, vuelve a someterlos a una evaluación por parte de quienes trabajan con ellos.

«Veintiséis estudios longitudinales que rastrean, ahí donde se encuentren, el rendimiento de los participantes —concluyó, en este sentido, Boyatzis—, corroboran, hasta el momento, la estabilidad, siete años después, de los progresos logrados».

Independientemente de que se trate de desarrollar una habilidad deportiva o musical, de fortalecer nuestra memoria o de escuchar a los demás, las claves de la práctica inteligente son siempre las mismas, una combinación agradable, en términos ideales, de alegría, estrategia inteligente y concentración.

Ya hemos explorado las tres variedades diferentes del foco de atención y el modo de alentarlas. La práctica inteligente se dirige al más fundamental de los niveles, el cultivo de los componentes básicos de la atención sobre los que se asienta este triple foco.

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