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Parte VI: El líder bien enfocado » 19. El triple foco del líder

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19. El triple foco del líder

Cuando solo tenía 11 años, Steve Tuttleman empezó a leer con su abuelo el Wall Street Journal, un hábito que, cuatro décadas después, ha crecido hasta llevarle a consultar diariamente, en su tablet, cerca de 20 páginas web, así como multitud de datos y opiniones proporcionadas por un lector RSS. Y, desde primera hora de la mañana, también consulta, una media de seis veces al día, las noticias de última hora en los sitios web del New York Times, el Wall Street Journal y Google News. Una aplicación web le organiza, para su posterior lectura más detenida, el contenido de las 26 revistas a las que está suscrito. «Si el asunto me parece muy importante, requiere más estudio o debo conservarlo como referencia —concluye Tuttleman—, regreso a él cuando puedo dedicarle más tiempo».

Tuttleman también lee publicaciones especializadas vinculadas, cada una de ellas, a un interés comercial concreto. National Restaurant News, por ejemplo, tiene que ver con la cadena de franquicias Dunkin Donuts, de la que es accionista; Bowler’s Journal le mantiene al día para dirigir Ebonite, una empresa dedicada a vender bolos para boleras de la que es dueño. Por su parte, el Journal of Practical Estate Planning y una media docena de publicaciones similares le ayudan a mantenerse al corriente de lo que podría ser importante para su puesto como miembro del cuadro directivo de Hirtle Callaghan, que gestiona los activos de obras filantrópicas, universidades y particulares con un elevado patrimonio. Y Private Equity Investor le informa, por último, de las condiciones para el negocio que dirige como presidente de Blue 9 Capital.

«Se trata, sin la menor duda, de un volumen de lectura impresionante —me dice Tuttleman—. A veces creo que me consume demasiado tiempo, pero lo cierto es que siempre estoy estableciendo conexiones y lo que leo me proporciona una base segura para las decisiones que tomo».

En el año 2004, la cadena comercial Five Below contactó con él para que invirtiese dinero con una propuesta sobre la que Tuttleman dice: «Compartieron conmigo su proyecto de un nuevo modelo de tienda y las cifras eran, en cuanto a costes y beneficios, muy exactas».

Pero Tuttleman fue más allá de las cifras y visitó una de sus seis tiendas, cotejando sus sensaciones internas con las reacciones de los consumidores. «Ofertaban, con un enfoque muy especial, una selección muy atractiva de productos. Sus clientes potenciales tenían entre 12 y 15 años, y, en las tiendas, podía verse fundamentalmente a madres acompañadas de sus hijos. Pero lo que yo veía era a gente a la que le gustaba la tienda, y a también me gustaba».

En los años siguientes, Tuttleman invirtió más dinero en Five Below, de modo que lo que, en 2004, era una cadena de seis tiendas, creció hasta convertirse, a finales de 2012, en una empresa de 250 tiendas que empezó a cotizar con éxito en Bolsa. Y, aunque la empresa sacó las acciones al mercado en el mismo momento en que se produjo la debacle en Bolsa de Facebook, su éxito, no obstante, no se vio afectado.

«Me proponen de continuo nuevas oportunidades de inversión —me dijo Tuttleman—. Me traen el libro de cuentas que detalla las cifras de alguna empresa que está en el mercado. Pero yo me fijo en el peso que tiene en el contexto más amplio de lo que está ocurriendo en la sociedad, la cultura y la economía. Siempre contemplo estas cosas en el contexto impuesto por el sistema mayor. Se necesita, para estas cosas, una visión muy amplia».

En 1989, Tuttleman compró acciones de Starbucks, Microsoft, Home Depot y Wal-Mart que todavía posee. ¿Por qué las compró? «Compré lo que me gustaba —explica—. Me guío por el instinto».

Cuando tomamos decisiones como las anteriores, los sistemas subcorticales operan al margen de la atención consciente, recopilando las reglas de decisión que no solo nos guían y pasan a engrosar nuestra sabiduría de la vida, sino que nos transmiten también su veredicto en forma de sensaciones sentidas. Ese tipo de intuición sutil («esto parece bueno») determina la dirección que seguiremos mucho antes de estar en condiciones de expresar verbalmente nuestra decisión.

Los emprendedores más exitosos recopilan, a la hora de adoptar una decisión clave, muchos más datos, procedentes de una serie mucho más amplia de fuentes de lo que la mayoría de la gente juzgaría pertinente. No pasan por alto, por ejemplo, a la hora de tomar una decisión importante, los datos proporcionados por las sensaciones viscerales.

Entre los circuitos subcorticales, conocedores de las verdades viscerales antes de que tengamos palabras para nombrarlas, se hallan la amígdala y la ínsula. Una revisión académica de las intuiciones viscerales concluye que el uso de la información que nos brindan las sensaciones no es, como podrían argumentar las personas hiperracionales, una fuente constante de errores, sino una «estrategia de valoración habitualmente acertada»[257]. El hecho de tener en cuenta nuestras sensaciones como fuente de información nos permite servirnos de una amplia red de reglas de decisión que la mente recopila de manera inconsciente.

Es muy probable que el aprendizaje que permite a Tuttleman interpretar sus sensaciones viscerales se remonte a sus primeros años hojeando el Wall Street Journal con su abuelo, un inmigrante ruso que había conseguido trabajo en una tienda de comestibles, y no solo acabó comprando la tienda, sino también la empresa distribuidora que le proporcionaba suministros. Cuando vendió esa empresa, se dedicó a invertir en el mercado de valores.

Como su padre y su abuelo antes que él —prosigue Tuttleman—, «desde pequeño supe que sería inversor. Las conversaciones de sobremesa siempre giraban en torno a los negocios. Llevo casi 30 años en este mundo y siempre he tenido una cartera de acciones de diferentes empresas, cada una de las cuales tiene sus propios problemas de los que debo ocuparme de continuo. Todavía estoy construyendo mi base de datos interna».

El punto adecuado para tomar decisiones inteligentes no solo depende de la experiencia que uno tenga del tema, sino también de su nivel de autoconciencia. Cuanto más se conoce uno a sí mismo y a su negocio, mayor es su destreza a la hora de interpretar los hechos (sin caer en las distorsiones internas que pueden empañar su visión)[258].

En caso contrario, nos quedamos con los modelos de racionalidad fría representados, por ejemplo, por los árboles de toma de decisiones (una aplicación de lo que se conoce como «teoría de la utilidad esperada»), que se limitan a sopesar los pros y los contras de todos los factores implicados. El problema es que la vida rara vez se nos presenta de un modo tan perfilado. Otro problema consiste en que nuestra mente ascendente encierra información crucial inaccesible a nuestro cerebro descendente e imposible de introducir, por tanto, en el árbol de decisiones. Las decisiones que, sobre el papel, parecen perfectas, pueden no serlo tanto en la realidad, como bien ilustran, por ejemplo, los casos de la invasión de Irak o el efecto, en un mercado desregulado, de los productos financieros derivados de las hipotecas de alto riesgo.

«Los líderes más exitosos están buscando de continuo nueva información —afirma Ruth Malloy, directora global de práctica de liderazgo y talento en Hay Group—. Quieren entender el territorio en el que se mueven. Necesitan estar atentos a las nuevas tendencias e identificar las pautas emergentes que podrían ser interesantes para su trabajo».

Cuando decimos que un líder tiene «foco», nos referimos generalmente a su capacidad para permanecer concentrado en los resultados comerciales o en una determinada estrategia. ¿Pero basta acaso con la concentración? ¿Qué ocurre con el resto del repertorio de la atención?

Las decisiones comerciales de Tuttleman se basan en datos y cifras procedentes de una amplia exploración exterior, que corrobora con sus sensaciones viscerales y la lectura de los sentimientos de los demás. Es incuestionable que los líderes necesitan, para poder descollar, del amplio abanico compuesto por su foco externo, su foco interno y su foco en los demás, y que una flaqueza en cualquiera de esas dimensiones puede resultar desequilibrante.

Líderes inspiradores

Veamos ahora dos líderes diferentes. El líder número 1 trabaja como ejecutivo de alto nivel en una empresa de ingeniería de la construcción. Durante el boom inmobiliario de Arizona, que se produjo a comienzos de la década del 2000 (y mucho antes, por tanto, del estallido de la burbuja inmobiliaria), fue cambiando repetidamente de trabajo hasta alcanzar una posición muy elevada. Esa agilidad para ascender en la jerarquía organizativa, sin embargo, no se correspondía con sus habilidades como líder inspirador porque, cuando se le pidió que esbozase una declaración de intenciones que sirviese de guía futura para la empresa, fracasó estrepitosamente. Lo máximo que pudo decir fue: «ser mejores que nuestros competidores».

El líder número 2, por su parte, dirigía una organización sin ánimo de lucro que ofrecía servicios sanitarios y sociales a comunidades hispanas en el suroeste de los Estados Unidos. Su declaración de intenciones, exclusivamente centrada en objetivos más importantes, fluyó sin dificultad: «… crear un buen entorno para la comunidad que, durante todos estos años, ha estado alimentando a nuestra empresa, hacer el esfuerzo de repartir los beneficios… y que se aprovechen de nuestros productos». Se trataba de un planteamiento positivo y que incluía, al mismo tiempo, a todos los implicados.

Durante las siguientes semanas, se pidió a los empleados que trabajaban directamente con cada uno de los líderes que llevasen a cabo una evaluación confidencial del grado de motivación que les transmitían sus respectivos jefes. El líder número 1 obtuvo una de las valoraciones más bajas de los 50 participantes, mientras que el líder número 2 obtuvo una de las más elevadas.

Lo interesante es que cada uno de ellos se vio valorado con un indicador cerebral de «coherencia», referido al grado de interconexión y coordinación de la actividad de los circuitos de una determinada región. La región en cuestión se hallaba en el lado derecho del área prefrontal del cerebro, una zona activa en la integración entre pensamiento y emoción, así como también en la comprensión de los pensamientos y emociones de los demás. Los resultados de esta investigación demostraron, en los líderes más inspiradores, un elevado nivel de coherencia en esta región clave para la conciencia de uno mismo y de los demás, cosa que no sucedía en el caso de los más torpes[259].

Los líderes más inspiradores son capaces de articular valores compartidos que despiertan la vibración del grupo y lo motivan. Estos son los líderes con los que a la gente le gusta trabajar, líderes que saben poner de manifiesto una visión que moviliza a todo el mundo. Pero, para poder hablar de corazón a corazón, un líder debe antes conocer sus propios valores, lo que requiere conciencia de uno mismo.

El liderazgo motivador nos obliga a sintonizar tanto con nuestra propia realidad emocional interna como con la realidad interna de las personas a las que tratamos de inspirar. Estos son elementos compositivos de la inteligencia emocional sobre los que, a la luz de esta nueva comprensión del foco de atención, he tenido que reflexionar.

La atención solo aparece, en el ámbito de la inteligencia emocional, de manera indirecta como, por ejemplo, en la «conciencia de uno mismo», (base de la autogestión) y la «empatía» (fundamento de la eficacia relacional). Pero la esencia de la inteligencia emocional reside en la conciencia de uno mismo y en la conciencia de los demás y en su aplicación a la gestión de nuestro mundo interno y del mundo de nuestras relaciones interpersonales.

El acto de atención se halla profundamente entretejido en la urdimbre misma de la inteligencia emocional porque, en el nivel de la arquitectura cerebral, la línea divisoria entre emoción y atención resulta confusa. Los circuitos neuronales responsables de la atención y de los sentimientos se solapan, compartiendo caminos neuronales o interactuando de formas muy diversas.

Los circuitos de la atención y de la inteligencia emocional se hallan, en nuestro cerebro, tan entrelazados que muchas de las regiones cerebrales críticas para la atención son también las que distinguen a la inteligencia emocional de su vertiente más académica, la medida por el cociente intelectual[260]. Eso significa que un determinado líder puede ser muy inteligente, pero carecer, no obstante, de las habilidades de enfoque que acompañan a la inteligencia emocional.

Consideremos, por ejemplo, el caso de la empatía. La enfermedad más común del liderazgo consiste en no saber escuchar. Así es como un director general expresaba ingenuamente sus problemas con esta modalidad de empatía: «Mi cerebro va demasiado deprisa. Por eso, aunque haya escuchado todo lo que alguien me dice, a menos que demuestre que lo he entendido, esa persona no se siente escuchada. A veces, de hecho, uno no escucha porque está acelerado. Si quieres, pues, sacar lo mejor de las personas, tienes que escucharlas para que tengan la impresión de haber sido realmente escuchados. Por este motivo, tanto para mejorar yo como para hacer sentir mejor a la gente que me rodea, he tenido que aprender a ralentizar mi ritmo y potenciar ese aspecto»[261].

Un asesor de ejecutivos, afincado en Londres, me contaba: «Cuando les comunico el informe procedente de otros, a menudo se defienden diciéndome que los ejecutivos no escuchan con atención. No es infrecuente que, cuando les entreno para que mejoren su capacidad de atender a los demás, algún ejecutivo me diga que sí que puede hacerlo. Entonces les respondo: “Por supuesto que sí. La cuestión es con qué frecuencia”».

Prestamos una atención muy cuidadosa a las cosas que más nos importan, pero en medio del ruido y distracciones de la vida laboral, la escucha pobre es una auténtica epidemia.

Las ventajas que aporta, no obstante, son considerables. Un directivo me habló de una época en la que su empresa estaba enzarzada en una lucha, por la compra de una amplia extensión de suelo rústico, con un organismo gubernamental. Pero, en lugar de dejar el asunto simplemente en manos de abogados, el directivo en cuestión concertó una cita con el director de la agencia.

En esa reunión, el director de la agencia expresó una retahíla de quejas contra la empresa compradora, insistiendo en la necesidad de proteger el sitio en lugar de urbanizarlo, mientras el director general se limitó a escuchar atentamente en silencio sus comentarios. Cuando, al cabo de un cuarto de hora, se dio cuenta de que los intereses de ambas partes no eran tan incompatibles, esbozó un acuerdo, según el cual la empresa solo urbanizaría una pequeña parcela y dejaría el resto bajo la tutela de una organización ecologista.

La reunión concluyó cerrando el trato con un caluroso apretón de manos.

Cegados por los logros

Como socia de una gran firma de abogados, desquiciaba a los miembros de su equipo, a los que microdirigía y criticaba de continuo obligándoles a escribir y reescribir informes con los que, por más detallados que fuesen, jamás estaba contenta. Siempre encontraba algún «pero» que criticar. Y esa concentración exclusiva en lo negativo resultaba tan desalentadora para su equipo que uno de los miembros estrella renunció y el resto solicitó el cambio a otros departamentos de la misma empresa.

Los líderes que, como esta abogada, exhiben este estilo de sobrelogro e hiperfocalizacion, pertenecen a la modalidad «timonel», es decir, personas a las que les gusta llevar la iniciativa y dar ejemplo, estableciendo un ritmo rápido que suponen que los demás seguirán. Son personas que tienden a confiar en una estrategia de liderazgo basada en el «ordeno y mando» y que se limitan a dar órdenes y esperar que los demás les obedezcan.

Los líderes que despliegan el estilo autoritario, el estilo timonel o ambos a la vez (pero ningún otro) generan, entre sus subordinados, un clima tóxico y deprimente. Son líderes cuyas hazañas heroicas (como salir a cerrar un trato ellos mismos) pueden proporcionarles, a corto plazo, resultados muy importantes pero a expensas, no obstante, de la salud de sus organizaciones.

«Los líderes desbocados» fue el título de un artículo escrito por Scott Spreier y sus colegas de Hay Group, que se publicó en la Harvard Business Review, que versaba sobre el lado oscuro de esta modalidad de liderazgo. «Están tan centrados en la recompensa —me dijo Spreier— que ni siquiera se dan cuenta del impacto que provocan en quienes los rodean».

La exigente socia del bufete de abogados mencionada al comienzo de esta sección constituye, según el artículo de Spreier, un ejemplo perfecto del peor estilo del liderazgo timonel. Son líderes que no escuchan ni toman decisiones por consenso. No se preocupan por conocer a las personas con las que trabajan día tras día y se relacionan con ellos como si se tratara de criaturas unidimensionales. Tampoco contribuyen a que las personas desarrollen nuevas fortalezas o perfeccionen sus habilidades, sino que se muestran arrogantes e impacientes y se limitan a descartar toda posibilidad de aprender de sus fracasos.

Y están proliferando, porque un estudio de seguimiento ha puesto de relieve que, a partir la década de los noventa, los líderes que tratan de rendir por encima de lo esperado han ido copando, de un modo lento pero seguro, las posiciones de liderazgo de todo tipo de organizaciones[262]. Ese fue un periodo de crecimiento económico que generó una atmósfera en que se ensalzaba la proeza que suponía subir el listón costara lo que costase. Los inconvenientes que suelen acompañar a este estilo (como la falta de ética, la toma de cualquier tipo de atajos y la tendencia a pasar por encima de quien haga falta) se han visto soslayados en demasiadas ocasiones.

Pero después estallaron varias burbujas, desde el desastre de Enron hasta la debacle de las empresas puntocom. Una realidad empresarial más sobria puso entonces de relieve el centrarse exclusivo de los líderes timonel en los beneficios fiscales en detrimento de otros aspectos básicos del liderazgo. «Muchas empresas empezaron a promocionar, durante la crisis financiera de 2008, a líderes fuertes y jerárquicos, muy adecuados para gestionar las emergencias —me dijo Georg Vielmetter, asesor en Berlín—. Pero eso cambia el corazón de la organización. Dos años más tarde, esos mismos líderes han acabado creando un clima despojado de confianza y lealtad».

El fracaso, en este caso, no se deriva del hecho de no alcanzar los objetivos, sino de no saber relacionarse. El estilo «¡Hazlo, sin importar cómo sea!» no tiene empacho alguno en pasar por encima del cadáver de cualquiera que se interponga en el logro de sus objetivos.

Toda organización necesita a personas que no solo se concentren eficazmente en los objetivos importantes, sino que posean el talento también de no dejar de aprender nunca a hacer mejor las cosas y la capacidad de hacer caso omiso de las distracciones y permanecer centrados en su objetivo. De ellos depende, a fin de cuentas, la innovación, la productividad y el crecimiento.

Pero solo hasta cierto punto. Los ambiciosos objetivos reflejados por los beneficios y los índices de crecimiento no son el único indicador de la salud de una organización, y, cuando se logran a costa de otros aspectos esenciales, los problemas generados a largo plazo, como perder a los trabajadores estrella, pueden pesar más que el éxito a corto plazo y abocar, finalmente, al fracaso.

Cuando nos obsesionamos con un determinado objetivo, todo lo que es relevante para ese enfoque pasa a ser prioritario. Concentrarse no solo significa saber seleccionar las metas adecuadas, sino decir también «no» a las inadecuadas. La concentración va también, cuando se niega lo correcto, demasiado lejos. La fijación unilateral en una sola meta se convierte en sobrelogro cuando la categoría de las «distracciones» se expande hasta llegar a incluir las preocupaciones válidas de otras personas, sus ideas inteligentes y su información crucial, por no mencionar su estado de ánimo, lealtad y motivación.

La investigación pionera llevada a cabo por David McClelland mostró que la motivación sana por el éxito alienta el espíritu emprendedor. Desde el mismo comienzo, sin embargo, McClelland vio que algunos líderes orientados hacia el logro «están tan obsesionados en encontrar atajos que les aproxime a la meta que no tienen empacho en utilizar cualquier medio que les ayude a alcanzarla»[263].

«Hace un par de años recibí un informe muy aleccionador sobre mi rendimiento —me confesó el director general de una empresa inmobiliaria de ámbito mundial— que subrayaba que, a pesar de mi gran experiencia comercial, carecía de empatía y liderazgo motivador. Yo creía que todo estaba bien y, al comienzo, lo negué. Pero luego reflexioné y me di cuenta de que aunque, muchas veces era empático, me cerraba cuando alguien no hacía bien su trabajo, momento a partir del cual me convertía en una persona muy fría y, a veces, hasta mezquina.

»Entonces tuve que admitir que mi mayor miedo era el fracaso. Esa era mi motivación primordial. Y, cuando alguien de mi equipo me decepciona, ese miedo reaparece».

Cuando ese líder se ve secuestrado por el miedo, parece experimentar una recaída en la modalidad timonel de liderazgo. «Si careces de autoconciencia, cuando te ves atrapado en el logro de un objetivo —explica Scott Spreier, que se dedica a asesorar a líderes de los niveles más elevados—, pierdes la empatía y empiezas a funcionar con el piloto automático».

El antídoto consiste en reconocer la necesidad de escuchar, motivar, influir y cooperar, un tipo de habilidades interpersonales con las que los líderes timonel no suelen estar muy familiarizados. «En los casos peores, los líderes timonel carecen de empatía», sostiene George Kohlreiser, especialista en liderazgo de la escuela suiza de negocios IMD. Kohlreiser enseña a directivos procedentes de todas partes del mundo a convertirse en líderes que posean una «base segura», es decir, líderes cuyo estilo emocionalmente solidario y empático saque lo mejor de las personas con las que trabaja[264].

«Aquí todos somos líderes timonel», admite, no sin cierta tristeza, el director general de una de las mayores empresas del mundo. Pero contar con un grupo de individuos con esas características no siempre supone un menoscabo para la moral, porque esos líderes pueden ser también muy eficaces si se han visto seleccionados debido a su sobresaliente talento e impulso hacia el éxito o, dicho de otro modo, por su capacidad para establecer los pasos que hay que seguir.

Pero como me dijo cierto analista financiero a propósito de un banco en el que esa modalidad de liderazgo acaba tratando desconsideradamente a sus clientes: «Aunque no metería mi dinero allí, sí que recomendaría, en cambio, invertir en él».

La gestión de nuestro impacto

En las primeras semanas que sucedieron, durante la primavera de 2010, al desastroso vertido de petróleo de BP en el Golfo de México, mientras morían innumerables animales y aves marinas y los residentes del Golfo de México condenaban abiertamente la catástrofe, la actuación de los ejecutivos de BP ilustró perfectamente el peor modo de gestionar una crisis.

El punto de inflexión llegó cuando Tony Hayward, director general de BP, incurrió en la torpeza de declarar a la prensa: «Nadie desea más que yo que este asunto concluya. Estoy ansioso por recuperar mi vida».

En lugar de mostrarse preocupado por las víctimas del vertido, Hayward parecía molesto por los inconvenientes que ello le causaba. Luego afirmó que el desastre no se debía a un error de BP y, sin asumir ninguna responsabilidad, culpó a las subcontratas[265]. Por doquier circularon fotos que le mostraban, en los momentos clave de la crisis, navegando despreocupadamente en su yate durante unas vacaciones.

Como dijo el jefe de relaciones con los medios de BP: «La única vez en que Tony Hayward abrió la boca fue para cambiar de opinión.

No entendía el funcionamiento de los medios de comunicación ni tuvo tampoco en cuenta la percepción del público»[266].

Signe Spencer, coautora de uno de los primeros libros sobre modelado de la competencia, me ha comentado la reciente identificación, en algunos líderes del más alto nivel, de una competencia (a la que se ha bautizado como «gestión de nuestro impacto en los demás») que consiste en servirse hábilmente de su posición y visibilidad para provocar un impacto positivo[267].

Tony Hayward, ciego a su impacto sobre los demás (y no digamos ya a la percepción pública de su empresa), desató una cascada de críticas, con artículos de primera plana preguntándose por qué no había sido despedido todavía, y hasta el presidente Obama llegó a afirmar que él ya lo habría despedido. Un mes después, se anunció su salida de BP.

El desastre ha costado, desde entonces, cerca de 40 000 millones de dólares para hacer frente a la responsabilidad civil de BP, cuatro de sus ejecutivos han sido acusados de negligencia criminal y ha llevado al Gobierno de los Estados Unidos a vetar nuevos contratos con BP, incluyendo más arrendamientos petrolíferos en el Golfo, debido a su «falta de integridad empresarial».

El caso de Tony Hayward nos proporciona un ejemplo de manual de los costes que acarrea la falta de foco del líder. «Para anticipar el modo en que las personas reaccionarán, tenemos que entender antes el modo en que reaccionan ante nosotros —dice Spencer—. Y eso exige conciencia de uno mismo y empatía. Estas habilidades proporcionan un bucle autorreforzante que aumenta nuestra conciencia de la impresión que provocamos en los demás. La conciencia de uno mismo nos ayuda a gestionarnos mejor. Y, si nuestra autogestión mejora —concluye Spencer—, también lo hace nuestra influencia». Todos estos son aspectos en los que, durante la crisis provocada por el vertido de crudo, Hayward fracasó, poniendo así de relieve una pésima gestión de su impacto.

El fracaso del líder en lograr el adecuado equilibrio en ese triple foco no solo va en detrimento suyo, sino también de las organizaciones que dirigen.

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