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Parte II: La conciencia de uno mismo » 8. Receta para el autocontrol

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8. Receta para el autocontrol

Cuando mis hijos tenían aproximadamente un par de años, les molestaba que yo recurriese, en ocasiones, para apaciguar su enfado, a la distracción diciendo: «¡Mira ese pajarito!», o con un entusiasta: «¿Qué es eso?», tratando de dirigir, con la mirada o el dedo, su atención hacia esto o aquello.

La atención regula la emoción. Esta pequeña táctica utiliza la atención selectiva para sosegar la agitación de la amígdala. Cuando el niño pequeño establece contacto con algún objeto que le interesa, su ansiedad se relaja y, en el momento en que ese objeto deja de ser fascinante, la ansiedad, si todavía se ve activada por las redes de la amígdala, vuelve a hacer acto de presencia[96]. La cuestión, por supuesto, consiste en mantener al niño lo suficientemente intrigado hasta que la amígdala se tranquiliza.

Cuando el niño aprende a utilizar, por sí mismo, esta maniobra atencional, adquiere la capacidad de manejar la ingobernable amígdala, una de las capacidades principales de autorregulación emocional que tiene mucha importancia en su destino en la vida. Esa estrategia requiere la puesta en marcha de la atención ejecutiva, una capacidad que empieza a florecer durante el tercer año de vida, cuando el niño puede mostrar un «control sin esfuerzo», focalizando su atención a voluntad, ignorando las distracciones e inhibiendo los impulsos.

Los padres pueden advertir este importante hito cuando el niño pequeño toma deliberadamente la decisión de decir «no» a una tentación, como no comer el postre hasta después de haber acabado el segundo plato. Y eso es algo que también depende de la atención ejecutiva, que no solo se pone de manifiesto en la voluntad y la autodisciplina, sino también en la capacidad de gestionar los sentimientos perturbadores e ignorar los caprichos para poder centrar así nuestra atención en un objetivo.

A la edad de ocho años, la mayoría de los niños dominan algún grado de atención ejecutiva. Esta herramienta mental gestiona el funcionamiento de otras redes neurales cerebrales relacionadas (como veremos en la Parte V) con el aprendizaje de la lectura y las matemáticas y las habilidades académicas en general.

Nuestra mente despliega la autoconciencia para mantenernos al tanto de todo lo que hacemos: la metacognición (es decir, pensar sobre el pensamiento) nos permite advertir cómo funcionan nuestras operaciones mentales y el modo de adaptarlas a nuestras necesidades, y la metaemoción hace lo propio por lo que respecta a la regulación del flujo de los sentimientos y de los impulsos. La autoconciencia cumple con la doble función, en el diseño de la mente, de regular nuestras emociones y permitirnos sentir lo que otros puedan estar sintiendo. Los neurocientíficos contemplan el autocontrol a través de las lentes de las zonas cerebrales en que se asientan las funciones ejecutivas, que controlan habilidades mentales como la autoconciencia y la autorregulación, esenciales para desenvolvernos adecuadamente en la vida[97].

La atención ejecutiva encierra la clave de la autogestión. Esta capacidad para dirigir nuestra atención hacia una cosa ignorando el resto es la que nos permite recordar, cuando abrimos el congelador y asoma el tarro de helado de Cheesecake Brownie, la necesidad de mantener la línea. En esa pequeña decisión descansa la voluntad, esencia de la autorregulación.

El cerebro es el órgano que más tarda en madurar anatómicamente y sigue creciendo y desarrollándose hasta pasados los veinte años; y las redes ligadas a la atención se asemejan a órganos que se desarrollan paralelamente al cerebro.

Como sabe cualquier padre que tenga más de un hijo, los niños son, desde el primer día, distintos y unos son más atentos, tranquilos o activos que otros, diferencias temperamentales que reflejan la maduración y la genética de las diferentes redes cerebrales[98].

¿Qué parte de nuestra capacidad de la atención es genética? Depende. Los distintos sistemas atencionales parecen tener grados diferentes de heredabilidad, siendo el más fuerte de todos ellos el que afecta al control ejecutivo[99].

Pero la construcción de estas habilidades vitales depende, en gran medida, de lo que aprendemos en la vida. Según la epigenética, es decir, la ciencia que explica el modo en que el entorno impacta en nuestra herencia genética, no basta con heredar una determinada secuencia genética para que esos genes, en sí mismos, resulten determinantes. Los genes parecen tener lo que podríamos considerar una especie de interruptor bioquímico. Por eso, si nunca se activan, es como si careciésemos de ellos. Y son muchas las cosas que propician la activación de ese interruptor, como el tipo de alimentación, la danza de reacciones químicas que se desencadena dentro de nuestro cuerpo y el aprendizaje.

La voluntad es el destino

Los resultados acumulados después de décadas de investigación han acabado subrayando la importancia que tiene la voluntad en el curso de la vida. La primera de todas esas investigaciones se remonta a un pequeño proyecto que se llevó a cabo durante la década de los sesenta, en el que niños procedentes de hogares económicamente deprimidos recibieron una atención especial en un programa preescolar que, entre otras habilidades, les enseñaba el cultivo del autocontrol[100]. Los resultados de esa investigación refutaron la hipótesis esperada de que el proyecto alentase el desarrollo del CI [Coeficiente intelectual]. Pero cuando, años más tarde, se les comparó con otros que no habían pasado por el mismo programa, se descubrió que aquellos presentaban índices inferiores de embarazo adolescente y una tasa también inferior de abandono escolar, delincuencia y absentismo laboral[101]. Esos descubrimientos proporcionaron un poderoso acicate para lo que ha acabado convirtiéndose en los programas preescolares Head Start, que hoy en día se imparten por todos los Estados Unidos.

También hay que señalar el llamado «test de las golosinas», un estudio ya clásico llevado a cabo, durante la década de los setenta, por el psicólogo Walter Mischel de la Universidad de Stanford. Durante esa prueba, Mischel invitaba a pasar, uno tras otro, a niños de cuatro años a la «sala de juegos» de la Bing Nursery School [Guardería Bing] del campus de Stanford donde, después de mostrarles una bandeja con golosinas y dulces, les pedía que eligiesen el que más les gustara.

Lo más interesante fue que, a cada niño, también se le dijo: «Si quieres puedes tener tu golosina ahora mismo, pero, si no te la comes hasta que vuelva de dar un paseo, te daré dos».

Ese grado de autocontrol era, en las terribles condiciones, para un niño de cuatro años, en que el experimento se llevó a cabo (una habitación vacía de juguetes, libros y pinturas, es decir, sin posible distracción), una auténtica proeza. El experimento demostró que un tercio de los niños tomó la golosina de inmediato, mientras que otro tercio esperó el interminable cuarto de hora hasta recibir la doble recompensa (y el último tercio se situó en algún punto entre ambas alternativas). Lo más significativo fue que los niños que resistieron la tentación de comerse la golosina de inmediato mostraron una puntuación más elevada en medidas de control ejecutivo, concretamente de reasignación de la atención.

El modo en que dirigimos la atención encierra, según Mischel, la llave de la voluntad. Los cientos de horas que pasó observando la lucha de los pequeños con la tentación pusieron de relieve la importancia crucial de una variable a la que llamó «estrategia de reasignación de la atención». Los niños que esperaron los 15 minutos lo hicieron apelando a estrategias de distracción, como los juegos ficticios, cantar o taparse los ojos. El que miraba la golosina acababa perdiendo (o, dicho con más precisión, era la golosina la que acababa ganando).

La comparación entre el autocontrol y la gratificación instantánea puso de relieve tres subvariedades, al menos, de la atención, facetas distintas, todas ellas, del control ejecutivo. La primera consiste en la capacidad de alejar deliberadamente nuestra atención del objeto deseado por el que nos sentimos poderosamente atraídos. La segunda, la resistencia a la distracción, nos permite dejar de gravitar en torno a eso que tan atractivo nos parece y depositar la atención en cualquier otra parte. Y la tercera, por último, nos ayuda a mantener la atención en un objetivo futuro, como las dos golosinas posteriores. Y todo ello fortalece, en suma, el poder de la voluntad.

Quizás eso esté bien para poner de relieve, en una situación artificial como el test de las golosinas, el grado de autocontrol de los niños. ¿Pero qué podríamos decir con respecto a resistir las tentaciones de la vida real? Esta es una pregunta cuya respuesta nos obliga a echar un vistazo a una investigación llevada a cabo con los niños de Dunedin (Nueva Zelanda).

Dunedin posee una de las principales universidades del país y alberga una población de cerca de 100 000 almas, una combinación que la convierte en el entorno idóneo para el estudio más importante sobre los ingredientes del éxito en la vida realizado desde los anales de la ciencia.

El ambicioso proyecto estudió intensivamente, durante su infancia, a 1037 niños (todos los bebés nacidos durante un lapso de 12 meses), cuyo desarrollo se vio rastreado décadas después por un equipo distribuido por varios países. Del equipo en cuestión formaban parte especialistas de disciplinas muy diferentes, cada uno con su propia visión del autocontrol, el marcador clave de la autoconciencia[102].

Esos niños realizaron, a lo largo de su vida escolar, una impresionante batería de pruebas centradas, entre otras muchas, en la determinación de su grado de tolerancia a la frustración[103].

Un par de décadas más tarde, todos, menos el 4% de los niños, fueron estudiados de nuevo (una tarea mucho más sencilla en un país estable como Nueva Zelanda que en los Estados Unidos, pongamos por caso, donde la movilidad es mucho mayor). La valoración llevada a cabo entonces a esos jóvenes giró en torno a las siguientes variables:

Salud

. Pruebas físicas y de laboratorio que determinaron su estado cardiovascular, metabólico, psiquiátrico, respiratorio, dental e inflamatorio.

Riqueza

. Si tenían ahorros, seguían solteros, habían educado a un hijo, eran propietarios de la casa en que vivían, tenían problemas de crédito, inversiones o planes de jubilación.

Delincuencia

. Lo que incluía el rastreo de todos los registros judiciales de Australia y Nueva Zelanda para ver si habían sido declarados culpables de algún delito.

Los resultados de este estudio pusieron claramente de relieve que los niños de Dunedin que más autocontrol habían mostrado durante su infancia, eran también los que, al entrar en la treintena, mejor se desenvolvían. Ellos eran, precisamente, los que mejor salud, más éxito económico y menos problemas con la ley habían tenido. Cuanto peor, por el contrario, se habían mostrado durante su infancia en la gestión de sus impulsos, peor era también su salud y mayor la probabilidad de haber sido declarados culpables de algún delito.

Lo más sorprendente es que el análisis estadístico demostró que el nivel de autocontrol de un niño demuestra ser un predictor tan poderoso de su éxito financiero adulto, de su salud y de su historial delictivo como la clase social, la riqueza de la familia de origen o el CI. De este modo, la voluntad emergió como una fuerza vital independiente determinante del éxito en la vida. De hecho, el autocontrol infantil demostró ser, por lo que respecta al éxito financiero, un predictor más fuerte que el CI o la clase social de la familia de origen.

Y lo mismo podríamos decir con respecto al éxito escolar. En un experimento realizado con niños estadounidenses de segundo de ESO, un indicador de autocontrol tan simple como elegir entre recibir un dólar hoy o dos dentro de una semana mostró una relación más positiva con sus resultados académicos que el CI. Pero el autocontrol no solo constituye un predictor del resultado académico, sino también del ajuste emocional, las habilidades interpersonales, la sensación de seguridad y la adaptabilidad[104].

La conclusión es que, por más económicamente privilegiada que sea su infancia, si el niño no llega a dominar, en la búsqueda de sus objetivos, la demora de la gratificación, esa ventaja de partida acaba, en el curso de la vida, desvaneciéndose. Solo 2 de cada 5 hijos de padres ubicados en el 20% superior de la riqueza acaban, en los Estados Unidos, en ese mismo estatus privilegiado, y cerca del 6% descienden al nivel de ingresos propio del 20% inferior[105]. La facilidad para seguir los dictados de la propia conciencia parece ser, considerada a largo plazo, un acicate tan importante como las escuelas elegantes, los profesores particulares y los costosos campamentos educativos de verano. No deberíamos subestimar, pues, la importancia de la práctica de la guitarra o cumplir con la promesa de alimentar al hámster o limpiar su jaula.

Otra conclusión es que todo lo que podamos hacer para consolidar el control cognitivo del niño le ayudará a lo largo de toda su vida. Hasta el Monstruo de las Galletas puede aprender a hacer mejor las cosas.

El Monstruo de las Galletas aprende a mordisquear

El día en que visité Sesame Workshop, el cuartel general del programa de televisión de Epi, Blas, Coco, Triky (el Monstruo de las Galletas) y el resto de la pandilla más querida en los más de 120 países en los que se emite el programa Barrio Sésamo, los miembros del equipo estaban celebrando un encuentro con científicos cognitivos y cerebrales.

El ADN de Barrio Sésamo gira en torno a la ciencia del aprendizaje. «En el núcleo de cada uno de sus episodios hay un objetivo curricular —me contó, en el taller del programa, Michael Levine, director ejecutivo de Joan Ganz Cooney Center—. El valor educativo de todo lo que presentamos se ha visto previamente corroborado».

Una red de expertos académicos revisa el contenido del programa, mientras que los auténticos expertos (los preescolares) se encargan de garantizar que la audiencia entenderá el mensaje. Y cada programa tiene un enfoque específico, como si de un concepto matemático se tratara, cuyo impacto educativo se verá corroborado posteriormente por lo que los preescolares acaben realmente aprendiendo.

El tema del encuentro de ese día con los científicos giraba en torno a los fundamentos cognitivos. «Necesitamos, para desarrollar adecuadamente el programa, que los guionistas se sienten con investigadores de alto nivel —dijo Levine—. Pero debemos hacerlo bien. Tenemos que escuchar a los científicos, pero luego ponernos a jugar con ello, es decir, divertirnos».

El ingrediente secreto de uno de los episodios de Barrio Sésamo, por ejemplo, giraba en torno a un llamado Club de Conocedores de las Galletas. Alan, propietario del Hooper’s Store de Barrio Sésamo, había preparado galletas, pero nadie había previsto la asistencia del Monstruo de las Galletas que, apenas llega, se apresta a devorarlas todas.

Alan explica entonces a Triky que, si quiere formar parte del club, debe controlar el impulso de engullirlas y aprender a saborear la experiencia. «Primero —le dice— debes seleccionar la galleta, buscar las imperfecciones; luego tienes que olerla y, finalmente, debes mordisquearla un poco». Pero el Monstruo de las Galletas, encarnación misma de los impulsos, no sabe mordisquear, solo engullir.

Según me contó Rosemarie Truglio, vicepresidenta de las ramas de Educación e Investigación de la empresa, para establecer las estrategias de autorregulación de este episodio consultó nada menos que a Walter Mischel, el mismísimo investigador del test de las golosinas.

Mischel propuso enseñar a Triky estrategias de control cognitivo como: «Piensa en la galleta como si fuera otra cosa», y a no olvidarlo. De este modo, el Monstruo, al ver que las galletas son redondas, piensa en un yoyó y pasa a repetirse una y otra vez que la galleta es un yoyó. Pero, a pesar de ello, acaba tragándosela.

Para enseñar a Triky a dar un solo bocadito —un gran triunfo de la voluntad, todo hay que decirlo—, Mischel sugirió una estrategia diferente de demora del impulso. Así fue como Alan le dijo al Monstruo: «Ya sé que esto te resulta difícil, pero dime “¿Prefieres comerte esta galleta ahora o entrar a formar parte del club y poder disfrutar luego de todo tipo de galletas?”», un truco que, en esta ocasión, sí funcionó.

Una mente demasiado distraída por el menor indicio de galleta carecería de la fortaleza suficiente para entender las fracciones, no digamos ya el cálculo. Parte del currículum de Barrio Sésamo apunta al desarrollo de los elementos de control ejecutivo imprescindibles para asentar una plataforma que permita enfrentarse a los problemas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.

«Los maestros de los primeros cursos nos dicen que necesitan que los niños puedan permanecer sentados, concentrarse, gestionar sus emociones, escuchar sus indicaciones, colaborar y hacer amigos —explicó Rosemarie Truglio—. Solo entonces pueden enseñarles las letras y los números».

«El cultivo del gusto por las matemáticas y el aprendizaje de la lectura y la escritura», me dijo Levine, requiere autocontrol, algo que se basa en los cambios que, durante los años preescolares, se producen en las funciones ejecutivas. Los controles inhibitorios relacionados con el funcionamiento ejecutivo muestran una elevada correlación con las habilidades de matemáticas y de lectura. «Enseñar estas habilidades de autorregulación —concluyó— puede requerir, en el caso de los niños, en este sentido, infradesarrollados, un recableado de diferentes partes del cerebro».

El poder de la decisión

¿Le gusta esta pintura? Este tipo de imágenes suele agradar a todo el mundo. Una visión idílica, desde una perspectiva elevada, sobre una corriente de agua, un prado y algún que otro animal. Quizás esta predilección universal hunda sus raíces en ese largo periodo de la prehistoria humana en el que nuestra especie vagaba por las sabanas y se refugiaba, en busca de calor y protección, en el fondo de las cavernas.

Si, en este momento, decide quedarse con lo que acabo de decir y no volver a mirar —pese al impuso a hacerlo— esa bucólica escena, se establecerá, en su cerebro, una alternancia entre concentración y distracción. Ese tipo de oscilación se presenta cada vez que tratamos de permanecer concentrados en una cosa, ignorando el atractivo de otra, a la vez que pone de relieve la existencia de un conflicto neuronal, es decir, de un tira y afloja entre los circuitos ascendentes y los descendentes.

Y conviene insistir, dicho sea de paso, en no mirar de nuevo la imagen, sino en seguir atentos a lo que ahora estamos diciendo que ocurre en el cerebro. Este conflicto interno reproduce la batalla a la que se enfrenta el niño cuando su mente quiere alejarse de los deberes de matemáticas para comprobar si ha recibido, en su teléfono, algún mensaje de texto[106].

Basta con estudiar el talento natural para las matemáticas de los alumnos de instituto para poner de relieve un amplio abanico: el resultado de algunos es espantoso, otros sencillamente no son buenos y solo aproximadamente el 10% de ellos muestra una gran capacidad. Si seguimos, durante un año, a ese 10% superior y rastreamos su evolución en matemáticas, descubriremos que la mayoría alcanza los niveles superiores. En contra de las predicciones, sin embargo, una parte de esos alumnos de elevado potencial acaba desenvolviéndose pobremente.

Ahora proporcionaremos a cada uno de esos alumnos de matemáticas un dispositivo que zumbe al azar varias veces al día pidiéndoles que tomen nota, en ese momento, de su estado de ánimo. Si están trabajando en matemáticas, los que lo hacen bien dicen hallarse en un estado de ánimo más positivo que los que están ansiosos. Pero los que más pobremente se desenvuelven, informan de lo contrario y presentan una tasa de episodios de ansiedad cinco veces superior a la de quienes afirman sentirse a gusto[107].

Esta ratio explica por qué, quienes muestran una gran capacidad de aprendizaje, acaban mostrándose más torpemente. Como vimos en el Capítulo 1, la atención tiene, según la ciencia cognitiva, una capacidad limitada, razón por la cual la memoria operativa obra como una especie de cuello de botella. Y, si nuestras preocupaciones interfieren con esa capacidad, los pensamientos irrelevantes acaban reduciendo el ancho de banda de atención que queda libre, pongamos por caso, para las matemáticas.

La capacidad de advertir que estamos ansiosos y de dar los pasos necesarios para renovar nuestra atención reside en la autoconciencia. Es la metacognición la que mantiene nuestra mente en el estado más adecuado para la tarea en curso, desde las ecuaciones algebraicas hasta la preparación de una receta o la alta costura. Sean cuales fueren nuestros mejores talentos, la autoconciencia nos ayuda a desplegarlos del mejor modo posible.

Dos son los matices y variedades de la atención que más importancia tienen para la conciencia de uno mismo. Por una parte, está la atención selectiva (que nos permite concentrarnos en un objetivo ignorando todos los demás) y, por la otra, la atención abierta (que nos permite registrar información procedente del mundo que nos rodea y de nuestro mundo interno y atender a pistas sutiles que, de otro modo, soslayaríamos).

Los casos extremos de estas dos modalidades atencionales (estar demasiado concentrados en el exterior o demasiado abiertos a lo que ocurre a nuestro alrededor) «pueden llegar a imposibilitar —en opinión de Richard Davidson— la conciencia de uno mismo»[108]. La función ejecutiva incluye la atención a la atención o, hablando en términos más generales, la conciencia de nuestros estados mentales, lo que nos permite controlar y mantener activo nuestro foco de atención.

Como acabamos de apuntar y veremos con más detenimiento en la Parte V, es posible enseñar la función ejecutiva (como a veces se denomina al control cognitivo). El aprendizaje de las habilidades ejecutivas predispone más a los preescolares al rendimiento académico, en su etapa escolar, que un elevado CI o el hecho de haber aprendido ya a leer[109]. Como bien sabe el equipo de Barrio Sésamo, los maestros quieren alumnos con una buena función ejecutiva, lo que significa autodisciplina, control de la atención y capacidad de resistirse a las tentaciones. Esas funciones ejecutivas predicen, además del CI, los buenos resultados obtenidos por el niño en los campos de las matemáticas y la lectura[110].

Y es evidente que esta ventaja no queda limitada a los niños. La capacidad de dirigir nuestra atención a una cosa ignorando el resto yace en el núcleo mismo de la voluntad.

Un saco de huesos

En la India del siglo V, se alentaba a los monjes a contemplar «las 32 partes del cuerpo», una lista de aspectos poco atractivos de la biología humana, como las heces, la bilis, la flema, el pus, la sangre, la grasa, las mucosidades, etcétera. Esa atención a los aspectos desagradables estaba destinada a promover la desidentificación del cuerpo y a ayudar a los monjes a rechazar los deseos o, dicho en otras palabras, a fortalecer la voluntad.

Demos ahora un salto de 2000 años y contrastemos ese esfuerzo ascético con su opuesto. Como cuenta un trabajador social que se ocupa de rescatar, de las calles de Los Ángeles, a adolescentes que se prostituyen: «Resulta increíble lo impulsivos que pueden llegar a ser los adolescentes. Viven en las calles, pero si ahorran 1000 dólares, no los invierten en buscar un techo en el que refugiarse, sino en comprarse el iPhone más caro».

Su programa ayuda a jóvenes infectados por el VIH a encontrar una subvención gubernamental que les saque de las calles y les proporcione el cuidado médico que necesitan, dinero para un apartamento, comida y hasta la matrícula en un gimnasio. «Hoy veo a muchachos —me cuenta— que buscan infectarse deliberadamente para poder disfrutar, de ese modo, de más ayudas sociales».

El mismo contraste entre un elevado control cognitivo y su completa ausencia fue descubierto, hace ya años y en una dimensión más inocente, en las pruebas de demora de la gratificación realizadas en Stanford con niños de 4 años tentados por una golosina.

Cuando, 40 años después, se estudió a 57 de los preescolares de Stanford, los de «alta demora» (es decir, los que, a la edad de 4 años, habían resistido la tentación de las golosinas) seguían siendo todavía capaces de demorar la gratificación, mientras que los de «baja demora» mostraban la misma incapacidad de sofocar sus impulsos que cuando eran niños.

El escáner de su cerebro, mientras se resistían a la sensación, puso de relieve, en los de alta demora, una activación de los circuitos de la corteza prefrontal claves para controlar el pensamiento y las acciones, incluido el girus frontal inferior, que se ocupa de decir «no» a los impulsos. Pero los de baja demora activaron su área estriada ventral, un circuito del sistema de recompensa del cerebro que se moviliza cuando nos rendimos a las tentaciones de la vida y a los placeres culpables como, por ejemplo, un postre delicioso[111].

El estudio de Dunedin mostró la gran importancia que, para el control cognitivo, tiene la década que va de los 10 a los 20. Los adolescentes que menos autocontrol habían demostrado de pequeños eran también los más proclives a caer en la adicción al tabaco, los que se convertían en padres sin desearlo y los que presentaban una tasa más elevada de abandono escolar; trampas, todas ellas, que les cerraban el acceso a oportunidades posteriores y los dejaban atrapados en estilos de vida que aceleraban su camino a trabajos con peores salarios, una salud más pobre y, en algunos casos, un largo historial delictivo.

¿Pero hay que extraer, acaso, de esto la conclusión de que todos los niños con hiperactividad o trastorno de déficit de la atención están condenados a tener problemas? No, de ninguna manera, porque existe, entre los diagnosticados con TDA, un amplio abanico de opciones entre los extremos que van de malo a bueno. Y, aun en el caso de este grupo relativamente grande, el autocontrol predecía, pese a sus problemas atencionales mientras estaban en la escuela, un mejor resultado vital.

Pero esto no es algo que se limite a los niños de 4 años y a los adolescentes. La sobrecarga cognitiva crónica característica de tantas vidas parece reducir nuestro umbral de autocontrol. Y es que parece que, cuanto mayores son las exigencias a las que nuestra atención debe enfrentarse, peor resistimos las tentaciones. La investigación realizada en este sentido sugiere que la epidemia de obesidad que aqueja a los países desarrollados puede deberse parcialmente a nuestra mayor susceptibilidad, mientras estamos distraídos, a caer en un funcionamiento automático y tomar alimentos azucarados y ricos en grasas. Los estudios de imagen cerebral realizados sobre las personas que más éxito han tenido en perder peso y mantenerlo demuestran ser los que poseen, cuando se ven enfrentados a alimentos ricos en calorías, un mayor control cognitivo[112].

La famosa frase de Freud, según la cual «donde estaba el ello, estará el ego», expresa claramente esa tensión interior. El ello, es decir, el puñado de impulsos que nos dirige hasta la heladería, nos impulsa a comprar ese artículo de lujo demasiado caro o a entrar en ese sitio web en el que tanto tiempo perdemos, está siempre en lucha con el ego, la mente ejecutiva. Es el ego el que nos permite perder peso, ahorrar dinero y distribuir eficazmente nuestro tiempo.

En el ámbito de la mente, la voluntad (una faceta del «ego») refleja la lucha entre los sistemas ascendente y descendente. Es precisamente la voluntad la que, pese al tirón de nuestros impulsos, pasiones, hábitos y deseos, nos mantiene centrados en nuestros objetivos. Este control cognitivo refleja un sistema mental «frío» que se esfuerza en conseguir nuestros objetivos frente a nuestras reacciones emocionales «calientes», es decir, rápidas, impulsivas y automáticas.

Entre ambos sistemas existe una diferencia esencial de foco. Los circuitos de recompensa se fijan en la cognición caliente, es decir, en los pensamientos que poseen una gran carga emocional, como las facetas que nos resultan tentadoras de una golosina («es suave, dulce y deliciosa»). Cuanto más intensa es la carga, más fuerte es el impulso y más probable que nuestros sobrios lóbulos prefrontales se vean secuestrados por nuestros deseos.

El sistema ejecutivo prefrontal, por el contrario, «enfría lo caliente» reprimiendo el impulso de conseguirlo y posibilitando la reevaluación de la tentación («pero también engorda»). Nosotros (y nuestro hijo de 4 años) podemos movilizar este sistema a través del pensamiento centrándonos, por ejemplo, en la forma, el color o el modo en que la golosina está hecha. Este cambio de foco alivia la energía de la carga que nos impulsa a aferrarnos a ella.

Del mismo modo que aconsejó al Monstruo de las Galletas en sus experimentos en Stanford, Mischel ayudó a algunos de los niños con el sencillo truco mental de imaginar la golosina como una imagen enmarcada. Esa sencilla técnica permitía transformar súbitamente la irresistible golosina, que tan grande les parecía, en algo en lo que podían concentrarse o no. Cambiar, de este modo, su relación con la golosina era una especie de judo mental que permitía que, niños incapaces antes de demorar la gratificación más de un minuto, la demorasen 15 minutos.

Tal control cognitivo de los impulsos es un buen augurio del éxito en la vida. Como dice Mischel: «Si puedes enfrentarte a emociones calientes, puedes estudiar para superar el examen en lugar de ver la televisión… y también puedes ahorrar dinero para la jubilación, porque este no es un tema que se limite exclusivamente a las golosinas»[113].

Las distracciones emocionales, la revaloración cognitiva y otras estrategias metacognitivas entraron a formar parte de los procedimientos empleados por la psicología durante los años setenta. Pero, de algún modo, se trata de estrategias mentales cuyo origen se remonta a esos monjes de los que hablábamos al comienzo de este capítulo que, en el siglo V, se dedicaban a contemplar las partes «repugnantes» del cuerpo.

Un cuento de esa época tiene que ver con uno de esos monjes que, cuando estaba paseando, se cruzó con una hermosa mujer, que esa mañana se había enfadado con su marido y estaba huyendo a casa de sus padres[114].

Pocos minutos después, su marido, que la seguía, se cruzó con el monje y le preguntó:

—¿Has visto, Venerable señor, pasar a una mujer?

—No puedo decir —respondió— si fue hombre o mujer, pero sé que un saco de huesos ha pasado por este camino.

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